Como ya hemos visto en entradas anteriores, los derechos fundamentales tienen una pretensión de eficacia directa y de hacerse valer frente a todos, incluido el legislador, que no puede disponer de ellos libremente ni realizar interpretaciones “auténticas” de la Constitución, pues se estaría situando en el mismo plano del poder constituyente, algo que le está prohibido. ¿Cómo saber si el Parlamento al desarrollar los derechos fundamentales hace una concreción constitucionalmente adecuada de ellos? ¿Cómo saber si el Tribunal Constitucional se limita a ser el supremo intérprete de la Constitución y no un “soberano oculto”, que en lugar de esclarecer el marco constitucional lo reescribe?
Es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que la interpretación de la Constitución replantea las relaciones entre los órganos constitucionales, (singularmente entre el Parlamento y el Tribunal Constitucional) y repercute en la teoría de la Constitución, en la teoría del Estado y en la teoría de la democracia. En apariencia al menos, asistimos a una paradoja. La consideración de la Constitución como norma jurídica suprema y marco jurídico abierto a diversas concreciones aproxima dos actividades o momentos jurídicos cuya separación es clave en el nacimiento histórico de la propia Constitución y del Estado de Derecho: la creación y la aplicación del Derecho. El legislador ya no es el que crea los derechos y libertades públicas, sino que, a partir de su enunciado constitucional, concreta su ámbito y contenido. Por su parte, el Tribunal Constitucional no se limita a una aplicación mecánica de la Constitución; la propia estructura abierta de esta norma y su propia función de intérprete supremo de la misma le impulsan a realizar una labor de precisión –de lo abstracto a lo concreto-del marco constitucional para verificar así la rectitud de la concreción hecha por el legislador. Creación y aplicación del derecho se integran en una misma actividad de concreción de las normas constitucionales, por lo que el Parlamento y el Tribunal Constitucional se disputan en un mismo campo la legitimidad de su actuación.
La cuestión es si la disputa se ha de hacer con las mismas armas. La respuesta es negativa, pues ambos deberían actuar desde posiciones distintas. El primero a partir de su legitimidad política nacida de las urnas para desarrollar su programa político dentro del marco constitucional; el segundo, desde su legitimidad jurídica como guardián de la Constitución frente a las extralimitaciones del legislador y de los demás poderes públicos.
El legislador se mueve en un proceso de concreción política que tiene como presupuesto una comprensión jurídica del marco constitucional dentro del cual puede actuar. La Constitución es un límite a su actuación. Del haz de posibilidades que le ofrece la Constitución a la hora de, por ejemplo, desarrollar el derecho a la educación, el legislador elige una que se materializa en una ley y esa ley es una concreción política de lo constitucionalmente posible y, en este sentido, es también jurídicamente una concreción constitucional. Por eso puede decirse que, en puridad, el legislador no tiene como función interpretar la Constitución, sólo fundamentar la ley sin traspasar sus márgenes.
En cambio, el Tribunal Constitucional se debe mover exclusivamente en un proceso de carácter jurídico: su actividad a la hora de, por seguir con el ejemplo, enjuiciar la constitucionalidad de una Ley Orgánica de Educación se centra en la comprensión jurídica del marco constitucional y debe fundamentar por qué esa comprensión (concreción) jurídica que él hace es la única aplicación correcta del texto constitucional, la única interpretación que cabe hacer de cuáles son los lindes del marco constitucional. Pese a su calificación como “legislador negativo”, el TC no actúa desde la perspectiva del legislador (proceso de concreción política), ni su legitimidad descansa en un plus de representación política ligada a la soberanía popular encarnada en la Constitución. Descansa en su consideración de tribunal, de órgano al que se le confía la misión de declarar el sentido del texto constitucional (concreción jurídica) a través de razonamientos rigurosamente jurídicos (véase a este respecto el voto particular del magistrado Rubio Llorente a la STC 53/1985, de 11 de abril).
En teoría las cosas son, o deberían ser, así; sin embargo, la práctica se muestra más borrosa y el TC, voluntariamente o no, acaba rivalizando en no pocas ocasiones con el legislador. En esta relación de competencia el legislador tiene la prioridad, pero el TC tiene la última palabra.
En el caso del control abstracto sobre leyes que desarrollan derechos fundamentales la diferencia entre ambos procesos se difumina y existe el riesgo de que el TC, concretando las normas iusfundamentales, se erija en un legislador “alternativo” en vez de “negativo”, es decir, imponga una concreción política distinta a la aprobada por el Parlamento, considerando que entra dentro de su competencia corregir al legislador, reemplazándolo o “poniéndole deberes de enmienda” cuando, a su juicio, la ley impugnada no garantiza suficientemente el derecho, como ocurrió en la que, sin exagerar, se puede considerar una de las peores sentencias del TC español: la STC 53/1985, de 11 de abril, que resolvió el recurso previo de inconstitucionalidad [entonces existía ese tipo de recurso] contra el Proyecto de Ley Orgánica de Reforma del art. 417 bis del Código Penal que declaraba no punible el aborto en ciertos casos.
La función del TC era resolver si la opción política que se pretendía convertir en norma jurídica era, o no, compatible con la Constitución y, por tanto, podría haber concluido que sí lo era o que no lo era; en el primer caso el Proyecto podría convertirse en Ley, en el segundo no. Pero el TC optó por decirle al legislador qué tenía que hacer para que el Proyecto pudiera convertirse en Ley, es decir, le impuso deberes para cambiar el Proyecto y “hacerlo constitucional”.
Así, dice la citada STC 53/1985 en su FJ 12: “… Por lo que se refiere al primer supuesto, esto es, al aborto terapéutico, este Tribunal estima que la requerida intervención de un Médico para practicar la interrupción del embarazo, sin que se prevea dictamen médico alguno, resulta insuficiente. La protección del nasciturus exige, en primer lugar, que, de forma análoga a lo previsto en el caso del aborto eugenésico, la comprobación de la existencia del supuesto de hecho se realice con carácter general por un Médico de la especialidad correspondiente, que dictamine sobre las circunstancias que concurren en dicho supuesto… el legislador debería prever que la comprobación del supuesto de hecho en los casos del aborto terapéutico y eugenésico, así como la realización del aborto, se lleve a cabo en centros sanitarios públicos o privados, autorizados al efecto…”
El TC debe salvar la tentación de identificar el marco constitucional con el cuadro compuesto por su interpretación de lo que la Constitución debe ser; si no se autocontiene el Estado de derecho acabará convirtiéndose en un Estado judicial gobernado aquel Tribunal convertido en un Deus ex machina.
Pd. Esta quinta entrada resume en muy pocas palabras la primera parte del Capítulo III –“La interpretación de los derechos fundamentales”-, que redactó Francisco Bastida.
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