¿Están excluidos el Rey y el “Rey emérito” de cualquier tipo de censura o control de sus actos?

Según dijo el Tribunal Constitucional (TC) en su sentencia 98/2019, de 17 de julio “la inviolabilidad preserva al rey de cualquier tipo de censura o control de sus actos” (FJ 3); en esa misma resolución declaró inconstitucionales y nulas las letras c y d de la Resolución 92/XII del Parlamento de Cataluña, de 11 de octubre, en las que se proclamaba que “El Parlamento de Cataluña, en defensa de las instituciones catalanas y las libertades fundamentales: […] c) Rechaza y condena el posicionamiento del rey Felipe VI, su intervención en el conflicto catalán y su justificación de la violencia por los cuerpos policiales el 1 de octubre de 2017. d) Reafirma el compromiso con los valores republicanos y apuesta por la abolición de una institución caduca y antidemocrática como la monarquía”.  

En esta entrada de 18 de julio comentamos que el asunto presentaba, desde una perspectiva jurídico-constitucional, especial interés porque, entre otras cosas, obligaba a analizar el alcance de la inviolabilidad reconocida al Jefe del Estado (JE) en el artículo 56 de la Constitución (CE) aunque también era relevante determinar si estábamos ante una resolución que produjese algún tipo de efectos jurídicos, algo que rechazó en su día el Consejo de Estado y que es el presupuesto necesario para que el TC tenga competencia en la materia. 

Estas cuestiones han recobrado actualidad, si es que la habían perdido en algún momento, ante la petición de varios grupos parlamentarios para que se cree una comisión de investigación sobre las “presuntas actividades corruptas” del rey Juan Carlos. Quienes han rechazado la viabilidad constitucional de esta petición invocan el artículo 56.3 CE: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2 (provisión de empleos civiles y militares de la Casa Real)”.  

La frase “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” había venido siendo interpretada en el sentido de que no se puede someter a ningún tipo de juicio penal, civil, contencioso-administrativo o laboral al Rey ni tampoco se le puede exigir responsabilidad política alguna promoviendo su destitución. Este estatuto es común a los jefes de Estado, monárquicos o republicanos, y se ha justificado en que en un sistema democrático moderno esta figura está desprovista de casi cualquier tipo de potestad discrecional y sus actos deben ser refrendados; así, según el artículo 64 CE, “Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del Congreso. 2. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden”. 

En esta línea se pronuncia la STC 98/2019, de 17 de julio, cuando afirma que “en el sistema de Monarquía parlamentaria de la Constitución de 1978, el rey no puede actuar autónomamente y carece, en principio, de facultades propias de decisión, por lo que no puede producir, por su sola voluntad, actos jurídicos vinculantes. Ello es consecuencia de que el Monarca no es titular del Ejecutivo, de modo que los actos de relevancia constitucional que lleven su declaración y firma requieren del concurso de otro órgano estatal y son de ejercicio reglado o debido, sin margen de discrecionalidad. Tal circunstancia de ausencia de responsabilidad es la que justifica la existencia del refrendo, que traslada la responsabilidad a las autoridades que refrenden aquellos actos (FJ 4).   

No obstante, y al margen de la cuestión de los nombramientos de la Casa Real, el Rey sí tiene cierto margen discrecional al proponer a la persona que se presentará a la investidura a la Presidencia del Gobierno tras las consultas previstas en el artículo 99 CE. Sin embargo eso es lo que parece rechazar el TC al concluir que “la “inviolabilidad preserva al rey de cualquier tipo de censura o control de sus actos; se hallan estos fundamentados en su propia posición constitucional, ajena a toda controversia, a la vista del carácter mayoritariamente debido que tienen. De otro lado, a la “inviolabilidad” se une la no sujeción a responsabilidad, en referencia a que no pueda sufrir la imposición de consecuencias sancionatorias por un acto que, en otro caso, el ordenamiento así lo impondría. Ambos atributos que el art. 56.3 CE reconoce al rey se justifican en cuanto condición de funcionamiento eficaz y libre de la institución que ostenta” (FJ 3).  

