Sobre la eventual exigencia de que una futura Ley de normalización lingüística en Asturias deba ser aprobada por una mayoría de 3/5.

En la sesión del Debate de política general de la Comunidad, el portavoz parlamentario de Foro, Adrián Pumares, condicionó su voto favorable a la reforma estatutaria para la introducción de la cooficialidad lingüística a que una futura ley de normalización tuviese que ser aprobada por una mayoría cualificada de tres quintos de la Junta General (27 votos). ¿Es eso técnicamente posible? Vamos por partes. 

En primer lugar, y de acuerdo con el artículo 27.4 del vigente Estatuto de Autonomía de Asturias, “para la deliberación y adopción de acuerdos, la Junta [General del Principado] ha de estar reunida reglamentariamente y con asistencia de la mayoría de sus miembros. Los acuerdos se adoptan por mayoría de los presentes si el Estatuto, las Leyes o el Reglamento no exigen otras mayorías más cualificadas”. Así pues, la “regla” para la toma de acuerdos y, en principio, para la aprobación de cualquier ley es la mayoría de votos (más votos a favor que en contra) y eso es lo habitual en el proceder de cualquier Cámara parlamentaria. No obstante, el propio Estatuto permite mayorías más exigentes bien por propia previsión o porque esté requerida por otras normas, como el Reglamento de la Cámara.

Y el Estatuto contiene varias mayorías cualificadas, siendo la “regla” de dichas mayorías la absoluta (la mitad más uno de la Cámara, 23 votos); así, el artículo 25 dispone que “por ley del Principado, cuya aprobación y reforma requiere el voto de la mayoría absoluta de la Junta General, se fijará el número de miembros, entre treinta y cinco y cuarenta y cinco, sus causas de inelegibilidad e incompatibilidad y las demás circunstancias del procedimiento electoral”; el artículo 28 prevé que “la aprobación del Reglamento y su reforma precisarán el voto favorable de la mayoría absoluta”, el 32 que “la elección [del Presidente de la Comunidad Autónoma] se hará por mayoría absoluta de los miembros de la Junta en primera convocatoria, y por mayoría simple en las posteriores” y que “una ley del Principado, aprobada por el voto favorable de la mayoría absoluta, determinará el estatuto personal, el procedimiento de elección y cese y las atribuciones del Presidente”; el artículo 33 dispone que “por ley del Principado, aprobada por mayoría absoluta, se regularán las atribuciones del Consejo de Gobierno, así como el estatuto, forma de nombramiento y cese de sus componentes” y el 34 que “una ley de la Junta, aprobada por el voto favorable de la mayoría de sus miembros, regulará la responsabilidad establecida en el número anterior y, en general, las relaciones entre dicha Junta y el Consejo”. Conforme al artículo 35.2, “la Junta General puede exigir la responsabilidad política del Consejo de Gobierno mediante la adopción por mayoría absoluta de la moción de censura…” Finalmente, y en relación con la reforma del Estatuto, el artículo 56.2 exige que el proyecto de reforma sea aprobado por la Junta General del Principado por mayoría de tres quintos de sus miembros y sometido ulteriormente a la aprobación de las Cortes Generales como Ley Orgánica” pero, conforme al artículo 56.bis, cuando la reforma de este Estatuto tenga únicamente por objeto la ampliación de competencias en materias que no estén constitucionalmente reservadas al Estado, el proyecto de reforma deberá ser aprobado por la mayoría absoluta de los miembros de la Junta General, antes de su ulterior aprobación por las Cortes Generales como Ley Orgánica”. 

En definitiva, y salvo error u omisión (involuntarios por supuesto) la exigencia en el propio Estatuto de mayorías de 3/5 solo está prevista para uno de los tipos de reforma estatutaria. 

Por su parte, el Reglamento de la Junta General, y a título de ejemplos, prevé la suspensión de un diputado podrá ser suspendido en sus derechos y deberes cuando, siendo firme un auto de procesamiento, el Pleno, previo dictamen motivado de la Comisión de Reglamento, lo acuerde por mayoría absoluta (artículo 24), que para la elección de Presidente [de la Cámara], cada Diputado escribirá un solo nombre en la papeleta, y resultará elegido el que obtenga la mayoría absoluta. Si no la obtuviera en primera votación ninguno de los candidatos, se repetirá la elección entre los que hayan alcanzado las dos mayores votaciones, y resultará elegido el que obtenga mayor número de votos. Como regla, “los acuerdos, para ser válidos, deberán ser aprobados por la mayoría simple de los presentes del órgano correspondiente si el Estatuto de Autonomía, las leyes o este Reglamento no exigen otras mayorías” (artículo 105). 

