El estado de alarma en crisis.

Como última entrada del blog en el año 2021 incluyo la contribución “El estado de alarma en crisis” (descargable en pdf), publicada en el último número de la Revista de las Cortes Generales (111), disponible en versión digital desde el 30 de diciembre de 2021. Las principales conclusiones son las siguientes: 

Primera.-  En la  Historia  constitucional  española  anterior  a  1978 no se contempló un estado de excepción, en sentido amplio, que no respondiera a la suspensión de derechos ni fuera ajeno a circunstancias relacionadas con la seguridad del Estado y el orden público. 

Segunda.-  Si  bien  nos  parece  acertada  la  incorporación  a  la  Constitución de 1978 de un «Derecho de la excepción» se advierte el escaso desarrollo que del mismo se ha hecho en el texto constitucional en lo que respecta al estado de alarma, en particular sobre el alcance temporal de sus prórrogas. 

Tercera.-  Y en lo  referido  al  desarrollo  legal  del  estado  de  alarma,  no  ha  sido  actualizado  en  cuarenta  años,  a  pesar  de  la  advertencia  que  supuso  la  dificultad  de  encajar  –si  es  que  cabía  hacerlo– en las previsiones de la Ley Orgánica 4/1981 la huelga de los controladores aéreos en el año 2010. 

Cuarta.- Esa falta de actualización también se evidencia en la escasa atención que se presta en la ley reguladora de los estados de excepción al principio estructural de «Estado autonómico», en fase de construcción  en  1981  pero  plenamente  desarrollado  desde  hace  décadas. 

Quinta.- Ha quedado constatado en los últimos 20 meses que las medidas legalmente previstas como propias del estado de alarma no sirven para hacer frente a grandes epidemias, como la provocada por la COVID-19,  que  se caracterizan  por  su  incidencia  en  varios  derechos fundamentales, su amplio radio de incidencia territorial y su prolongada extensión temporal. 

Sexta.-  Habría que estudiar si  el  tratamiento  jurídico  de  las  crisis sanitarias que es probable padezcamos en el siglo XXI encuentra su mejor ubicación en una ley, como la reguladora de los estados de alarma,  excepción  y  sitio,  pensada  para  hacer  frente  a  situaciones  relativamente acotadas en el tiempo, o si sería preferible trasladar los recursos normativos diseñados para frente a este tipo de fenómenos a una ley específica sobre epidemias. 

Séptima.- La importancia que de suyo supone la aprobación de  cualquier  medida  dirigida  a  hacer  frente  a  un  estado  de  alarma,  de  excepción  o  de  sitio,  exige  que  los  eventuales  controles  que  se  planteen frente a ellas tengan una respuesta relativamente rápida por parte de las instancias jurisdiccionales competentes, singularmente por el Tribunal Constitucional, algo que no ha sucedido con la crisis generada por la COVID-19. 

Octava.-  La  necesidad  de  actualizar  nuestro  ordenamiento  para hacer frente a epidemias no es algo que se limite a la legislación de excepción o a la propia normativa sanitaria para situaciones especiales (Ley Orgánica 3/1986) sino que también se advierte, entre otros  ámbitos,  en  el  Derecho  electoral  y  en  el  parlamentario:  en  el  primero para articular las reformas que garanticen el pleno ejercicio del derecho de voto en contextos pandémicos y en el segundo para regular legislativa y reglamentariamente la sustitución temporal de los cargos representativos en los casos, entre otros, de bajas temporales por enfermedad o incapacidad. 

Novena.- Los poderes públicos son conscientes de que, como decía Ulrich Beck, la sociedad del riesgo en la que vivimos es una sociedad catastrófica. Constatada dicha realidad, los poderes que tienen atribuidas competencias para impulsar y aprobar cambios legales no pueden desentenderse de las consecuencias para la salud de la naturaleza y del ser humano, ni tampoco de los efectos sociales, económicos y políticos de las catástrofes. Hacer  frente  a  dichas  consecuencias exige, si las medidas vigentes se constatan ineficaces, una reorganización del poder y de la competencia, algo que en España está lejos de haberse realizado.

Estado de alarma en crisis

¿Deben ir los pobres a la cárcel por el impago de una pena de multa?

