Sobre la protección constitucional del domicilio.

La Constitución española dispone en su artículo 18.2 que “el domicilio es inviolable. Ninguna entrada o registro podrá hacerse en él sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito”. 

Esta protección constitucional del domicilio se orienta a garantizar un espacio en el que las personas puedan vivir sin estar sujetas a los usos y convenciones sociales; el Tribunal Constitucional (TC) ha venido diciendo que el domicilio constituye un ámbito de privacidad “dentro del espacio limitado que la propia persona elige” (STC 22/1984, de 17 de febrero, FJ 5), inmune a la injerencia de otras personas o de la autoridad pública. 

De este modo el contenido del derecho fundamental es esencialmente negativo: lo que garantiza es, ante todo, la facultad del titular de excluir a otros de ese ámbito espacial reservado, impidiendo la entrada o la permanencia de cualquier persona y, específicamente, de la autoridad pública para la práctica de un registro (STC 189/2004, de 2 de noviembre, FJ 3). 

No obstante, desde la STC 119/2001, de 24 de mayo, se acoge la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (casos López Ostra contra España, de 9 de diciembre de 1994, y Guerra y otros contra Italia, de 19 de febrero de 1998) según la cual este derecho incluye también una dimensión positiva relacionada con el libre desarrollo de la personalidad y orientada a la plena efectividad del derecho, que impone no solo un deber de abstención a los poderes públicos sino también uno de intervención evitando intromisiones que supongan una exposición prolongada a unos determinados niveles de ruido que puedan objetivamente calificarse como evitables e insoportables, siempre y cuando la lesión o menoscabo provenga de actos u omisiones a los que sea imputable la lesión producida (FJ 6). 

El concepto constitucional de domicilio es más amplio que el civil, el penal o el administrativo, pues “el derecho fundamental no puede confundirse con la protección de la propiedad de los inmuebles ni de otras titularidades reales u obligaciones relativas a dichos bienes que puedan otorgar una facultad de exclusión de los terceros” (STC 69/1999, de 26 de abril, FJ 2). 

Para el TC no es presupuesto de la protección constitucional la habitualidad si, “a partir de otros datos como su situación, destino natural, configuración física, u objetos en él hallados, puede inferirse el efectivo desarrollo de vida privada en el mismo” (STC 94/1999, de 31 de mayo, FJ 5). De este modo, y como se recuerda en este comentario al artículo 18.2 CE que realizó el profesor Rafael Alcácer, el TC ha otorgado el carácter de domicilio a, por ejemplo, una vivienda no habitada en el momento del registro (STC 94/1999, FJ 5), a los garajes y trasteros anexos a una vivienda (STC 171/1999, FJ 9), a una habitación de hotel (STC 10/2002, FJ 8) o a las habitaciones de una residencia militar (STC 189/2004, FJ 2). 

La propia Constitución menciona en el artículo 18.2 tres supuestos en los que es legítima la entrada en un domicilio: cuando hay consentimiento del titular, si existe autorización judicial o en los casos de delito flagrante. 

El consentimiento del titular puede ser expreso o tácito pero no se equipara al mismo la mera falta de oposición. Y, en todo caso, es preciso que haya existido una información expresa y previa sobre lo que se pretende con la entrada por parte de quien quiere llevarla a cabo. 

La autorización judicial no puede ser genérica para cualquier domicilio o momento sino que debe individualizar el domicilio, el objeto de la entrada, cuándo se llevará a cabo así como argumentar la proporcionalidad de la medida para la consecución del fin perseguido. 

Por lo que respecta al delito flagrante, es bien conocida la STC 341/1993, de 18 de noviembre, que enjuició la entonces vigente Ley Orgánica 1/1992, de seguridad ciudadana: ahí se dice, entre otras cosas, que “la Constitución no ha apoderado a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad para que sustituyan con la suya propia la valoración judicial a fin de acordar la entrada en domicilio, sino que ha considerado una hipótesis excepcional en la que, por las circunstancias en las que se muestra el delito, se justifica la inmediata intervención de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad” y que “estas connotaciones de la flagrancia (evidencia del delito y urgencia de la intervención policial) están presentes en el concepto inscrito en el art. 18.2 de la Norma fundamental, precepto que, al servirse de esta noción tradicional, ha delimitado un derecho fundamental y, correlativamente, la intervención sobre el mismo del poder público”.  En la posterior STC 94/1996, de 28 de mayo se explica que “la entrada y registro policial en un domicilio sin previa autorización judicial y sin que medie el consentimiento expreso de su titular únicamente es admisible desde el punto de vista constitucional cuando dicha injerencia se produzca ante el conocimiento o percepción evidente de que en dicho domicilio se está cometiendo un delito, y siempre que la intervención policial resulte urgente para impedir su consumación, detener a la persona supuestamente responsable del mismo, proteger a la víctima o, por último, para evitar la desaparición de los efectos o instrumentos del delito” (FJ 4). 

Finalmente, además de las excepciones anteriores y aunque no aparece mencionada expresamente en la CE, se podría considerar justificada la entrada en un domicilio en una situación de estado de necesidad, como lo sería salvar la vida o la integridad física de una persona o preservar la integridad del inmueble (por ejemplo, en un supuesto de incendio).

 

“Educación en/para la libertad y la igualdad: un diálogo necesario” (Sesión de apertura del XVIII Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España)

Los pasados 11 y 12 de febrero de 2021 se celebró, de forma telemática, el XVIII Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España organizado por las Áreas de Derecho Constitucional de las Universidades de Oviedo y de la UNED y que versó sobre “Educación y Libertades en la democracia constitucional”. La coordinación académica corrió a cargo de los profesores Francisco J. Bastida Freijedo y Benito Aláez Corral, ambos catedráticos de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo, y la parte técnica la asumieron los profesores Fernando Reviriego Picón, profesor Titular de Derecho Constitucional de la UNED, y Pablo J. Guerrero Vázquez, profesor Contratado Doctor de Derecho Constitucional de la Universidad de Zaragoza.

