Sobre «La tiranía del mérito», de Michael J. Sandel, y unas pocas observaciones a propósito del «vamos a salir mejores» de la pandemia de COVID-19.

“La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?” (The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good?), 2020, es el título del último libro de Michael Sandel, el bien conocido y prolífico profesor que ocupa la cátedra Anne T. y Robert M. Bass en la Universidad de Harvard, y sobre esta obra nos habla, entre otros sitios, en este breve vídeo

Es un libro, como todos los suyos, muy sugerente, exhaustivo y bien escrito aunque bien podría haber ocupado un espacio menor a las 292 páginas (más las notas finales, agradecimientos e índice alfabético) de la edición española, pues hay no pocas reiteraciones e idas y vueltas sobre el tema principal que parecen superfluas y provocan que el texto pierda fluidez. Me parece también que, se comparta o no, está mucho mejor construido el diagnóstico del problema -el mérito no es la herramienta adecuada para construir “una sociedad buena”- que las eventuales, y un tanto etéreas, soluciones pero esto último no le quita mérito al análisis crítico de una sociedad, como la norteamericana, que ha conseguido exportar con éxito buena parte de lo que hoy constituyen sus «valores». Pero vayamos por partes. 

Sandel parte de que no hay nada malo en contratar a las personas sobre la base de su mérito (pág. 47), más bien al contrario, y ello por dos razones: la eficiencia y la equidad, pues nos irá mejor si contratamos a una persona cualificada para que preste un servicio y, en segundo lugar, no sería “justo” optar, para un puesto de trabajo, por una persona menos cualificada que otra. 

La opción por el mérito encaja bien en una sociedad como la estadounidense, que, como señala Bowler (pág. 63), “profesa la creencia en que el sueño americano se basa en el esfuerzo y no en la suerte”, algo que parece compartido tanto por las corrientes políticas conservadoras como por las liberales: Sandel cita con frecuencia, y no en términos precisamente elogiosos, frases que reflejan los postulados políticos de Bill Clinton, Barak Obama y Hillary Clinton, así como las credenciales universitarias -mediocres- de Joe Biden) y que se resume en la “retórica del ascenso” (pág. 79 y sigs.): en palabras de Bill Clinton, los estadounidenses tienen no solo el derecho sino también la responsabilidad solemne de ascender todo lo que las aptitudes que Dios les ha dado y su determinación les permitan (pág. 87). Esta retórica procede de Reagan y ha sido compartida por republicanos como George W. Bush y John McCain, y demócratas como Bill y Hillary Clinton y Obama, fielmente seguidos en Gran Bretaña por Tony Blair. 

Pues bien, en Estados Unidos esa retórica del ascenso pasa principalmente por el acceso a una universidad de prestigio, donde se expenden las credenciales meritocráticas por excelencia, pues se parte de la premisa de que la educación superior, lo que Sandel llama la “máquina clasificadora”, es el gran remedio a cualquier problema socioeconómico. 

Para Sandel este énfasis monotemático en la educación superior tiene varias consecuencias negativas: la erosión de la estima social que antes tenían las personas que no habían pasado por la universidad, la exoneración de responsabilidad de las élites meritocráticas por las desigualdades sociales que derivan de las enormes ventajas salariales que en Estados Unidos otorgan los títulos universitarios… Una sociedad que exalta el ascenso social está emitiendo al mismo tiempo un duro veredicto contra las personas que no lo consiguen y aquí Sandel nos remite a la obra de Michael Young, El triunfo de la meritocracia (1959), quien consideraba que la arbitrariedad moral y la inequidad manifiesta del antiguo sistema de clases tenía, al menos, un efecto positivo: moderaba la autoestima egoísta de la clase alta e impedía que la clase trabajadora considerara su situación como un fracaso personal. No es que defendiera ese orden sino que apelaba a una paradoja del meritocrático: asignar trabajos en función del mérito no reduce la desigualdad sino que la reorganiza alineándola con la aptitud. Según Young, en 2034 las clases menos formadas se alzarán en una revuelta populista contra la élite meritocrática. 

Pudiera pensarse que el problema radica en que no se ha conseguido que la meritocracia funcione bien por lo que Sandel se pregunta: ¿sería justa una meritocracia perfecta? (pág. 158). Desde luego, no sería tarea fácil compensar las ventajas familiares de las que gozan unas personas y no otras y que va más allá de los recursos económicos e incluye atenciones y contactos pero admitiendo que pudiera conseguirse Sandel duda de que una sociedad meritocrática fuese totalmente justa porque, primero, lo esencial para esa sociedad sería la movilidad y no la igualdad: todo el mundo tendría idénticas oportunidades para subir la escalera del éxito pero sin cuestionar lo distantes que deban estar entre sí los escalones. En segundo lugar, el autor cuestiona que el talento deba ser el que determine nuestro destino y ello por dos motivos: no hemos hecho nada para tener talento y, por tanto, no debemos ser merecedores de los beneficios y cargas de él derivados; en segundo lugar, vivir en una sociedad que premia ciertos talentos (por ejemplo, el que tiene LeBron James) es también una cuestión de suerte y estos argumentos no resultan rebatidos acudiendo al “esfuerzo”, pues por mucho que me esfuerce no llegaré a jugar al baloncesto como James, al fútbol como Messi o a correr como Usain Bolt. 