Conforme al artículo 156, “la aprobación de las leyes para las que el Estatuto de Autonomía exige mayoría cualificada requerirá el voto favorable de dicha mayoría en una votación final sobre el conjunto del texto… Si no se alcanzare la mayoría requerida, será remitida a la Comisión, que deberá emitir nuevo dictamen en el plazo de quince días. El debate sobre este nuevo dictamen se ajustará a las normas que regulan los de totalidad. Si en la votación se consiguiere el voto favorable de la mayoría requerida, se considerará aprobado y, en caso contrario, definitivamente rechazado”.

Y cuando se trate de iniciativas de reforma constitucional (hay una remitida al Congreso de los Diputados en 2014 que ni siquiera ha sido objeto de debate de toma en consideración en dicha Cámara) o de iniciativa legislativa ante las Cortes, “las proposiciones y proyectos se tramitarán por el procedimiento legislativo común y habrán de ser aprobados en votación de totalidad por mayoría absoluta de la Cámara” (artículo 163). 

En el mismo sentido, la eventual interposición por la Cámara de recurso de inconstitucionalidad contra leyes, disposiciones normativas o actos con fuerza de ley del Estado exigirá el voto favorable de la mayoría absoluta del Pleno o, en su caso, de la Diputación Permanente (artículo 269). 

El Reglamento ha previsto la exigencia de 3/5 para la declaración de incompatibilidad sobrevenida o de incumplimiento de los deberes propios del cargo de Síndico (artículo 227.3.d) y la Ley que regula la institución, 3/2003, dispone (artículo 23) que “los Síndicos serán tres, elegidos por la Junta General del Principado de Asturias, por mayoría de tres quintos…”; esa misma mayoría también es la prevista para la elección de los dos miembros del Consejo Consultivo que corresponde nombrar a la Junta General (Ley 1/2004). 

Vemos, pues, que hasta la fecha la exigencia de una mayoría de 3/5 es una excepción dentro de las excepciones a la mayoría simple y se ha reservado, además de para una de las reformas estatutarias, para el nombramiento de determinados cargos mientras que la mayoría absoluta se ha previsto, entre otras cosas, para la elección del presidente de la Comunidad y del de la Junta General en primera votación, la aprobación del sistema electoral, del Reglamento de la Junta y de la Ley del Gobierno o para que prospere una moción de censura, la presentación de un recurso de inconstitucionalidad contra una ley estatal o la de una iniciativa autonómica de reforma constitucional. 

¿Puede imponerse en el Estatuto una mayoría más cualificada para aprobar la ley de cooficialidad lingüística que la mayoría prevista en esa misma norma para aprobar la ley electoral, la ley del Gobierno, el Reglamento de la Junta General, una moción de censura o una propuesta de reforma constitucional? 

Al respecto, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, de una manera a veces más clara y otras más ambigua, admite que si bien la regla de funcionamiento de las Cámaras es la mayoría simple caben excepciones a la misma en forma de mayorías más cualificadas así, según la STC 179/1989, de 2 de noviembre, “el carácter democrático del Estado Español que proclama el art. 1 de la Constitución implica que ha de ser el principio de las mayorías el que regule la actuación de los órganos parlamentarios (estatales o autonómicos) en el proceso de toma de decisiones; pero ello no implica que tal mayoría haya de ser forzosamente la mayoría simple. Aun cuando efectivamente sea esta la norma generalmente seguida en los procedimientos parlamentarios, no cabe excluir que en algunos de ellos, en aras de obtener un mayor consenso, para proteger más eficazmente los derechos e intereses de las minorías, o con otro objeto razonable, se exijan mayorías cualificadas; la misma Constitución prevé mayorías de este tipo en diversos supuestos (así, arts. 74.2, 81.1, 90.2, 99.3, 113.1, 150.3, 155.1 y 159.1, entre otros). No puede, por tanto, reputarse inconstitucional, en principio, por vulneración de lo dispuesto en el art. 1.1 C.E., la exigencia de una mayoría cualificada en determinados procedimientos parlamentarios de las Asambleas de las Comunidades Autónomas” (FJ 7).