Diferencia el TC lo que hasta ahora se había entendido como términos casi sinónimos -inviolabilidad y consiguiente irresponsabilidad- y, sobre todo, eleva la primera a un listón dudosamente compatible con un Estado democrático: el Rey estaría exento de “cualquier tipo de censura”. De esta manera no es ya que se entienda, en la línea del viejo aforismo inglés, que “the King can do not wrong” (el Rey no puede hacer mal) sino que las instituciones representativas del Estado no podrían atreverse a valorar la correspondencia de las actuaciones del Jefe del Estado con las funciones que tiene constitucionalmente atribuidas. Una cosa es que de esa valoración no quepa derivar una sanción (suspensión temporal de sus funciones, inhabilitación,…) y otra que esté vedada cualquier declaración institucional que cuestione el obrar del Jefe del Estado. 

Desde luego parece fuera de toda duda que el Rey, especialmente el Rey en cuanto amparado por el más amplio posible abanico de prerrogativas, está sujeto a la crítica, incluida la que le pueda molestar u ofender, que ejerza cualquier persona con el límite, claro, del insulto, la amenaza… En el asunto Couderc Et Hachette Filipacchi Associés c. Francia, de 12 de junio de 2014, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) concluyó que “el interés de un Estado por proteger la reputación de su propio Jefe de Estado o del de un Estado extranjero no puede justificar conferir a este último un privilegio o una protección especiales frente al derecho a informar y a expresar opiniones sobre ellos. Pensar otra cosa no se conciliaría con la práctica y la concepción política actual”. Y es que, previamente, el propio TEDH en el asunto Otegi Mondragón c España, de 15 de marzo de 2011, ya había proclamado, en relación con una condena por injurias al Rey del artículo 490.3 del Código penal que “el hecho de que el Rey ocupe una posición de neutralidad en el debate político, una posición de árbitro y símbolo de la unidad del Estado, no podría ponerlo al abrigo de toda crítica en el ejercicio de sus funciones oficiales o —como en el caso— como representante del Estado que simboliza, en particular para los que rechazan legítimamente las estructuras constitucionales de este Estado, incluido su régimen monárquico” (p. 56). Más recientemente, en el asunto Stern Taulats y Roura Capellera c. España, de 13 de marzo de 2018, y a propósito del acto de quema de la foto de los anteriores Reyes, el TEDH rechazó las conclusiones del TC al estimar que se trató de una conducta expresiva que tiene “una relación clara y evidente con la crítica política concreta expresada por los demandantes, que se dirigía al Estado español y su forma monárquica”. 

En aparente contradicción con esta jurisprudencia europea, el TC sostuvo que el rechazo y condena, por parte del Parlament, de la intervención del Rey es “un juicio de valor que es contrario a la configuración constitucional de la Institución de la Corona” y acude al Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua para enfatizar la supuesta gravedad de los verbos empleados: rechaza, “en función del contexto en que se inserta, significa “contradecir lo que alguien expresa o no admitir lo que propone u ofrece”, así como “mostrar oposición o desprecio a una persona, grupo, comunidad, etc”. Por su parte, el de “condena”, según el mismo Diccionario, contiene una carga de valoración peyorativa aún más intensa que el anterior, al suponer, entre otros, el de “reprobar una doctrina, unos hechos, una conducta etc… que se tienen por malos y perniciosos”.  

Contradecir institucionalmente lo que el Rey ha hecho e, incluso, reprobar algunos de sus comportamientos es algo perfectamente constitucional y faltaría más que un Parlamento autonómico pudiera apostar por la abolición de la Monarquía por considerarla caduca, pues la propia Constitución ha legitimado a esa institución para impulsar todo tipo de propuestas de reforma constitucional, incluida, por tanto, la del Título II. 

Y si lo anterior es así para el Rey, más lo sería para el “Rey emérito”, que, en cuanto tal, carece de cualquier función constitucional, especialmente si lo que está en cuestión son actos privados y, más todavía, si dichos actos han podido lesionar concretos derechos ajenos, pues la negativa radical a investigarlos en sede jurisdiccional afectaría al derecho de todas las personas “a la tutela judicial efectiva” (art. 24.1 CE). 