En esta entrada se incluye un breve resumen del texto de la profesora Regina Helena Fonseca Fortes-Furtado “¿Deben ir los pobres a la cárcel por el impago de una pena de multa?” (se puede descargar en pdf), publicado en el último número de la Revista Sistema Penal Crítico, nº 2, 2021. 

“Poverty (in no way) immunizes from punishment”. 

La cita con la que empieza el trabajo procede del caso Bearden v. Georgia, 461 US 660 (1983), del Tribunal Supremo de Estados Unidos, pero nos hemos tomado la libertad de poner entre paréntesis la expresión que niega a la pobreza un efecto inmunizante contra el castigo penal. Y se ha hecho a propósito, pues en este estudio se propone una interpretación reductora de la responsabilidad personal subsidiaria por impago de una multa penal, para impedir así que tal impago por una persona pobre pueda conllevar la sustitución por la pena de prisión y su entrada en la cárcel y ello porque estamos ante una medida desproporcionada, discriminatoria y contraproducente, en fin, ante una manifestación de la aporofobia del Derecho penal. 

Ser pobre no es -y no puede ser-, desde luego, un delito en países que se conforman como Estados sociales y democráticos de Derecho, pero desde hace mucho tiempo varios autores denuncian una inequívoca y directa relación entre la exclusión social (el underclass) y la posibilidad de ir a la cárcel por cometer delitos menores, consecuencia de una nefasta gestión neoliberal de la marginalidad, incluso en países que mantienen el compromiso constitucional de proteger a los ciudadanos, evitando -o al menos tratando de minorar- los indeseados efectos de la vulnerabilidad económica; no en vano, este es el motivo por el que, además de democráticos, se califican como Estados sociales. 

Por otro lado, y como la cara opuesta de la misma moneda, se suele señalar la existencia de una “cifra dorada” de criminalidad para referirse al conjunto de delitos cometidos por quienes cuentan con un estatus privilegiado en el ámbito socioeconómico y político, que les permite evadir la justicia, un puente “de oro” a la impunidad. 

No se trata de un problema de detección de los delitos, como la acuñada cifra negra (dark number), sino más bien de un claro caso de favorecimiento de los más ricos, una vez que esas conductas delictivas o bien no están tipificadas penalmente o bien no se persiguen por los órganos responsables. 

Volviendo a la primera situación, y como es bien conocido, Adela Cortina acuñó el término aporofobia para designar el odio al indigente, la aversión hacia los desfavorecidos. Una de las manifestaciones de la aporofobia sería el uso del Derecho penal como instrumento en manos de los poderosos para perpetuar las discriminaciones contra los pobres y mantener las desigualdades sociales. 

Respecto a la intersección entre delito, pobreza y pena son significativas las aportaciones del profesor Jesús Silva Sánchez en el sentido de mitigar el dolor infligido por el Derecho penal a ciertos grupos sociales, tales como pobres, minorías étnicas, inmigrantes, etc., en virtud de su poca o nula participación en el proceso democrático de decisión política que conforma a las normas penales. A ese déficit se suma la infracción del deber de garante de la igualdad social del Estado, que implica su corresponsabilidad por no haber neutralizado los factores criminógenos desencadenantes del hecho cometido por el autor pobre. 

Pues bien, el artículo 53.1 del Código penal español prevé que “si el condenado no satisficiere, voluntariamente o por vía de apremio, la multa impuesta, quedará sujeto a una responsabilidad personal subsidiaria de un día de privación de libertad por cada dos cuotas diarias no satisfechas que, tratándose de delitos leves, podrá cumplirse mediante localización permanente”, lo que se conoce por responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa (en adelante RPSIM). 

Nuestra conclusión es que la RPSIM puede ser una expresión de la aporofobia en la medida en que solo formalmente garantiza la observancia de la capacidad económica del penado; sin embargo, materialmente, permite que el impago de la pena de multa por los económicamente vulnerables conduzca de manera invariable a su sustitución por una pena de prisión. 

