Sobre el bloqueo de usuarios de una red social por quien gestiona una cuenta institucional o asimilada a ella.

Como sabrá cualquier persona con una cuenta en Twitter, Facebook,… y muchas otras personas que no la tengan, es posible bloquear a otros usuarios de esas redes sociales. Por poner el ejemplo de Twitter, y según nos dicen en sus reglas de funcionamiento, “esta característica ayuda a los usuarios a restringir la capacidad de otras cuentas de contactarlos, ver sus Tweets y seguirlos”. Menos limitativa es la opción de silenciar, “que te permite quitar los Tweets de una cuenta de tu cronología sin dejar de seguir ni bloquear esa cuenta…” 

Pues bien, es conocido el conflicto judicial planteado en Estados Unidos una vez que el Presidente Trump, tras recibir varios comentarios críticos, bloqueara el acceso de siete ciudadanos a su cuenta @realDonaldTrump. En primera instancia, el Tribunal del distrito sur de Nueva York consideró el bloqueo contrario a la Primera Enmienda y esa decisión ha sido ratificada por un Tribunal de Apelaciones del Segundo Circuito. Este interesantísimo caso ha sido comentado de manera exhaustiva y certera por el profesor Víctor Vázquez y a su trabajo me remito

En estas líneas únicamente me limitaré a esbozar, en pocas palabras, qué tratamiento habría que dar en nuestro Derecho tanto al eventual bloqueo que se realizase en una cuenta institucional como al llevado a cabo en una cuenta privada que se usa con fines institucionales o se incluye en un contexto institucional; así, es frecuente que en la página web del Congreso de los Diputados, donde se incluye el perfil de cada parlamentario y su cuenta de correo en la Cámara, aparezcan también las cuentas en Twitter y Facebook de esa persona (aquí, como ejemplos, Pablo Casado, Santiago Abascal, Inés Arrimadas, Gabriel Rufián); también es habitual que en los perfiles de dichas cuentas privadas en Twitter y Facebook se mencione el cargo institucional, en las Cortes o en Gobierno, del titular de la cuenta (aquí los de Pedro Sánchez, Meritxell Batet, Pablo Iglesias y Carmen Calvo). 

Cabe antes recordar que aunque la cuenta personal de Trump -que en actualidad cuenta con más de 86 millones de seguidores- era anterior a su llegada a la Casa Blanca, el Presidente ha venido haciendo un uso “institucional” de la misma con más profusión que la propia cuenta oficial (President Trump, @POTUS, con casi 31.500.000 seguidores) y, al respecto, las citadas resoluciones de las autoridades judiciales de Estados Unidos han concluido, en esencia, que cuando una institución o autoridad usa una red social para hacer pública su acción de gobierno y esta red, además de convocar a un número abierto e indeterminado de internautas, tiene unas características interactivas, nos encontraríamos ante un foro público. Se trata, como resume el profesor Víctor Vázquez, de un ámbito digital donde la institución o autoridad pública que ha creado el perfil ya no puede discrecionalmente censurar determinados mensajes haciendo uso de una herramienta como el bloqueo, que sí podrá usar cualquier usuario privado, por muchos seguidores que tenga y por muy relevante que sea el debate que genere su timeline, máxime cuando exista la posibilidad, menos limitativa, del silencio.

En el ordenamiento español el uso de las redes sociales por las diferentes administraciones e instituciones se incardinaría en la llamada “actividad material”, concretamente se trataría de una actividad de información y comunicación, que contribuiría, además, a la transparencia, a la participación ciudadana y al llamado gobierno abierto, aunque en este ámbito todavía queda mucho por hacer, como recuerdan los profesores Ana Ibarz Moret y Rafael Rubio Núñez.

Pues bien, en el desarrollo de esta actividad las administraciones y, en general, quienes desempeñan funciones institucionales, singularmente las de carácter representativo en las Cortes, los parlamentos autonómicos, los ayuntamientos…, están sometidos, como es obvio, a la Constitución (CE) y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1 de la propia CE) y eso implica, entre otras cosas, “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos” (art. 9.3), que “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa… con sometimiento pleno a la ley y al Derecho” (art. 103.1) y que “los Tribunales controlan… la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican” (106.1). 

En el plano legal se podría acudir también a la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, que al fijar (art. 26) los principios de buen gobierno menciona que los poderes públicos deben, entre otros, respetar “el de imparcialidad, de modo que mantengan un criterio independiente y ajeno a todo interés particular”; deben asegurar “un trato igual y sin discriminaciones de ningún tipo en el ejercicio de sus funciones” y “desempeñarán sus funciones con transparencia”. 

Y lo mismo cabría decir aunque la cuenta no sea institucional si es utilizada con esa apariencia (se enlaza a ella desde una página web pública, se incluyen referencias al cargo en el perfil privado de la cuenta) y al servicio de esos fines (se usa la cuenta para comunicar información institucional, defender decisiones políticas tomadas en sede institucional, confrontar con los adversarios políticos…). 

Por todo ello, y parafraseando lo dicho hasta ahora por los tribunales de Estados Unidos en relación con el asunto Knight First Enmienda Inst. en Columbia Univ. v. Trump, cuando en España una administración, una institución o un cargo representativo o de gobierno usa una red social para hacer pública su actividad y facilitar la comunicación y la participación ciudadanas, quien ha creado y/o gestiona ese perfil no puede discrecionalmente censurar determinados mensajes haciendo uso de una herramienta como el bloqueo, que sí podrá emplear cualquier usuario privado. Obviamente, estamos partiendo de que se trata de mensajes que, aunque puedan resultar muy críticos o mordaces, no son insultantes. 

Y, como en Estados Unidos, también aquí cabría entablar acciones judiciales orientadas a que se declare la inconstitucionalidad de la actividad material de bloqueo, a que cese la misma y, en su caso, a que se reparen los efectos (véase sobre esta cuestión, en un contexto más general, este trabajo del profesor Alejandro Huergo). 

Pd. agradezco los diversos comentarios y referencias aportados por los profesores Víctor Vázquez, Rafael Rubio, Alejandro Huergo y Luis Arroyo; también el impulso que representó un tuit de Manuel Menéndez; quizá no haría falta decir que de los errores ya me encargo yo.

La inhabilitación de Joaquim Torra y la «ingeniería» institucional.

En este breve -por exigencias de la publicación- texto comento las posibles opciones que se presentan sobre la Presidencia de la Generalitat o, lo que parece más probable, una próxima convocatoria de elecciones en Cataluña. 

Como es conocido, el Tribunal Supremo ha desestimado el recurso del Presidente Torra contra la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en la que fue condenado a un año y medio de inhabilitación especial  para el ejercicio de cargos públicos electivos y el desempeño de funciones de gobierno. 

Esta sentencia admite un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional y, de no prosperar éste, recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos pero, salvo que el Tribunal Constitucional aceptara dejarla en suspenso mientras resuelve el amparo, se cumpliría en sus términos: Torra perdería tanto la condición de Presidente, una vez el cese sea publicado oficialmente, como la de diputado en el Parlamento, ambas consecuencias previstas en el Estatuto de Autonomía (art. 67.7) y en el Reglamento del Parlamento de Cataluña (art. 24). 

Dichos ceses conllevarían la sustitución de Torra como diputado por la persona que corresponda de su candidatura y, en aplicación de lo previsto en la Ley de la presidencia de la Generalidad y del Gobierno (art. 7.3), su sustitución de forma interina por el Vicepresidente Aragonés y el inicio, por Roger Torrent, Presidente del Parlamento, del procedimiento para elegir a un nuevo presidente o presidenta de la Generalidad, que tendría que ser, necesariamente, miembro del Parlamento. 

