Diez conclusiones provisionales sobre la reforma del ejercicio del voto por quienes integran el Censo Electoral de Residentes Ausentes (CERA).

En fechas recientes se ha divulgado el «Texto del Documento de Consenso adoptado por el Grupo de Trabajo en Derecho electoral sobre el ejercicio del derecho de sufragio desde el exterior mediante el sistema CERA» que hemos elaborado un grupo de profesores, tras la celebración de un Seminario el pasado mes de julio, con presentación de diversas ponencias y discusión posterior. Este documento se ha entregado previamente a la Dirección del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, que acogió amablemente el citado Seminario y se va a trasladar a la Subcomisión del Congreso de los Diputados encargada de estudiar una proposición de ley sobre el tema.

El título de mi ponencia fue «Procedimiento (o procedimientos) de voto (identificación, emisión y escrutinio) en el sistema CERA. Propuestas y posibilidades.» y, a continuación, reproduzco mis conclusiones provisionales.

Primera. La reforma llevada a cabo por la Ley Orgánica 2/2011, de 28 de enero de enero, por la que se modifica la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, llevó a cabo la extensión del voto rogado a los procesos electorales en los que pueden participar los españoles residentes de forma permanente en el extranjero y ello como respuesta a la preocupación, fundada, de evitar prácticas fraudulentas relacionadas con la identidad de los electores. 

Segunda. La reforma permitió alejar muchas de las dudas o sombras sobre la “personalidad” del votante, evitando suplantaciones, pero no cabe decir, más bien al contrario, que haya introducido el principio de efectividad “para garantizar que sus votos se contabilicen en el escrutinio”, sino que cabe imputarle una bajada drástica en los datos de participación electoral: así, en las elecciones a las Cortes Generales de 10 de noviembre de 2019, según la información que facilita el Ministerio del Interior, el CERA lo formaban 2.130.754 personas, fueron aceptadas 226.050 solicitudes de voto y se computaron 145.908 sufragios (el 6,85%); en los comicios de abril de ese mismo año había en el CERA 2.099.463 y votaron 118.357 (5,64%). En las elecciones generales de junio de 2016 el censo CERA llegaba a 1.924.021 personas, se aceptaron 169.658 solicitudes de voto y se emitieron 121.277 (6,3%). El porcentaje más bajo de votantes tuvo lugar en las elecciones de 2011: con un censo CERA de 1.482.786 personas hubo 138.037 solitudes de voto y, finalmente, 73.361 votantes (4,95%). Por contraste, en las elecciones generales de marzo de 2008, anteriores a la reforma de 2011 y con un censo CERA de 1.205.329 personas, votaron 382.568 (31,74%) y en las de marzo de 2004, con un censo de 1.113.754 personas, hubo 304.685 sufragios (27,36%). 

Tercera. Urge una reforma del sistema vigente que, garantizando que vota quien tiene derecho a ello, asegure también que ese voto llegue a tiempo y se tenga en cuenta en el escrutinio correspondiente, algo que deriva de la Constitución, al menos para las elecciones al Congreso de los Diputados. 

Cuarta. Aunque pueden influir más motivos, las principales causas de la bajada de participación son el carácter rogado del voto y el escaso tiempo que ofrecen los vigentes plazos para que se pueda emitir y contabilizar el voto de quienes residen en el extranjero de manera permanente. 

Quinta. La Proposición de Ley Orgánica de reforma de la LOREG para la regulación del ejercicio del voto por los españoles que viven en el extranjero, presentada por los Grupos Parlamentarios Socialista y Confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, contó, de entrada, con un respaldo parlamentario total: fue tomada en consideración el 23 de febrero de 2021 con el voto favorable de los 343 diputados presentes en el Congreso. 

Sexta. La Proposición de Ley aspira a la supresión del voto rogado, la ampliación de los plazos para que llegue a los electores la documentación que debe acompañar al sufragio, la disponibilidad electrónica de las papeletas, el incremento del número de días para la entrega física de la documentación en las dependencias habilitadas para ello y la extensión del plazo para que los votos lleguen a España al prever que el escrutinio general se realice dos días más tarde de lo hasta ahora previsto. 

Séptima. Por lo que respecta a la identificación de quienes remiten el sufragio, algo que parece haber funcionado bien durante la vigencia del sistema de voto rogado, en la Proposición de Ley se mantienen las previsiones ahora existentes. 

Octava. Las Oficinas y Secciones consulares están llamadas a jugar un papel muy relevante en cualquier configuración del voto CERA, tanto en lo que tiene que ver con el ejercicio efectivo del sufragio (recogida de votos presenciales, recepción de votos remitidos por correo y envío de todos ellos a nuestro país) como en las fases previas, facilitando a los electores información inmediata de la apertura de los procesos electorales, resolviendo las dudas que puedan surgir, contribuyendo a la verificación de los datos que constan en el censo electoral… 

Novena. La Junta Electoral Central formuló, en su Informe de 16 de noviembre de 2016, una proposición “prudente” sobre la introducción de la votación electrónica como una forma de paliar los conocidos problemas para el ejercicio del voto por los españoles residentes en el extranjero: prudente porque no ignora las dificultades técnicas, sociológicas y jurídicas de ese sistema; prudente también porque, en su caso, sería necesaria una planificación detallada y a largo plazo y, finalmente, prudente porque considera que esa fórmula no sería la panacea, con lo que habría que seguir contando con fórmulas alternativas como las que hoy ya existen pero mejoradas. 