Dicha sustitución parece que no se corresponde con los postulados del principio de igualdad y de proporcionalidad de las penas; además, si la vulnerabilidad económica genera una situación que debe ser combatida por el Estado, en su afán protector, no puede ser que, en otro ámbito, exactamente el de las normas jurídicas, las personas o grupos que merecen un mayor grado de protección estatal se vean doblemente desatendidos, lo que implicaría una evidente afrenta al principio de dignidad de la persona humana (artículo 10.1 de la Constitución española).

Por todo lo dicho, el presente estudio propone la modificación del artículo 53 CP para que se excluya la parte que permite la sustitución de la pena de multa por la pena de prisión en el caso del impago de aquélla por persona pobre; en su caso, cabría la sustitución por otros tipos de penas, pero no por la de privación de libertad a través de la imposición de una pena de prisión.

Deben ir los pobres a la cárcel

Los hermanos Marx y la renovación de la Agencia Español de Protección de Datos.

La relativamente reciente Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales (LOPD) ha servido para incorporar a nuestro ordenamiento las previsiones del Reglamento (UE) 2016/679 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 27 de abril de 2016, relativo a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de sus datos personales y a la libre circulación de estos datos (Reglamento general de protección de datos) y dicha Ley Orgánica, siguiendo el mandato del Reglamento UE, configura la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) como una autoridad administrativa independiente con arreglo a la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, que se relaciona con el Gobierno a través del Ministerio de Justicia. 

A estos efectos, su artículo 48 prevé que “la Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos estará auxiliada por un Adjunto en el que podrá delegar sus funciones, a excepción de las relacionadas con los procedimientos regulados por el Título VIII de esta ley orgánica, y que la sustituirá en el ejercicio de las mismas en los términos previstos en el Estatuto Orgánico de la Agencia Española de Protección de Datos. Ambos ejercerán sus funciones con plena independencia y objetividad y no estarán sujetos a instrucción alguna en su desempeño. Les será aplicable la legislación reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado. La Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos y su Adjunto serán nombrados por el Gobierno, a propuesta del Ministerio de Justicia, entre personas de reconocida competencia profesional, en particular en materia de protección de datos. Dos meses antes de producirse la expiración del mandato o, en el resto de las causas de cese, cuando se haya producido éste, el Ministerio de Justicia ordenará la publicación en el Boletín Oficial del Estado de la convocatoria pública de candidatos. Previa evaluación del mérito, capacidad, competencia e idoneidad de los candidatos, el Gobierno remitirá al Congreso de los Diputados una propuesta de Presidencia y Adjunto acompañada de un informe justificativo que, tras la celebración de la preceptiva audiencia de los candidatos, deberá ser ratificada por la Comisión de Justicia en votación pública por mayoría de tres quintos de sus miembros en primera votación o, de no alcanzarse ésta, por mayoría absoluta en segunda votación, que se realizará inmediatamente después de la primera. En este último supuesto, los votos favorables deberán proceder de Diputados pertenecientes, al menos, a dos grupos parlamentarios diferentes…” 

Así pues, y a diferencia de lo que ocurre con el nombramiento de otros cargos institucionales, la Dirección de la AEPD se nombrará por el Gobierno pero con sujeción a un procedimiento de selección basado, como dice la LOPD, en  los principios de “mérito, capacidad, competencia e idoneidad de los candidatos” y con intervención, primero, del Ministerio de Justicia convocando públicamente las plazas; en segundo lugar, y como prevé el artículo 22 del Real Decreto 389/2021, de 1 de junio, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia Española de Protección de Datos, un comité de selección “examinará las solicitudes junto con la documentación aportada y realizará, en su caso, las entrevistas oportunas. Una vez valoradas las solicitudes de participación en el procedimiento de selección, el comité de selección propondrá una candidatura la Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos y a la Adjuntía a la Presidencia de entre aquellas que cumplan los requisitos establecidos en los artículos 12.2 y 16.3, respectivamente y atendidos los méritos y criterios de valoración establecidos en la convocatoria, junto con su informe justificativo”. 