Para que hubiera nueva Presidencia de la Generalitat sería preciso formalizar  una candidatura tras consulta previa del Presidente del Parlamento con los representantes de los grupos políticos en la Cámara. El candidato o candidata obtendría la investidura con mayoría absoluta en primera vuelta o simple en  segunda votación. En todo caso, la Legislatura terminaría al cumplirse los 4 años de las anteriores elecciones (21 de diciembre de 2017). 

Un posible segundo escenario se presentaría si pasan dos meses desde la primera votación de investidura y nadie resulta elegido: la Legislatura quedaría disuelta automáticamente y el presidente en funciones convocaría elecciones de forma inmediata a celebrar entre 45 y 60 días después de la convocatoria. 

Con todo, no es ni mucho menos descartable un tercer escenario: que el Presidente del Parlamento no proponga candidatura alguna, con lo que no habría nuevo Presidente de la Generalitat ni tampoco el supuesto de hecho para contar los 2 meses que exige la convocatoria de nuevas elecciones. En tal caso, y como se argumentó en un informe de los Servicios Jurídicos del Parlamento catalán de 2018, se podría acudir a la “ingeniería jurídica” que propuso el Consejo de Estado en 2003 como una de las fórmulas para salir del  bloqueo en la Asamblea de Madrid tras el “tamayazo”: que el período de 2 meses empiece a contar desde que “quede constatada la imposibilidad de proponer un candidato”, presumiendo que el intento frustrado de formalizar una propuesta equivale a una primera votación de investidura sin obtener la confianza parlamentaria. Entonces los actores políticos asumieron que se non è vero, è ben trovato; quizá ahora también.

Texto publicado en El País/Agenda Pública el 29 de septiembre de 2020.

 

Foto de Job Vermeulen/Efe

Tómense la salud pública en serio.

Como es sabido, el 14 de marzo de este año se decretó el estado de alarma a través del Real Decreto 463/2020 y dicho estado fue objeto de seis prórrogas, en las que se fueron modificando las medidas adoptadas, finalizando a las 00:00 horas del 21 de junio. Desde esta última fecha se han venido aprobando  o reformando diferentes disposiciones de ámbito estatal y autonómico para tratar de contener la pandemia y garantizar la vida, la salud y los demás derechos de la población. 

Entre los múltiples debates que se han suscitado en los últimos seis meses en el ámbito jurídico, han tenido especial intensidad los relativos, primero, a si las medidas adoptadas en el Real Decreto 463/2020 eran compatibles con las previstas legalmente (Ley Orgánica 4/1981) para el estado de alarma o se habían acordado disposiciones más propias del estado de excepción (al respecto se presentó un recurso de inconstitucionalidad que el Tribunal Constitucional no ha resuelto ni parece que vaya hacerlo en fechas próximas); el segundo debate ha radicado en dilucidar si medidas de limitación general de los derechos de las personas -y no las que afecten exclusivamente a personas contagiadas o que puedan estarlo- deben de adoptarse a través del estado de alarma (competencia exclusiva del Gobierno) y solo enjuiciable en vía jurisdiccional por el Tribunal Constitucional o si pueden ser aprobadas por los gobiernos autonómicos y, en su caso, por el ejecutivo central al amparo de la Ley Orgánica 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, de las leyes autonómicas de salud pública, de la propia Ley 33/2011, de 4 de octubre, general de salud pública…, siendo, en su caso, objeto de control por los órganos judiciales contencioso-administrativos. 

No volveré aquí sobre dichos debates ni, más en concreto, si ahora, en términos jurídicos, habría que declarar el estado de alarma en alguna parte del territorio o si hay previsiones legales “ordinarias”, estatales y autonómicas, suficientes. Sí me permito apuntar que, en mi opinión, no se da el supuesto de hecho para la aplicación del artículo 155 de la Constitución y si el Gobierno central considera que debe intervenir con mecanismos «extraordinarios» el estado de alarma, a diferencia del mecanismo del 155, no precisa requerimiento previo a la presidencia de la Comunidad Autónoma ni la aprobación previa del Senado, pudiendo aprobarse de manera inmediata y estando expresamente previsto para graves crisis sanitarias. 

Lo que ahora pretendo recordar con pocas palabras, y al hilo de la grave situación sanitaria existente en la Comunidad de Madrid pero también en Navarra, La Rioja, Castilla-La Mancha…, son algunas de las obligaciones que tienen los diferentes poderes públicos con competencias en la materia. 

La primera es que la salud, configurada como un principio rector de la política social y económica en la Constitución (art. 43) pero con obvias conexiones con los derechos fundamentales a la vida y a la integridad física y moral (art. 15), es responsabilidad, en su respectivos ámbitos, de las diferentes Administraciones territoriales (estatal, autonómica y local), y la Ley 33/2011, de 4 de octubre, general de salud pública prevé, entre otros principios de actuación, los de pertinencia (las actuaciones de salud pública atenderán a la magnitud de los problemas de salud que pretenden corregir, justificando su necesidad de acuerdo con los criterios de proporcionalidad, eficiencia y sostenibilidad); precaución (la existencia de indicios fundados de una posible afectación grave de la salud de la población, aun cuando hubiera incertidumbre científica sobre el carácter del riesgo, determinará la cesación, prohibición o limitación de la actividad sobre la que concurran); evaluación (las actuaciones de salud pública deben evaluarse en su funcionamiento y resultados, con una periodicidad acorde al carácter de la acción implantada); transparencia (las actuaciones de salud pública deberán ser transparentes. La información sobre las mismas deberá ser clara, sencilla y comprensible para el conjunto de los ciudadanos) e integralidad (las actuaciones de salud pública deberán organizarse y desarrollarse dentro de la concepción integral del sistema sanitario). 

Viendo lo que está ocurriendo ahora, y lo que ocurrió antes, caben dudas razonables de que no pocas actuaciones de los poderes públicos competentes hayan sido pertinentes, precavidas, transparentes e integrales; tampoco parece que hayan sido objeto de una evaluación seria. 

Ayer se hizo publico un estudio en The Lancet donde se analizan las actuaciones de 9 países de Europa, Asia y Oceanía (Alemania, España, Noruega, Reino Unido, Hong Kong, Japón, Nueva Zelanda, Singapur y Corea del Sur) y se concluye, entre otras cosas, que, por lo que a nosotros respecta, España no articuló un sistema efectivo de búsqueda, testeo, rastreo, aislamiento y apoyo antes de aliviar las restricciones; España solo contaba con 10 camas de cuidados intensivos por cada 100.000 habitantes, frente a las 34 de Alemania; en España ha habido una altísima incidencia del coronavirus entre los sanitarios por la falta de material de protección adecuado, lo que, a su vez, ha repercutido en mayores dificultades de atención a los pacientes; España tampoco estableció cuarentenas para  ciudadanos extranjeros que viajaran a nuestro país; finalmente, la opinión ciudadana no ha sido tenida en cuenta a la hora de adoptar medidas preventivas y de contención. Y esto último a pesar de que la citada Ley general de salud pública prevé que “los ciudadanos, directamente o a través de las organizaciones en que se agrupen o que los representen, tiene derecho a la participación efectiva en las actuaciones de salud pública” (art. 5). 

Hoy, como ayer, anteayer…, es, asimismo, objeto de debate la falta de coordinación entre diferentes administraciones sanitarias y ello a pesar de que, conforme también a la Ley general de sanidad, “las acciones de protección de la salud se regirán por los principios de proporcionalidad y de precaución, y se desarrollarán de acuerdo a los principios de colaboración y coordinación interadministrativa y gestión conjunta que garanticen la máxima eficacia y eficiencia” (art. 27.3). 

