¿Podría ser la protección de la salud un derecho fundamental?

A Montse Recalde.

Como es bien sabido, el artículo 43 de la Constitución española (CE) reconoce el derecho a la protección de la salud pero no le confiere la condición de derecho fundamental, es decir, no lo configura como un apoderamiento jurídico que la Constitución atribuye a un sujeto para que pueda defender, asegurar o ejercer determinadas expectativas. Y ello a pesar de que nadie dudará de que es “fundamental” para las personas tener garantizada la protección de la salud. Simplemente no es derecho fundamental porque la Constitución no lo sitúa en esa posición normativa suprema; su configuración jurídica la encomienda por completo al Legislador y el individuo sólo podrá alegar ese derecho en los términos dispuestos en la ley (art. 53.3 CE). 

En segundo término, esta ubicación sistemática determina que la regulación de la protección de la salud compete a la ley ordinaria –no a la orgánica- y dicho principio rector no está garantizado por un procedimiento preferente y sumario ante los tribunales ordinarios ni por el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. 

Dicho lo anterior, hay que recordar también que la inclusión de la protección de la salud en el texto constitucional en los términos actuales no es algo baladí: en primer lugar, porque se hace un reconocimiento general de los beneficiaros como se deduce del empleo de la expresión “se reconoce”; en segundo lugar, porque se incluye un mandato claro: “compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios”. Finalmente, ese precepto opera como parámetro de constitucionalidad de cualquier norma (estatal o autonómica) sobre la protección de la salud, que podrá ser expulsada del ordenamiento si contraviene lo previsto en la mencionada disposición. 

Ya se ha dicho que la fundamentalidad de un derecho implica una  disponibilidad por su titular potencialmente inmediata; eso es lo que ocurre en nuestro ordenamiento con un derecho social como la educación, del que ya la STC 86/1985, de 10 de julio, afirmó que “incorpora así, sin duda, junto a su contenido primario de derecho de libertad, una dimensión prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán de procurar la efectividad de tal derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la enseñanza, en las condiciones de obligatoriedad y gratuidad que demanda el apartado 4 de este art. 27 de la norma fundamental” (FJ 3). Posteriormente ese mismo Tribunal ha recordado “la inequívoca vinculación del derecho a la educación con la garantía de la dignidad humana, dada la innegable trascendencia que aquélla adquiere para el pleno y libre desarrollo de la personalidad, y para la misma convivencia en sociedad, que se ve reforzada mediante la enseñanza de los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos, necesarios para “establecer una sociedad democrática avanzada”, como reza el preámbulo de nuestra Constitución…” Igualmente se insiste por el Alto Tribunal que “de las disposiciones constitucionales relativas al derecho a la educación, interpretadas de conformidad con la Declaración universal de derechos humanos y los tratados y acuerdos internacionales referidos, se deduce que el contenido constitucionalmente garantizado de ese derecho, en su dimensión prestacional, no se limita a la enseñanza básica, sino que se extiende también a los niveles superiores, aunque en ellos no se imponga constitucionalmente la obligatoriedad y la gratuidad. 

Por otra parte, también de las disposiciones examinadas y de su recta interpretación se obtiene que el derecho a la educación garantizado en el art. 27.1 CE corresponde a “todos”, independientemente de su condición de nacional o extranjero, e incluso de su situación legal en España. Esta conclusión se alcanza interpretando la expresión del art. 27.1 CE de acuerdo con los textos internacionales citados, donde se utilizan las expresiones “toda persona tiene” o “a nadie se le puede negar” el derecho a la educación” (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 8). 

Esta larga mención al reconocimiento de la fundamentalidad del derecho a la educación no es gratuita sino que trata de mostrar, salvando las necesarias distancias, que la protección de la salud se podría configurar también como derecho fundamental, atribuyendo, primeramente, su titularidad a todas las personas, por la innegable conexión de la salud con la dignidad humana. 