La ponencia general fue coordinada por la profesora Yolanda Gómez Sánchez, catedrática de Derecho constitucional de la UNED y Directora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, y en ella intervinieron el profesor Benito Aláez y Amaya Úbeda Torres, Letrada del Consejo de Europa y docente de Derecho Internacional y de derechos humanos en varias universidades,  excusando su asistencia por motivos sobrevenidos el profesor Alfonso Fernández Miranda. Dicha ponencia general adoptó la fórmula de un debate ágil y dinámico respondiendo así, en la práctica, al propio título asignado: “Educación en/para la libertad y la igualdad: un diálogo necesario”. 

La coordinadora empezó presentando la sesión aludiendo al marco constitucional y europeo del derecho a la educación, incidiendo en su relevancia para la construcción de una democracia avanzada pero también llamó la atención sobre los frecuentes cambios legales experimentados por las normas de desarrollo del artículo 27 de la Constitución española (CE). 

La primera cuestión suscitada por la profesora Yolanda Gómez fue la relativa a la conceptualización del propio derecho fundamental a la educación; para el profesor Aláez, y una vez descartado el uso de la teoría de la ponderación a efectos dogmáticos, no cabe duda de que nos encontramos ante un derecho “complejo”, cuya interpretación unitaria ha sido avalada por la jurisprudencia constitucional y europea, y que debe ser objeto de delimitación para conocer el alcance de los fines del derecho, las prestaciones que implica y las facultades correspondientes a los poderes públicos con competencias en la materia. Insistió Benito Aláez en que se trata de un derecho que incluye facultades, mandatos y habilitaciones guiados por el objetivo común que marca el artículo 27.2: el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales. 

Por su parte, Amaya Úbeda coincidió en el carácter complejo del derecho a la educación, clave para el sistema europeo, que desde el punto de vista de la Carta Social Europea (CSE) opera como un derecho puente o “facilitador” para otros derechos. Adicionalmente, Úbeda Torres aludió a la libertad de configuración que corresponde a los Estados y destacó que, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con los derechos reconocidos en los artículos 8 a 11 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), no hay una lista exhaustiva de los motivos que justifican una restricción en el caso del artículo 2 del Protocolo Adicional al CEDH. Por lo que al CEDH respecta, el derecho se centra en el acceso individual a las instituciones educativas, mientras que en la CSE predomina una visión más global y atenta a las reclamaciones colectivas. 

En segundo lugar, la profesora Yolanda Gómez planteó la cuestión de si la diversa terminología jurídica empleada (educación, enseñanza, instrucción) es relevante, a lo que el profesor Aláez respondió que educación y enseñanza deben entenderse como sinónimos pero que lo importante es tener claro quién tiene la competencia para llevar a cabo la interrelación entre el derecho nacional y el internacional -el Tribunal Constitucional- y es preciso prevenirse frente a la tentación de trasladar respuestas propias de un sistema constitucional confesional a uno laico o no confesional. 

Amaya Úbeda apuntó que, a este respecto, el TEDH tiene articulada la llamada “teoría de las nociones autónomas” con un valor pedagógico y que no es trivial señalar que la mayoría de los asuntos sobre educación que han llegado al Tribunal tienen como Estados demandados a dos con bien conocidas regulaciones de las relaciones Iglesia-Estado: Francia y Turquía. 

El tercer punto sometido a debate por la profesora Yolanda Gómez fue el relativo al alcance de la libertad y la igualdad en los ámbitos educativos. Benito Aláez recordó al profesor Tomás y Valiente a propósito del “ideario educativo de la Constitución” y el consenso existente sobre el hilo conductor que supone el ya citado artículo 27.2, que muestra que, al menos aquí, la CE no es absolutamente neutral, sino que estamos, como se deriva de la jurisprudencia constitucional, ante una “neutralidad relativa”, lo que incidirá en la respuesta que cabe dar a cuestiones como la educación diferenciada, la enseñanza de la religión, la educación “en casa”,…partiendo de que en el caso de los poderes públicos la CE es al mismo tiempo un límite pero también una guía positiva de actuación mientras que para los particulares es solo límite. 

Amaya Úbeda explicó que desde el punto de vista del Derecho internacional la dialéctica gira a propósito de la relación entre la razón esgrimida por los Estados y las libertades reclamadas por los particulares y que la jurisprudencia europea, especialmente a partir de los casos de homeschooling, ha puesto en el primer plano la protección del interés superior del menor y que en no pocas ocasiones los casos de discriminación no son del todo evidentes sino más bien de discriminación indirecta, como se evidenció en las condenas a varios países por la escolarización de niños y niñas de etnia gitana en colegios de educación especial (caso D.H. y otros c. República Checa, de 13 de noviembre de 2007). 

En cuarto lugar, a lo largo de la sesión fueron también objeto de debate cuatro cuestiones habitualmente presentes cuando se discute sobre el derecho fundamental a la educación y que fueron, asimismo, apuntadas por algunas de las personas asistentes a la sesión inaugural: la educación en valores o educación para la ciudadanía, la enseñanza de la religión, la educación diferenciada por sexos y la educación en casa. 

