Una cuestión fundamental ante una epidemia como el coronavirus es, obviamente, garantizar, en la mayor medida posible, la salud y la vida de las personas pero también contribuye de modo relevante a ese fin la existencia de una opinión pública informada, de una sociedad que sepa qué actividades implican riesgo de contagio, qué síntomas se presentan, qué debe hacerse cuando se sospeche que uno puede estar contagiado… Como ya se recordó en una entrada anterior, la obligación de informar al respecto es un mandato claro de la legislación vigente: el artículo 3.f de la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública establece como uno de los principios generales de la salud pública el de transparencia: “Las actuaciones de salud pública deberán ser transparentes. La información sobre las mismas deberá ser clara, sencilla y comprensible para el conjunto de los ciudadanos”; el artículo 4 prevé que el derecho a la información de los ciudadanos, directamente o a través de las organizaciones en que se agrupen o que los representen, comprende el de “recibir información sobre los condicionantes de salud como factores que influyen en el nivel de salud de la población y, en particular, sobre los riesgos biológicos, químicos, físicos, medioambientales, climáticos o de otro carácter, relevantes para la salud de la población y sobre su impacto. Si el riesgo es inmediato la información se proporcionará con carácter urgente. Toda la información se facilitará desagregada, para su comprensión en función del colectivo afectado, y estará disponible en las condiciones y formato que permita su plena accesibilidad a las personas con discapacidad de cualquier tipo”.
Estas exigencias son claras: la información debe ser clara, accesible y, en una situación como la actual, debe facilitarse con urgencia. Y estas exigencias lo son para las autoridades competentes, pues es la única forma de que quienes tenemos derecho a acceder a la información podamos ver garantizado nuestro derecho. Una de las cuestiones objeto de controversia en la actualidad es si se facilitó información suficiente en las fases iniciales de expansión del coronavirus y es bastante probable que el debate acabe en los Tribunales. Desde luego, sin ir más allá de la propia Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, se considera infracción muy grave, sancionable con multa de 60.001 hasta 600.000 euros, “la realización de conductas u omisiones que produzcan un riesgo o un daño muy grave para la salud de la población”.
¿Se informó en cada momento según lo que, racionalmente, se sabía entonces o hubo omisión de información que, como mínimo, se debía conocer? La respuesta es clave para saber si hubo un comportamiento correcto o incorrecto de las administraciones competentes; en el primer caso estaríamos, con probabilidad, ante un caso de “fuerza mayor”, que, según el artículo 32.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, excluye la responsabilidad patrimonial de los perjuicios causados por el funcionamiento de los servicios públicos en los casos de fuerza mayor. La cuestión, como recuerda el profesor Gabriel Doménech, es precisar y probar si un determinado daño (la muerte de cierta persona) era «evitable» o «inevitable», es decir, el de identificar qué concretos perjuicios hubieran podido prevenirse si las Administraciones implicadas hubieran actuado diligentemente y cuáles se hubieran producido de todos modos, aun cuando su actuación no mereciera reproche alguno. Concluye Doménech, que “los daños sufridos por los ciudadanos con ocasión de la crisis del COVID-19 que las Administraciones hubieran podido prevenir adoptando ciertas medidas de precaución solo serán indemnizables si la omisión de éstas puede considerarse culposa por suponer una infracción del deber de llevar el cuidado exigible”.
A la mencionada obligación de “publicidad activa” que corresponde a las Administraciones Públicas se suma la función que deben cumplir los medios de comunicación, públicos y privados, a los que el Decreto 463/2020, de 14 de marzo, que acordó el estado de alarma (artículo 19) obliga “a la inserción de mensajes, anuncios y comunicaciones que las autoridades competentes delegadas, así como las administraciones autonómicas y locales, consideren necesario emitir”. No en vano la actividad de los medios de comunicación se ha considerado «esencial» y quienes trabajan en ellos no están excluidos de la prohibición general de salir a la calle.