Décima. Si se parte de la premisa de que un eventual sistema de voto electrónico CERA no permitiría prescindir de alguna otra fórmula alternativa (como las ahora existentes), parece más sencillo avanzar por la vía de la reforma del vigente artículo 75 LOREG, que, al menos de partida, cuenta con un gran respaldo parlamentario y es un terreno mucho más explorado que la opción del voto electrónico. Si, en todo caso, se optase por la introducción de este último debería realizarse tras superar con éxito diversas fases: la modernización de toda la documentación necesaria para el proceso electoral, la consolidación de una infraestructura electrónica y de comunicaciones fiable, la difusión eficaz del nuevo sistema entre todos los destinatarios y, en especial, entre los electores con más dificultades para asimilar y poner en práctica estos instrumentos, y la actualización de las normas reguladoras. Y todo ello sin olvidar el desembolso económico necesario para culminar esta transformación del sistema electoral.

infografía Marea granate

Infografía Marea Granate para las elecciones de 20 de diciembre de 2015.

 

Sobre la STC de 27 de octubre de 2021, que resolvió el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declaró el segundo estado de alarma de alcance general y las resoluciones de prórroga.

El 27 de octubre de 2021 se conoció la sentencia [sin número asignado al redactar estas líneas] que, por seis votos frente a cuatro, estimó parcialmente el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por más de cincuenta diputados y diputadas del Grupo Parlamentario Vox del Congreso de los Diputados contra los artículos 2 (apartados 2 y 3), 5, 6, 7, 8, 9, 10 y 14 del Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declaró el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2; contra los apartados 2, 4 y 5 de la Resolución de 29 de octubre de 2020, del Congreso de los Diputados, por la que se ordena la publicación del Acuerdo de autorización de la prórroga del estado de alarma declarado por el citado Real Decreto; y contra el artículo 2, la disposición transitoria única y la disposición final primera (apartados uno, dos y tres) del Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre, por el que se prorrogó el estado de alarma declarado por el Real Decreto 926/2020. Esta sentencia se inserta, en teoría, en la jurisprudencia anticipada por la anteriormente comentada STC 148/2021 pero, como veremos, con no pocos matices. Como también ocurrió con el enjuiciamiento del Real Decreto 463/2020, aquí la STC también llega cuando las normas recurridas han perdido vigencia, lo que no es óbice, como recuerda el TC, para que puedan ser enjuiciadas. 

En esta ocasión, el TC atribuye desde el principio valor de parámetro de constitucionalidad a la LOEAES [“…Los actos normativos que declaren o prorroguen un estado de alarma cuentan con rango de ley, pero tendrán en este punto que atenerse a lo permitido al efecto por la ley orgánica a la que la Constitución remite (arts. 11 y 12 LOAES, en especial) FJ 3.B.e]. 

A continuación, el TC descarta (FJ 4) la inconstitucionalidad reclamada por los recurrentes de la limitación de la libertad de circulación de personas en horario nocturno, no solo porque no lesiona los artículos 17.1, 25 y 55 CE, sino también porque no menoscaba la libertad de circulación (artículo 19 CE) y ello porque encaja en abstracto en las limitaciones previstas en el artículo 11 de la L. O. 4/1981 y la medida respeta el principio de proporcionalidad: fue adecuada para combatir la evolución negativa de la pandemia, fue necesaria para controlar su progresión y fue proporcional para proteger la vida y la salud pública. El TC añade que la limitación fue en un horario que la mayoría de la población dedica al descanso y que medidas similares se adoptaron en Francia e Italia. 

En el FJ 5 la STC analiza la constitucionalidad de la limitación de entrada y salida de personas en comunidades y ciudades autónomas o en ámbitos territoriales inferiores, medida que los recurrentes consideran una suspensión del derecho no permitida por los artículos 55 CE y 11 LOEAES. El TC lo descarta y concluye que la medida encajaba en el citado artículo 11.a) de la LOEAES y, como en el caso anterior, fue adecuada, necesaria y proporcional. 

El FJ 6 es el relativo a la impugnación de la limitación de la permanencia de grupos de personas en espacios públicos y privados y ahí el TC considera que la medida es compatible con lo previsto en el Ley Orgánica reguladora del derecho de reunión, encaja en el artículo 11 LOEAES y cumple asimismo las exigencias propias del principio de proporcionalidad. 

En el FJ 7 se enjuicia si fue constitucional la limitación de la permanencia de personas en lugares de culto, centrándose en la dimensión externa del artículo 16 CE, ya que la interna (el ejercicio individual y privado de la libertad religiosa) nunca estuvo limitada. El TC concluye que si la limitación simplemente condiciona el establecimiento de aforos de asistencia a actos religiosos y de culto al cumplimiento de un criterio de alcance general como es el del “riesgo de transmisión” de la pandemia, derivado de aquellos encuentros colectivos, pero sin establecer pautas de cuantificación o porcentajes máximos de asistencia, debe desestimar la pretensión sin más largo discurso argumentativo; en primer lugar, porque se trata de una impugnación que tiene carácter preventivo, en la medida en que no es esta norma la cuestionable sino la que, en uso de la habilitación conferida, hubiera podido dictar la autoridad autonómica correspondiente estableciendo los aforos máximos para su ámbito territorial. Y, en segundo término, porque, como ha declarado este Tribunal, la mera posibilidad de un uso torticero de las normas no puede ser nunca motivo bastante para declarar [su] inconstitucionalidad” (SSTC 58/1982, de 27 de julio, FJ 2, 83/2020, de 15 de julio, FJ 8, y 170/2020, de 19 de noviembre, FJ 6). 