Hecho lo anterior, “la persona titular del Ministerio de Justicia elevará dicha propuesta junto con el informe del comité de selección al Consejo de Ministros, [que] debatirá la propuesta del comité de selección a la luz del informe y decidirá mediante acuerdo la propuesta de Presidencia y Adjuntía, que se remitirá al Congreso de los Diputados acompañada del informe justificativo. En caso de que el Consejo de Ministros considere que la propuesta realizada por el comité de selección no resulta idónea la devolverá al comité de selección mediante acuerdo motivado, otorgándole un nuevo plazo para que formule nueva propuesta al Consejo de Ministros”. 

Posteriormente, el Gobierno remitirá al Congreso de los Diputados una propuesta de Presidencia y Adjunto acompañada de un informe justificativo que, tras la celebración de la preceptiva audiencia de los candidatos, deberá ser ratificada por la Comisión de Justicia en votación pública por mayoría de tres quintos de sus miembros en primera votación o, de no alcanzarse ésta, por mayoría absoluta en segunda votación, que se realizará inmediatamente después de la primera. En este último supuesto, los votos favorables deberán proceder de Diputados pertenecientes, al menos, a dos grupos parlamentarios diferentes. 

Por último, y obtenida la mayoría parlamentaria requerida, “la Presidencia y el Adjunto de la Agencia Española de Protección de Datos serán nombrados por el Consejo de Ministros mediante real decreto”. 

En pocas palabras, el sistema de nombramiento de la Presidencia y Adjunto de la AEPD combina, a mi juicio con muy buen criterio, primero, una iniciativa de las personas interesadas, que deben postularse de manera directa, lo que permite que existan más personas candidatas que puestos a cubrir y con ello se lleve a cabo una auténtica selección entre ellas y no una mera ratificación; segundo, prevé una procedimiento técnico de valoración de las candidaturas con arreglo a los principios de mérito, capacidad, competencia e idoneidad; en tercer lugar, una evaluación de las mismas por el Consejo de Ministros, que puede rechazarlas si considera que no son idóneas, obligando a una nueva selección; finalmente, se exige el respaldo de una mayoría cualificada de la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados. 

Se trata, con todo ello, de potenciar la independencia y solvencia de una institución a la que se atribuyen importantísimas funciones de investigación y sanción, así como poderes de autorización y consultivos para hacer efectiva, en un contexto tan complejo, la protección de las personas físicas con respecto al tratamiento de datos de carácter personal. 

A este respecto, hay que recordar lo dicho el 8 de abril de 2014 por la Gran Sala del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en el asunto C‑288/12: “las autoridades de control competentes para vigilar el tratamiento de datos personales han de disfrutar de la independencia que les permita ejercer sus funciones sin influencia externa. Esta independencia en particular excluye toda orden o influencia externa con independencia de la forma que revista, directa o indirecta, que pudiera orientar sus decisiones y, en consecuencia, poner en peligro el cumplimiento de la tarea que corresponde a dichas autoridades de establecer un justo equilibrio entre la protección del derecho a la intimidad y la libre circulación de datos personales”. 

Pues bien, en el pasado mes de octubre se hizo público el nombre de las personas que, conforme al acuerdo alcanzado entre los partidos que forman la coalición de gobierno y el Partido Popular, ocuparían las vacantes en el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, la Defensoría del Pueblo y la propia AEPD sin que los grupos que alcanzaron estos acuerdos parecieran reparar en que, al menos en el caso de la AEPD, las cosas ya no podían seguir siendo como en la renovación de los otros órganos, puesto que su Ley Orgánica exige un procedimiento especial y mucho más transparente y selectivo que el que se aplica para la cobertura de vacantes en las otra instituciones del Estado. 

Por si fuera poco, ese acuerdo político se hizo público casi un mes antes de la Orden JUS/1260/2021, de 17 de noviembre, por la que se convoca proceso selectivo para la designación de la Presidencia y de la Adjuntía a la Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos. Y las sorpresas saltaron de nuevo al leer algunas de las bases esta Orden pues, si bien, empieza diciendo, como no podría ser de otra manera, que “se convoca el proceso selectivo para el nombramiento de la persona titular de la Presidencia y de la persona titular de la Adjuntía a la Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos, en los términos previstos por el artículo 48 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales, y los artículos 12 y 16 del Real Decreto 389/2021, de 1 de junio, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia Española de Protección de Datos” posteriormente, dispone (Base Quinta.8) que, concluida la valoración, “el Comité de Selección propondrá para su elevación al Consejo de Ministros una candidatura a la Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos, y una candidatura a su Adjuntía, seleccionados de entre aquellos aspirantes que cumplan los requisitos y atendidos los méritos y criterios de valoración establecidos en esta convocatoria. El Comité de Selección adjuntará, asimismo, un informe justificativo para cada una de ellas. En virtud del principio de celeridad en la tramitación de los procedimientos, y a fin de evitar en la medida de lo posible, devoluciones de la propuesta por parte del Consejo de Ministros, cada propuesta podrá incluir hasta tres personas candidatas que el comité de selección haya considerado más idóneas, ordenadas por orden alfabético”. 