En mi opinión, es reprochable que no se haya ni siquiera planteado reformar la legislación relativa al estado de alarma ni tampoco la parca Ley Orgánica 3/1986, a pesar de que ambas normas fueron pensadas para otro tiempo y otras epidemias. Pero también creo que si se hubiera cumplido lo previsto en la vigente y, relativamente, reciente, Ley general de salud pública es probable que nos hubiera ido mejor, pues dicha norma obliga, como hemos visto, a actuar de manera coordinada, con prevención, a contar con la participación ciudadana, a llevar a cabo una evaluación de las diferentes medidas adoptadas, algo reclamado insistentemente por las sociedades científicas; a una buena contabilización de los datos y a que se hagan públicos los informes técnicos de los que -queremos creer- se han servido y se siguen sirviendo los responsables políticos… 

Transcurridos más de seis meses desde la declaración del estado de alarma, la incidencia de la pandemia de Covid-19 en España vuelve a ser terrible -veremos qué sucede en las próximas semanas-; por ello, cabe reclamar, modestamente, que quienes tienen competencias para ello, tanto en el ámbito estatal como en el autonómico, se tomen en serio nuestra salud y tomarla en serio no quiere decir, obviamente, que estén muy preocupados por lo que está ocurriendo -faltaría más que no fuera así- sino que al servicio de ese objetivo se aparquen -sería quimérico aspirar a su eliminación- escenografías ridículas y maniobras tácticas orientadas a la combustión de los adversarios políticos. No parece mucho pedir en una situación de emergencia sanitaria.

 

Gráfico tomado de El País (25 de septiembre).

Apuntes mínimos sobre teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española (8): las personas físicas como titulares de derechos. ¿Y las jurídicas?

La titularidad en tanto concreción de la capacidad jurídica iusfundamental presupone la personalidad y aunque la Constitución española (CE) ha guardado silencio en relación con el momento de su adquisición cabe vincularla al hecho del nacimiento y su finalización al del fallecimiento. La vida humana, entendida como un proceso biológico previo al nacimiento, es un bien constitucionalmente protegido, pero ni el embrión ni el feto son titulares de derechos fundamentales. En suma, únicamente dentro del período temporal marcado por el nacimiento y el fallecimiento se posee la personalidad y, por tanto, cabe ser considerado titular de los derechos fundamentales. 

No existen, en nuestro ordenamiento, tal y como acontece en otros como el alemán o irlandés, la posibilidad de que sujetos sin personalidad sean titulares de los derechos y libertades constitucionalmente garantizados. Así ha quedado claro en la jurisprudencia constitucional respecto del nasciturus (STC 53/1985, de 11 de abril, FJ 6 y 7) y del fallecido (STC 231/1988, de 2 de diciembre, FJ 3 y 4). Ni uno ni otro son titulares de los derechos fundamentales, por más que el primero encuentre protección constitucional y el segundo pueda ser objeto de tutela mediante el reconocimiento de ciertos derechos, ejercitables por sus causahabientes, que pueden integrar el contenido meramente legal de algunos derechos fundamentales como el honor o la intimidad. 

En segundo lugar, la CE, a diferencia de otras, como la alemana (art.19.3 LFB), no contempla expresamente que las personas jurídicas o los sujetos colectivos sin personalidad jurídica puedan ser con carácter general titulares de los derechos fundamentales. Sí los menciona a unos y a otros respecto de ciertos derechos aislados, como la libertad religiosa que garantiza no sólo de los individuos sino también de las comunidades (art. 16.1 CE), la libertad de creación de centros docentes garantizada a las personas físicas y a las jurídicas (art. 27.6 CE), el derecho de los sindicatos a confederarse o a sindicarse internacionalmente (art. 28.1 CE) o, finalmente el derecho de petición no sólo individual sino también colectiva (art. 29.1 CE). Además, determinados derechos, como el de asociación (art. 22 CE) o el de fundación (art. 34 CE), aunque no mencionen a las personas jurídicas o a los sujetos colectivos, sólo permiten realizar el ámbito de libertad garantizado por su objeto a través de la creación de un ente colectivo, al que por regla general se confiere personalidad jurídica, lo que justificaría la titularidad del derecho de cuyo ejercicio es producto y de otros derechos instrumentales al mismo (derecho de reunión, inviolabilidad del domicilio, etc…) (STC 139/1995, de 26 de noviembre, F J 4)

Al margen de estos puntuales apoyos normativos, que todo lo más servirían para dar fundamento a la atribución a las personas jurídicas de los concretos derechos fundamentales mencionados, o del apoyo procesal del art. 162.1.b) CE, es preciso un argumento dogmático-constitucional que avale la decisión del  Tribunal Constitucional (STC 23/1989, de 28 de febrero, FJ 2) de atribuir a las personas jurídicas la titularidad general de aquellos derechos que por su naturaleza sean susceptibles de ser ejercidos por ellas. 

La CE ha concebido que un desarrollo de la personalidad en sociedad, por lo que la capacidad jurídica iusfundamental en la que aquélla se refleja debe plasmarse en la titularidad de los derechos no sólo cuando la persona actúa aislada sino también cuando entra en contacto con otras y actúa de forma colectiva (STC 139/1995, de 26 de noviembre, FJ 4). Los grupos sociales resultado de este contacto pueden ser, además, el producto del ejercicio por parte del individuo de ciertos derechos fundamentales (asociación, reunión), cuyo objeto sólo puede garantizarse si también se reconocen derechos fundamentales a los entes colectivos resultantes de su ejercicio. Sólo así se podrá rendir tributo al mandato del art. 9.2 CE que obliga a los poderes públicos a remover los obstáculos que hagan reales y efectivas la libertad e igualdad de los individuos y de los grupos en los que éste se integra, esto es, el disfrute de los derechos y libertades en los que éstas se plasman. 

La atribución de la titularidad de los derechos a las personas jurídicas, más que solucionar un problema, abre tres nuevos frentes: qué derechos tienen, cuáles son su objeto y contenido en relación con los mismos derechos reconocidos a las personas físicas y cuáles son esas personas jurídicas. 

Sobre la primera cuestión, la jurisprudencia constitucional española (STC 139/1995, de 26 de noviembre, FJ 5) no se aparta de la regla alemana y extiende a las personas jurídicas únicamente los derechos que por su naturaleza sean susceptibles de ser ejercidos por ellas, lo que en último extremo depende de cuál sea el ámbito de libertad garantizado por el derecho. Así, por ejemplo, no parece haber inconveniente en admitir que las personas jurídicas disfruten de la libertad ideológica y religiosa, del derecho de asociación, del derecho de reunión, del derecho a la tutela judicial efectiva, de algunas de las facultades en las que se plasma el derecho a la educación, de la libertad sindical o del derecho de petición. Tampoco parece haberlo, obviamente, en excluir de esa titularidad el derecho a la vida o a la integridad física y moral, el derecho de sufragio o el derecho a acceder a cargos y funciones públicas. Más problemáticos resultan los derechos del art. 18 CE, respecto de los que el TC ha dado diversas respuestas, que van desde negar la titularidad del derecho a la intimidad (STC 69/1999, de 26 de abril, FJ 2) hasta afirmar la titularidad del derecho al honor (STC 139/1995, de 26 de noviembre, FJ 5) o la inviolabilidad del domicilio (STC 137/1985, de 17 de octubre, FJ 3). 

La segunda cuestión hace referencia a la extensión del objeto y contenido de los derechos de las personas jurídicas. La peculiar naturaleza de estos sujetos, creaciones del ordenamiento circunscritas a una concreta forma jurídica y a un determinado fin, explica que no puedan disfrutar del contenido de los derechos fundamentales con la misma extensión que si se tratase de personas físicas. No tanto porque las limitaciones puedan ser mayores, sino porque el objeto y, sobre todo, el contenido del derecho fundamental pueden variar en atención a su peculiar naturaleza; piénsese, por ejemplo, que en el caso del domicilio de una persona jurídica la inviolabilidad sólo se extiende a los espacios físicos que son indispensables para que puedan desarrollar su actividad sin intromisiones ajenas, por constituir el centro de dirección de la sociedad o de un establecimiento dependiente de la misma o servir a la custodia de los documentos u otros soportes de la vida diaria de la sociedad que quedan reservados al conocimiento de terceros (STC 69/1999, de 26 de abril, FJ 2), pero no a cualquier espacio en el que se desarrolle la vida reservada de un ente que carece de intimidad. 