A resultas de lo anterior, conviene referirse, con un poco más de detalle, al derecho fundamental a la libertad de información, que, en teoría, tendría que diferenciarse de la de expresión; así, el Tribunal Constitucional (STC 79/2014, de 28 de mayo, FJ 4) concluyó que “los hechos son susceptibles de prueba; las opiniones o juicios de valor, por su misma naturaleza, no se prestan a una demostración de exactitud, y ello hace que al que ejercita la libertad de expresión no le sea exigible la prueba de la verdad o diligencia en su averiguación, que condiciona, en cambio, la legitimidad del derecho de información por expreso mandato constitucional, que ha añadido al término “información”, en el texto del artículo 20.1 d) CE, el adjetivo “veraz” (SSTC 278/2005, de 7 de noviembre, FJ 2; 174/2006, de 5 de junio, FJ 3; 29/2009, de 26 de enero, FJ 2, y 50/2010, FJ 4).
Pero ese mismo Tribunal ha subrayado la dificultad, en la práctica, de separar la expresión de opiniones de la simple narración de hechos, pues la expresión de ideas y opiniones se apoya constantemente en la narración de los hechos y, a la inversa, en la narración se aprecia casi siempre algún elemento valorativo tendente a la formación de una opinión (entre otras, SSTC 6/1988, de 21 de enero, FJ 5; 174/2006, FJ 3; 29/2009, FJ 2; 50/2010, FJ 4, y 79/2014, FJ 4). Un ámbito en el que especialmente complejo realizar tal separación es el caso de los debates o tertulias políticas en las que, de forma evidente, se mezclan ambas facetas, siendo desproporcionado exigir que en ese tipo de intervenciones se esté alertando en cada momento de cuándo se está ejerciendo la libertad de opinión y cuándo la libertad de información (STC 86/2017, de 4 de julio, FJ 5).
Si nos fijamos en lo que ha dicho el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) las cosas no son muy diferentes: la distinción entre un derecho y otro no resulta tajante pues, por un lado, las informaciones que no resulten ciertas pero hayan sido obtenidas diligentemente son merecedoras de protección y, por otro lado, las opiniones o juicios de valor deben ir acompañados de una cierta base fáctica con el fin de que la opinión pública pueda valorarlos adecuadamente. En efecto, la protección de la libertad de información depende del cumplimiento de un estándar de diligencia, el “requisito de buena fe”, según el cual la difusión de información sobre un asunto de interés general merece protección “siempre que se haya actuado de buena fe sobre la base de hechos ciertos y se aporte información fiable y precisa de acuerdo con la ética periodística” (asunto Fressoz y Roire c. Francia, de 21 de enero de 1999, p. 54). El nivel de diligencia exigido variará en función de una serie de factores como el carácter público o privado de la persona afectada, la importancia del asunto o la gravedad de la información. En relación con las opiniones y juicios de valor, “si tiene apoyo en algún dato fáctico, una opinión puede ser considerada como “comentario honesto” y, por tanto, gozar de protección. El grado de conexión entre la opinión y los hechos de base puede variar según las circunstancias. Así, no es necesario indicar a qué hechos se refiere el juicio de valor si éstos son de conocimiento general por el público.
Otro límite importante a la libertad de información es la protección de la vida privada, que excluye facilitar datos dirigidos meramente satisfacer cierta curiosidad morbosa o alimentar el sensacionalismo: es noticia y, por tanto, ejercicio de la libertad de información, divulgar que dos ministras del Gobierno se han contagiado o que Fernando Simón ha “dado positivo por coronavirus”; no lo es divulgar los nombres de personas enfermas o fallecidas que no tienen relevancia pública (Aquí nos hemos detenido más en esta cuestión).
Si algo circula estos días por los medios de comunicación y por las redes sociales son “informaciones” y “opiniones” sobre la epidemia de coronavirus, la gestión de la misma por los poderes públicos españoles, lo que se hace en otros países… En la entrada anterior hablamos de la libertad de expresión en relación con el coronavirus, de las “opiniones” en suma; en esta nos centramos en la “informaciones”, que, desde el punto de vista del derecho de los ciudadanos, incluye la garantía de su recepción -derecho reforzado como hemos visto antes al tratarse de una cuestión de salud pública- y desde el punto de vista de los medios de comunicación, pero también de los propios ciudadanos, el derecho a emitirlas.
Siempre, pero especialmente ahora, hay que exigir a quienes aspiren a comunicar información un comportamiento basado en la buena fe, que, como ya se ha dicho, no consiste en decir “la verdad” (el profesor Ignacio Villaverde sostiene “que en la Constitución democrática y en su derecho no hay espacio para la verdad como categoría ontológica”), sino en actuar de manera responsable y honesta.