Así pues, la Orden, en apariencia en contra de lo previsto en la Ley Orgánica y en el Real Decreto 389/2021, prevé que el Comité de Selección no escoja a la persona que considere más adecuada, con arreglo a los principios de mérito, capacidad, competencia e idoneidad, para cada uno de los dos puestos a cubrir, sino que incluya, ordenadas por orden alfabético y no por puntuación, hasta tres personas por puesto, para que el Consejo de Ministros cuente con una terna y eso evite una posible devolución de la propuesta y todo ello en virtud del “principio de la celeridad en la tramitación de los procedimientos” que parece chocar con las exigencias propias de un proceso selectivo como el que nos ocupa. 

En mi modesta opinión el acuerdo político de octubre y la Orden ministerial de noviembre poco ayudan a dotar a la AEPD de la independencia y neutralidad demandadas por la normativa y jurisprudencia internacionales y por la propia legislación española y, además, poco favor hacen a las personas incluidas en dicho acuerdo, sobre cuya idoneidad, capacidad, competencia y méritos no me cabe duda alguna. En términos marxistas, teníamos unos principios [los previstos en el Reglamento de la Unión Europea, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, la Ley Orgánica y el Real Decreto] pero si no nos gustan tenemos otros [los del acuerdo y la Orden Ministerial]. 

¿A quién va a creer usted, a lo previsto en el acuerdo político o a sus propios ojos?

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Foto tomada de la página web de la AEPD.

En términos generales, ¿forma parte la llamada «cultura de la cancelación» del derecho a la libertad de expresión?

Lo primero que habría que aclarar es de qué hablamos cuando hablamos de la “cultura de la cancelación” y aquí partimos de que se trata de una forma de boicot que tiene como finalidad la exclusión cultural y social, seguida, en su caso, de la económica y/o profesional, de aquellas personas que, en el presente o el pasado, hayan realizado actos o emitido opiniones entendidos por quien promueve su ostracismo, personas físicas o colectivos no gubernamentales, como una forma de opresión contra una determinada raza, un género, una orientación sexual, un grupo vulnerable… 

En palabras de Lisa Nakamura, profesora de la Universidad de Michigan que estudia la intersección de los medios digitales con la raza, el género y la sexualidad, se trata de un boicot cultural que se lleva a cabo en el contexto de “la economía de la atención” y cuando se priva a alguien de la atención social en no pocos casos se le está privando de un medio de vida[1] y es que aunque este tipo de boicot no es exclusivo de las redes sociales ni nació con ellas ahí ha encontrado un terreno especialmente propicio por la inmediatez que ofrecen a los mensajes que apelan a la cancelación y por su enorme audiencia, al menos en términos potenciales. 

No obstante, hay quien piensa que se trata de una expresión demasiado vaga al agrupar situaciones variadas bajo un mismo término y que acaba siendo una distracción que evita llevar a cabo un examen más profundo del poder de las redes en la sociedad, por lo que aboga por no usarla más[2]

Entrando en el contenido de la “cultura de la cancelación”, cabría pensar que la supuesta conducta opresiva que se denuncia no es subsumible en un tipo delictivo ni en una concreta infracción de naturaleza administrativa porque si así fuera ya estaría prevista una respuesta jurídica de especial contundencia y que, además, suele conllevar, al menos cuando se castiga la infracción de un precepto del Código penal, un cierto grado de reproche social. 