En esta línea, ningún reparo puede existir para que un Estatuto de Autonomía pueda, en tanto que «norma institucional básica» (art. 147.1 C.E.) y, por tanto, norma sobre la producción del derecho propio de la Comunidad Autónoma, imponer una mayoría en orden al ejercicio de la competencia legislativa autonómica sobre la materia (STC 225/1998, de 25 de noviembre).

«Nuestra Constitución ha instaurado una democracia basada en el juego de las mayorías, previendo tan sólo para supuestos tasados y excepcionales una democracia de acuerdo basada en mayorías cualificadas o reforzadas” [SSTC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 21 A); 127/1994, de 5 de mayo, FJ 3 A) a); y 124/2003, de 19 de junio, FJ 11], de modo tal que… el procedimiento legislativo se ha ordenado con arreglo al denominado principio mayoritario que constituye una “afirmación del principio democrático, respecto del cual toda mayoría cualificada … debe mantenerse en términos de excepción a la regla” (STC 212/1996, de 19 de diciembre, FJ 11), al ser excepcional “la exigencia de mayoría absoluta y no la simple para su votación y decisión parlamentaria” [SSTC 160/1987, de 27 de octubre, FJ 2; y 127/1994, de 5 de mayo, FJ 3 A)] (STC 136/2011, de 13 de septiembre).

Caben, pues, mayorías más cualificadas que la simple pero con carácter excepcional y para la consecución de un mayor acuerdo, para proteger a las minorías o si hay otro “objeto razonable” y, dentro de esa gradación de mayor exigencia, tendría que entenderse especialmente “razonable” exigir 3/5 y no mayoría absoluta. 

En pocas palabras, y al margen del caso concreto, una mayoría más agravada que la simple hace posible que se incremente el número de sujetos sometidos a una norma que participan en la aprobación de la misma y favorece la integración de las minorías; como contrapartida, esa mayoría agravada puede propiciar el bloqueo de decisiones con amplio respaldo político y social pero que no convencen a las minorías, cuya capacidad de influencia será mayor cuanto mayor sea, valgan las redundancias, la mayoría requerida. Como no podía ser de otra manera, la Junta General sabrá lo que hace.

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Foto del interior de la Junta General tomada de su página en Internet. 

Comentario a la reciente sentencia del Tribunal Constitucional que enjuició la suspensión de los plazos por la Mesa del Congreso de los Diputados durante el estado de alarma.

Hace dos días se hizo pública la sentencia del Tribunal Constitucional (STC) en la que declaró que la suspensión de los plazos por la Mesa del Congreso durante el estado de alarma impidió la función de control al Gobierno, decisión tomada por 6 votos contra 4 en la que se estimó el recurso de amparo interpuesto por 52 diputados del Grupo Parlamentario VOX en el Congreso contra el Acuerdo de la Mesa de 19 de marzo de 2020 que decidió suspender desde ese día el cómputo de los plazos reglamentarios que afectaban a las iniciativas que se encontraban en tramitación en la Cámara hasta que la Mesa levantara la suspensión. También se impugnaba el Acuerdo de la Mesa de 21 de abril de 2020, que desestimó la solicitud de reconsideración presentada por el Grupo Parlamentario VOX. 

En la nota informativa del TC se dice que “la sentencia, de la que ha sido ponente el magistrado Antonio Narváez, señala que la declaración del estado de alarma, como la de cualquiera de los otros dos estados de excepción y de sitio, no puede en ningún caso interrumpir el funcionamiento de ninguno de los poderes constitucionales del Estado y, de modo particular, el Congreso de los Diputados. En este sentido, la decisión de la Mesa hizo cesar temporalmente la tramitación de las iniciativas parlamentarias de los recurrentes, lesionando su derecho a la participación política (artículo 23.2 de la Constitución, CE)”. 