Además, también en la salud se advierte la necesidad de una doble garantía del derecho: por una parte, como derecho fundamental de libertad, reconociendo la posibilidad de rechazar tratamientos sanitarios no deseados, en la línea ya garantizada por los artículos 5 del Convenio de Oviedo (una intervención en el ámbito de la sanidad sólo podrá efectuarse después de que la persona afectada haya dado su libre e informado consentimiento) y 3.2.a de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (en el marco de la medicina y la biología se respetarán en particular: a) el consentimiento libre e informado de la persona de que se trate…”. Pero, por otra parte, también la fundamentalidad de la salud, como la de la educación, demanda una garantía prestacional, obligando a los poderes públicos, como ya prevé el vigente artículo 43 CE, a “organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios”. 

Y si tenemos en cuenta la estructura y contenido de los derechos fundamentales, no encontramos ahí obstáculos insalvables al reconocimiento de la protección de la salud como un derecho fundamental más. Por una parte, en los derechos fundamentales encontramos la presencia de reglas y principios y, siguiendo a Robert Alexy, se puede afirmar que el aspecto decisivo para la distinción entre reglas y principios es que estos últimos son normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes. Por eso se afirma que los principios son mandatos de optimización, que están caracterizados por el hecho de que pueden ser cumplidos en diferente grado y que la medida debida de su cumplimiento no sólo depende de las posibilidades de hecho sino también de las jurídicas. En cambio, las reglas son normas que sólo pueden ser, o no, cumplidas; si una regla es válida, ha de hacerse lo que ella exige, no más o menos. Y si atendemos a la configuración de nuestro texto constitucional se puede afirmar que no se adscribe ni a un modelo puro de principios ni a un modelo puro de reglas. Si se asumiera un modelo puro de principios todas las normas de derecho fundamental serían meras “normas de principio”, es decir, normas que imponen una protección preferente de los comportamientos descritos de manera muy genérica y abstracta en los enunciados jurídicos constitucionales frente a otros comportamientos con los que entran en conflicto en el seno de las relaciones sociales. Pero si nos acercamos a la norma suprema de nuestro ordenamiento nos encontramos con normas de derechos fundamentales que imponen a los poderes públicos un comportamiento muy preciso y determinado, que no encaja en modo alguno en la tipología de las normas de principio, sino que responden a una regla concreta; por ejemplo: cuando la Norma Fundamental dispone que la enseñanza básica será obligatoria y gratuita (art. 27.4). Aquí no estamos, pues, ante un “mandato de optimización” que pueda realizarse más o menos dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes, sino ante un mandato preciso y claro. 

Pero las matizaciones anteriores tampoco permiten llegar a la conclusión contraria y colegir que todas las normas de derechos fundamentales responden al llamado modelo puro de reglas, es decir, a comportamientos precisos de lo que puede, o no, hacerse; así, el mismo artículo 27 CE dispone, de manera principial, que los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca (art. 27.9). Cabe, pues, configurar la protección de la salud como un derecho fundamental que contenga alguna regla y también uno o varios principios. 

Por lo que respecta al contenido de los derechos, éstos hace tiempo que han dejado de ser exclusiva, o principalmente, derechos de libertad, para pasar a tener el contenido que el Estado estime en cada ocasión como más oportuno. Así, en ocasiones, los derechos sí serán, en efecto, derechos de libertad, cuando el Estado pretenda construirse con arreglo a principios liberales y decida dejar al individuo determinadas esferas de agere licere en las que no intervenir (separación Estado-Sociedad). En otras ocasiones, sin embargo, el Estado puede conceder a los sujetos derechos para que tomen parte en las decisiones del poder público (participación de la Sociedad en el Estado), creando derechos de participación política; algo que hará, fundamentalmente, cuando desee estructurarse conforme al principio democrático. Finalmente, el Estado puede conceder a los individuos la facultad de exigir del Estado determinadas prestaciones, esto es, puede establecer derechos prestacionales, lo cual hará, sobre todo, cuando se estructure como un Estado Social (intervención del Estado en la Sociedad). 

Pues bien, también la protección de la salud puede incluir tanto la garantía de determinadas esferas de libertad (el consentimiento informado sería un ejemplo “clásico”) como la facultad de reclamar de los poderes públicos prestaciones preventivas, curativas y rehabilitadoras. 

