¿Puede una asociación religiosa excluir el ingreso de mujeres? A propósito del caso «La Esclavitud» y la sentencia del Tribunal Supremo de 23 de diciembre de 2021.

Hace pocos días se hizo pública la sentencia número 925/2021 de la Sala Primera del Tribunal Supremo, de 23 de diciembre de 2021, en la que se resolvió el recurso extraordinario por infracción procesal y el recurso de casación interpuestos contra una sentencia de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife en relación con los estatutos de la asociación Pontificia Real y Venerable Esclavitud del Santísimo Cristo de La Laguna, que reserva la admisión a hombres de conformidad con el artículo 1 de sus Estatutos; textualmente: “La Esclavitud del Santísimo Cristo de La Laguna es una asociación religiosa de caballeros, constituida para promover entre sus asociados una vida cristiana más perfecta, el ejercicio de obras de piedad evangélica y el incremento de la devoción y culto a la Sagrada Imagen de Nuestro Señor Crucificado, traída a esta isla por el Primer Adelantado Mayor de Canarias, Don Alfonso Fernández de Lugo, y que desde entonces ha recibido constante veneración popular en su capilla, que fuera primer Convento de la Orden Franciscana en Tenerife, denominado San Miguel de las Victorias”. 

En estas líneas no nos ocuparemos de las cuestiones de índole procesal sobre la competencia jurisdiccional de los tribunales españoles, que para el Tribunal Supremo (TS en lo sucesivo) no ofrece duda alguna, y nos centraremos en la cuestión de fondo: ¿puede una entidad asociativa como esta hermandad religiosa prohibir la entrada a mujeres? 

Lo primero que hay que recordar es que “La Esclavitud del Santísimo Cristo” (La Esclavitud en adelante) es una asociación religiosa constituida al amparo del Derecho canónico en 1659, bajo la modalidad canónica de “asociación pública de fieles”, e inscrita en el Registro de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia de España. Esta condición es relevante a efectos de la aplicación de la Ley Orgánica 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del Derecho de Asociación (LODA), cuyo artículo 2.3 dispone que “Las asociaciones constituidas para fines exclusivamente religiosos por las iglesias, confesiones y comunidades religiosas se regirán por lo dispuesto en los tratados internacionales y en las leyes específicas [en este caso serían la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa y los Acuerdos entre España y la Santa Sede, de 1979], sin perjuicio de la aplicación supletoria de las disposiciones de la presente Ley Orgánica”. 

No obstante, antes de entrar en estas cuestiones quería hacer unas consideraciones de carácter más general sobre el derecho de asociación constitucionalmente reconocido (artículo 22 CE) y algunas previsiones de la LODA que lo desarrolla. En cuanto al primero, la jurisprudencia constitucional (por ejemplo, STC 104/199) ha reiterado que ese derecho incluye, al menos, cuatro facultades: a) la libertad para crea asociaciones y tratar de integrarse en las ya creadas; b) la libertad de no asociarse y de dejar de pertenecer a una concreta asociación; c) la libertad de organización y funcionamiento internos sin injerencias públicas; d) una serie de derechos de las personas asociadas frente a la propia entidad. 

En segundo lugar, la LODA exige (artículo 2.5) que “la organización interna y el funcionamiento de las asociaciones deben ser democráticos, con pleno respeto al pluralismo” y, según el artículo 7.1.g, los estatutos deben incluir “los criterios que garanticen el funcionamiento democrático de la asociación”. Por su parte, el artículo 11.3 dispone que “la Asamblea General es el órgano supremo de gobierno de la asociación, integrado por los asociados, que adopta sus acuerdos por el principio mayoritario o de democracia interna y deberá reunirse, al menos, una vez al año”. 

Es de sobra conocido que la exigencia de democracia interna para los partidos políticos, como forma particular de asociación, está prevista en el artículo 6 de la CE; lo mismo sucede con los sindicatos y las asociaciones empresariales en el artículo 7, con los colegios profesionales en el artículo 36 y con las organizaciones profesionales en el artículo 52, pero la CE en su artículo 22 nada dice sobre tal requisito en relación con las asociaciones en general ni tampoco prevé nada al respecto el Convenio Europeo de Derechos Humanos. 