Pero no siempre es así y nos encontramos con casos en los que la llamada a la cancelación se sucede a la par que se desarrolla un proceso penal que desemboca en una condena, como ha ocurrido con Harvey Weinstein; en otros casos parece que la pretensión de cancelación trata de conseguir una condena social porque no se ha acreditado la acusación criminal y ese sería el caso, por ejemplo, de la llamada al boicot de Woody Allen y de sus películas y libros; finalmente, y por no extendernos, también cabe que lo que se pretenda sea una suerte de justicia social y literaria retroactiva como mínima forma de reparación ante hechos que o bien en el momento de su comisión no eran ilícitos o ha transcurrido el tiempo mínimo para que hayan prescrito, como sería el caso del libro El consentimiento, en el que su autora, Vanessa Springora, cuenta lo que hoy serían, sin duda, abusos sexuales a menores cometidos por Gabriel Matzneff y que éste narró, de forma apologética, en algunos de sus libros. En palabras de la autora, “llevo muchos años dando vueltas en mi jaula, albergando sueños de asesinato y venganza. Hasta el día en que la solución se presenta ante mis ojos como una evidencia: atrapar al cazador en su propia trampa, encerrarlo en un libro” (pág. 10). 

Pero antes de seguir con la cultura de la cancelación conviene detenernos en una cuestión previa sobre el alcance de la libertad de expresión, que, en las conocidas palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), pronunciadas hace ya más de 45 años en el asunto Handyside c. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976, ampara no sólo las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una sociedad democrática y es que ese derecho “constituye uno de los fundamentos esenciales de las sociedades democráticas, una de las condiciones primordiales para su progreso y para el desarrollo de las personas”. 

Con arreglo a esta premisa, cabe concluir que en el ordenamiento constitucional español interpretado de acuerdo con el Convenio Europeo de Derechos Humanos están, en general. amparados por la libertad de expresión comentarios machistas, xenófobos o que hagan escarnio de determinadas personas o grupos, especialmente si es trata de personajes públicos y si se enmarcan en un debate sobre cuestiones políticas o de interés general, salvo que haya una incitación a la violencia, que deberá probarse, o las expresiones se dirijan contra personas o grupos en situación de vulnerabilidad (delitos de odio, véase una amplia explicación en LiBex).

Y si eso es así también estará garantizada una amplia libertad de expresión para responder a esos comentarios o comportamientos, incluyendo la posibilidad de que se lleve a cabo un boicot contra la personas o personas que los hayan realizado, boicot que podría consistir en promover que no se les contrate, ni por particulares ni por instituciones públicas, para participar en espectáculos, actividades culturales,…, o que no se compren sus obras, no se asista a sus películas, conciertos…, algo que, como es evidente, podría aparejar muy graves consecuencias profesionales y/o económicas para las personas “canceladas”. 

El boicot, en principio a productos comerciales, ha sido avalado por la jurisprudencia del TEDH[3]; así, en un primer asunto, el caso Willem c. Francia, de 16 de julio de 2009, se juzgaron las declaraciones del alcalde de Seclin, Jean-Claude Willem, que, durante una reunión del consejo municipal y en presencia de periodistas, anunció su intención de boicotear los productos israelíes en los servicios de catering que contratara el Ayuntamiento de este municipio, en particular, los zumos de frutas. Se justificó como una medida contra la política del entonces primer ministro Sharon en los territorios palestinos. El llamamiento al boicot se publicó también en la página web del Ayuntamiento. Luego del paso del asunto por varias instancias judiciales, se condenó al alcalde por provocación a la discriminación de conformidad con una Ley de prensa de 1881. El TEDH desestimó la demanda del alcalde Willem argumentando, entre otras cosas, que quienes ocupan cargos públicos debe evitar expresiones discriminatorias, debido al mayor impacto que estos pueden tener en la difusión del racismo y la xenofobia y, en relación con el modo de proceder del condenado, concluyó que su decisión de pedir a los servicios de catering municipales que boicotearan los productos israelíes, sin haberse debatido ni votado el asunto en el ayuntamiento, incumplió sus deberes de reserva y neutralidad, sustrayendo de la libre discusión una cuestión de interés general. 