En tercer y último lugar, aparece el problema relativo a cuáles sean las personas jurídicas a las que se extiende esta titularidad, si sólo a las privadas o también a las públicas, y más allá de ello, si es precisa la personalidad jurídica del sujeto colectivo para disfrutar de esa titularidad. Ya desde una temprana jurisprudencia constitucional se ha negado con carácter general la titularidad de los derechos fundamentales a las personas jurídico-públicas, a las que sí se ha reconocido el derecho a la tutela judicial efectiva (STC 64/1988, de 12 de abril, FJ 1), el de la igualdad en conexión con el anterior (STC 100/1993, de 22 de marzo, FJ 2), y ocasionalmente la libertad de información (STC 190/1996, de 25 de noviembre). En apoyo de esta titularidad restringida el TC parte de la tradicional concepción de los derechos fundamentales como derechos públicos subjetivos, cuyo beneficiario es la persona física y cuyo principal obligado es el poder público. Ello coloca a las personas jurídico-públicas más en esta última posición que en la de beneficiarias de los derechos. Sin embargo, el mismo argumento que utiliza el Tribunal para reconocerles ocasionalmente ciertos derechos de corte procesal pudiera servir para fundamentar la titularidad general por parte de las personas jurídico-públicas de los derechos que por su naturaleza puedan ejercer. En el moderno Estado democrático, Estado y sociedad no han de ser vistos como dos compartimentos estancos, sino como dos ámbitos permeables en los que se ubica la persona, que realiza su dignidad y desarrolla libremente su personalidad mediante la garantía de una serie de ámbitos libres de poder público pero también a través de su plena participación en la comunidad, esto es, mediante unos derechos que lo que garantizan, precisamente, es su capacidad para participar en el proceso público de ejercicio del poder, del que son expresión las personas jurídico-públicas. 

Por último, la titularidad de algunos derechos fundamentales, como el derecho al honor, se ha extendido excepcionalmente a entes colectivos sin personalidad jurídica, como el pueblo judío (STC 214/1991, de 11 de noviembre). Pero, de este polémico y poco claro pronunciamiento no cabe deducir una atribución general de la titularidad de los derechos fundamentales a cualesquiera colectivos sin personalidad jurídica, ni tampoco cabe equiparar a éstos con otros entes colectivos dotados de una personalidad jurídica parcial, como las secciones sindicales o los grupos parlamentarios, a los que sí se reconoce la titularidad de los derechos en los términos antes expuestos para las personas jurídicas.

Pd. Esta octava entrada resume en muy pocas palabras una parte del Capítulo IV –“Los sujetos de los derechos fundamentales”-, que redactó Benito Aláez. 

Apuntes mínimos sobre teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española (7): titularidad y ejercicio de los derechos fundamentales.

La titularidad o efectiva atribución constitucional, directa o indirecta, de determinados derechos fundamentales puede venir condicionada por la presencia de requisitos personales o temporales. Así, por ejemplo, la Constitución española (CE) confiere algunos derechos fundamentales a los nacionales, sin perjuicio de que la mayoría de ellos puedan ser extendidos por la ley o los tratados a los extranjeros. 

La determinación de si semejantes requisitos condicionan la titularidad o sólo el ejercicio de los derechos fundamentales y, en su caso, en qué términos lo hacen, pasa por clarificar, con carácter previo, si es posible la distinción entre la titularidad y el ejercicio de un derecho fundamental. Tradicionalmente, desde una visión que reduce los derechos a poderes de voluntad jurídicamente garantizados, se ha venido negando esta distinción con el argumento de que la misma era propia del derecho privado y resultaba inaplicable a unos derechos de carácter personalísimo como los fundamentales. Con ello se pretendía evitar que alguien apareciese como titular del derecho fundamental pero, bajo el pretexto de su incapacidad de obrar, fuese permanentemente preterido por el sujeto al que el ordenamiento atribuía su representación y la capacidad para ejercerlo en su nombre. 

Sin embargo, semejante postura conduce a que hasta no se alcance la mayoría de edad, o la edad requerida para su disfrute, las personas menores no serían consideradas titulares de esos derechos fundamentales. Desde esta perspectiva, la decisión, por ejemplo, acerca de si se practica una determinada operación quirúrgica a un menor no tendría carácter iusfundamental y sería una cuestión de mera legalidad ordinaria. 

Por eso, adoptando una postura más flexible que concibe los derechos como poderes de la voluntad garantizados para la satisfacción de un determinado interés de su titular, ha sido posible admitir la distinción entre titularidad y ejercicio de los derechos fundamentales. Este último podría realizarse a través de otra persona en los casos de incapacidad de autodeterminación volitiva del titular, cuando de ese modo se satisfaga el interés jurídicamente tutelado por el derecho fundamental de que se trate. 

Sea como fuere, la cuestión ha sido tácitamente resuelta y se ha de admitir la distinción entre titularidad y ejercicio en la medida en que nuestra jurisprudencia constitucional considera a los menores de edad, desde la STC 197/1991, de 17 de octubre, FJ 4, como titulares de los derechos fundamentales y libertades públicas (en ese caso del derecho a la intimidad), a pesar de no puedan ejercitar por sí solos todo su contenido durante el amplio período de la minoría de edad. 

Por ello, cabe hablar de una capacidad de obrar iusfundamental como la  necesaria para que el titular de un derecho lo ejerza por sí mismo si reúne las condiciones exigidas para poner en práctica las concretas facultades que integran el contenido subjetivo del derecho. 

Con carácter general se puede decir que toda persona por el hecho de serlo, además de ser titular, posee dicha capacidad para ejercer sus derechos, y que sólo donde, previstas constitucionalmente ciertas condiciones personales o temporales, éstas faltaren, es posible que al titular no le quepa ejercer sus derechos y pueda (e, incluso, en ocasiones deba) intervenir otra persona en su nombre. 

Los supuestos en los que la intervención de otra persona es posible han de quedar reducidos al ejercicio de aquella parte del contenido subjetivo del derecho fundamental que por su naturaleza permite la satisfacción del interés del titular del derecho representado, como sucede en el supuesto de la manifestación de voluntad paterna o materna, emitida en nombre de un menor, autorizando a un centro médico la práctica de una intervención quirúrgica necesaria para salvaguardar su vida. 

Por el contrario, deben quedar excluidos aquellos otros supuestos en los que no es posible satisfacer el interés del titular representado, porque, como por ejemplo en la facultad natural de deambular libremente o de expresarse, dicho interés consista precisamente en la realización de la conducta de autodeterminación volitiva. 

En contra de lo que se ha sostenido por un sector de la doctrina, la CE de 1978 únicamente contempla la nacionalidad como un condicionamiento (personal) de la titularidad de los derechos fundamentales, no siéndolo la presencia de otras condiciones personales, como por ejemplo, la de docente en relación con la libertad de cátedra (art. 20.1. c CE) o la de persona empleada a propósito del derecho de huelga (art. 28.2 CE). Éstas sólo condicionan su ejercicio, dado que el contenido subjetivo de los derechos en los que se pretenden estos condicionantes no se reduce a las facultades cuyo ejercicio no es posible sin su presencia. 

Piénsese, por ejemplo, que el derecho de huelga también garantiza el derecho a mantener una relación de trabajo en la que se limite o condicione constitucionalmente ese mecanismo de presión laboral; la libertad de cátedra también garantiza a quien todavía no es docente el derecho a acceder a un puesto docente en el que no se le imponga de forma incondicionada una única metodología de enseñanza y, más claramente, el derecho de sufragio garantizado en el art. 23.1 CE, que por otra parte a diferencia de otros textos constitucionales no ha establecido una edad mínima para su ejercicio, no se agota en su principal facultad (votar o ser votado) sino que también incluye otras facultades como la reclamación para ser incluido en el censo electoral que se puede formular a partir de los 17 años, es decir, siendo menor de la edad requerida para el sufragio.