Pues bien, en mi opinión, la legislación orgánica estatal no puede configurar la organización interna de las asociaciones de manera que quede desvirtuada la libertad que la CE garantiza en ese punto. Por tanto, va en contra del libre desarrollo de la personalidad que se reconoce a los titulares del derecho de asociación la imposición de una organización y un funcionamiento democráticos y, más todavía, la exigencia de respeto al pluralismo. El pluralismo se protege, precisamente, a través de la capacidad de creación de nuevas asociaciones, el abandono de las ya existentes, la no obligatoriedad de la integración en una asociación, etc. Aunque no de manera directa, esta conclusión parece deducirse de la conocida STC 56/1995, de 6 de marzo, sobre funcionamiento democrático de los partidos políticos, donde se concluye que “el derecho de asociación en partidos políticos es, esencialmente, un derecho frente a los poderes públicos en el que sobresale el derecho a la autoorganización sin injerencias públicas; sin embargo, a diferencia de lo que suele suceder en otros tipos de asociación, en el caso de los partidos políticos y dada su especial posición constitucional, ese derecho de autoorganización tiene un límite en el derecho de los propios afiliados a la participación en su organización y funcionamiento” (FJ 3.b, la cursiva es nuestra). 

Y es que la configuración constitucional del derecho de asociación incluye, a mi juicio, la existencia de organizaciones cuyo funcionamiento interno no se ajuste a lo que se consideran principios democráticos (elección de cargos, igualdad de derechos, regla de la mayoría para decidir,…) o que sean abiertamente autoritarias: formaría parte del ámbito de decisión de cada socio, de su libre desarrollo personal en este derecho, la aceptación voluntaria de estas condiciones y la consiguiente facultad de dejar de aceptarlas, abandonando, en su caso, esa asociación o renunciando a ingresar en ella. Todo ello salvo que dicha asociación, como veremos luego, cumpla alguna función pública o reciba financiación pública para sus actividades.

Volviendo al caso de asociación “La Esclavitud”, la señora María Teresita Laborda Sanz, que pretendía formar parte de la misma no consigue ingresar porque se le dice que, en aplicación de los Estatutos, no está prevista la entrada de mujeres. ¿Es esa exclusión una discriminación prohibida por nuestra Constitución? Sí, según concluyen el Juzgado de Primera Instancia número 2 y la Audiencia Provincial de Tenerife pero no de acuerdo con la sentencia que ahora comentamos del Tribunal Supremo, que aplica, en mi opinión de manera acertada, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea: está reconocido que la no admisión de una persona en una entidad asociativa no es una potestad ilimitada cuando, primero, dicha entidad disfrute de una concesión administrativa para la explotación económica en exclusividad de bienes de dominio público, por lo que la decisión de negar el ingreso a una mujer se traducía en una discriminación laboral por razón de sexo (caso de la asociación de pescadores de El Palmar: STS 811/2001, de 8 de febrero, y ATC 254/2001, de 20 de septiembre); tampoco cabe la exclusión de las mujeres si la Administración pública participa en la organización y/o financiación de las actividades de la asociación privada (caso del Alarde de Irún: SSTS Sala 3.ª de 19 de septiembre de 2002) ni, en tercer lugar, si la asociación pertenece a la modalidad de cooperativa de viviendas, sujeta a su específico régimen legal, en la que la pérdida de la condición de asociado/cooperativista comporta simultáneamente la pérdida del derecho de adjudicación de una vivienda, con el consiguiente perjuicio económico significativo para la persona afectada. Pero la asociación “La Esclavitud” lleva a cabo actividades exclusivamente religiosas (promover entre sus asociados una vida cristiana más perfecta, el ejercicio de obras de piedad evangélica y el incremento de la devoción y culto a la Sagrada Imagen de Nuestro Señor Crucificado), ajenas, concluye el TS, a toda connotación económica, profesional o laboral.