En el mucho más reciente asunto Baldassi y otros c. Francia, de 11 de junio de 2020, el caso a enjuiciar fue el llamamiento de organizaciones no gubernamentales al boicot, a la imposición de sanciones y a la retirada de inversiones Israel como medida para que este Estado respetara los derechos humanos y el Derecho internacional en general. Como resultado de estas actuaciones varias personas fueron condenadas en Francia por incitar a la discriminación. Pues bien, en este caso el TEDH partió de la premisa de que se debe distinguir entre la incitación a la diferencia de trato y la incitación a la discriminación, que no son conceptos equivalentes. Añadió que aquí la llamada al boicot fue llevada a cabo por personas que no ocupaban cargos públicos y que no cabe una exclusión genérica del boicot de productos como una de las conductas amparadas por la libertad de expresión, siendo necesario, en todo caso, analizar si en el caso concreto lo que se dijo entraba en el amplio campo de la libertad de expresión, algo que no hicieron los tribunales franceses. Finalmente, para el TEDH se trató de manifestaciones de índole política, que gozan, por tanto, de un elevado nivel de protección aunque el discurso político haya sido controvertido e, incluso, virulento, y siempre que no se haya tratado de un llamamiento a la violencia, al odio o a la intolerancia.

A esta jurisprudencia debe añadirse lo dicho por el Tribunal Constitucional español en, por ejemplo, la STC 160/2003, de 15 de septiembre, sobre las circunstancias que deben tenerse en cuenta a la hora de apreciar los límites de la libertad de expresión derivados de su concurrencia con otros derechos fundamentales: “la relevancia pública del asunto y el carácter de personaje público del sujeto sobre el que se emite la crítica u opinión, especialmente si es o no titular de un cargo público. Igualmente importa para el enjuiciamiento constitucional el contexto en el que se producen las manifestaciones enjuiciables, como una entrevista o intervención oral, y, por encima de todo, si en efecto contribuyen o no a la formación de la opinión pública libre” (FJ 4).

Pues bien, teniendo en cuenta todo lo anteriormente expuesto, nos parece que las peticiones de “cancelación” de las obras de personajes públicos pueden considerarse amparadas por la libertad de expresión siempre que se inserten en el contexto de un debate público y no incluyan insultos, amenazas o coacciones.

En todo caso, que estas llamadas a la cancelación puedan ser jurídicamente aceptables ello no obliga a que sean escuchadas ni, mucho menos, atendidas por los poderes públicos, que, por otra parte, tienen un elevado margen de discrecionalidad a la hora de contratar, por ejemplo, a artistas,  siempre respetando los principios de publicidad, transparencia, igualdad y no discriminación.

Es probable que lo anterior no satisfaga ni a quienes promueven la «cultura de la cancelación» ni a quienes se ven intimidados o afectados por ella y, desde luego, no es despreciable el efecto desaliento que la probabilidad de «ser cancelado» puede generar en quienes dependen profesional y económicamente de la «atención» del público.

Viéndolo desde una perspectiva más optimista y, sobre todo, desde una cómoda barrera, también es posible que esta «cultura», que veremos cuánto dura, sirva para dar altavoces sociales a quienes han carecido de ellos y para que -en la línea que comentaba el profesor Víctor Vázquez en unas reciente jornada en Oviedo coordinada por la profesora Ana Valero- se revitalice la figura del «creador artístico» transgresor, si es que eso no es redundante, que, en no pocos casos, forma ya parte de un sistema que, en apariencia, trata de cuestionar y subvertir.  

[1] https://www.nytimes.com/2018/06/28/style/is-it-canceled.html; más información en https://lisanakamura.net/. La cita original la tomo del trabajo de Jorge Correcher Mira “Discurso del odio y minorías: redefiniendo la libertad de expresión”, Teoría & Derecho. Revista de pensamiento jurídico, (28), 166–191, https://doi.org/10.36151/td.2020.016 (todas las referencias disponibles a 16 de diciembre de 2021). 