En las líneas siguientes comentaré, de manera crítica y breve, los argumentos que fundamentan la decisión, no sin antes señalar, primero, la tardanza, también en esta ocasión, en resolver un recurso de amparo presentado hace 17 meses, el 11 de mayo de 2020, y, segundo, la tendencia del TC a elaborar sentencias innecesariamente extensas, donde se reiteran argumentos que, se compartan o no, están claros desde el principio pero que aparecen una y otra vez a lo largo de un texto que, este caso, llega a las 50 páginas. 

Compartimos la existencia de una especial trascendencia constitucional del recurso, pues, como se dice en el Fundamento Jurídico (FJ) 2, “la denuncia de los recurrentes se localiza temporalmente en el curso de una situación excepcional de estado de alarma que no ha sido hasta ahora objeto de nuestro enjuiciamiento. A partir de ahí empezaría nuestra crítica que, en bastantes puntos, coincide con la formulada en los 3 votos particulares firmados por los 4 magistrados discrepantes. 

En primer lugar, en la STC parece que se está abordando un control abstracto de la constitucionalidad de la decisión de la Mesa de la Cámara y no un recurso de amparo sobre la posible vulneración de un concreto derecho fundamental -el del ejercicio del cargo público representativo- a resultas de una decisión de dicho órgano del Congreso de los Diputados; a este respecto (FJ 3A) se insiste en que “no puede quedar, pues, paralizada o suspendida, ni siquiera transitoriamente, una de las funciones esenciales del Poder Legislativo como es la del “control político” de los actos del Gobierno. Además, el Congreso de los Diputados, en cuanto que es la única cámara constitucionalmente habilitada para hacer efectiva la exigencia de responsabilidad política por la actuación del Gobierno, en relación con las iniciativas y medidas que éste pueda adoptar y aplicar durante aquel período de vigencia, en ningún caso puede dejar de desempeñar esa función; ni siquiera por propia iniciativa de alguno de sus órganos internos, pues el Congreso de los Diputados ostenta una responsabilidad exclusiva para con el diseño constitucional del Estado de derecho, que le obliga a estar permanentemente atento a los avatares que conlleve la aplicación del régimen jurídico excepcional que comporta la vigencia y aplicación de alguno de aquellos estados declarados…” 

Añade la STC (FJ 3B) que “en el estado de alarma, el ejercicio del derecho de participación política de los diputados del Congreso debe estar, en todo caso, garantizado y, de modo especial, la función de controlar y, en su caso, exigir al Gobierno la responsabilidad política a que hubiera lugar, haciéndolo a través de los instrumentos que le reconoce el Título V CE y mediante el procedimiento que establezca el Reglamento de la Cámara para cada caso”, lo que es, obviamente, cierto pero no solo en el estado de alarma: también en los estados de excepción y sitio, pues el derecho reconocido en el artículo 23.2 no es susceptible de ser suspendido en ningún caso (artículos 55.1 y 116.5 CE: “No podrá procederse a la disolución del Congreso mientras estén declarados algunos de los estados comprendidos en el presente artículo, quedando automáticamente convocadas las Cámaras si no estuvieren en período de sesiones. Su funcionamiento, así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no podrán interrumpirse durante la vigencia de estos estados”). Es importante destacar, por lo que se dirá más adelante, esta prohibición de interrumpir el funcionamiento de “todos” los poderes constitucionales del Estado y no solo del Congreso de los Diputados. 

Insiste la STC en el artículo 108 CE, conforme al cual “el Gobierno responde solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados», pero siendo evidente tal responsabilidad solidaria ante el Congreso -cámara que lleva a cabo la investidura del Presidente del Gobierno y puede destituirle aprobando una moción de censura o rechazando una cuestión de confianza- eso no implica que el Gobierno y/o concretos Ministros estén exentos del control por parte del Senado (artículos 66, 110 y 111 CE); tampoco que sea poco relevante la función de “control jurisdiccional” sobre los actos del Gobierno que corresponde a los Tribunales ordinarios y al propio Tribunal Constitucional. 