Pd. Esta séptima entrada resume en muy pocas palabras la primera parte del Capítulo IV –“Los sujetos de los derechos fundamentales”-, que redactó Benito Aláez. 

Trump y el Tribunal Supremo (Tercera Parte).

Acaba de fallecer Ruth Bader Ginsburg, la segunda mujer en acceder al Tribunal Supremo (SCOTUS) de los Estados Unidos, cargo para el que fue propuesta en 1993 por el presidente Clinton y para el que fue confirmada por el Senado por una gran mayoría: 96 votos contra 3, tomando posesión el 10 de agosto de ese año. 

Como es bien conocido, este tipo de cargos tiene en Estados Unidos carácter vitalicio y la jueza Ginsburg ha dejado, después de 27 años de ejercicio, una huella indeleble en la jurisprudencia de aquel país y en la propia cultura popular norteamericana; en relación con la primera, y por citar algunos ejemplos, fue ponente, expresando la voluntad de la mayoría, de importantes sentencias del Tribunal Supremo, como las de los casos United States v. Virginia, de 1996, histórica decisión que anuló la antigua política de admisión solo para hombres del Instituto Militar de Virginia; Olmstead v. LC, de 1999, sobre el derecho a recibir ayudas públicas por las personas con alguna discapacidad; Friends Of The Earth, Inc. V. Laidlaw Environmental Services, Inc., de 2000, reconociendo la posibilidad de presentar demandas por contaminación ambiental aunque la misma hubiera cesado… Pero también son famosas algunas de sus opiniones disidentes, incluido su rotundo I dissent, como en los asuntos Bush v. Gore, de 2000, sobre el recuento de votos en las elecciones presidenciales; Gonzales V. Carhart, de 2007, que avaló una ley que prohibía el llamado “aborto por nacimiento parcial”, o Veasey v. Perry, de 2014, sobre el establecimiento de condiciones estrictas de identificación de los votantes. 

Surge, pues, la necesidad constitucional de cubrir la vacante de esta extraordinaria jurista y, si las cosas son como parecen, Trump no desperdiciará la ocasión, en la recta final de su primer mandato, de dejar una impronta extraordinariamente relevante en el Tribunal Supremo: al poco de empezar su presidencia ya pudo nominar a Neil M. Gorsuch, que tomó posesión el 10 de abril de 2017, para ocupar la vacante que produjo la muerte de  Antonin Scalia (la némesis por antonomasia de la, con todo, su amiga Bader Ginsburg). Poco después, tras la renuncia, el  27 de junio de 2018, del juez Anthony Kennedy, que había sido propuesto por Reagan y llevaba en el cargo desde 1987, Trump pudo proponer otro candidato, Brett Kavanaugh, cuya confirmación por el Senado fue mucho más turbulenta de lo que había sido con Gorsuch y auguraba un Tribunal “más republicano”. Así, hoy el Tribunal Supremo lo componen John Roberts, propuesto como Chief Justice por George W. Bush; Clarence Thomas, propuesto por George H. Bush; Stephen G. Breyer, propuesto por Bill Clinton; Samuel Alito, que lo fue por George W. Bush;  Sonia Sotomayor y Elena Kagan, propuestas por Barack Obama, y los citados Gorsuch y Kavanaug, propuestos por Trump. 

La intención declarada de Trump es que, “sin dilación”, como dijo horas después de la muerte de Ginsburg, se inicie el proceso de sustitución y no existen, en principio, inconvenientes constitucionales para que sea así: aunque quedan menos de dos meses para las elecciones presidenciales, Trump conserva dicha prerrogativa y no hay dudas de que su equipo tiene elaborada la llamada Shortlist, expresión utilizada en los ámbitos político y periodístico de Estados Unidos para referirse al reducido número de personas que aparecen con posibilidades de ser propuestas para un determinado cargo, en este caso para el Supremo. 

En 2016, cuando murió Antonin Scalia, Obama estaba en la recta final de su segundo mandato pero le quedaba mucho más tiempo que el que le falta ahora a Trump: Scalia falleció el 13 de febrero de 2016, las elecciones fueron casi 9 meses más tarde (el 8 de noviembre) y la toma de posesión del propio Trump fue el 20 de enero de 2017. Entonces, como ahora, el Senado contaba con mayoría republicana y entonces, como ahora, el líder de esa mayoría era Mitch McConnell, que “maniobró” para que no se sometiera a consideración de la Cámara la propuesta de Obama -el juez Merrick B. Garland-porque la elección presidencial estaba cerca y, eso lo dijo después, no había un “Gobierno unificado”, es decir, el partido del Presidente no era el partido con mayoría en el Congreso, al menos no en el Senado. Ahora sí existe coincidencia entre el color político del Presidente y el del Senado y debe recordarse que desde mediados del siglo XIX el Senado ha confirmado el 90% de los candidatos al Tribunal Supremo cuando el partido del Presidente controlaba esa Cámara, pero menos del 60% cuando el gobierno estaba “dividido”. 

Como lógica consecuencia de lo anterior, en las épocas de “gobiernos unificados” ha sido mucho más frecuente que los candidatos propuestos por el Presidente representaran opciones ideológicas y judiciales más señaladamente afines (véase la “presunta Shortlist” de Trump), aunque también se encuentran ejemplos de propuestas “radicales” que han sufrido severas derrotas, como ocurrió con la candidatura de Robert Bork promovida por Reagan en 1987 y que resultó rechazada después de un intenso y áspero debate político, social y académico, que dio paso a la más “moderada” y exitosa propuesta de Anthony Kennedy. Todo ello es una muestra de que las designaciones para el Tribunal Supremo y, en menor grado, para tribunales inferiores, se han convertido en una contienda política con grandes similitudes con las campañas para las elecciones presidenciales. 

Y estas disputas no son triviales si tenemos en cuenta, como se explica en un artículo publicado el 9 de julio de 2018 en The New York Times por Lee Epstein y Eric Posner –If the Supreme Court Is Nakedly Political, Can It Be Just?– que en las últimas décadas el Tribunal Supremo ha acentuado su condición de órgano jurisdiccional “partidista”, al menos en los casos que tienen un perfil más claramente político: si se observan las decisiones en las que la votación de la sentencia ha sido muy apretada (5 a 4 o 5 a 3) se constata que el porcentaje de votos emitidos en la dirección “liberal” por jueces que fueron presentados por presidentes demócratas se ha disparado y lo mismo se puede decir con los votos “conservadores” de jueces propuestos por presidentes republicanos. 

Si en el horizonte no parece descartable una impugnación en vía judicial del recuento de votos en las elecciones del próximo 3 de noviembre, en la línea de lo ocurrido en el año 2000 cuando la decisión del Supremo en el asunto Bush v. Gore acabó decantando la presidencia en favor del primero, las personas más suspicaces o menos ingenuas no se extrañarán demasiado de que Trump apele a su obligación de actuar sin dilación.

Texto publicado en Agenda Pública el 20 de septiembre de 2020.

Apuntes mínimos sobre teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española (6): los principios de interpretación constitucional.

La complejidad de la interpretación de los enunciados constitucionales es reflejo de la propia complejidad que ha ido adquiriendo con el paso del tiempo el sistema constitucional, siendo, precisamente, los derechos fundamentales (y la organización territorial del Estado) donde más se percibe esa complejidad, que afecta a su concepto, estructura, contenido, eficacia, etc. 

Para ser efectivo y adaptarse a las necesidades de un medio social cada vez más plural y dinámico, el sistema constitucional se hace más complejo pero, al mismo tiempo, su complejidad le genera un funcionamiento más problemático. Surge así una doble dificultad: la primera es cómo conseguir que el sistema conecte y dé sentido a la abstracción  de la Constitución y, sobre todo, de sus normas iusfundamentales, en relación con la  diversidad y multiplicidad de casos que se le presentan.; la segunda, cómo lograr que las numerosas reglas creadas tanto el legislador como por los órganos judiciales tengan coherencia entre sí y con la unidad del sistema. 