El FJ 8 es el relativo al enjuiciamiento de la duración de la prórroga del estado de alarma. El TC descarta que tal prórroga de seis meses vulnerara el derecho a la participación política de los recurrentes (artículo 23 CE), dado que pudieron participar en el debate que acordó dicha prórroga. Igualmente se rechazan “las citas que la demanda hace, sin fundamentación precisa alguna, de los artículos 1 (apartados 1 y 2) y 66 CE”. Añade a continuación el TC que el Congreso debe fijar en la Resolución de autorización de la prórroga el límite máximo de prolongación del estado de alarma y “a su finalización, deba someterse a la nueva valoración y decisión política de la Cámara la eventual prolongación, con unas u otras condiciones, del estado de alarma, si el Ejecutivo llegara a considerar insuficiente el tiempo concedido o, lo que es lo mismo, la efectividad hasta el momento alcanzada de las medidas en su día autorizadas. Solo de este modo puede asegurar el Congreso su rigurosa disposición, en garantía de los derechos de todos, sobre el estado de alarma que decidió prorrogar; todo ello con independencia de lo que pudieran deparar los controles parlamentarios generales o, incluso, la eventual exigencia por la Cámara de responsabilidad política al Gobierno (art. 108 CE)”. 

Más adelante el TC dice dos cosas, la primera obvia y la segunda, a nuestro juicio, sorprendente y, con todos los respetos, errónea: “ni el límite constitucional de quince días –que pesa, por mandato constitucional, sobre el Gobierno- es trasladable a la determinación parlamentaria de la duración de esta prórroga, ni, tampoco, el principio de proporcionalidad resulta pauta adecuada para enjuiciar la validez del plazo establecido por el Congreso de los Diputados”. 

Es sabido y, en mi opinión, criticable que la LOEAES no fija unos límites temporales máximos a las prórrogas del estado de alarma aunque sí dispone (artículo 1.2) que “las medidas a adoptar en los estados de alarma, excepción y sitio, así como la duración de los mismos, serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Su aplicación se realizará de forma proporcionada a las circunstancias”. 

Se puede leer en la STC que “para la posible valoración jurídico-constitucional de establecer unos plazos de prórroga de mayor o de menor duración, nada aporta el principio de proporcionalidad, cuya racionalidad propia está en la necesidad de equilibrar o ajustar bienes en tensión recíproca, aunque estén igualmente reconocidos por la Constitución; tensión que en absoluto cabe aquí ver”. A nuestro juicio, y a ello se alude también en los votos particulares de los magistrados Conde-Pumpido, Xiol y Balaguer, sí cabe encontrar “bienes en tensión recíproca”: por una parte, los derechos fundamentales afectados por una prórroga de esa extensión y, por otra, la protección de bienes como la vida y la salud pública. Sin embargo, la mayoría que apoya el fallo prescinde del principio de proporcionalidad y acude, en su lugar, al “de razonable adecuación a las circunstancias del caso concreto”. 

Para la mayoría lo duración en sí no es lo único relevante sino el razonamiento que al respecto haga el Congreso y que, según esa misma mayoría, debe extenderse a: (i) la necesidad de que el estado de alarma deba ser prolongado más allá del inicialmente declarado por el Gobierno, en función de las circunstancias concurrentes que aprecie y de los argumentos justificativos que aporte el Ejecutivo; (ii) el establecimiento del período de tiempo que, previsiblemente, estime imprescindible para revertir la situación de grave anormalidad constitutiva del estado de alarma inicialmente declarado. A tal efecto, el Gobierno podrá (como así lo hizo en el caso de autos) proponer un período de prolongación que deberá ser valorado por la Cámara, aceptándolo, modificándolo, o llegando incluso a establecerlo por sí el propio Congreso de los Diputados, en atención a la exigencia de que aquella duración sea siempre la previsiblemente indispensable para hacer cesar la alteración; (iii) la procedencia de las medidas a aplicar en el período de prolongación. Deberá existir una correspondencia entre aquellas medidas y el previsible período de duración de la prórroga, de tal manera que el Congreso deberá razonar sobre si las medidas a aplicar se reputan previsiblemente adecuadas para proveer al restablecimiento de la normalidad en aquel período extendido del estado de alarma autorizado. Tales medidas pueden, o bien ser propuestas por el Gobierno y aceptadas o modificadas por el Congreso, o bien esta Cámara establecer por sí las que estime necesarias y fijar su “alcance y condiciones”; y (iv) sobre la prudencia que, a la hora de fijar el plazo de duración de la prórroga, ha de observar el Congreso para que pueda hacer efectivo el control periódico de la revisión de la actuación del Gobierno, en relación con la situación de crisis a la que ha de hacer frente”. 

La STC concluye que únicamente se cumplió el primero de los criterios citados que “no puede calificarse de razonable o fundada la fijación de la duración de una prórroga por tiempo de seis meses que el Congreso estableció sin certeza alguna acerca de qué medidas iban a ser aplicadas, cuándo iban a ser aplicadas y por cuánto tiempo serían efectivas en unas partes u otras de todo el territorio nacional al que el estado de alarma se extendió (art. 3 del Real Decreto 926/2020)…  Por otro lado, pero en estrecha conexión con el anterior, tampoco fue observado el cuarto de los criterios enunciados; esto es el de que el Congreso, a la hora de autorizar la duración de la prórroga del estado de alarma, guardara prudentemente la potestad de mantener el control al Gobierno, sometiendo a la debida reconsideración periódica la aplicación de las medidas aprobadas y su eficacia… Finalmente, tampoco fue cumplido el tercero de los criterios anteriormente expresados, que habría requerido del Congreso que, en su labor de control de la solicitud de autorización cursada por el Gobierno, razonara sobre la debida correspondencia entre el período de duración de la prórroga a autorizar y las medidas a aplicar en su transcurso…” 