Sostiene la STC (FJ 4B) que “… no podemos tomar como referentes de nuestro enjuiciamiento los términos de comparación que ofrece la letrada de las Cortes respecto de lo que otros órganos e instituciones del Estado (entre ellos, este Tribunal) hubieran acordado en las mismas fechas sobre la suspensión de plazos en la tramitación de sus respectivos procedimientos. Tal argumentación carece de eficacia suasoria en la medida en que esta Cámara, como hemos dicho anteriormente, es el único órgano constitucional, integrado en el Poder Legislativo, que asume las exclusivas funciones de ser informada de la declaración inicial del estado de alarma y de autorizar las prórrogas sucesivas, así como de realizar un efectivo control, a través de aquel mecanismo autorizatorio, de la gestión del Gobierno durante el período de estado de alarma”.

El Congreso es, efectivamente, la única cámara que es informada del estado de alarma y debe autorizar las prórrogas pero no es el único órgano que debe controlar al Gobierno durante dicho estado: como ya se ha apuntado, lo puede hacer también el Senado y lo deben hacer, en el plano jurisdiccional, los tribunales: el artículo 116.6 CE dispone que “la declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio no modificarán el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las leyes”, algo en lo que insiste la Ley Orgánica 4/1981, de 14 de junio, reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio (LOEAES): “los actos y disposiciones de la Administración Pública adoptados durante la vigencia de los estados de alarma, excepción y sitio serán impugnables en vía jurisdiccional de conformidad con lo dispuesto en las leyes” (artículo 3.1). 

Más adelante (FJ 5B), la STC concluye que la decisión de la Mesa objeto de impugnación supuso, de hecho, una “suspensión” del derecho fundamental al ejercicio del cargo público representativo, algo que, se dice, “sobrepasa los límites del estado de alarma”; habría que añadir: y de los estados de excepción y sitio. Y, producida tal suspensión, “el juicio de proporcionalidad no es, por los razonamientos expuestos, el canon apropiado para el enjuiciamiento constitucional de la cuestión que ahora se dilucida”.

Nos parece sorprendente esta afirmación y la sorpresa aumenta porque, leyendo lo que luego dice la STC, la argumentación peca de incoherencia. 

A nuestro juicio, y en primer lugar, cualquier medida que se adopte con ocasión de la declaración de un estado de crisis, incluida la suspensión de un derecho fundamental, debe ser “necesaria, adecuada y proporcional” a la finalidad que pretende, es decir, y por emplear las palabras de la LOEAES, “las medidas a adoptar en los estados de alarma, excepción y sitio, así como la duración de los mismos, serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Su aplicación se realizará de forma proporcionada a las circunstancias” (artículo 1.2). 

Pero es que, además, en la propia STC que niega el uso del principio de proporcionalidad se dice, más adelante, que “la citada Cámara disponía de medios alternativos para asegurar la continuidad de su funcionamiento durante la vigencia del estado de alarma, por lo que aquel argumento no puede justificar la decisión de interrumpir temporalmente la actividad parlamentaria de la Cámara. En definitiva, si bien es conforme con la Constitución aquel objetivo de preservar la vida y la salud de los propios parlamentarios y del personal del Congreso, la decisión de suspender el cómputo de los plazos de la tramitación de toda clase de iniciativas parlamentarias, sin excepción alguna, y sin haber establecido un margen temporal de duración o, al menos, acordado unos mínimos criterios que delimitaran las atribuciones de la Mesa en orden a levantar aquella suspensión, dejándola a su libre discrecionalidad, resulta contrario a una de las funciones más caracterizadas del trabajo parlamentario como es la del control político del Gobierno y, respecto del Congreso de los Diputados, también de la exigencia de responsabilidad política (arts. 66.2 y 108 CE)”; en otras palabras, se está diciendo que no se cumplió la segunda de las exigencias del principio de proporcionalidad: que la medida sea la menos onerosa para alcanzar el fin perseguido con la limitación. Ya puestos, me parecería más adecuada una estimación del amparo basada en la «desproporcionalidad», por excesiva, de la medida adoptada. 