Para afrontar la primera dificultad están la producción legislativa y reglamentaria, las decisiones judiciales, así como los métodos de interpretación (tópica, teórico-sistemático…). Para afrontar la segunda, están también esos métodos hermenéuticos pero,  además, adquieren especial utilidad los principios de interpretación constitucional, denominados por Denninger “conceptos clave del Derecho constitucional”. Tienen un alto contenido procedimental y son, o pretenden ser, fuente de racionalidad y seguridad jurídicas. En relación con los derechos fundamentales los principios de interpretación constitucional más significativos son los siguientes: 

principio de unidad de la Constitución: las normas iusfundamentales deben ser interpretadas en relación con el conjunto de la Constitución como un todo coherente, en el que no puede haber contradicciones entre sus partes. De ahí la importancia de extraer de la propia Constitución una teoría sobre sí misma que sea guía vinculante para el intérprete (STC 16/2003, de 30 de enero, FJ 5). 

Principio de concordancia práctica: los bienes e intereses protegidos por la Constitución han de ser armonizados en la decisión del caso práctico, sin que la protección de unos entrañe el desconocimiento o sacrificio de otros (STC 154/2002, de 18 de julio, FJ 12) La concordancia ha de hacerse entre bienes amparados por la Constitución, no con bienes calificados como “superiores” o “básicos” sin aval constitucional, lo que tiene particular relevancia en el caso de una jurisprudencia de valores porque existe el peligro de que se instale una racionalidad moral o política sustitutiva de la jurídico-constitucional. Tal sucede con la llamada “cláusula de comunidad”, que pone en relación con un derecho fundamental un supuesto e indeterminado interés colectivo no expresamente previsto, al objeto de justificar una limitación de aquél constitucionalmente no establecida (STC 37/1989, de 15 de febrero, FJ 7).  

Principio de proporcionalidad: los derechos fundamentales, con carácter general, están sujetos a límites (las libertades de expresión y comunicación tienen, según la CE, sus límites “en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”). A su vez, esos límites están  sometidos a un control de proporcionalidad, que consta de tres requisitos:  “si la medida es susceptible de conseguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad); si, además, es necesaria, en el sentido de que no exista otra medida más moderada para la consecución de tal propósito con igual eficacia (juicio de necesidad); y, finalmente, si la misma es ponderada o equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto (juicio de proporcionalidad en sentido estricto” (STC 14/2003, de 28 de enero, FJ 9). 

Principio de efectividad de los derechos fundamentales: obligación de los poderes públicos de  interpretar la normativa aplicable en el sentido más favorable para la efectividad de los derechos fundamentales (STC 17/1985, de 9 de febrero, FJ 4). 

Principio de interpretación de los derechos fundamentales de conformidad con los Tratados internacionales ratificados por España: este principio lo impone la propia CE en su art. 10.2. Dentro de él habría que incluir el principio de interpretación del derecho interno de conformidad con el derecho comunitario en la medida en que éste afecte a tales derechos, un principio reforzado por el efecto de primacía que los Tratados constitutivos de la Unión Europea dan al derecho comunitario y en cuya aplicación los órganos judiciales nacionales actúan como órganos judiciales  comunitarios (STC 130/1995, de 11 de septiembre, FJ 4).

Pd. Esta sexta resume en muy pocas palabras la segunda parte del Capítulo III –“La interpretación de los derechos fundamentales”-, que redactó Francisco Bastida. 

La eutanasia como derecho fundamental.

El 24 de enero de 2020 el Grupo Parlamentario Socialista registró en el Congreso de los Diputados una “Proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia”, sumándose así  a proposiciones anteriores del Grupo Parlamentario Confederal de Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea; a la de reforma de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, de despenalización de la eutanasia y la ayuda al suicidio, presentada por el Parlamento de Cataluña, y a una del propio Grupo Parlamentario Socialista, además de la de derechos y garantías de la persona ante el proceso final de su vida del Grupo Parlamentario Ciudadanos. El 11 de febrero esa Proposición superó el debate sobre la toma en consideración y el pasado 10 de septiembre fueron rechazadas por la Cámara Baja las enmiendas a la totalidad de los Grupos Parlamentarios Popular y Vox.   

Continúa, pues, el trámite parlamentario de la proposición y si, finalmente, se convierte en Ley Orgánica cabe, como es bien sabido, que quienes están legitimados para ello (el Presidente del Gobierno, el Defensor del Pueblo, cincuenta Diputados y cincuenta Senadores y, si afectase al ámbito propio de autonomía, los parlamentos y los gobiernos de las Comunidades Autónomas) presenten un recurso de inconstitucionalidad dentro del plazo de tres meses a partir de la publicación de esa eventual Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, lo que en ningún caso suspendería su aplicación mientras el Tribunal Constitucional (TC) no se pronuncie ni, obviamente, una vez que lo haga si el recurso no prospera. 

Es evidente que las Cortes Generales no deben aprobar una ley, sobre eutanasia o sobre cualquier otro asunto, contraria a la Constitución pero nada impide, en términos jurídicos, que por muy aparentemente constitucional que sea una Ley, se presente un recurso contra la misma, que, no obstante, goza de “presunción de constitucionalidad” mientras el TC no sentencie (STC) lo contrario y por eso se aplicaría sin problemas desde el momento de su entrada en vigor. 

¿Y, trascendiendo al contenido de la Proposición citada, qué contenidos constitucionalmente admisibles podría tener una eventual Ley Orgánica de regulación de la eutanasia? En un libro muy recomendable (Eutanasia y derechos fundamentales, CEPC, Madrid, 2008), el profesor Fernando Rey Martínez, Catedrático de Derecho constitucional de la Universidad de Valladolid, argumenta que de la Constitución española (CE) cabe derivar cuatro posibles modelos de interpretación jurídica de la eutanasia activa directa: en primer lugar, la eutanasia prohibida; en segundo término, la garantizada como derecho fundamental; en tercer lugar, la eutanasia como libertad constitucional legislativamente limitable y, finalmente, la eutanasia como excepción legítima, bajo ciertas condiciones, de la protección estatal de la vida. 

Como es lógico, no se entrará en este breve texto en el análisis, especialmente riguroso, que lleva a cabo el profesor Fernando Rey de esas cuatro posibilidades; me limitaré a tratar de explicar, en pocas palabras, los motivos por los que creo que no solo es defendible, en términos de derechos fundamentales, el segundo de los modelos apuntados, sino que, además, es, en mi opinión, el que mejor encaja con lo previsto constitucionalmente en el artículo 15 CE (“Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes…”) en relación con el artículo 10.1 (“La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”), de los que cabe deducir la existencia de un “derecho fundamental a no sufrir padecimientos intolerables”, aunque no esté recogido de forma expresa con esa terminología. 

Con carácter general, los derechos fundamentales y las libertades públicas pueden estar garantizados constitucionalmente a través de diferentes técnicas: la libertad para hacer o rechazar algo, la exigibilidad de una prestación a los poderes públicos… Pues bien, está reconocido sin ambages que del artículo 15 CE y de los Convenios internacionales firmados por España (Convenio sobre Derechos Humanos y Biomedicina, Convenio Europeo de Derechos Humanos…) resulta el derecho a decidir sobre la propia salud, que incluye la facultad de recabar las informaciones médicas necesarias para conocer de manera clara el estado psicofísico de la persona, así como la libertad para rechazar cualquier tratamiento, incluido el supuesto de que esta negativa conlleve la muerte (entre otras, STC 37/2011, de 28 de marzo). Así pues, está amparada por la CE la libertad para rechazar cualquier intervención de los poderes públicos o de los particulares con la que se pretenda “obligar a vivir” a una persona. 