Por lo que respecta al ingreso en el sistema universitario en Estados Unidos -ya hemos apuntado la relevancia que Sandel, seguramente con razón, le da-, el autor alude a  la mejora del sistema reduciendo la importancia del examen de acceso y eliminando toda preferencia por tradición familiar, capacidad deportiva o parentesco con donantes pero de esta manera, concluye, no se conseguiría otra cosa que afianzar la meritocracia por lo que propone que, a partir de una cualificación mínima, el ingreso se haga por sorteo entre quienes lo soliciten: la propuesta no ignora el mérito (solo entrarían en el sorteo los cualificados) pero lo trata como un umbral para la cualificación, no como un ideal a maximizar. 

Sandel explica que con esta fórmula no sufriría la calidad académica siempre que se fije el umbral correcto; tampoco estaría en juego la diversidad si, por ejemplo, se asignan dos o tres números a candidatos del colectivo a beneficiar. 

Además, Sandel insiste en la importancia de reconocer el trabajo (págs. 253 y sigs.), cuya retribución ha descendido en términos comparativos (en 1979 los graduados universitarios ganaban un 40% más que quienes habían terminado los estudios de secundaria, en la primera década del siglo XXI la diferencia era del 80%) y su dignidad se ha visto progresivamente erosionada: se ha asumido que representa una contribución menor al bien común y merece, por tanto, menos reconocimientos y estima sociales. Todo ello supone una abundante fuente de resentimiento; en palabras de Michael Young, vivir en una sociedad que da tanta importancia al mérito [resulta muy difícil] cuando te juzgan carente de mérito alguno. A ninguna clase marginada la habían dejado jamás en semejante grado de desnudez moral”. 

Sandel cree que uno de los errores de “los liberales de centroizquierda” es que llevan tiempo ofreciendo al electorado de las clases trabajadora y media una mayor dosis de justicia distributiva, un acceso más equitativo y completo a los frutos del crecimiento económico pero se sigue ignorando que esos trabajadores también quieren un mayor grado de justicia contributiva, una oportunidad de ganarse el reconocimiento social y la estima que acompañan al hecho de producir lo que otros necesitan y valoran. Pero es que, insiste Sandel, ni siquiera se ha conseguido aquella mayor dosis de justicia distributiva, pues lo que se ha ganado en crecimiento económico ha ido, en su mayor parte, a quienes ya estaban en la cima, favorecido por la propia captura oligárquica de las instituciones democráticas. 

Y en cuanto a la importancia del “respeto”, Sandel, en diálogo con Axel Honneth, pone un ejemplo gráfico: cuando un deportista que cobra millones presiona para mejorar su ficha dice que “no es una cuestión de dinero sino de respeto”. 

Sandel, en sus conclusiones (287 y sigs.), apela a una amplia igualdad de condiciones que permita que quienes no amasen una gran riqueza o alcancen puestos de prestigio lleven vidas dignas mediante un trabajo que goce de estima social, compartiendo una cultura del aprendizaje y deliberando con el resto de la sociedad sobre los asuntos públicos. Para eso hace falta que el sistema democrático ofrezca espacios comunes que propicien una vida pública con menos rencores y más generosidad. 

Concluyo con unas palabras carentes de cualquier otro respaldo argumental que mi propia impresión y, por tanto, absolutamente prescindibles: la pandemia de COVID-19 podría haber sido una buena “ocasión” para reparar algunas de las injusticias que Sandel señala, dando el merecido reconocimiento social y, añadiría, económico a todas aquellas personas que han contribuido de manera decisiva y, en no pocos casos, heroica al bien común. ¿Se acuerdan de lo de «vamos a salir mejores»?

Pues bien, más allá de los aplausos vespertinos de los primeros meses no parece que tales reconocimientos sociales y económicos hayan calado en la sociedad española; eso sí, aquí no hemos “discriminado” entre quienes desempeñan tareas muy cualificadas y con altísima formación universitaria (personal sanitario) y quienes llevan a cabo trabajos menos cualificados (por ejemplo, en el sector de la distribución y los suministros): no pocos de los primeros, palmadas en el hombro aparte, siguen trabajando en una gran precariedad, sino han sido despedidos, y no se aprecian mejoras relevantes, ni siquiera en el reconocimiento social cotidiano, respecto de los segundos.

Tampoco se advierte que desde las instituciones políticas, con gobiernos de uno y otro signo, se esté pensando en nuevos espacios públicos en los que la ciudadanía pueda deliberar, en condiciones de relativa igualdad, sobre la gestión del bien común, incluida, claro, la futura gestión de una nueva pandemia. Ni siquiera parece haber un plan de reformas legislativas que haga frente a las constatadas insuficiencias de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, y de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública. 

tiranía del mérito

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