Respecto a la primera, el profesor Aláez señaló que la educación en valores no es sino una concreción del objetivo que debe tener ese derecho y que, como se ha dicho, está contenido en el artículo 27.2 CE, el llamado ideario educativo constitucional. Su impartición puede hacerse a través de una asignatura específica, de forma transversal o combinando ambos modelos. Y siempre que esta materia se imparta de forma plural y con objetividad no será admisible objeción de conciencia alguna, como ya han resuelto tanto el Tribunal Supremo (sentencias de la Sala Tercera de 11 de febrero de 2009) como el TEDH (asunto  Appel-Irrgang y otros c. Alemania, de 6 de octubre de 2009). A este respecto, Amaya Úbeda explicó que la relevancia social del derecho a la educación justifica límites a la libertades de los progenitores, entre ellos la existencia de la educación sexual. El Comité de Derechos Sociales va un poco más allá que el TEDH al exigir a los Estados que aseguren políticas educativas inclusivas. 

Sobre la enseñanza de la religión en la escuela pública y la relación entre los artículos 27.2 y 27.3, Benito Aláez apuntó que es una posibilidad pero no una obligación para el Estado, que puede articularse como una forma de cooperación con las confesiones religiosas en el sentido previsto en el artículo 16.3 CE y, también, como una opción, aunque no una necesidad, de satisfacer el derecho de los progenitores previsto en el artículo 27.3 CE, que no impone un contenido prestacional (“Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”). En todo caso, consideró correcto que esta materia no sea objeto de evaluación porque tal cosa vulneraría el principio de no confesionalidad del Estado. Amaya Úbeda añadió que en este ámbito los Estados tienen gran capacidad de decisión pero con los necesarios matices dependiendo de las concretas mayorías y minorías religiosas y el deber de evitar el abuso de una posición dominante. 

En lo que a la enseñanza diferenciada por sexos se refiere, para Benito Aláez, analizando de forma crítica las SSTC 31/2018, de 10 de abril, y 74/2018, de 5 de julio, hay que diferenciar entre, por una parte, su constitucionalidad -no hay una evidencia científica que avale su prohibición- y, por otra, su financiación, algo que no cabe derivar de la Constitución y sobre lo que puede decidir el legislador, apuntando que podría justificarse el rechazo a esa financiación pública por la conveniencia de tener en cuenta la promoción de la igualdad de género. 

Finalmente, Amaya Úbeda comentó varios de los pronunciamientos del TEDH en materia de educación en casa y apuntó como argumentos contrarios a la misma la necesidad de preservar el superior interés del menor, que podría quedar desvirtuado si se deja únicamente en manos de los progenitores, y la eventual necesidad de evaluar los conocimientos. 

En este asunto, Benito Aláez diferenció, de manera gráfica, entre tres posibles tipos de educación eh casa: la motivada por cuestiones ideológico-religiosas, la de tipo elitista-intelectual y la no intencional, como la que precisan, por ejemplo, menores deportistas, artistas… En su opinión, y con fundamento en la jurisprudencia constitucional (STC 133/2010, de 2 de diciembre), las dos primeras no encontraría cobertura en nuestro ordenamiento mientras que la tercera sí como una forma de garantizar, con adaptaciones, el acceso a la educación. 

Como reflexión conclusiva, y antes de que la profesora Yolanda Gómez clausurara la sesión inaugural del Congreso, Benito Aláez comentó que, aunque sería deseable una reforma del artículo 27.2 CE para, entre otras cosas, acoger cuestiones como la digitalización y la inclusividad, no parece que exista el necesario acuerdo político para reformar lo que es un buen precepto constitucional, tanto en su dimensión de derecho fundamental subjetivo como en lo que permite de desarrollo a los legisladores estatal y autonómico. 

Texto publicado en el Blog del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (muchas gracias a Emilio Pajares y Julia Ortega).

Derecho educación

 

Apuntes mínimos sobre teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española (18): la eficacia horizontal de los derechos fundamentales.

A diferencia de los poderes públicos, los particulares se encuentran vinculados de forma “negativa” a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico: están también sujetos al respeto de los derechos fundamentales aunque no deben maximizar el ámbito de libertad protegido ni son los destinatarios de un deber de protección de los mismos, derivado de su dimensión objetiva. 

La posición de quienes se han opuesto a que los derechos fundamentales posean algún tipo de eficacia sobre los sujetos particulares o a que, en su caso, dicha eficacia sea directa e inmediata, se apoyan en que la libertad e igualdad garantizadas por el Estado constitucional democrático sirven al disfrute de una autonomía individual de la voluntad que se vería seriamente comprometida con la eficacia horizontal de aquéllos. Se parte de que los individuos ocupan una posición de libertad e igualdad natural por lo que sus relaciones sociales, presididas por la autonomía privada, deben ser ajenas a la regulación jurídico-pública que conllevaría la eficacia de los derechos fundamentales con el fin de evitar la quiebra de esta paridad consustancial a la sociedad. 

Ha de tenerse en cuenta, no obstante, que profundas transformaciones sociales y económicas han conducido a una superación del individuo físico como unidad a la que referir la autonomía privada. Los procesos de concentración y monopolización del poder social, económico o informativo esconden la privilegiada posición de ciertos individuos u organizaciones cuyo predominio anula o compromete gravemente ese mínimo de libertad e igualdad que constituye el presupuesto de la autonomía privada. Una desnaturalización de los presupuestos de la autonomía privada que, además, amenaza con degradar el Estado liberal democrático, sustituyendo la soberanía de las generaciones vivas (libres e iguales) por una soberanía de esos poderes sociales hegemónicos. 

Precisamente por ello el texto constitucional español ha concebido al Estado, además de como Estado democrático de derecho, como Estado social, y ha encomendado a su aparato la remoción de los obstáculos que hacen que dicha libertad e igualdad individual o colectiva no sean reales y efectivas (art. 9.2 CE), con el fin de evitar la desnaturalización de las otras dos características estructurales del mismo. Un primer elemento al servicio de esta tarea es sin duda la extensión de la obligatoriedad de los derechos fundamentales a las relaciones jurídico-privadas. De ahí que, aunque el texto constitucional continúe viendo en la autonomía privada una de las expresiones de la libertad e igualdad garantizadas a los individuos, e incluso dé amparo constitucional a la formación de algunas de estas situaciones de predominio socioeconómico (como en la garantía de la libertad de empresa del art. 38 CE o en la garantía del derecho de propiedad y de herencia del art. 33 CE), no es menos cierto que en dichas situaciones deben cobrar también vigencia los derechos fundamentales en tanto principios objetivos que sirven de fundamento del orden político y de la paz social (art. 10.1 CE) y de instrumento de alteración y configuración de las relaciones sociales. 