Y, avanzando un poco más, también forma parte del derecho a la integridad física y moral del artículo 15 el “derecho a no padecer sufrimientos duraderos e intolerables”, que, a su vez, incluiría diversas técnicas de garantía en las que se conecta esa integridad personal con el derecho a la salud: en primer lugar, la de recibir, en forma de prestación, los oportunos cuidados paliativos; en segundo término, la de rechazar -como expresión de la libertad antes mencionada- los tratamientos médicos y la alimentación e hidratación que mantienen a una persona con vida y, en su caso y en tercer lugar, la exigibilidad de las prestaciones  médicas necesarias, en la forma que legalmente se determine, para poner final a una vida que no es otra cosa que padecimiento. 

Es importante tener claro que no estamos hablando de garantías “alternativas” (por ejemplo, cuidados paliativos versus eutanasia), sino totalmente complementarias y que deben estar a disposición de quien ostenta la titularidad del derecho. En esta línea se pronunció, por ejemplo, el Tribunal Supremo de Canadá en el conocido asunto Carter c. Canadá, de 6 de febrero de 2015, y ya lo había dicho con anterioridad la Corte Constitucional colombiana en la sentencia 239 de 20 de mayo de 1997

En suma, es perfectamente compatible con la Constitución española la aprobación de una “Ley orgánica de regulación de la eutanasia” con las libertades y prestaciones antes mencionadas. Que la eutanasia forme parte de la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud y se financie, por tanto, con dinero público, incluidos los supuestos en los que se practique en el domicilio de la persona, es la premisa necesaria para articularla como auténtica garantía prestacional y no un mero derecho de libertad. 

Por supuesto, y como reverso de su constitucionalidad, la regulación legal de este derecho tendría que incluir las cautelas precisas para asegurar el carácter libre y consciente de la decisión, lo que tiene que articularse de manera que se verifique que estamos ante un acto de autodeterminación personal pero sin que nadie ajeno al titular del derecho suplante o menoscabe su voluntad ni el proceso se dilate indebidamente.

Finalmente, la inclusión de la objeción de conciencia a la práctica de la eutanasia por parte de los profesionales sanitarios no es algo que venga exigido constitucionalmente -la única objeción de conciencia con amparo constitucional es la relativa al servicio militar- pero es seguro que el legislador la incluirá en unos términos similares a los que prevé la vigente Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que, por cierto, fue recurrida al Tribunal Constitucional y éste, diez años después, todavía no se ha pronunciado al respecto.

Pd. una versión un poco más amplia de este texto se puede leer en el número 82 de la revista de Derecho a morir dignamente, que incluye otras aportaciones sobre esta cuestión. 

Ilustración «Una sortida», de Marta Bellvehí, portada del número 82 de la Revista de DMD.

Apuntes mínimos sobre teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española (5): la concreción «política» del Parlamento y la interpretación «jurídica» del Tribunal Constitucional.

Como ya hemos visto en entradas anteriores, los derechos fundamentales tienen una pretensión de eficacia directa y de hacerse valer frente a todos, incluido el legislador, que no puede disponer de ellos libremente ni realizar interpretaciones “auténticas” de la Constitución, pues se estaría situando en el mismo plano del poder constituyente, algo que le está prohibido. ¿Cómo saber si el Parlamento al desarrollar los derechos fundamentales hace una concreción constitucionalmente adecuada de ellos? ¿Cómo saber si el Tribunal Constitucional se limita a ser el supremo intérprete de la Constitución y no un “soberano oculto”, que en lugar de esclarecer el marco constitucional lo reescribe? 

Es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que la interpretación de la Constitución replantea las relaciones entre los órganos constitucionales, (singularmente entre el Parlamento y el Tribunal Constitucional) y repercute en la teoría de la Constitución, en la teoría del Estado y en la teoría de la democracia. En apariencia al menos, asistimos a una paradoja. La consideración de la Constitución como norma jurídica suprema y marco jurídico abierto a diversas concreciones aproxima dos actividades o momentos jurídicos cuya separación es clave en el nacimiento histórico de la propia Constitución y del Estado de Derecho: la creación y la aplicación del Derecho. El legislador ya no es el que crea los derechos y libertades públicas, sino que, a partir de su enunciado constitucional, concreta su ámbito y contenido. Por su parte, el Tribunal Constitucional no se limita a una aplicación mecánica de la Constitución; la propia estructura abierta de esta norma y su propia función de intérprete supremo de la misma le impulsan a realizar una labor de precisión –de lo abstracto a lo concreto-del marco constitucional para verificar así la rectitud de la concreción hecha por el legislador. Creación y aplicación del derecho se integran en una misma actividad de concreción de las normas constitucionales, por lo que el Parlamento y el Tribunal Constitucional se disputan en un mismo campo la legitimidad de su actuación. 

La cuestión es si la disputa se ha de hacer con las mismas armas. La respuesta es negativa, pues ambos deberían actuar desde posiciones distintas. El primero a partir de su legitimidad política nacida de las urnas para desarrollar su programa político dentro del marco constitucional; el segundo, desde su legitimidad jurídica como guardián de la Constitución frente a las extralimitaciones del legislador y de los demás poderes públicos. 

El legislador se mueve en un proceso de concreción política que tiene como presupuesto una comprensión jurídica del marco constitucional dentro del cual puede actuar. La Constitución es un límite a su actuación. Del haz de posibilidades que le ofrece la Constitución a la hora de, por ejemplo, desarrollar el derecho a la educación, el legislador elige una que se materializa en una ley y esa ley es una concreción política de lo constitucionalmente posible y, en este sentido, es también jurídicamente  una concreción constitucional. Por eso puede decirse que, en puridad, el legislador no tiene como función interpretar la Constitución, sólo fundamentar la ley sin traspasar sus márgenes.  

En cambio, el Tribunal Constitucional se debe mover exclusivamente en un proceso de carácter jurídico: su actividad a la hora de, por seguir con el ejemplo, enjuiciar la constitucionalidad de una Ley Orgánica de Educación se centra en la comprensión jurídica del marco constitucional y debe fundamentar por qué  esa comprensión (concreción) jurídica que él hace es la única aplicación correcta del texto constitucional, la única interpretación  que cabe hacer de cuáles son los lindes del marco constitucional. Pese a su calificación como “legislador negativo”, el TC no actúa desde la perspectiva del legislador (proceso de concreción política), ni su legitimidad descansa en un plus de representación política ligada a la soberanía popular encarnada en la Constitución. Descansa en su consideración de tribunal, de órgano al que se le confía la misión de declarar el sentido del texto constitucional (concreción jurídica) a través de razonamientos rigurosamente jurídicos (véase a este respecto el voto particular del magistrado Rubio Llorente a la STC 53/1985, de 11 de abril). 

En teoría las cosas son, o deberían ser, así; sin embargo, la práctica se muestra más borrosa y el TC, voluntariamente o no, acaba rivalizando en no pocas ocasiones con el legislador. En esta relación de competencia el legislador tiene la prioridad, pero el TC tiene la última palabra. 

En el caso del control abstracto sobre leyes que desarrollan derechos fundamentales la diferencia entre ambos procesos se difumina y existe el riesgo de que el TC, concretando las normas iusfundamentales, se erija en un legislador “alternativo” en vez de “negativo”, es decir, imponga una concreción política distinta a la  aprobada por el Parlamento, considerando que entra dentro de su competencia corregir al legislador, reemplazándolo o “poniéndole deberes de enmienda” cuando, a su juicio, la ley impugnada no garantiza suficientemente el derecho, como ocurrió en la que, sin exagerar, se puede considerar una de las peores sentencias del TC español: la STC 53/1985, de 11 de abril, que resolvió el recurso previo de inconstitucionalidad [entonces existía ese tipo de recurso] contra el Proyecto de Ley Orgánica de Reforma del art. 417 bis del Código Penal que declaraba no punible el aborto en ciertos casos. 

