En el ámbito de la teoría de los derechos fundamentales la distinción entre principios y reglas fue propuesta por Ronald Dworkin y, con posterioridad, ha sido desarrollada dogmáticamente por otros autores, en especial por Robert Alexy, quien sostiene que el aspecto decisivo para diferenciar reglas y principios es que estos últimos son normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes. Por eso se afirma que los principios son mandatos de optimización, caracterizados por el hecho de que pueden ser cumplidos en diferente grado. En cambio, las reglas son normas que sólo pueden ser, o no, cumplidas; si una regla es válida, ha de hacerse lo que ella exige, no más o menos.
Si se asumiera un modelo puro de principios, todas las normas de derecho fundamental serían meras “normas de principio”, es decir, normas que impondrían una protección preferente de los comportamientos descritos de manera muy genérica y abstracta en los enunciados jurídicos constitucionales frente a otros comportamientos con los que entrarían en conflicto en el seno de las relaciones sociales.
Pero si nos acercamos a la Constitución española (CE) y a muchas otras encontramos normas de derechos fundamentales que imponen a los poderes públicos un comportamiento muy preciso y determinado, que no encaja en modo alguno en la tipología de las normas de principio, sino que responden a una regla concreta; por ejemplo, cuando la CE reconoce y protege los derechos a la libertad de expresión, de creación artística, científica, técnica y literaria, a la libertad de cátedra y a comunicar y recibir libremente información (art. 20.1), dispone, además, que “el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa” (art. 20.2), lo que, en palabras del Tribunal Constitucional, significa, el rechazo sin excepción de “la intervención preventiva de los poderes públicos para prohibir o modular la publicación o emisión de mensajes escritos o audiovisuales” (STC 176/1995, de 11 de diciembre, FJ 6); en otras palabras, la prohibición de “cualesquiera medidas limitativas de la elaboración o difusión de una obra del espíritu, especialmente al hacerlas depender del previo examen oficial de su contenido, y siendo ello así parece prudente estimar que la Constitución, precisamente por lo terminante de su expresión, dispone eliminar todos los tipos imaginables de censura previa, aun los más débiles y sutiles…” (STC 52/1983, de 17 de junio, FJ 5).
Aquí no estamos, pues, ante un “mandato de optimización”, que puede realizarse más o menos dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes, sino ante un mandato preciso y claro que impide cualquier tipo de censura. Consideraciones similares podrían hacerse también, por mencionar otro ejemplo, en la norma incluida en el artículo 26 CE: “Se prohíben los Tribunales de Honor en el ámbito de la Administración civil y de las organizaciones profesionales».
Pero las matizaciones anteriores tampoco permiten llegar a la conclusión contraria y colegir que todas las normas de derechos fundamentales responden al llamado modelo puro de reglas; es decir, a comportamientos precisos de lo que puede, o no, hacerse. Retomando el ejemplo de las libertades de expresión e información reconocidas en el artículo 20 CE, nos encontramos con derechos fundamentales enunciados de manera muy genérica pero a los que la Constitución ha querido otorgar una protección jurídica preferente en determinados ámbitos vitales; así, como ha recordado el Tribunal Constitucional, “no cabe duda de que cuando estas libertades operan como instrumento de los derechos de participación política debe reconocérseles si cabe una mayor amplitud que cuando actúan en otros contextos, ya que el bien jurídico fundamental por ellas tutelado, que es también aquí el de la formación de la opinión pública libre, adquiere un relieve muy particular en esta circunstancia, haciéndoles «especialmente resistente(s), inmune(s) a las restricciones, que es claro que en otro contexto habrían de operar»”(SSTC 157/1996, de 15 de octubre, FJ 5, y 136/1999, de 20 de julio, FJ 15).
Otros ejemplos de normas principales los encontramos, por mencionar dos, en los artículos 27 CE (el apartado 5 dispone que «los poderes públicos garantizan el derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados y la creación de centros docentes») y 28 (el apartado 2 prevé: «se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses. La ley que regule el ejercicio de este derecho establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad»).
Se puede, por tanto, concluir que la CE, junto con otras muchas constituciones contemporáneas, ha acogido un modelo mixto de principios y reglas, si bien en ella, con carácter general, las normas de derechos fundamentales responden al modelo de las normas de principio, pues se presentan en la mayoría de los casos como enunciados que no establecen las reglas jurídicas precisas atinentes a la conducta o conductas protegidas y a los instrumentos de su protección; más bien lo que hacen es ordenar a los poderes públicos y, de manera especial, al legislador que proteja una determinada libertad en la mayor medida posible, estableciendo normas que concreten la forma, el espacio y el tiempo del régimen jurídico que el derecho fundamental ha previsto para la conducta de la persona, de los poderes públicos y de otros particulares afectados.
Pd. Esta tercera entrada resume en muy pocas palabras la primera parte del Capítulo II –“La estructura de las normas de derechos fundamentales”-, que redacté yo.
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