En segundo lugar, no existe una situación de «monopolio» o exclusividad en la organización de las actividades procesionales de la Semana Santa y otros actos de culto por parte de la Esclavitud del Santísimo Cristo, que es una más de las diversas Hermandades y Cofradías existentes con sede en San Cristóbal de la Laguna, como tampoco existe impedimento canónico para poder promover la constitución de nuevas Hermandades, con los mismos fines espirituales y religiosos, integradas por hombres y mujeres o solo por mujeres. 

En tercer lugar, el TEDH declaró (sentencia de 15 de mayo de 2012, caso Fernández Martínez c. España) que, salvo en casos muy excepcionales, el derecho a la libertad de religión tal como lo entiende el Convenio excluye cualquier valoración por parte del Estado sobre la legitimidad de las creencias religiosas o sobre las modalidades de expresión de éstas. Y sobre esta base establece que “el principio de autonomía religiosa prohíbe al Estado obligar a una comunidad religiosa admitir o excluir a un individuo o a confiarle cualquier responsabilidad religiosa” (ver, mutatis mutandis, Sviato-Mykhaïlivska Parafina c, Ucrania, ap. 146, de 14 junio de 2007). Por cierto, es de sobra conocida la exclusión de las mujeres del ejercicio de las principales responsabilidades religiosas por parte de la Iglesia Católica. 

El TEDH ha reiterado esta doctrina, que vincula al «principio de neutralidad religiosa del Estado», en la sentencia de 9 de julio de 2013 en el caso Sindicatul «Pastorul Cel Bun» c. Rumania. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha aplicado también esta doctrina en su sentencia de 17 de abril de 2018 (caso Vera Egenberger). 

En suma, y a la espera de que el TC pueda decir otra cosa en un eventual recurso de amparo que ya ha sido anunciado por la señora María Teresita Laborda Sanz, una entidad privada que no ejerce funciones públicas, ni condiciona el ejercicio de derechos de esa índole ni realiza actividades financiadas con fondos públicos puede, en ejercicio de su libertad de autoorganización, excluir la entrada de personas por ser mujeres, como ha sido en este supuesto o, en su caso, por ser hombres. 

Pd. Agradezco muy sinceramente a mi amigo y colega, el profesor Gerardo Pérez Sánchez, la información facilitada sobre este asunto, respecto del cual el sostiene una tesis diferente y que coincide con lo dicho por el Juzgado y la Audiencia Provincial.

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Imagen tomada de el periódico Diario de Avisos.

 

Democracia local y tecnología blockchain.

En breve se publicará en la serie Claves de la Fundación Democracia y Gobierno Local un libro coordinado por el profesor Gustavo Manuel Díaz González sobre blockchain y gobiernos locales; en él se incluirá un capítulo que elaboramos la profesora Patricia García Majado y yo sobre “Democracia local y tecnología blockchain”, que aquí resumiré en pocas palabras.

El objetivo del trabajo es analizar si en el estado actual de conocimiento de las cosas, la tecnología blockchain contribuye a mejorar la calidad de los procesos participativos en el ámbito local, es decir, si garantizando requisitos esenciales del derecho de participación -que se ejerza de manera universal, libre, igual, directa y secreta-, facilita su ejercicio y aporta más transparencia y confianza a la ciudadanía, “con el fin de ampliar el debate político y favorecer una mejor y más legítima adopción de las decisiones políticas” (Principio n.º 6 del Anexo a la Recomendación del Comité de Ministros del Consejo de Europa a los Estados miembros sobre la democracia electrónica (e-democracia), adoptada el 18 de febrero 2009), sin olvidar que más y mejor tecnología no conduce por sí misma a más y mejor democracia (Principio n.º 49). 

En cuanto a la exigencia obvia de que dicha participación deba consistir en un acto de libertad, entendida como su ejercicio sin sujeción a coacciones de ningún tipo, creemos que no hay motivos sólidos para sostener que la persona que participa a través de un dispositivo electrónico, sea o no con tecnología blockchain, está más expuesta a intimidaciones que menoscaben su derecho, que la persona que interviene, por correspondencia postal o presencialmente, en unas elecciones, en una consulta popular o en un foro ciudadano. 