La función del TC era resolver si la opción política que se pretendía convertir en norma jurídica era, o no, compatible con la Constitución y, por tanto, podría haber concluido que sí lo era o que no lo era; en el primer caso el Proyecto podría convertirse en Ley, en el segundo no. Pero el TC optó por decirle al legislador qué tenía que hacer para que el Proyecto pudiera convertirse en Ley, es decir, le impuso deberes para cambiar el Proyecto y “hacerlo constitucional”. 

Así, dice la citada STC 53/1985 en su FJ 12: “… Por lo que se refiere al primer supuesto, esto es, al aborto terapéutico, este Tribunal estima que la requerida intervención de un Médico para practicar la interrupción del embarazo, sin que se prevea dictamen médico alguno, resulta insuficiente. La protección del nasciturus exige, en primer lugar, que, de forma análoga a lo previsto en el caso del aborto eugenésico, la comprobación de la existencia del supuesto de hecho se realice con carácter general por un Médico de la especialidad correspondiente, que dictamine sobre las circunstancias que concurren en dicho supuesto… el legislador debería prever que la comprobación del supuesto de hecho en los casos del aborto terapéutico y eugenésico, así como la realización del aborto, se lleve a cabo en centros sanitarios públicos o privados, autorizados al efecto…” 

El TC debe salvar la tentación de identificar el marco constitucional con el cuadro compuesto por su interpretación de lo que la Constitución debe ser; si no se autocontiene el Estado de derecho acabará convirtiéndose en un Estado judicial gobernado aquel Tribunal convertido en un Deus ex machina

Pd. Esta quinta entrada resume en muy pocas palabras la primera parte del Capítulo III –“La interpretación de los derechos fundamentales”-, que redactó Francisco Bastida. 

Sobre el uso de fotos tomadas de Facebook sin autorización de la persona titular de la imagen.

Tomo como punto de partida de este breve comentario el trabajo, con el que coincido totalmente, del profesor Andrés Boix Palop “La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales, donde señala que “la expresión en Internet y las redes sociales es una forma más de expresión donde el canal empleado puede suponer ciertos matices, pero no altera en lo sustancial la posición constitucional ni el análisis jurídico de los intereses en conflicto”. A este respecto, nos basta, pues, con lo previsto en la Constitución con carácter general en el artículo 20.4, donde se dispone que las libertades de expresión y comunicación tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en ese mismo Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, “en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”. 

El Tribunal Constitucional (TC) ha concretado estos límites en una conocida jurisprudencia conforme a la cual se excluyen del ámbito protegido por la libertad de expresión los insultos así como las declaraciones que desvelen, de manera innecesaria, aspectos de la vida íntima de las personas (así, por ejemplo, SSTC 204/2001, de 15 de octubre, 185/2002, de 14 de octubre; 127/2003, de 30 de junio). 

Esas mismas conclusiones serían, por tanto, aplicables a las expresiones emitidas vía Internet y redes sociales, al igual que habría que trasladar a ese ámbito las líneas jurisprudenciales establecidas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de las que pude ocuparme en este trabajo con Germán Teruel; entre ellas, señaladamente dos: la libertad de expresión ampara no sólo las ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para las que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existen una «sociedad democrática (asunto Handyside c. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976,  49). 

En segundo lugar, la libertad de expresión política goza del máximo nivel de protección por lo que toda interferencia sobre su ejercicio es considerada bajo una presunción de ilegitimidad que sólo puede levantarse si se justifica por la existencia de una “necesidad social especialmente imperiosa”. Este escrutinio estricto se justifica porque “la libertad de debate político pertenece al corazón mismo del concepto de sociedad democrática que inspira el Convenio” (asunto Lingens c. Austria, de 8 de julio de 1986, p. 42) y, en consecuencia, el margen de apreciación que le corresponde al Estado es especialmente limitado. En este mismo caso se insistió en que los límites de la crítica aceptable son más amplios en relación con un político considerado como tal que cuando se trata de un mero particular” (42), incluso cuando la crítica afecta a la persona misma porque “la invectiva política a menudo incide en la esfera personal” y representan “azares de la política y del libre debate de ideas, que son las garantías de una sociedad democrática” (asunto Lopes Gomes da Silva c. Portugal, de 25 de junio de 2000, p. 34). Más recientemente, (caso Otegui Mondragón c. España, de 15 de marzo de 2011) se ha insistido en que cuando se presentan ideas que hieren, ofenden y se oponen al orden establecido, es cuando más preciosa es la libertad de expresión (p. 56). 

Pero, en todo caso, y como es obvio, la publicación en Internet de expresiones que son objetivamente injuriosas y que trascienden de los límites propios de la libertad de expresión no está protegida por este derecho (asunto Tierbefreier y.V. c. Alemania, de 16 de enero de 2014, § 56). 

Y lo mismo cabría decir del uso indebido de la imagen de otras personas. Sobre esta última cuestión se ha pronunciado el TC en una reciente y, creo, no muy comentada, a pesar de su importancia, resolución, de la que fue ponente el magistrado Xiol Ríos: la STC 27/2020, de 24 de febrero, donde se enjuició el uso por parte de un medio de comunicación escrito de fotografías de dos personas que habían sido obtenidas de sus respectivos perfiles de la red social Facebook sin la previa autorización. 

En esta sentencia se expone, en primer lugar, la extraordinaria relevancia expresiva y comunicativa de una red social como Facebook: “… piénsese, por ejemplo, que según los datos que ofrece la propia red social Facebook, en el mundo hay más de 1.860 millones de usuarios activos y cada día acceden solo a esta red social más de 1.150 millones de personas. Se suben más de 300 millones de fotografías diarias y, en un minuto se publican más de 510.000 comentarios, se actualizan más de 293.000 estados y se suben más de 136.000 fotografías” (FJ 3). 

En todo caso, y partiendo de que “la aparición de las redes sociales ha cambiado el modo en el que las personas se socializan,… los usuarios continúan siendo titulares de derechos fundamentales y su contenido continúa siendo el mismo que en la era analógica. Por consiguiente, salvo excepciones tasadas, por más que los ciudadanos compartan voluntariamente en la red datos de carácter personal, continúan poseyendo su esfera privada que debe permanecer al margen de los millones de usuarios de las redes sociales en Internet, siempre que no hayan prestado su consentimiento de una manera inequívoca para ser observados o para que se utilice y publique su imagen” (FJ 3). 

El TC concluye en ese mismo fundamento que el hecho de que circulen datos privados por las redes sociales en Internet no significa de manera más absoluta que lo privado se haya tornado público, puesto que el entorno digital no es equiparable al concepto de “lugar público” del que habla la Ley Orgánica 1/1982, ni puede afirmarse que los ciudadanos de la sociedad digital hayan perdido o renunciado a los derechos protegidos en el art. 18 CE. Los particulares que se comunican a través de un entorno digital y que se benefician de las posibilidades que ofrece la Web 2.0 no pueden ver sacrificados por este solo hecho los derechos fundamentales cuya razón de ser última es la protección de la dignidad de la persona. Aunque los riesgos de intromisión hayan aumentado exponencialmente con el uso masivo de las redes sociales, para ahuyentarlos debemos seguir partiendo del mismo principio básico que rige el entorno analógico y afirmar que el reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales comprendidos en el art. 18 CE conlleva la potestad de la persona de controlar los datos que circulan en la red social y que le conciernen. Por consiguiente,…, salvo que concurra una autorización inequívoca para la captación, reproducción o publicación de la imagen por parte de su titular, la injerencia en el derecho fundamental a la propia imagen debe necesariamente estar justificada por el interés público preponderante en tener acceso a ella y en divulgarla… el usuario de Facebook que “sube”, “cuelga” o, en suma, exhibe una imagen para que puedan observarla otros, tan solo consiente en ser observado en el lugar que él ha elegido (perfil, muro, etc)”.