Sostiene también la mayoría que apoya la STC que no sirven para desvirtuar sus conclusiones la celebración, durante la vigencia del Acuerdo de suspensión, de “dos sesiones de trabajo en los días 30 de marzo y 7 de abril de 2020, en las que procedió a realizar calificaciones de iniciativas parlamentarias de los diferentes grupos (preguntas para respuesta oral en Comisión, para respuesta escrita, solicitudes de informe al Gobierno y de comparecencia de miembros del Gobierno), así como el Gobierno también contestó a las solicitudes del Congreso (respuestas escritas y contestaciones a solicitudes de informes). Asimismo, se destaca que la Junta de Portavoces celebró sesiones los días 18 de marzo y 7 de abril de 2020; que, también, hubo sesiones plenarias los días 18 y 25 de marzo y 9 de abril de 2020 y que la Comisión de Sanidad y Consumo se reunió, igualmente, los días 26 de marzo y 2 de abril de 2020, en las que se abordaron cuestiones relacionadas con la situación de crisis sanitaria causada por la pandemia por coronavirus, que había motivado la declaración del estado de alarma”. 

Para la mayoría, “la rotundidad de los términos en que se expresó el texto del Acuerdo impugnado y el carácter absoluto de la suspensión acordada, impide ahora aplicar la doctrina establecida en la STC 173/2020, toda vez que la interrupción temporal de su tramitación tenía una vocación de generalidad y afectaba a todas las que los parlamentarios recurrentes hubieran registrado para su tramitación y debida resolución”; más adelante, remata su argumentación diciendo “si los ahora recurrentes han acudido a esta sede de amparo constitucional, denunciando no haber podido ejercitar su función parlamentaria de control del Ejecutivo es porque las iniciativas que registraron en la Cámara para controlar la acción del Gobierno (alegan que en número superior a 1600) no fueron tramitadas hasta que, en su caso, quedó alzada la suspensión. No compete a ellos la carga de tener que acreditar cuáles fueron las concretas iniciativas registradas y no tramitadas durante la suspensión acordada, ni tampoco valorar a este Tribunal el contenido y alcance de aquellas, sino a la propia Cámara ofrecer, de contrario, argumentos y elementos de convicción que permitan acreditar que aquellas iniciativas fueron debidamente atendidas, tramitadas y resueltas con decisión de aceptación o de rechazo a su debido tiempo”. 

En nuestra opinión, el Congreso de los Diputados y el Senado, junto con los tribunales ordinarios y el TC, deben seguir funcionando durante la vigencia de un estado de alarma; en el caso del Congreso su especial función en este ámbito exige que se mantenga especialmente activo en todo lo que tenga que ver con la declaración y prórroga de dicho estado, igual que sería exigible la máxima actividad al Tribunal Constitucional en los recursos directamente conectados con dicho estado de crisis, pero habría que ver, a efectos de estimar el recurso de amparo que se juzga, qué concretas iniciativas de los recurrentes no pudieron ser tramitadas a resultas de la decisión de la Mesa: ¿las 1.600? ¿también las que se habían promovido antes de la declaración del estado de alarma? ¿ninguna de esas 1600 “alegadas” fue tratada durante las reuniones de diferentes órganos de la Cámara que se celebraron durante la suspensión objeto de recurso? Más en general, ¿se invierte la carga de la prueba a la hora de resolver si ha habido lesión efectiva de un derecho fundamental? 

En su día hice un comentario crítico del Auto del TC, de 30 de abril de 2020, que inadmitió un recurso de amparo sobre la prohibición de una manifestación que se pretendía celebrar en Pontevedra el 1 de mayo; por otros motivos, también me parece criticable esta sentencia que estima, con argumentos que me parecen poco consistentes, el recurso de amparo presentado contra la varias veces citada Decisión de la Mesa del Congreso de 19 de marzo de 2020. 

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La trabajadora Valentina Cepeda durante una sesión del Pleno del Congreso del 18 de marzo de 2020 (Foto de Efe).

¿Están amparados por la inviolabilidad presuntos hechos delictivos cometidos por Juan Carlos de Borbón mientras era Jefe del Estado? Tenemos nuestras dudas…

Es sabido que el carácter vitalicio de la Monarquía ha ofrecido tradicionalmente poco margen de maniobra para interpretar el alcance temporal de la prerrogativa de la inviolabilidad, de ahí que ésta se haya entendido como una impunidad perpetua si el reinado concluye con el fallecimiento del Monarca. Ahora bien, cuando son la inhabilitación, la renuncia o la abdicación (artículos 57.5 y 59.1 de la Constitución, en lo sucesivo CE) los motivos del abandono del trono –como lo fue la abdicación de Juan Carlos de Borbón el 19 de junio de 2014– hay más espacio para analizar el alcance temporal de la prerrogativa. 