Y todo ello porque la mayoría considera insuficiente que, de modo implícito, la Cámara hiciera suya la motivación expresada por el Gobierno para solicitar aquel período de tiempo, algo que, en mi opinión, podría entenderse que forma parte de la autonomía constitucionalmente reconocida al Congreso, en la misma línea que se defiende en los votos particulares de los magistrados Xiol y Conde-Pumpido; éste último argumenta que “el acuerdo parlamentario deberá recoger las razones derivadas del control político o de oportunidad, ya sean propias, ya sean el resultado de asumir las expresadas por el ejecutivo en su solicitud de prórroga. Razones que son fruto, en todo caso, del debate parlamentario y se plasman en un acuerdo mayoritario de la cámara adoptado en el ejercicio de las funciones que tiene encomendadas por la Constitución y la LOAES… se puede sostener que sí hay una argumentación y esta es, cuando menos, doble: por una parte, las razones esgrimidas por el Gobierno y asumidas mayoritariamente en el acuerdo parlamentario; y, por otra parte, el propio debate parlamentario que propició la asunción por la mayoría de la Cámara Baja (194 votos afirmativos, 53 votos negativos y 99 abstenciones) de la prórroga, su duración y de las condiciones vigentes, con modificaciones respecto de las establecidas inicialmente por el Gobierno”. Por su parte, el Presidente del TC, en su voto particular, concluye que “(a) ni se deriva de la Constitución que el estado de alarma prorrogado esté sometido, como modalidad de control parlamentario específico, a una duración corta; (b) ni la duración determinada de seis meses se revela, en la coyuntura fáctica de la evolución de la pandemia, como desprovista de una suficiente razonabilidad; y (c) ni el Parlamento resultó privado de suficientes instrumentos de fiscalización durante la vigencia del estado de alarma, que le habilitaban incluso a impulsar su revocación por el Gobierno”. Con un carácter más general, la magistrada Balaguer señala que “es preciso que las fases del itinerario argumentativo descrito, para guiar la exégesis de la norma, estén objetivamente definidas y no se basen, a su vez, en conceptos jurídicos altamente indeterminados. Y esto es exactamente lo que sucede con el canon propuesto en relación con esta sentencia. La mera referencia que se hace al principio de “prudencia” pone de manifiesto lo ajeno que resulta ese canon a la jurisprudencia constitucional y al propio texto de la Constitución de 1978”. 

Finalmente, la STC se ocupa, en el FJ 10, de la parte del recurso relativa a la designación de Autoridades competentes delegadas; la mayoría que respalda el fallo entiende, por lo que se refiere a la designación in genere de los presidentes de las Comunidades Autónomas y de las ciudades con estatuto de autonomía como “Autoridades competentes delegadas” para la gestión de las medidas, que esa decisión contraviene lo dispuesto en la ley orgánica a la que reserva el artículo 116.1 CE la regulación de los estados de crisis y las competencias y limitaciones correspondientes… esta conclusión, en nada queda empañada por las consideraciones que expone en sus alegaciones la Abogacía del Estado; consideraciones acaso plausibles en términos de lege ferenda, pero que no pueden relativizar, por respeto al Estado de Derecho, los términos inequívocos de una previsión legal (art. 7 LOAES) que las Cortes Generales aprobaron en su día, por lo demás, tras rechazar hasta en dos ocasiones sucesivas otras tantas propuestas de fórmulas legislativas que, tal vez, hubieran podido dar amparo, en este extremo, a la delegación que se impugna”. En segundo lugar, “la delegación acordada… no respondió a lo que es propio de un acto de tal naturaleza, que implica que el delegante, en cuanto titular y responsable de la potestad atribuida, establezca, al menos, los criterios o instrucciones generales que deba seguir el delegado para la aplicación de las medidas aprobadas; para el control que haya de ejercer durante su aplicación; y, por último, para la valoración y revisión final de lo actuado”. 

La mayoría concluye que, en definitiva, “el Congreso quedó privado primero, y se desapoderó después, de su potestad, ni suprimible ni renunciable, para fiscalizar y supervisar la actuación de las autoridades gubernativas durante la prórroga acordada (art. 116.5 CE y arts. 1.4 y 8 LOAES). Quien podría ser controlado por la Cámara (el Gobierno ante ella responsable) quedó desprovisto de atribuciones en orden a la puesta en práctica de unas medidas u otras. Quienes sí fueron apoderados en su lugar a tal efecto (los presidentes de las comunidades autónomas y ciudades con estatuto de autonomía) no estaban sujetos al control político del Congreso, sino, eventualmente, al de las asambleas legislativas respectivas”. 

Esta conclusión ha sido contestada en los votos particulares: así, a juicio del Presidente, el magistrado González Rivas, “será, incompatible con el bloque de la constitucionalidad y en concreto con el artículo 7 LOAES aquel decreto de alarma que transfiera la titularidad de la competencia de aplicación a un sujeto distinto del Gobierno. Por el contrario, será plenamente conforme con dicho precepto orgánico aquel decreto de estado de alarma que, sin transferir la titularidad de la competencia de aplicación a ningún sujeto distinto del Gobierno, contemple las técnicas de reparto competencial que afecten únicamente al ejercicio de la competencia y no a su titularidad, puesto que estas técnicas no privan ni merman la condición del Gobierno como autoridad competente, en tanto que éste conserva intacta la posición de responsable último del ejercicio de las funciones extraordinarias previstas en el decreto de alarma y en la medida que las decisiones de las autoridades competentes delegadas, en tanto que deben reputarse como si fueran adoptadas por el delegante, continúan sujetas al régimen jurídico y a los controles propios de la autoridad delegante, que no es otra que el Gobierno”. 