A la hora de atribuir eficacia a los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares, la doctrina y la jurisprudencia constitucional, sobre todo la alemana, han barajado dos opciones. La primera, consistente en reconocer a los derechos fundamentales eficacia directa o inmediata, permitiría a los individuos invocar directamente ante los órganos jurisdiccionales encargados de su garantía la lesión por parte de otro particular de los derechos y libertades constitucionalmente garantizados, haciéndolos valer como auténticos derechos subjetivos sin necesidad de la mediación del legislador.

La segunda opción, nacida como reacción ante las severísimas limitaciones que la primera impondría a la autonomía privada, confiere a los derechos fundamentales únicamente eficacia indirecta o mediata, por lo que los particulares sólo obtendrían su tutela a través de las posiciones jurídico-subjetivas que el legislador les haya atribuido al regular las relaciones privadas, esto es, sólo como consecuencia del desarrollo por parte de los poderes públicos de la dimensión objetiva de los derechos. 

Ahora bien, mientras la eficacia directa plantea en muchas ocasiones la dificultad de delimitar el contenido de los derechos fundamentales esgrimibles por los sujetos intervinientes en la relación jurídico-privada, la indirecta resulta difícilmente justiciable en caso de omisión legislativa o de una defectuosa transposición por el legislador, al considerar las posiciones jurídico-subjetivas de un particular frente a otro como huérfanas de iusfundamentalidad. 

Darle una solución a este problema no resulta fácil. Sin embargo, de lo expuesto anteriormente se desprende que la CE de 1978 ha querido atribuir a los derechos fundamentales una eficacia directa matizada. Desde esta posición no cabe concluir que los mismos sólo poseen eficacia de carácter legal en los términos establecidos por el legislador, aunque tampoco que todo el contenido de cualquier derecho fundamental es directamente oponible a los particulares. Es preciso delimitar correctamente el contenido del derecho fundamental que se esgrime en cada concreta relación jurídico-privada en función de la naturaleza del propio derecho y de la relación de que se trate, pues ambos pueden hacer variar la posición en la que se encuentra el particular y, con ello, la eficacia del derecho fundamental frente a los particulares. 

Para clarificar el significado de esta eficacia matizada veamos algunos de los argumentos utilizados por los defensores de la eficacia directa e indirecta respectivamente. Del lado de la eficacia indirecta se parte de considerar en su origen a los derechos fundamentales como derechos públicos subjetivos, por lo que su eficacia entre particulares sería un efecto posterior que ha de ser derivado de su dimensión objetiva. Esto es parcialmente incierto, puesto que existen derechos fundamentales cuyo objeto es la garantía de un ámbito de libertad precisamente en las relaciones entre particulares, por lo que están concebidos para ser oponibles primordialmente frente a los particulares y sólo secundariamente frente al Estado (como el derecho de huelga del art. 28.1 CE, la libertad sindical del art. 28.2 CE, o el derecho a la negociación colectiva del art. 37 CE). Al mismo tiempo existen otros derechos cuyo objeto, al ser derechos de contenido básicamente participativo, les hace oponibles casi exclusivamente ante los poderes públicos (como el derecho de sufragio y el de acceso a cargos y funciones públicas del art. 23 CE, o el derecho a la legalidad penal del art. 25 CE). En muchos otros derechos está presente una eficacia pluridireccional, lo que les hace oponibles, en principio, con igual intensidad frente al Estado y frente a los particulares (piénsese en la libertad ideológica del art. 16 CE, en la libertad de expresión del art. 20 CE, en el derecho a la intimidad del art. 18.1 CE, etc…). 

Y del lado de la eficacia directa, se parte de que su concreción judicial pasa siempre por la técnica de la ponderación entre derechos, dada la igual posición que, en lo relativo a la posesión de derechos fundamentales, ocupan los sujetos de una relación jurídico-privada.  Y aunque existen relaciones privadas en las que ambos sujetos ejercen un derecho fundamental, como en las relaciones laborales por ejemplo, donde los poderes de dirección del empresario se amparan en su libertad de empresa del art. 38 CE, mientras que la libertad sindical o de expresión del trabajador lo hacen en el art. 28.2 CE y en el art. 20.1.a CE respectivamente, son posibles otras relaciones privadas en las que un sujeto ejerza derechos fundamentales y el otro, por el contrario, no (como, por ejemplo, en las relaciones paterno-filiales, donde los padres cumplen en virtud del art. 39.2 CE un mandato de protección del menor y no son titulares de derechos fundamentales frente a éstos, mientras que los hijos sí pueden recabar de sus padres el respeto de sus derechos durante el ejercicio de la patria potestad).

Esta última comprobación de la desigual posición jurídica iusfundamental en la  que se pueden encontrar los partícipes en una relación jurídico–privada viene a desmontar también otro presupuesto en el que se asientan los partidarios de una eficacia mediata de los derechos fundamentales, concretamente el relativo a su presunta igualdad (lo que explica la calificación de eficacia horizontal). La aparición de situaciones de predominio de unos sujetos sociales (empresarios, comerciantes, progenitores…) sobre otros (trabajadores, consumidores, hijos, etc…), termina por desmentir el mito de la libertad e igualdad naturales en el que se asienta el dogma de la autonomía privada y convierte muchas de las relaciones jurídico-privadas en relaciones análogas a la del poder público. Estas relaciones sociales desiguales pueden servir para desconocer la vigencia de las libertades constitucionalmente reconocidas, por lo que para prevenir dicha situación en un Estado social y democrático de derecho como el nuestro sólo queda, ante la posible insuficiencia de la acción legislativa, el reconocimiento de una eficacia directa de los derechos fundamentales. 