[2] Jonah E. Bromwich “Why ‘Cancel Culture’ Is a Distraction”, https://www.nytimes.com/2020/08/14/podcasts/daily-newsletter-cancel-culture-beirut-protest.html 

[3] Para un resumen de esta jurisprudencia, véase el estudio de Dulce María Santana Vega “El boicot a productos extranjeros Libertad de expresión política o delito de discriminación (la jurisprudencia del TEDH)”, Revista Electrónica de Estudios Penales y de la Seguridad, nº Extra 7, 2021 (Ejemplar dedicado a: Derecho Penal y Derechos Humanos), disponible, a 16 de diciembre de 2021, en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=7750389

Informe sobre la exigencia -y eventuales consecuencias- de una mayoría de tres quintos para la aprobación de la Ley de cooficialidad lingüística en Asturias.

A petición del Grupo Parlamentario de Podemos en la Junta General del Principado de Asturias elaboré, a título gratuito, este breve informe de 11 páginas (puede descargarse aquí en formato pdf) sobre si es jurídicamente posible establecer en la Ley Orgánica 7/1981, de 30 de diciembre, de Estatuto de Autonomía para Asturias una previsión que condicione la aprobación de una futura Ley que desarrolle la cooficialidad lingüística del asturiano y del gallego-asturiano a que la misma cuente con el voto favorable de los tres quintos de la Junta General del Principado. También se analiza qué consecuencias podrían derivarse de la existencia de una previsión estatutaria que no tuviera el desarrollo legal correspondiente por no haber una mayoría parlamentaria suficiente para la aprobación de la Ley de cooficialidad. 

Mis conclusiones son las siguientes:

Primera.- hasta la fecha la exigencia de una mayoría de tres quintos es una excepción dentro de las excepciones a la mayoría simple y se ha reservado en Asturias, además de para una de las reformas estatutarias [cuando la reforma tenga únicamente por objeto la ampliación de competencias en materias que no estén constitucionalmente reservadas al Estado basta la mayoría absoluta], para el nombramiento de determinados cargos. 

La mayoría absoluta se ha previsto, entre otras cosas, para la elección del presidente de la Comunidad y del de la Junta General en primera votación, la aprobación del sistema electoral, del Reglamento de la Junta y de la Ley del Gobierno o para que prospere una moción de censura, la presentación de un recurso de inconstitucionalidad contra una ley estatal o la de una iniciativa autonómica de reforma constitucional. 

Segunda.- Caben mayorías más cualificadas que la simple pero con carácter excepcional y para la consecución de un mayor acuerdo, para proteger a las minorías o si hay otro “objeto razonable” y, dentro de esa gradación de mayor exigencia, tendría que entenderse especialmente “razonable” exigir tres quintos y no mayoría absoluta. 

Tercera.- Una mayoría más agravada que la simple permite que se incremente el número de sujetos sometidos a una norma que participan en la aprobación de la misma y favorece la integración de las minorías; como contrapartida, esa mayoría agravada puede propiciar el bloqueo de decisiones con amplio respaldo político y social pero que no convencen a las minorías, cuya capacidad de influencia será mayor cuanto mayor sea, valgan las redundancias, la mayoría requerida. 

Cuarta.- En todo caso, la introducción de la mayoría de tres quintos como condición para la futura aprobación de la Ley de cooficialidad lingüística no implicaría una infracción del ordenamiento constitucional. 

Quinta.- La declaración de cooficialidad del asturiano y el gallego asturiano en el Estatuto de Autonomía para Asturias generaría el derecho a poder dirigirse a cualquiera de las Administraciones Públicas en esas lenguas y a hacerlo en términos de igualdad con el castellano. 

Sexta.- La exigencia de que la ley de cooficialidad sea respaldada por una mayoría especialmente cualificada de tres quintos puede dificultar su aprobación y, en consecuencia, su plena efectividad práctica, lo que no es descartable que acabe generando una judicialización del proceso para que sean los juzgados y tribunales los que, en lugar del legislador autonómico llamado a hacerlo, garanticen la eficacia de la declaración estatutaria. 

Séptima.- Para, en su caso, tratar de evitar esta situación de interinidad y/o conflictividad jurisdiccional podría incluirse en la propia reforma del Estatuto de Autonomía para Asturias una disposición transitoria en la que, de alguna manera, se concretasen, mientras no se aprobara la ley de la cooficialidad, específicas facultades de la ciudadanía en orden al ejercicio de los derechos lingüísticos.