Sí encontramos mayor fundamento en las cautelas que inciden en la vulnerabilidad de la votación electrónica no blockchain a distancia en materia de secreto de voto, pues es bien conocida la posibilidad de interferencias maliciosas en el manejo de cualquier dispositivo informático. Aquí, además del riesgo de que se pueda conocer el sentido de la voluntad de quien participa, lo que en sí mismo no menoscaba necesariamente su libertad, lo que más preocupa es la alteración de esa voluntad ya emitida o su bloqueo para que no sea contada; con todo ello, estaría seriamente dañada la confianza en el proceso en el que está interviniendo. Vemos, pues, que parece posible articular un sistema de votación electrónica “seguro” -dicho lo de seguro con las obligadas cautelas en este ámbito- e, incluso, introducir sistemas electrónicos que sirvan para gestionar las diversas fórmulas participativas locales. A este respecto, la tecnología blockchain también podría contribuir a fortalecer el carácter secreto de la voluntad manifestada (en elecciones, consultas, foros…) y la intangibilidad del acto de participación, pues, en principio, al estar basada en la capacidad para crear registros muy difíciles de modificar, se potenciaría la autenticidad, su carácter confidencial, su inalterabilidad y, en última instancia, la confianza ciudadana en el proceso. En primer lugar, la persona titular del derecho podría verificar lo que ha hecho, y, en segundo, se podría llevar a cabo una auditoría del proceso y de la plataforma de gestión sin que eso supusiera menoscabar, en su caso, el carácter secreto de la decisión. 

El carácter público y compartido de los datos en la cadena permitiría, además, la verificación de la integridad de la información por parte de cualquier persona. En realidad, si estas premisas de la tecnología blockchain se cumplieran se estaría avanzando mucho en el logro de los citados estándares europeos sobre participación electrónica: se permitiría que cualquier persona pudiera no solo observar el recuento, sino también comentar las elecciones electrónicas, incluyendo la compilación de los resultados, algo que hasta ahora no se puede hacer con el voto electrónico. También se favorecería el uso de estándares abiertos para permitir la interoperabilidad de varios componentes o servicios técnicos y la auditoría del proceso. 

No obstante estas ventajas, y parafraseando el final de Con faldas y a lo loco, nada es perfecto, como también ha puesto de relieve la doctrina que se ha ocupado de estas cuestiones, y no está garantizada la inmutabilidad absoluta de las transacciones, con lo que asumimos que, en este estado de la cuestión, no cabe mantener que la seguridad sobre una información tan sensible esté fuera de todo riesgo, al menos del riesgo asumible sin que pueda quedar en cuestión la legitimidad del proceso. 

En segundo lugar, cabe preguntarse para qué tipo de votaciones podría suponer una mejora respecto a lo que tenemos ahora el empleo de la tecnología blockchain. Nos parece evidente que en España la participación efectiva y sin trabas, el carácter secreto del sufragio y su inalterabilidad, además de la transparencia, están plenamente garantizados con el vigente sistema de votación presencial, algo que, consideramos, no se puede decir con el mismo convencimiento del sufragio por correo de los nacionales residentes en el extranjero: leyendo los debates parlamentarios correspondientes a la elaboración de la Ley Orgánica 2/2011 de reforma de la LOREG se constata, entre otras cosas, que la extensión del voto rogado a los procesos electorales autonómicos, a las Cortes y al Parlamento Europeo respondió a la preocupación de evitar prácticas fraudulentas relacionadas con la identidad de los electores. 

Si hablamos de elecciones, referendos o consultas populares locales, la eventual aplicación de ese voto tecnológico sería para sustituir al voto por correspondencia nacional pues no pueden participar las personas españolas residentes en el extranjero. Por ello, tendría, a priori, un uso minoritario -para el sufragio de las personas que no pueden o quieren hacerlo presencialmente ni tampoco a través del correo postal-. Tal cosa no constituye una objeción, pero habría que tener en cuenta el hecho de que su implantación supondría un coste adicional (económico, medioambiental…) sin que, probablemente, ello supusiera una eliminación del vigente voto por correo postal. Para muchas personas, este podría ser un método más cómodo, fácil y confiable que el voto tecnológico blockchain, que, como se ha dicho también, puede ser fácil y cómodo para quien no esté afectado por brechas tecnológicas, pero tampoco está exento de riesgos. 