Por ello, la capacidad de penetración de estos derechos en las relaciones privadas deberá ser tanto mayor cuanto mayor sea la asimetría de aquéllas, de forma análoga a lo que sucede con una relación de poder público. Tal es el caso de relaciones como la laboral, la paterno-filial o la de consumo en las que una de las partes ostenta una posición de clara superioridad fáctica frente a la otra y el objeto de la relación privada es un bien constitucionalmente garantizado por su escasez (trabajo) o por su importancia para el desarrollo social (patria potestad o consumo). La concreta eficacia que desplieguen los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares dependerá, sin embargo, de cada derecho y de cada relación.

Pd. Esta decimoctava entrada resume en muy pocas palabras la tercera parte del Capítulo VIII –»La eficacia de los derechos fundamentales”-, que redactó Benito Aláez. 

 

La decisión política de disolver anticipadamente un Parlamento no es un acto administrativo.

El Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid establece (artículo 21) que “1. El Presidente de la Comunidad de Madrid, previa deliberación del Gobierno y bajo su exclusiva responsabilidad, podrá acordar la disolución de la Asamblea con anticipación al término natural de la legislatura. La disolución se formalizará por Decreto, en el que se convocarán a su vez elecciones, conteniéndose en el mismo los requisitos que exija la legislación electoral aplicable. 2. El Presidente no podrá acordar la disolución de la Asamblea durante el primer período de sesiones de la legislatura, cuando reste menos de un año para la terminación de la legislatura, cuando se encuentre en tramitación una moción de censura o cuando esté convocado un proceso electoral estatal. No procederá nueva disolución de la Asamblea antes de que transcurra un año desde la anterior”. 

Ese mismo Estatuto también prevé que “1. El Presidente de la Comunidad de Madrid, previa deliberación del Gobierno, puede plantear ante la Asamblea la cuestión de confianza sobre su programa o una declaración de política general. La confianza se entenderá otorgada cuando vote a favor de la misma la mayoría simple de los Diputados…” 

¿Qué son tanto el planteamiento de una cuestión de confianza ante una Cámara legislativa como el acuerdo de disolución anticipada de la Asamblea parlamentaria? ¿Son “actos administrativos”? 

No, son decisiones de los órganos del Gobierno del Estado o de las Comunidades Autónomas relativos a las relaciones políticas que se establecen en un sistema parlamentario entre el órgano que tiene atribuida la facultad de dirección u orientación políticas (el Gobierno y, singularmente, quien lo preside) y el órgano que lo ha investido de esa potestad y ante el que debe rendir cuentas políticas (el Congreso de los Diputados en el caso del gobierno estatal, la Cámara autonómica en las comunidades), bien por iniciativa directa del primero de ellos -cuestión de confianza- o del segundo -moción de censura-. 

En lo que respecta a la disolución anticipada, es una facultad política atribuida a quien preside el Gobierno para poner fin de forma unilateral, «bajo su exclusiva responsabilidad», a la relación de confianza, también de índole política, que se estableció con la Cámara en la sesión de investidura. Pero ni, por una parte, es un acto administrativo ni, por otra, es un acuerdo carente de límites formales y materiales. 

En cuanto a lo primero, y como ya dijo el Tribunal Constitucional en la STC 45/1990, de 15 de marzo, “no toda la actuación del Gobierno, cuyas funciones se enuncian en el artículo 97 del Texto constitucional, está sujeta al Derecho Administrativo. Es indudable, por ejemplo, que no lo está, en general, la que se refiere a las relaciones con otros órganos constitucionales, como son los actos que regula el Título V de la Constitución, o la decisión de enviar a las Cortes un proyecto de Ley, u otras semejantes, a través de las cuales el Gobierno cumple también la función de dirección política que le atribuye el mencionado art. 97 de la Constitución. A este género de actuaciones del Gobierno… pertenecen las decisiones que otorgan prioridad a unas u otras parcelas de la acción que le corresponde, salvo que tal prioridad resulte obligada en ejecución de lo dispuesto por las leyes…” (FJ 2). Y esta conclusión alcanza también a los órganos de gobierno de las Comunidades Autónomas, dotadas de potestades políticas y no meramente administrativas. 

En suma, cuando la Presidenta de la Comunidad de Madrid impulsa la disolución de la Asamblea no está actuando como mera “Administración Pública” a la que se refieren los artículos 34 y siguientes de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas ni el acuerdo de disolución es un “acto administrativo” que surta efectos desde la fecha en que se dicte (artículo 39.1). Está actuando, en su caso, de conformidad con las atribuciones que le ha conferido el Estatuto, norma institucional básica de la Comunidad y que forma parte del bloque constitucional mencionado en el artículo 28.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional

En segundo lugar, no siendo acto administrativo la convocatoria anticipada de elecciones se sujeta, como ya se ha apuntado a unos límites sustanciales (no puede ser en el primer período de sesiones, cuando falte menos de un año de mandato, si se está tramitando una moción de censura…) y otros formales (deliberación del Gobierno, decisión de la Presidenta y formalización en un Decreto). 