Para Xiol Ríos, “la argumentación desarrollada por la opinión mayoritaria en la que se sustenta la sentencia no ha analizado adecuadamente la diferencia entre una delegación impropia llevada a cabo por una disposición con fuerza de ley como es el decreto de alarma, con una delegación propia de carácter administrativo y la relevancia que esto tiene en el contexto del análisis de la constitucionalidad de los acuerdos impugnados… Es, pues, un acto con fuerza de ley y no un acto administrativo de delegación el que habilita a los presidentes de las comunidades autónomas a aplicar y modular las medidas dentro del marco establecido en el real decreto de alarma que estamos considerando y esta circunstancia determina que, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la delegación administrativa propia, de ser constitucional la delegación establecida por el art. 7 LOAES, los presidentes de las comunidades autónomas deciden con competencia propia, aunque están obligados a actuar, mientras subsista la vigencia de la norma que opera la delegación, dentro del marco del real decreto declarativo del estado de alarma, que tiene fuerza de ley. Esto abre la posibilidad de que los actos dictados en virtud de esta delegación –que obedece al patrón de las llamadas impropias por la doctrina– imponiendo o modulando las medidas establecidas en el real decreto, sean impugnables ante la jurisdicción contencioso-administrativa, sin perjuicio de los restantes procedimientos de control o impugnación que lleva consigo la declaración del estado de alarma”. 

El magistrado Conde-Pumpido sostiene que “no produciéndose la transferencia de la titularidad de la competencia, es posible realizar una interpretación más flexible y ajustada a la actual organización territorial estatal del art. 7 LOAES, en el sentido de que permite la delegación en los presidentes de las comunidades autónomas, tanto en el caso de estados de alarma territorializados como en el caso de estados de alarma que afecten a la totalidad del territorio. Esta interpretación es coherente con las soluciones ya adoptadas en los estados de alarma precedentes y en los que se reconocieron como “autoridad competente delegada” al Jefe de Estado Mayor del Ejército del Aire (art. 6 del Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, en el caso del estado de alarma declarado para hacer frente a la huelga de controladores aéreos), o a los titulares de los ministerios de defensa, interior, transportes y sanidad (art. 4 del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaró el primer estado de alarma para hacer frente a la pandemia)… La habilitación hecha en favor de quienes ostenten la presidencia de la comunidad autónoma (o ciudad autónoma) para dictar las órdenes, resoluciones y disposiciones para la aplicación de las medidas limitativas previstas, ha de entenderse sin perjuicio del deber que recae en el Gobierno de la Nación de dar cuenta inmediata al Congreso de los Diputados de la activación o desactivación de dichas medidas, a los efectos de que puede ejercer su control político”. 

Por su parte, la magistrada Balaguer Callejón argumenta que “la declaración del estado de alarma, amparándose en lo previsto en el art. 116 CE activa un sistema de reorganización transitoria de los poderes del Estado, es cierto. Pero el orden competencial extraordinario vinculado a la declaración del estado excepcional está llamado a aplicarse de forma simultánea al sistema ordinario de reparto competencial, y esa simultaneidad puede llegar a dificultar el éxito de las medidas previstas para luchar, en este caso, contra la crisis sanitaria. Por esto, cuanta menor incidencia tenga el orden competencial extraordinario en el orden competencial ordinario, más sencillo puede ser volver a la normalidad constitucional una vez ejecutadas las medidas previstas en el Decreto de declaración del estado de alarma. Más sencillo y respetuoso con el principio de autonomía de las nacionalidades y regiones que reconoce el art. 2 CE”. 

La STC concluye afirmando que “esta declaración de inconstitucionalidad y nulidad no afecta por sí sola, de manera directa, a los actos y disposiciones dictados sobre la base de tales reglas durante su vigencia. Ello sin perjuicio de que tal afectación pudiera, llegado el caso, ser apreciada por los órganos judiciales que estuvieran conociendo o llegaran aún a conocer de pretensiones al respecto, siempre conforme a lo dispuesto en la legislación general aplicable y a lo establecido, específicamente, en el art. 40. Uno LOTC”, con lo que no queda muy claro, al menos para nosotros, qué consecuencias cabe extraer en lo que respecta a la eventual responsabilidad patrimonial de las administraciones públicas. 

Recapitulando, y desde nuestro punto de vista, parece acertada la desestimación del recurso respecto a las medidas limitativas del confinamiento nocturno, de la entrada y salida de personas en comunidades y ciudades autónomas o en ámbitos territoriales inferiores, de la permanencia de grupos de personas en espacios públicos y privados y de la permanencia de personas en lugares de culto. 

Nos ofrece dudas la declaración de inconstitucionalidad de la prórroga del estado de alarma durante seis meses, y cuya proporcionalidad no se analiza, porque no se funda en la duración en sí de la medida sino en la ausencia de un razonamiento expreso al respecto por parte del Congreso de los Diputados con arreglo a unos criterios que fija la mayoría del TC y que son, cuando menos, discutibles. 

También nos parece cuestionable el rechazo de la designación de los presidentes de las Comunidades Autónomas y de las ciudades con estatuto de autonomía como “Autoridades competentes delegadas”. Es indudable que el artículo 7 de la LOEAS dice lo que dice –“A los efectos del estado de alarma la Autoridad competente será el Gobierno o, por delegación de éste, el Presidente de la Comunidad Autónoma cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte del territorio de una Comunidad”- y no me parece  que esa dicción pueda salvarse con “una interpretación evolutiva de la Constitución”, criterio que no comparto desde que se usó para avalar la constitucionalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo [me parece que había argumentos suficientes para rechazar el recurso desde una teoría de los derechos fundamentales ajustada a la propia Constitución]; no obstante, la mayoría no se limita a ese argumento literal sino que añade a su razonamiento que el Congreso quedó privado de su potestad de control sobre el Gobierno al delegar éste en las presidencias autonómicas pero, siendo eso así, el Gobierno, como autoridad delegante, sigue estando sujeto al control de la Cámara Baja y los presidentes de las comunidades autónomas están sometidos a las previsiones del decreto del estado de alarma, que tiene fuerza de ley. 