A este respecto, y si acudimos a los estándares europeos en la materia, nos encontramos con que la interfaz del votante de un sistema de voto electrónico deberá ser fácil de entender y utilizar por todos los votantes -algo que está por ver con la tecnología blockchain-, y, a menos que los canales de voto electrónico a distancia sean universalmente accesibles, serán solo un medio adicional y opcional de votación, con lo que esta tecnología tendría que seguir conviviendo con la votación presencial y con la votación por correo postal. 

En tercer lugar, la introducción de ese nuevo sistema de votación exigiría un cambio legislativo, pues habría que modificar la LOREG y la normativa de referéndum sobre consultas populares locales, además de la aprobación de normas autonómicas que contemplasen todo el protocolo blockchain. Todo ello presupone un amplio acuerdo político y un estudio detallado de las ventajas e inconvenientes, acuerdo y estudio que no existen en la actualidad. También sería preciso llevar a cabo campañas de difusión del nuevo procedimiento e, incluso, de facilitación tecnológica para que no hubiera algún tipo de exclusión derivada de la falta de conocimiento y/o de confianza. Y es que estas exigencias forman parte, como ya se ha anticipado, de los estándares europeos en la materia: “antes de introducir el voto electrónico, los Estados miembros introducirán los cambios necesarios en la legislación pertinente; la ciudadanía, y en particular los electores, deberá ser informada, con suficiente antelación al inicio de la votación, en un lenguaje claro y sencillo, sobre: -los pasos que un votante puede tener que dar para participar y votar, -la utilización y el funcionamiento correctos del sistema de voto electrónico, -el calendario de la votación electrónica, incluyendo todas las etapas…”

En cuarto término, la eventual introducción de la tecnología blockchain tendría que hacerse contando, en todo caso, con la necesaria presencia y supervisión de una Administración electoral, algo que está previsto en España tanto en la normativa de participación estatal como en la autonómica, y que viene contemplado también en los estándares europeos varias veces mencionados: “la legislación pertinente deberá regular las responsabilidades del funcionamiento de los sistemas de voto electrónico y garantizar que el organismo de gestión electoral tenga el control de los mismos… el organismo de gestión electoral será responsable del proceso de recuento… el organismo electoral competente será responsable del respeto y cumplimiento de todos los requisitos, incluso en el caso de fallos y ataques. El organismo de gestión electoral será responsable de la disponibilidad, fiabilidad, usabilidad y seguridad del sistema de voto electrónico… solo las personas autorizadas por el organismo de gestión electoral tendrán acceso a la infraestructura central, a los servidores y a los datos electorales… antes de que se celebren las elecciones electrónicas, el organismo de gestión electoral se asegurará de que el sistema funciona correctamente… el organismo de gestión electoral deberá manejar todo el material criptográfico de forma segura…”. 

En esta línea, entendemos que habría que optar por una red de distribución blockchain “privada”, que se caracteriza por la imposición de restricciones tanto al acceso a la información contenida en la cadena de bloques como a la posibilidad de inclusión de nuevas transacciones en la misma. Estas restricciones son coherentes con la propia titularidad del derecho a intervenir en los procesos participativos en el ámbito local, que, por muy amplia que sea, no será, en ningún caso, totalmente universal, y estará condicionada por diversos factores como la residencia en el término municipal, la edad… 

Y, si eso es así, nos encontramos con que el carácter privado de la red limita la virtualidad de los principios de distribución y descentralización que se atribuyen a la tecnología blockchain, toda vez que las redes privadas son administradas por una o varias autoridades centrales, a las que se atribuye con carácter exclusivo la facultad para asegurar que intervienen las personas que tienen derecho a ello. 