Finalmente, que no estemos ante un acto administrativo no quiere decir que no haya posibilidad de controlarlo jurisdiccionalmente; así, la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa prevé que “el orden jurisdiccional contencioso-administrativo conocerá de las cuestiones que se susciten en relación con: a) La protección jurisdiccional de los derechos fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes, todo ello en relación con los actos del Gobierno o de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, cualquiera que fuese la naturaleza de dichos actos…” 

Diría que también estaría abierto el control por el Tribunal Constitucional en un supuesto en el que, como mínimo, están en juego el ejercicio del derecho fundamental al ejercicio del cargo representativo por parte de quienes fueron democráticamente elegidos para ello (artículo 23.2 de la Constitución) y, de manera refleja, el derecho fundamental de participación política de los ciudadanos de la Comunidad de Madrid (artículo 23.1) que con su intervención hicieron posible la elección de la Asamblea y, por medio de ésta, la propia investidura de la actual Presidenta, algo a lo que parece no prestarse mucha atención. 

Sobre la validez de la convocatoria de elecciones a la Comunidad de Madrid.

Desde ayer por la mañana, día 10 de marzo, es sobradamente conocida la intención de la Presidenta de la Comunidad de Madrid de disolver la Asamblea parlamentaria autonómica y convocar elecciones para el próximo 4 de mayo. Esa intención política, y el correspondiente acuerdo del Consejo de Gobierno, se formalizaron jurídicamente en el Decreto 15/2021, de 10 de marzo, de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, de disolución de la Asamblea de Madrid y de convocatoria de elecciones, publicado en el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid el 11 de marzo. Su artículo 1 dispone: “Queda disuelta la Asamblea de Madrid elegida el día 11 de junio de 2019”. 

La publicación oficial del Decreto de disolución anticipada de una Cámara en el Boletín Oficial al día siguiente de haberse acordado por quien tiene facultad para ello es una exigencia del artículo 42 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, que, prevé que esos Decretos “entran en vigor el mismo día de su publicación”. En la misma línea, la Ley 5/1990, de 17 de mayo, reguladora de la facultad de disolución de la Asamblea de Madrid por el Presidente de la Comunidad, dispone (artículo 2) que “el Decreto de disolución se publicará en Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid y entrará en vigor en el momento de su publicación. En el mismo se contendrán la fecha de celebración de las elecciones y las demás menciones a las que se refieren los artículos 8 y 11 de la Ley Electoral de la Comunidad de Madrid”. 

Por lo que respecta a la facultad de disolución de la Asamblea, el Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid establece (artículo 21) que “1. El Presidente de la Comunidad de Madrid, previa deliberación del Gobierno y bajo su exclusiva responsabilidad, podrá acordar la disolución de la Asamblea con anticipación al término natural de la legislatura. La disolución se formalizará por Decreto, en el que se convocarán a su vez elecciones, conteniéndose en el mismo los requisitos que exija la legislación electoral aplicable. 2. El Presidente no podrá acordar la disolución de la Asamblea durante el primer período de sesiones de la legislatura, cuando reste menos de un año para la terminación de la legislatura, cuando se encuentre en tramitación una moción de censura o cuando esté convocado un proceso electoral estatal. No procederá nueva disolución de la Asamblea antes de que transcurra un año desde la anterior”. 

En otras palabras, la convocatoria anticipada de elecciones se sujeta a unos límites sustanciales (no puede ser en el primer período de sesiones, cuando falte menos de un año de mandato, si se está tramitando una moción de censura…) y otros formales (deliberación del Gobierno, decisión de la Presidenta y formalización en un Decreto). La convocatoria solo es válida, entonces, si se respetan los límites sustanciales y formales, al margen de consideraciones políticas o sociológicas, porque hablamos de Derecho y no de otra cosa, y en Derecho la validez formal de una norma -el Decreto de disolución de la Cámara y de convocatoria de elecciones lo es- se condiciona a la publicidad “oficial” de la misma como se deriva del artículo 9.3 de la Constitución, que “garantiza la publicidad de las normas” como exigencia propia del Estado de Derecho proclamado en el artículo 1.1 de la misma Constitución. Y ese es el correlato lógico-jurídico a la máxima de que la ignorancia de las normas no excusa de su cumplimiento. 

Esa publicidad exigida por la Constitución no consiste en que el contenido de una norma -aquí el Decreto por el que se acuerda la disolución de una Cámara- sea transmitido al público de cualquier forma o mediante cualquier procedimiento más o menos transparente (nota o rueda de prensa, comunicado institucional…) sino en que se haga de una forma fehaciente para que su contenido sea incuestionable; esa publicidad solo se consigue, cuando de una norma se trata, con la publicación en el Boletín Oficial correspondiente. Como dijo hace ya muchos años el profesor Ignacio de Otto de manera rotunda, “la publicación de la norma es un elemento constitutivo de su incorporación al ordenamiento jurídico. La norma no publicada carece de toda virtualidad, no tiene fuerza de obligar y, por tanto, la conducta contraria no puede considerarse en ningún caso antijurídica. La publicación es, por último, fecha determinante de su entrada en vigor, pues es el término con que se computa el momento en que ésta ha de producirse”. 

Y en el caso del Decreto de disolución y de convocatoria de elecciones esa entrada en vigor el día de la publicación condiciona todo el desarrollo del proceso electoral y los diferentes plazos que se prevén para llevar a cabo el conjunto de actuaciones (presentación de candidaturas, campaña electoral, jornada de reflexión, día de la votación…) que desembocarán en la proclamación de las personas electas como diputadas. 

Así pues, la disolución y la convocatoria de elecciones existen “jurídicamente” desde el 11 de marzo y no tienen fuerza alguna para obligar ni desplegar efectos frente a lo que pudo haber ocurrido el 10 de marzo, día en el que la Asamblea de Madrid estaba válidamente constituida y podía adoptar los acuerdos para los que está habilitada por el Estatuto y por su propio Reglamento; entre otras cosas para admitir a trámite la propuesta de “exigir la responsabilidad política del Presidente mediante la adopción por mayoría absoluta de la moción de censura, que habrá de ser propuesta, al menos, por un 15 por 100 de los Diputados y habrá de incluir un candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid (artículo 20 del Estatuto de Autonomía). 