En todo caso, y aceptando, como no podría ser de otra forma, el fallo de la mayoría, de esta sentencia cabe extraer, como mínimo, alguna lección para el futuro aunque sería mejor, dada la urgencia de la situación, que se tomará buena nota en el presente; la principal enseñanza que debemos tener en cuenta es, una vez más, la insuficiencia de una norma, la Ley Orgánica 4/1981, para hacer frente a una pandemia como la de COVID-1: como recurso normativo ante estas situaciones está en una crisis profunda tanto en lo que se refiere al alcance de las medidas que permite como a los instrumentos para su gestión (ignora el marco autonómico y adolece de carencias en materia de control parlamentario). 

Asumido lo anterior, cosa que está por ver en las instancias con capacidad de impulsar y aprobar cambios legislativos, cabría modificar la regulación del estado de alarma en la LOEAES o derivar el tratamiento jurídico de las crisis sanitarias graves a una legislación específica, bien de nueva creación o modificando las previsiones incluidas en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública.

926 2020

 

Sobre tatuajes, perforaciones y similares en el cuerpo del personal de la Guardia Civil.

Hoy se publicó en el BOE el Real Decreto 967/2021, de 8 de noviembre, por el que se regula el uso general del uniforme de la Guardia Civil, norma que, sin embargo, tiene un contenido más amplio que el que cabría deducir de su título, pues el Capítulo IV regula la “Actitud y aspecto externo asociados al uso del uniforme” e incluye, entre otros artículos, uno dedicado a la “exhibición de tatuajes” (artículo 13) y otro rubricado “perforaciones y similares” (artículo 14). 

Me parece que tiene enjundia jurídica la previsión contenida en el artículo 10.1, conforme a la cual “las personas responsables de empresas productoras audiovisuales y de compañías artísticas o de cualquier otra entidad que pretendan utilizar uniformes de la Guardia Civil, bien para representaciones artísticas o para otros fines de interés económico, cultural o social, deberán obtener la preceptiva autorización…”, pero yo me centraré ahora en los dos artículos ya citados (sobre la exigencia de autorización previa para el uso de los uniformes puede verse este hilo tuitero de hoy mismo del profesor Jacobo Dopico). Hace tres años me ocupé del tema de las mechas (del pelo)

Con carácter general, resulta llamativa la limitación que tradicionalmente ha venido imponiéndose a los miembros de las Fuerzas Armadas en aras al cumplimiento de las llamadas “manifestaciones externas de la disciplina” contenidas en las Reales Ordenanzas. Casi tan llamativo como el contenido de estas normas, es que se encuadren en disposiciones de carácter reglamentario, siendo así que, en no pocas ocasiones, están limitando el ejercicio de derechos fundamentales. 

De acuerdo con el artículo 294 de las Reales Ordenanzas del Ejército de Tierra: “El militar cuidará su aspecto, compostura y policía personal ateniéndose a las disposiciones que los regulan”. Y esas disposiciones son diferentes instrucciones aprobadas por los Jefes de Estado Mayor de los Ejércitos, siendo aplicable en el Ejército de Tierra la Norma General 3/96, de 19 de julio, reguladora de la policía personal y aspecto físico del Personal Militar

Pues bien, y como detalla Isidro Fernández García en su libro sobre los derechos fundamentales de los militares, la norma en cuestión disciplina con minuciosidad, adjuntando láminas anexas con aspectos de cabelleras masculinas y femeninas, el corte de pelo reglamentario de los pertenecientes al señalado Ejército, imponiendo diferentes “tocados” según se trate de personal masculino o femenino. En el caso del personal masculino reglamenta el uso del bigote y la barba, así como de los complementos y el maquillaje en el caso de las mujeres (los pendientes y el maquillaje proscritos para los hombres), estando prohibidos ciertos complementos para ambos sexos. 

Cabría aceptar como criterio de limitación -y siempre que tuviera la preceptiva cobertura en una norma legal- el derivado de las necesidades del servicio a desempeñar, especialmente en ciertas unidades, pero si tales justificaciones existen, por citar un ejemplo, en lo que respecta a la longitud del cabello no se entiende que sean tan diferentes para hombres y mujeres; otro tanto podría decirse de los “complementos”, reservados en su mayor parte a las mujeres. 

Por lo que respecta al Reglamento hoy publicado, su artículo 12.3 prevé que “respecto al resto de elementos de policía personal y aspecto físico, se tendrá en cuenta la longitud, color y peinado del cabello, la longitud y color de las uñas, el afeitado o el uso de barba, bigote, perilla y patillas y el uso de maquillaje, y otros complementos y accesorios de imagen. 

El artículo 13 dispone que “1.- para quienes hayan de vestir el uniforme de la Guardia Civil se prohíben los tatuajes, tanto permanentes como temporales, que contengan expresiones o imágenes contrarias a los valores constitucionales, autoridades o virtudes militares que puedan atentar contra la disciplina o la imagen de la Guardia Civil en cualquiera de sus formas, o cualesquiera otros contenidos vedados por la ley. 2.- Se permiten los tatuajes o parte de los mismos que sean visibles vistiendo el uniforme de uso general de la Guardia Civil, siempre que no reflejen motivos o expresiones prohibidas de las recogidas en el apartado primero de este artículo”. 

Se permiten, pues, los tatuajes salvo que contengan expresiones, se dice, “contrarias a los valores constitucionales, autoridades o virtudes militares que puedan atentar contra la disciplina o imagen de la Guardia Civil…” ¿Qué entra en esa categoría tan laxa y que favorece la arbitrariedad? ¿Uno que diga “Todo por la Patria (en horas de servicio)”? ¿Una bandera pirata? ¿Y si lo tatuado con expresiones contrarias a las «virtudes militares» está escrito en japonés?