Partiendo, por tanto, de que debe tratarse de una red privada, debe ser, necesariamente, una red “permisionada”, pues la capacidad para intervenir en el proceso vendrá determinada por las reglas del respectivo proceso participativo (no serán las mismas para unas elecciones locales que para la iniciativa de reforma de una norma municipal o para un jurado ciudadano), y, conforme a dichas reglas, la autoridad central -la Administración electoral competente- estaría obligada a bloquear la entrada a quien no tuviera derecho a ello. Y parece que las redes blockchain de carácter privado presentan un impacto tecnológico limitado, en la medida en que se asimilarían al modelo, ya muy extendido, de la intranet, con lo que, también en ese aspecto, se podrían formular objeciones a su eventual introducción. 

Por todo lo dicho, y teniendo en cuenta el estado actual de desarrollo de la tecnología blockchain, con sus fortalezas y debilidades, la existencia de otros desarrollos tecnológicos alternativos, las exigencias jurídico-democráticas precisas en cualquier proceso participativo, así como la necesidad de seguir manteniendo instrumentos de participación presenciales y a distancia tradicionales y no electrónicos, llegamos a la conclusión de que la opción blockchain no es, por el momento, la panacea para los problemas existentes; más todavía, pensamos que no es la mejor alternativa para el único escenario en el que se nos antoja deseable el desarrollo de mecanismos de participación electrónica -el ejercicio del derecho de voto a distancia-, pues caben otras fórmulas electrónicas ya contrastadas en la práctica, como el sistema de voto a distancia aplicado en Estonia, y/o la mejora sustancial del actual sistema de votación por medio del correo postal. 

En todo caso, también entendemos que sí cabría continuar desarrollando experiencias vinculadas a la tecnología blockchain en el ámbito municipal, como se está haciendo en la actualidad en diversas entidades locales, pues no en vano ofrecen un ámbito adecuado, por su tamaño y por la proximidad física y administrativa entre instituciones y ciudadanía, para el desenvolvimiento gradual de herramientas que sirvan para mejorar la calidad de la democracia local.

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Imagen tomada de Cointelegraph.

 

Un episodio más sobre la libertad de expresión del disidente en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: el señor Mătăsaru vence de nuevo.

Hace casi tres años comenté en este blog episodios anteriores de la prolongada batalla que el señor Anatol Mătăsaru lleva librando en Moldavia contra, según sus denuncias, la corrupción rampante en dicho país. Así, él mismo fue víctima de abusos policiales y malos tratos según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH, asunto Mătăsaru y Saviţchi c. Moldavia, de 2 de noviembre de 2010); posteriormente, fue juzgado y condenado porque en 2013, el día festivo del cuerpo de fiscales en Moldavia, el señor Mătăsaru se personó frente al edificio de la Fiscalía General con el propósito de llamar la atención de la opinión pública sobre la corrupción y el control ejercido por la clase política sobre dicha Fiscalía. Para ello, a las 10 de la mañana, instaló dos grandes esculturas de madera en la escalinata que conduce a la sede de la Fiscalía General: una simbolizaba un pene erecto con una foto de un importante cargo político en el glande; la otra representaba una vulva enorme con imágenes de varios fiscales de alto rango entre los labios; además infló globos en forma de genitales masculinos y los pegó en varios árboles cercanos. Después de ser entrevistado por numerosos periodistas, a las 11 la policía retiró las esculturas y fue conducido a una comisaría de policía. Por dicha acción fue fue acusado de vandalismo conforme al artículo 287 del Código Penal moldavo y se le condenó a dos años de prisión, aunque la condena quedó en suspenso durante tres años. La condena fue confirmada por el Tribunal de Apelación de Chișinău y por el Tribunal Supremo de Moldavia. El asunto fue admitido a trámite por el TEDH, que en la sentencia Mătăsaru c. Moldavia, de 15 de enero de 2019, dio la razón al demandante en una resolución que enlaza con la última jurisprudencia sobre la necesidad de proteger, frente a las sanciones penales, los actos de provocación que supongan protestas pacíficas en contra de cargos y empleados públicos en asuntos de interés general. 