En primer lugar, cuando el artículo 56.3 CE dispone que «la persona del Rey es inviolable» debe entenderse que lo es, como mucho, mientras es Rey. Esto significa, con efectos retroactivos, que la prerrogativa no cubre los actos llevados a cabo antes de su reinado, pues entonces no era Rey. Con efectos prospectivos, no cabe inviolabilidad ultra officium: cuando el Monarca abdica, renuncia o se inhabilita para el cargo (artículos 57.5 y 59.1 CE) deja de ser Rey, desapareciendo por consiguiente la especial protección que la prerrogativa le confiere, dado que ya no desarrolla las funciones que justificaban la atribución de esa inviolabilidad. Por tanto, es evidente que Juan Carlos de Borbón no es inviolable por los hechos llevados a cabo con posterioridad a su abdicación y ello a pesar de que, en este caso, siga conservando el título de Rey, pues lo tiene a efectos meramente honoríficos. 

Ahora bien, ¿qué sucede, una vez que el Monarca abdica, con los actos llevados a cabo durante el reinado y que no hubieran sido refrendados? En la Exposición de Motivos (IV) de la Ley Orgánica 4/2014, de 11 de julio, complementaria de la Ley de racionalización del sector público y otras medidas de reforma administrativa por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial –la que introdujo el fuero jurisdiccional para los miembros de la Casa Real pues pasaba por allí -las Cortes- en un momento en que «hacía falta una Ley»– se dice expresamente que los actos realizados por el Rey durante el tiempo en que ostentare la jefatura del Estado «cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad», estando sometidos a control jurisdiccional, «los que realizare después de haber abdicado», subrayando la necesidad de regular el régimen jurisdiccional que le sería aplicable «por hechos posteriores a su abdicación».

En términos similares se expresó el Informe del Consejo de Estado 1/2018, de 16 de noviembre, sobre la propuesta de reforma constitucional sobre modificación de los aforamientos, al sostener que, si bien el texto constitucional no prevé aforamiento alguno para el Monarca o ex Monarca, el artículo55 bis LOPJ sí lo contempla «para los actos realizados después de su abdicación». 

De ambos textos –carentes de valor normativo– parecería deducirse que los actos del Rey pertenecientes al reinado son eternamente inviolables y la fiscalización jurisdiccional solo sería posible para los hechos acaecidos con posterioridad. 

Tras la abdicación de Juan Carlos de Borbón, el Tribunal Supremo inadmitió, en 2015, varias demandas de paternidad, no en virtud de la inviolabilidad –como había sucedido previamente– sino por falta de un principio de prueba. Sin embargo, el hecho de que la inviolabilidad no hubiera entrado en juego en ese momento no fue tanto porque el Tribunal hubiera entendido que desapareció al dejar de ostentar la condición de Monarca, sino porque los hechos de los que debía conocer en ese caso eran sensiblemente anteriores a su proclamación como Rey de España: el nacimiento de las personas que reclamaban el reconocimiento de la filiación era previo a 1978. 

Ahora bien, la Audiencia Nacional también archivó las piezas de la «Operación Tándem» que investigaba las grabaciones del comisario Villarejo a Corinna Larsen en 2015, en las que ésta aludía a actuaciones del Rey emérito que podrían ser delictivas, por entender que no existían indicios de comisión de delito y, además, y en todo caso, porque pertenecían a un periodo de tiempo en el que el Monarca estaba amparado por la prerrogativa de la inviolabilidad.

Y en estos días se está hablando de que la Fiscalía pedirá que se archiven las diligencias abiertas contra Juan Carlos de Borbón por presuntos delitos de blanqueo de capitales al corresponder los mismos al periodo de su reinado y estar entonces cubiertos por su inviolabilidad.