En suma, si la publicación del Decreto de disolución de la Cámara es posterior en el tiempo -y es un hecho que lo es- a la admisión a trámite de una moción de censura, dicho Decreto carece de la validez necesaria para que se produzca dicha disolución y la Presidenta tendría que esperar, en su caso, a que se votaran y fracasaran las mociones de censura registradas para poder disolver válidamente la Asamblea.

Texto publicado en Agenda Pública el 11 de marzo de 2021.

Apuntes mínimos sobre teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española (17): la eficacia vertical de los derechos fundamentales.

Aunque los derechos fundamentales ya no pueden caracterizarse exclusivamente como derechos de reacción frente al Estado, siguen teniendo en los poderes públicos a su principal referente y, por tanto, siguen desplegando gran parte de su eficacia en las relaciones verticales en las que las personas se pueden ver unilateralmente obligadas por aquellos poderes. 

La superación de la inicial concepción reaccional tiene, sin embargo, diversas consecuencias en lo que se refiere al sentido y grado de la vinculación que poseen los derechos fundamentales respecto de los poderes públicos. De un lado, al no constituir ámbitos de libertad prejurídica anteriores al Estado tampoco operan únicamente como límites a su actuación; de otro, como consecuencia de lo anterior, los derechos fundamentales, además de derechos subjetivos frente al poder público, constituyen un sistema de valores y principios jurídicos que informa todo el ordenamiento, lo que les presta un contenido o dimensión objetiva que se despliega para reforzar la eficacia de aquel contenido subjetivo. 

Una de las concreciones de esta dimensión objetiva, el deber positivo de protección de los derechos fundamentales a cargo del Estado, aparece recogido en el propio texto constitucional, cuyo art. 9.2 ordena a los poderes públicos remover los obstáculos que impiden que la libertad y la igualdad de los individuos y los grupos sean reales y efectivas. La determinación de los medios a utilizar para conseguirlo queda, sin embargo, a la discrecionalidad de los vinculados a su consecución, en función de las posibilidades políticas, económicas y sociales, así como de la concreta orientación política que en cada momento tengan los poderes públicos. De ahí que, según cuál sea el grado y el modo de realización de ese aspecto de la dimensión objetiva por parte de los poderes públicos, cabrá hablar del desarrollo de una u otra política de los derechos fundamentales en el marco de una norma abierta como la CE de 1978, que no impone un determinado grado o modelo de cumplimiento de ese deber positivo de protección.  

Y es que una cosa es que la eficacia directa de los derechos fundamentales conlleve que el contenido de dichos derechos sea indisponible para el legislador y otra muy distinta es que su intervención no sea necesaria en su desarrollo y, muy especialmente, en el cumplimiento del deber positivo de protección que incumbe a los poderes públicos. De hecho, la intervención del resto de los poderes públicos está condicionada en muchos casos a la previa intervención del legislador configurando una determinada política de derechos fundamentales, especialmente en el caso de aquellos órganos que, como la Administración, se encuentran vinculados positivamente a la ley y al Derecho (art. 103 CE). Eso no impide al resto de los poderes públicos, especialmente al Gobierno o a los órganos jurisdiccionales, participar en el cumplimiento de aquella función de protección a través de sus distintas potestades normativas (legales o reglamentarias y jurisdiccionales). 

Pero los derechos fundamentales, además de constituir un sistema de principios y valores objetivos, son ante todo derechos subjetivos, que se definen por la justiciabilidad de sus contenidos, por lo que los jueces y tribunales han de cumplir, en el ejercicio de su función jurisdiccional, un papel muy singular respecto de la eficacia de aquéllos. El propio texto constitucional lo ha tenido en cuenta no sólo mediante la previsión de una genérica intervención jurisdiccional para su garantía frente a la actividad de los poderes públicos (art. 103 y 106 CE), sino mediante la atribución de específicas funciones jurisdiccionales de garantía  a los Tribunales ordinarios y al Tribunal Constitucional (art. 53.2 CE). 

En primer término, los juzgados y tribunales desempeñan, por expreso mandato constitucional, un papel de garante de algunos derechos fundamentales en los distintos procesos jurisdiccionales en los que su intervención es preceptiva para poner en práctica las limitaciones constitucionalmente previstas: piénsese en la necesidad de intervención judicial para prolongar una privación administrativa de la libertad personal más allá del tiempo estrictamente necesario para las averiguaciones tendentes al esclarecimiento de hechos delictivos y, en todo caso, más allá de 72 horas (art. 17.2 CE), para ordenar la entrada en un domicilio fuera de los casos de flagrante delito o autorización de su titular (art. 12.2 CE), para intervenir las comunicaciones postales, telefónicas, etc… (art. 18.3 CE), para ordenar el secuestro de publicaciones (art. 20.5 CE) o, en fin, para disolver una asociación (art. 22.4 CE). 

Pero, en segundo lugar, el propio texto constitucional ha previsto que el legislador contemple la intervención de aquellos órganos judiciales en procesos no jurisdiccionales con la finalidad de garantizar cualquier derecho, incluidos, por tanto, también los fundamentales (art. 117.4 CE). Este es el caso, por ejemplo, de la composición parcialmente judicial de las Juntas Electorales, que está al servicio de la eficacia del derecho de sufragio activo y pasivo (art. 23 CE). 

Como ya se dijo antes, el deber positivo de protección permite al Estado y, en ocasiones, le obliga a adoptar las garantías normativas necesarias para impedir que los poderes públicos o los particulares lesionen el derecho fundamental (por ejemplo, mediante la previsión de sanciones penales). También le permite ordenar normativamente el objeto del derecho fundamental con el fin de facilitar su ejercicio. Y, por último, le permite atribuir a los particulares un derecho de prestación, es decir, un derecho a obtener de los poderes públicos los medios materiales necesarios para poder ejercitarlo. 