Pues bien, el pasado 21 de noviembre de 2021 se conoció la sentencia de la Sección 2ª del TEDH en un nuevo caso Matasaru c. República de Moldavia, que trae causa de la detención y encarcelamiento del demandante durante tres días, seguido de su condena, por organizar una protesta frente a la sede de la Fiscalía Anticorrupción:  el 28 de enero de 2016, fiesta profesional de los fiscales en Moldavia, y con el objetivo de protestar por la falta de actuación de dicha institución respecto a una denuncia presentada por un supuesto soborno que le habían solicitado funcionarios de la Alcaldía de Chișinău, el demandante instaló en el lugar arriba indicado un inodoro y simuló defecar. Poco antes había declarado a la prensa que su intención era montar una performance basada en el dicho «să mă cac în el/ea de…» , que se traduce como «me dan ganas de cagar» y expresa una severa forma de frustración ante algo que se percibe como injusto. 

Para el TEDH quedó acreditado que la intención del demandante era llamar la atención sobre los problemas de la actividad de la Fiscalía Anticorrupción, algo que puede considerarse de interés público; entiende también el TEDH que la actuación realizada por el demandante fue  extravagante y podría considerarse chocante o perturbadora para algunas personas; sin embargo, nadie durante el procedimiento interno y en el procedimiento ante el TEDH cuestionó que se trataba de una mera actuación y que solo duró unos diez minutos, el tiempo mínimo necesario para que fuera grabada por los periodistas presentes. No insultó a ningún fiscal, sino que se limitó a cuestionar la labor de la institución. El objetivo que buscaba era hacer algo de impacto, algo que, sin duda, consiguió. 

En atención a todo ello, el TEDH considera que en las circunstancias del presente caso no existió justificación alguna para una injerencia estatal como la que sufrió el señor Anatol y dicho trato no solo tuvo repercusiones negativas sobre el demandante, sino que también pudo tener un grave efecto disuasorio sobre otras personas y disuadirlas de ejercer su libertad de expresión. En suma, la injerencia en su libertad de expresión no puede considerarse proporcionada ni «necesaria en una sociedad democrática». Esta resolución se une a otras del TEDH en los últimos años que resolvieron demandas contra condenas penales impuestas en diferentes Estados por actos expresivos que constituían formas de disidencia y protesta simbólicas y pacíficas, como  la exposición pública de ropa sucia durante un breve periodo cerca del Parlamento para reflejar los “trapos sucios de la nación” (asunto Tatár y Fáber c. Hungría, de 12 de junio de 2012), verter pintura sobre estatuas del “padre de la patria” Kemal Ataturk (caso Murat Vural c. Turquía, de 21 de octubre de 2014), retirar una cinta de una corona que había sido colocada por el Presidente de Ucrania en un monumento a un famoso poeta nacional el Día de la Independencia (asunto Shvydka c. Ucrania, de 30 de octubre de 2014), interpretar canciones de protesta en la catedral de Moscú (caso Mariya Alekhina y otras (Pussy Riot) c. Rusia, de 17 de julio de 2018) o quemar una foto del Rey de España en un espacio público (asunto Stern Taulats y Roura Capellera c. España, de 13 de marzo de 2018, sobre el que escribimos aquí y aquí). 

Parece que cuesta asimilar, por no pocas instancias judiciales estatales, algo que el TEDH viene repitiendo, con carácter general, desde  el famoso asunto Handyside c. Reino Unido, de 29 de abril de 1976, y que no es más, ni menos, que el derecho a la libertad de expresión reconocido en el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos no solo ampara “las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existen una «sociedad democrática».  Prueba, a mi juicio, de esta “ignorancia” del alcance de la libertad de expresión es el reciente caso, en nuestro país, “hai que prenderlle lume á puta bandeira”. 

Pd. sobre estas cuestiones versará un texto más largo que se publicará en un número de la revista Teoría y Derecho sobre libertad de expresión que coordina el profesor Jacobo Dopico. 

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