Pero las objeciones a la fundamentalidad de la protección de la salud no se quedan en planteamientos jurídico-constitucionales sino que incluyen una buena dosis de realismo económico: convertir este principio rector en derecho fundamental podría suponer un notable incremento de los gastos públicos en un contexto, además, de grave crisis económica. Al respecto, y en fecha temprana, advirtió el Tribunal Constitucional que el derecho de los ciudadanos a un sistema público de Seguridad Social está sujeto a “la apreciación de las circunstancias socioeconómicas de cada momento a la hora de administrar recursos limitados para atender a un gran número de necesidades sociales” (STC 65/1987, de 21 de mayo, FJ 17). 

Siendo cierto lo anterior, no lo es menos que, parafraseando el famoso libro de Stephen Holmes y Cass Sunstein, todos los derechos cuestan: el ejercicio de la participación política en los procesos electorales, la tutela judicial efectiva de los juzgados y tribunales, la defensa de la propiedad,… Así, por mencionar algunos datos referidos al gasto público español durante 2016, en sanidad se gastaron 70.635,7 millones de euros, en educación 47.578 millones de euros, en defensa 13.467 millones de euros y en seguridad (fuerzas y cuerpos policiales, sistema penitenciario) 13.600 millones de euros. Además, habría que considerar que hay aspectos del derecho a la protección de la salud que no serían especialmente costosos (por ejemplo, la información necesaria para ejercer el haz de facultades reconocido) y que cabe establecer límites; así, como ya se ha dicho, únicamente se contempla la gratuidad total para la enseñanza obligatoria. En suma, no todas las prestaciones sanitarias deben ser, necesariamente, gratuitas. 

Finalmente, y como es conocido, si se pretendiera convertir el principio rector de la política social y económica que es hoy la protección de la salud en un derecho fundamental habría que proceder a una reforma constitucional: la iniciativa (arts. 166 y 87 CE) podrían ejercerla el Gobierno, el Congreso, el Senado y los Parlamentos autonómicos y el procedimiento a seguir sería en el previsto en el art. 168 CE. 

A efectos meramente especulativos me atrevo a esbozar una de las múltiples redacciones que cabría dar a un eventual derecho fundamental a la protección de la salud: “1. Todas las personas tienen derecho a la protección de la salud.  2. Este derecho comprende el acceso a las prestaciones preventivas, curativas y rehabilitadoras del sistema público, así como la información necesaria para su ejercicio. Las prestaciones serán gratuitas cuando así lo prescriba la Ley y, en todo caso, respecto de las personas que se encuentre en una situación de pobreza. 3. Se garantiza la autonomía del paciente. 4. La Ley regulará las condiciones para el ejercicio de este derecho”. 

Con esta redacción se garantizaría, en primer lugar, la titularidad general del derecho, incluyendo a personas mayores y menores de edad, españoles y extranjeras y, dentro de las extranjeras, con residencia legal o sin ella. En segundo lugar, formarían parte del haz de facultades garantizado por el derecho las prestaciones de índole preventiva así como las curativas y reparadoras. Se establecería, además, no la gratuidad universal de las prestaciones recibidas pero sí, como mínimo, para las personas que carezcan de recursos y, en caso de que la ley que desarrolle el derecho lo contemple, también para otras situaciones. En tercer lugar, se acogería con rango iusfundamental el derecho reconocido hoy en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Finalmente, y aunque no sería imprescindible, se podría incluir un mandato expreso al Legislador para que regule las condiciones en las que se podrá ejercer el derecho.

Este texto resume parte de la ponencia «40 años de Constitución y salud» presentada en el XXVII Congreso Derecho y Salud celebrado en Oviedo del 6 al 8 de junio de 2018. Agradezco a la Asociación «Juristas de la Salud» y al Comité organizador su generosa invitación, y al profesor Leopoldo Tolivar y al doctor Sergio Gallego su imprescindible mediación.

1 comentario en “¿Podría ser la protección de la salud un derecho fundamental?

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