Si tal cosa ocurriera nos parecería totalmente desacertada puesto que, en un entendimiento constitucionalmente adecuado de la prerrogativa, hay que entender que la inviolabilidad no blinda ad eternum los actos pertenecientes al reinado que no hayan sido objeto de refrendo, como sería el caso de supuestos comportamientos delictivos. Y es que el hecho de que la inviolabilidad sea una prerrogativa de carácter material no significa necesariamente que sea perpetua o, lo que es lo mismo, que produzca efectos jurídicos permanentes, máxime si, como corresponde en un Estado democrático de Derecho, debe interpretarse de manera restrictiva.

La inviolabilidad no «borra» los hechos llevados a cabo por su titular o su potencial antijuridicidad, sino que impide su conocimiento en sede judicial y libera a su titular de las consecuencias jurídicas de los mismos. En otras palabras, no es que no exista responsabilidad jurídica sino que no se exige porque se exonera de la misma a su titular pero, y aquí entra lo relevante, esa exoneración no es perpetua sino que opera durante un determinado periodo de tiempo: mientras el sujeto en cuestión es Rey; de lo contrario sería, sencillamente, impunidad. 

Siendo así, si los hechos del reinado «permanecen» a efectos del ordenamiento jurídico y, debido a la abdicación, renuncia o inhabilitación, desaparece la garantía que (temporalmente) los blinda –procesal y materialmente– parece posible el procesamiento del ex Monarca a posteriori

Frente a esta conclusión podría aducirse que la inviolabilidad parlamentaria protege a los diputados y senadores por las opiniones vertidas en el ejercicio de sus funciones «aún después de haber cesado en su mandato»; sin embargo, no resulta correcto asimilar ambas prerrogativas, no solo porque tienen un ámbito material diferente sino, fundamentalmente, porque cumplen funciones distintas. El alcance temporal en el caso de la parlamentaria se justifica porque si quienes ejercer cargos representativos en las Cámaras pudieran ser perseguidos por las expresiones manifestadas en el ejercicio de sus funciones cuando cesasen en las mismas, dicha posibilidad ejercería un efecto inhibidor en el uso de la palabra en la tribuna, frustrándose así el objetivo último de la inviolabilidad, que es proteger la actividad de crítica y deliberación en sede parlamentaria, esencial para la libre formación de la voluntad del órgano. Por eso se estableció el blindaje posterior al abandono del cargo. 

En el caso de la prerrogativa regia, sin embargo, no existe razón funcional que aconseje blindar los actos pertenecientes al periodo del reinado tras la abdicación, pues la posibilidad de ser judicialmente perseguido tras ella no merma el ejercicio de las funciones atribuidas al Monarca mientras fuera tal y, por tanto, mientras las ejerció efectivamente. Y como de lo que se trata es de proteger el desempeño de la función, si ésta no resulta obstaculizada no hay razón para extender el alcance de la inviolabilidad, previéndola ultra officium pues, como prerrogativa que es, debe interpretarse restrictivamente. Lo único que resultarían mermadas serían las eventuales “pretensiones de delinquir” –como le puede suceder a cualquier persona– o, en todo caso, las de abdicar. 

Desde esta perspectiva funcional, lo relevante es cuándo se le piden «cuentas jurídicas» al Rey (durante su reinado) y no tanto respecto a qué actos (los del reinado u otros). Lo que puede entorpecer el desarrollo de las funciones regias –y, por tanto, justificaría la prerrogativa– no es que se procese a Juan Carlos de Borbón por hechos de su reinado incluso después de haber finalizado éste, sino que se procese a la persona del Rey mientras ocupa dicho cargo cualesquiera que sean aquéllos (incluso previos a aquél). Es en ese periodo cuando su función podría resultar mediatizada si pudiera procesársele. La entrada en juego de la jurisdicción habiéndose perdido la condición de Rey ya no supone un menoscabo para ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado, pues éste no está encarnado en la persona del ex Monarca, sino en la de su sucesor.

Pd. Este texto, redactado por Patricia García Majado y Miguel Presno, resume en unas pocas líneas parte de un trabajo que se publicará como capítulo del libro «Derecho penal y orden constitucional» (título provisional) coordinado por los profesores Juan Carlos Carbonell, Lucía Martínez Garay y Clara Viana. Previamente, Patricia García Majado publicó el trabajo Significado y alcance de la inviolabilidad del Rey (Teoría y Realidad Constitucional, nº 47, 2021).

JUANCAR

Foto de Eduardo Parra (Europa Press).