Las elecciones británicas de 12 de diciembre de 2019 como paradigma del funcionamiento de un sistema electoral mayoritario.

El pasado 12 de diciembre se celebraron las elecciones a la Cámara de los Comunes del Parlamento británico y los resultados definitivos evidencian cómo funciona un sistema electoral mayoritario, en el que mejorar el 1,2% de los votos respecto a los anteriores comicios puede implicar obtener 48 escaños más (el 7,38% más) y donde con el 43,6% de los sufragios se alcanzan los 365 escaños, es decir, el 56,15% de la Cámara. Como es sabido, en un sistema de esta naturaleza no importa tanto el número total de votos como el reparto de los mismos en los distritos -las circunscripciones son uninominales y sale elegida la persona que tenga un voto más que la segunda clasificada-.  

En estas elecciones el gran beneficiado ha sido el Partido Conservador, que al ampliar la diferencia de votos con el Partido Laborista consiguió una amplia mayoría absoluta (está en 326 escaños y obtuvo 365) sin, obviamente, acercarse a la mayoría absoluta de los sufragios. La segunda formación -los laboristas- sí tuvieron un porcentaje de escaños -el 31,2%- similar al porcentaje de votos (32,2) mientras que recibió un duro castigo electoral el Partido Liberal-Demócrata, que con el 11,6% de los votos consiguió 11 escaños, el 1,6% del total de la Cámara (en 2017, con el 7,4% de los votos había llegado a los 12 escaños).

Finalmente, el Partido Nacional Escocés, con el 3,9% de los votos, consiguió 48 escaños (el 7,38%), lo que se explica porque sus sufragios estuvieron concentrados en una parte muy determinada (Escocia, obviamente) del mapa electoral británico. 

Como breve y, parece que, evidente conclusión, este sistema electoral favorece claramente a la primera opción política y lo hace más cuanto mayor diferencia saque a la segunda; perjudica a la tercera formación y permite la sobrerrepresentación de una opción que concentre todos sus votos en una parte concreta del territorio.

Por eso no debe extrañar, en términos en cálculo político, que haya formaciones, también en España, que pretendan maximizar sus resultados no solo ampliando su respaldo electoral sino también configurando un «algoritmo electoral» propicio a esa consecuencia, algo que resulta cuestionable en términos democráticos si entendemos por democracia el peso similar del voto de cada persona, al margen de sus preferencias políticas y del lugar en el que emita su sufragio. En consecuencia, las críticas «democráticas» al sistema electoral británico pueden extenderse, al menos en parte, al español, que, como es bien sabido, genera diferencias evidentes del «peso del voto» en función de dónde se vote y a qué candidatura (sobre esta última cuestión me ocupé, entre otros lugares, aquí).

 

 

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