Más llamativo, valga la redundancia, me parece el artículo 14 sobre “perforaciones y similares”, en el que “se prohíben las argollas, espigas, inserciones, automutilaciones, pegatinas, dilataciones y similares, así como los implantes microdermales o subcutáneos y perforaciones distintas a las destinadas para el uso de pendientes, cuando sean visibles al vestir las prendas comunes para el personal masculino y femenino del uniforme de la Guardia Civil en sus diferentes tipos y modalidades de uso general de acuerdo a la normativa que lo regula”. 

En mi opinión, en estos preceptos, y en otras normas vigentes como las mencionadas más arriba, se imponen exigencias sin explicación alguna de las consecuencias negativas para el desempeño de la función a desarrollar que implicaría dicha visibilidad. También es verdad que puestos a pensar en la operatividad de los cuerpos especiales resulta también curioso que esas mismas normas que se imponen al personal de la Guardia Civil no se aplican o se aplican con bastante laxitud a una unidad considerada de élite como la Legión, lo que evidenciaría que la efectividad profesional no está reñida con un importante margen de libertad personal en lo que al aspecto de ciertas partes del cuerpo se refiere.

 

Sobre «La tiranía del mérito», de Michael J. Sandel, y unas pocas observaciones a propósito del «vamos a salir mejores» de la pandemia de COVID-19.

“La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?” (The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good?), 2020, es el título del último libro de Michael Sandel, el bien conocido y prolífico profesor que ocupa la cátedra Anne T. y Robert M. Bass en la Universidad de Harvard, y sobre esta obra nos habla, entre otros sitios, en este breve vídeo

Es un libro, como todos los suyos, muy sugerente, exhaustivo y bien escrito aunque bien podría haber ocupado un espacio menor a las 292 páginas (más las notas finales, agradecimientos e índice alfabético) de la edición española, pues hay no pocas reiteraciones e idas y vueltas sobre el tema principal que parecen superfluas y provocan que el texto pierda fluidez. Me parece también que, se comparta o no, está mucho mejor construido el diagnóstico del problema -el mérito no es la herramienta adecuada para construir “una sociedad buena”- que las eventuales, y un tanto etéreas, soluciones pero esto último no le quita mérito al análisis crítico de una sociedad, como la norteamericana, que ha conseguido exportar con éxito buena parte de lo que hoy constituyen sus «valores». Pero vayamos por partes. 

Sandel parte de que no hay nada malo en contratar a las personas sobre la base de su mérito (pág. 47), más bien al contrario, y ello por dos razones: la eficiencia y la equidad, pues nos irá mejor si contratamos a una persona cualificada para que preste un servicio y, en segundo lugar, no sería “justo” optar, para un puesto de trabajo, por una persona menos cualificada que otra. 

La opción por el mérito encaja bien en una sociedad como la estadounidense, que, como señala Bowler (pág. 63), “profesa la creencia en que el sueño americano se basa en el esfuerzo y no en la suerte”, algo que parece compartido tanto por las corrientes políticas conservadoras como por las liberales: Sandel cita con frecuencia, y no en términos precisamente elogiosos, frases que reflejan los postulados políticos de Bill Clinton, Barak Obama y Hillary Clinton, así como las credenciales universitarias -mediocres- de Joe Biden) y que se resume en la “retórica del ascenso” (pág. 79 y sigs.): en palabras de Bill Clinton, los estadounidenses tienen no solo el derecho sino también la responsabilidad solemne de ascender todo lo que las aptitudes que Dios les ha dado y su determinación les permitan (pág. 87). Esta retórica procede de Reagan y ha sido compartida por republicanos como George W. Bush y John McCain, y demócratas como Bill y Hillary Clinton y Obama, fielmente seguidos en Gran Bretaña por Tony Blair. 

Pues bien, en Estados Unidos esa retórica del ascenso pasa principalmente por el acceso a una universidad de prestigio, donde se expenden las credenciales meritocráticas por excelencia, pues se parte de la premisa de que la educación superior, lo que Sandel llama la “máquina clasificadora”, es el gran remedio a cualquier problema socioeconómico. 

Para Sandel este énfasis monotemático en la educación superior tiene varias consecuencias negativas: la erosión de la estima social que antes tenían las personas que no habían pasado por la universidad, la exoneración de responsabilidad de las élites meritocráticas por las desigualdades sociales que derivan de las enormes ventajas salariales que en Estados Unidos otorgan los títulos universitarios… Una sociedad que exalta el ascenso social está emitiendo al mismo tiempo un duro veredicto contra las personas que no lo consiguen y aquí Sandel nos remite a la obra de Michael Young, El triunfo de la meritocracia (1959), quien consideraba que la arbitrariedad moral y la inequidad manifiesta del antiguo sistema de clases tenía, al menos, un efecto positivo: moderaba la autoestima egoísta de la clase alta e impedía que la clase trabajadora considerara su situación como un fracaso personal. No es que defendiera ese orden sino que apelaba a una paradoja del meritocrático: asignar trabajos en función del mérito no reduce la desigualdad sino que la reorganiza alineándola con la aptitud. Según Young, en 2034 las clases menos formadas se alzarán en una revuelta populista contra la élite meritocrática. 