Por estos motivos resulta, cuando menos, discutible la afirmación de que no cabe en caso alguno crear una comisión de investigación que estudie actividades llevadas a cabo en su día por el “Rey emérito” no sujetas a refrendo. En principio, lo relevante sería que dichas actividades puedan calificarse, como exige el artículo 76 CE, de asuntos “de interés público”. En el mismo sentido, el Reglamento del Congreso de los Diputados prevé que “El Pleno del Congreso, a propuesta del Gobierno, de la Mesa, de dos Grupos Parlamentarios o de la quinta parte de los miembros de la Cámara, podrá acordar la creación de una Comisión de Investigación sobre cualquier asunto de interés público” (artículo 52). 

Se argumenta en contra de esta eventualidad la existencia de reiterados informes de los servicios jurídicos del Congreso que rechazan la creación de una comisión de investigación en el sentido apuntado aunque el mayor apoyo a este rechazo se puede encontrar en la STC 111/2019, de 2 de octubre, que declaró la inconstitucionalidad y consiguiente nulidad de la resolución 298/XII, de 7 de marzo de 2019, del Parlamento de Cataluña, de creación de la “Comisión de Investigación sobre la Monarquía”. 

Esta STC destaca que tal “objetivo es inconciliable con las prerrogativas otorgadas por el art. 56.3 CE a la persona del rey de España, respecto de cualesquiera actuaciones que directa o indirectamente se le quisieran reprochar, ya se dijeran realizadas, unas u otras, en el ejercicio de las funciones regias, o con ocasión de ese desempeño, ya incluso, por lo que se refiere, cuando menos, al titular actual de la Corona, al margen de tal ejercicio o desempeño”. 

Hay aquí un matiz no irrelevante al diferenciar, cuando se trata de actuaciones al margen del desempeño de la función regia -que son las que, en teoría, se querrían investigar del “Rey emérito”-, entre el “titular actual de la Corona” y, cabe entender, su antecesor. 

No obstante, el argumento “fuerte” del TC para rechazar la comisión de investigación es que, se dice, “pretende realizar determinados trabajos de indagación sobre la persona del rey, ya lo sea el actual o el que lo era cuando se sitúan en el tiempo los supuestos actos…, dichos trabajos resultan contrarios al estatus constitucional del monarca, pues la eventual imputación de una responsabilidad política, derivada de unos actos que, en el propio texto de la resolución ya se describen, en alguno de los casos, como efectivamente realizados… contraviene directamente el art. 56.3 CE, porque supone desconocer ese estatus que la Constitución le reconoce al rey, al haber diseñado el Parlamento de Cataluña una comisión de investigación que busca indagar sobre supuestos hechos, en orden a atribuirle a aquel una responsabilidad que es incompatible con las prerrogativas de “inviolabilidad” y “no sujeción de responsabilidad” que el mencionado art. 56.3 CE reconoce al monarca, en cuanto titular de la jefatura del Estado”. 

Pues bien, y a los efectos que ahora se debaten, cabría argumentar que, en primer lugar, no necesariamente la petición de creación de una comisión parte de que se consideren “efectivamente realizados” unos supuestos hechos sino de que, habiendo ya actuaciones judiciales en Suiza y en España e informaciones periodísticas en apariencia “serias” sobre los hechos en cuestión, la comisión trataría de investigar si, efectivamente, fueron realizados. En segundo lugar, la comisión de investigación no está abocada a imponer una suerte de “sanción política” sino que puede limitarse a dar luz a informaciones de interés público sobre las cuales se puede debatir y sacar las conclusiones que se estimen pertinentes. Y, por citar un ejemplo de derecho comparado, en Luxemburgo se acaba de elaborar un informe –“el Informe Waringo”- sobre el funcionamiento de la Casa Real, que ha resultado muy crítico y que fue encargado, no ya por el Parlamento, sino por el propio Gobierno. 

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