Ciertamente, el texto constitucional también otorga en el cumplimiento de esta función un papel preponderante al legislador, que define las líneas generales de la política de derechos fundamentales. Sin embargo, en la medida en que la acción de los poderes públicos no conlleve directamente la necesidad de regulación del ejercicio o desarrollo del contenido de los derechos fundamentales, la participación de otros poderes públicos, cuya capacidad de actuación es más ágil y rápida, especialmente del Gobierno y de su Administración, se hace tanto más necesaria para desarrollar una u otra política de los derechos fundamentales.

El grado de participación de unos y otros poderes públicos para, aplicando el mandato del art. 9.2 CE, dotar de eficacia a los derechos fundamentales y realizar los fines que inspiran el Estado social, no es el mismo en todos los supuestos y depende, en buena medida, de si la puesta en práctica de esta política de protección requiere o no el uso de fondos públicos. En efecto, la potestad presupuestaria que compete conjuntamente al Gobierno y al Parlamento (nacional o autonómico según el reparto de competencias), permite, mediante las políticas de ingresos y gastos públicos, completar el diseño de una determinada política de derechos fundamentales, esto es, dotar de contenido a la orientación política, a los medios y al grado de cumplimiento que el legislador quiera dar al mandato de protección de la libertad que se encuentra tras la dimensión objetiva de cada derecho. Por tanto, en múltiples ocasiones, sólo cuando se halla respaldada por la correspondiente previsión presupuestaria, resulta posible que el Gobierno (nacional o autonómico), con el uso de su potestad reglamentaria, o las Administraciones Públicas, ejecutando las disposiciones legales o reglamentarias, pongan en práctica esa política y lleguen a fomentar eficazmente el ejercicio de los derechos fundamentales. Piénsese, por ejemplo, en la convocatoria de ayudas para el fomento de la creación artística, científica o técnica (al servicio de dicha libertad garantizada en el art. 20.1.b CE), o de subvenciones para las asociaciones de interés público (al servicio del derecho de asociación del art. 22 CE). 

En otros casos, donde no se requiera una política de gasto público, bastará una ordenación de los medios públicos o privados ya existentes para que el legislador, el Gobierno y la Administración (según el tratamiento normativo del derecho fundamental que quieran realizar) fomenten determinados aspectos de unos u otros derechos que consideran necesarios para optimizar su protección; piénsese, por ejemplo, en las diversas fórmulas de ordenación del sector de las telecomunicaciones (orientada al fomento del ejercicio de las libertades de expresión e información del art. 20.1.a y d CE), o en buena parte de la legislación que trata de hacer efectivo el contenido normativo de ciertos derechos fundamentales en las relaciones entre particulares, como la legislación laboral o la legislación en materia de consumidores y usuarios. 

Pd. Esta decimoséptima entrada resume en muy pocas palabras la segunda parte del Capítulo VIII –»La eficacia de los derechos fundamentales”-, que redactó Benito Aláez. 

 

Crónica jurídica de un año de COVID-19.

Ha pasado casi un año desde que, el 14 de marzo de 2020, en España se declaró el estado de alarma por COVID-19 y, como es bien conocido, en este tiempo se han sucedido graves y, para no pocas personas, muy tristes acontecimientos en todos los ámbitos de nuestra vida personal, familiar, social, laboral, política, institucional, cultural… 

En el plano jurídico hemos vivido, y seguimos viviendo, buena parte de estos doce meses en el contexto normativo de un estado de alarma (en realidad tres si hablamos de varios municipios de la Comunidad de Madrid y dos en el resto de España), en el que se han limitado de manera especialmente intensa varios derechos fundamentales, en particular durante la vigencia del primer estado de alarma, lo que generó un intenso debate que no se ha apagado todavía y al que debe contribuir de manera muy relevante el Tribunal Constitucional dando respuesta a los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra los Decretos 463 y 926 del año 2020. 

A través de este blog, y de otras publicaciones, he tratado de participar, desde el 9 de marzo del año pasado, en ese debate, seguramente con muchos más errores que aciertos. Mis aportaciones están disponibles en esta crónica, que se puede descargar en PDF.

En el blog publiqué cincuenta entradas que, a efectos sistemáticos, cabría diferenciar en tres grandes partes, a su vez muy conectadas entre sí: en primer lugar, la relativa a la propia declaración del estado de alarma, las consecuencias derivadas de los tres decretos que acordaron dicho estado y sus numerosas prórrogas, su incidencia en un Estado autonómico que estaba naciendo cuando se aprobó la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio y, finalmente, las ventajas e inconvenientes que la aplicación de este estado ha evidenciado durante estos 12 meses. 

En segundo lugar, el análisis de la incidencia de la pandemia y de las propias medidas jurídicas aprobadas para combatirla en concretos derechos fundamentales como el derecho a la igualdad y no discriminación, el derecho a la salud, la libertad personal, la libertad de circulación, las libertades de expresión e información, el derecho de reunión, el derecho de voto, el derecho a la educación… 

Finalmente, en un tercer gran apartado se atendió a la incidencia de la pandemia en las personas y grupos más vulnerables: personas mayores, ingresadas o no en centros sociosanitarios, personas enfermas, menores de edad, personas en situación de pobreza, personas extranjeras en situación irregular, personas internas en centros penitenciarios…

En esta “publicación” se pueden leer todas las entradas del blog sobre estos asuntos, otras publicaciones de índole más académica y los cinco programas sobre cine, series y derecho en tiempos de pandemia emitidos durante el verano en el programa Julia Otero en la Onda, dirigido en ese tiempo por Arturo Téllez.

Foto del Hospital Universitario Central de Asturias (Alberto Morante, Efe).