Pudiera pensarse que el problema radica en que no se ha conseguido que la meritocracia funcione bien por lo que Sandel se pregunta: ¿sería justa una meritocracia perfecta? (pág. 158). Desde luego, no sería tarea fácil compensar las ventajas familiares de las que gozan unas personas y no otras y que va más allá de los recursos económicos e incluye atenciones y contactos pero admitiendo que pudiera conseguirse Sandel duda de que una sociedad meritocrática fuese totalmente justa porque, primero, lo esencial para esa sociedad sería la movilidad y no la igualdad: todo el mundo tendría idénticas oportunidades para subir la escalera del éxito pero sin cuestionar lo distantes que deban estar entre sí los escalones. En segundo lugar, el autor cuestiona que el talento deba ser el que determine nuestro destino y ello por dos motivos: no hemos hecho nada para tener talento y, por tanto, no debemos ser merecedores de los beneficios y cargas de él derivados; en segundo lugar, vivir en una sociedad que premia ciertos talentos (por ejemplo, el que tiene LeBron James) es también una cuestión de suerte y estos argumentos no resultan rebatidos acudiendo al “esfuerzo”, pues por mucho que me esfuerce no llegaré a jugar al baloncesto como James, al fútbol como Messi o a correr como Usain Bolt. 

Por lo que respecta al ingreso en el sistema universitario en Estados Unidos -ya hemos apuntado la relevancia que Sandel, seguramente con razón, le da-, el autor alude a  la mejora del sistema reduciendo la importancia del examen de acceso y eliminando toda preferencia por tradición familiar, capacidad deportiva o parentesco con donantes pero de esta manera, concluye, no se conseguiría otra cosa que afianzar la meritocracia por lo que propone que, a partir de una cualificación mínima, el ingreso se haga por sorteo entre quienes lo soliciten: la propuesta no ignora el mérito (solo entrarían en el sorteo los cualificados) pero lo trata como un umbral para la cualificación, no como un ideal a maximizar. 

Sandel explica que con esta fórmula no sufriría la calidad académica siempre que se fije el umbral correcto; tampoco estaría en juego la diversidad si, por ejemplo, se asignan dos o tres números a candidatos del colectivo a beneficiar. 

Además, Sandel insiste en la importancia de reconocer el trabajo (págs. 253 y sigs.), cuya retribución ha descendido en términos comparativos (en 1979 los graduados universitarios ganaban un 40% más que quienes habían terminado los estudios de secundaria, en la primera década del siglo XXI la diferencia era del 80%) y su dignidad se ha visto progresivamente erosionada: se ha asumido que representa una contribución menor al bien común y merece, por tanto, menos reconocimientos y estima sociales. Todo ello supone una abundante fuente de resentimiento; en palabras de Michael Young, vivir en una sociedad que da tanta importancia al mérito [resulta muy difícil] cuando te juzgan carente de mérito alguno. A ninguna clase marginada la habían dejado jamás en semejante grado de desnudez moral”. 

Sandel cree que uno de los errores de “los liberales de centroizquierda” es que llevan tiempo ofreciendo al electorado de las clases trabajadora y media una mayor dosis de justicia distributiva, un acceso más equitativo y completo a los frutos del crecimiento económico pero se sigue ignorando que esos trabajadores también quieren un mayor grado de justicia contributiva, una oportunidad de ganarse el reconocimiento social y la estima que acompañan al hecho de producir lo que otros necesitan y valoran. Pero es que, insiste Sandel, ni siquiera se ha conseguido aquella mayor dosis de justicia distributiva, pues lo que se ha ganado en crecimiento económico ha ido, en su mayor parte, a quienes ya estaban en la cima, favorecido por la propia captura oligárquica de las instituciones democráticas. 

Y en cuanto a la importancia del “respeto”, Sandel, en diálogo con Axel Honneth, pone un ejemplo gráfico: cuando un deportista que cobra millones presiona para mejorar su ficha dice que “no es una cuestión de dinero sino de respeto”. 

Sandel, en sus conclusiones (287 y sigs.), apela a una amplia igualdad de condiciones que permita que quienes no amasen una gran riqueza o alcancen puestos de prestigio lleven vidas dignas mediante un trabajo que goce de estima social, compartiendo una cultura del aprendizaje y deliberando con el resto de la sociedad sobre los asuntos públicos. Para eso hace falta que el sistema democrático ofrezca espacios comunes que propicien una vida pública con menos rencores y más generosidad. 

Concluyo con unas palabras carentes de cualquier otro respaldo argumental que mi propia impresión y, por tanto, absolutamente prescindibles: la pandemia de COVID-19 podría haber sido una buena “ocasión” para reparar algunas de las injusticias que Sandel señala, dando el merecido reconocimiento social y, añadiría, económico a todas aquellas personas que han contribuido de manera decisiva y, en no pocos casos, heroica al bien común. ¿Se acuerdan de lo de «vamos a salir mejores»?

Pues bien, más allá de los aplausos vespertinos de los primeros meses no parece que tales reconocimientos sociales y económicos hayan calado en la sociedad española; eso sí, aquí no hemos “discriminado” entre quienes desempeñan tareas muy cualificadas y con altísima formación universitaria (personal sanitario) y quienes llevan a cabo trabajos menos cualificados (por ejemplo, en el sector de la distribución y los suministros): no pocos de los primeros, palmadas en el hombro aparte, siguen trabajando en una gran precariedad, sino han sido despedidos, y no se aprecian mejoras relevantes, ni siquiera en el reconocimiento social cotidiano, respecto de los segundos.

Tampoco se advierte que desde las instituciones políticas, con gobiernos de uno y otro signo, se esté pensando en nuevos espacios públicos en los que la ciudadanía pueda deliberar, en condiciones de relativa igualdad, sobre la gestión del bien común, incluida, claro, la futura gestión de una nueva pandemia. Ni siquiera parece haber un plan de reformas legislativas que haga frente a las constatadas insuficiencias de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, y de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública. 

tiranía del mérito