Acaba de conocerse la sentencia de 17 de julio del Tribunal Constitucional (TC) que da respuesta a la impugnación de disposiciones autonómicas promovida por el Gobierno de la Nación, en relación con las letras c) y d), apartado 15, epígrafe II de la Resolución 92/XII del Parlamento de Cataluña, de 11 de octubre, de “priorización de la agenda social y la recuperación de la convivencia”, publicada en el “Butlletí Oficial del Parlament de Catalunya” de 18 de octubre.
En esta sentencia el TC declara inconstitucionales y nulas las letras c y d en las que se proclama que “El Parlamento de Cataluña, en defensa de las instituciones catalanas y las libertades fundamentales: […] c) Rechaza y condena el posicionamiento del rey Felipe VI, su intervención en el conflicto catalán y su justificación de la violencia por los cuerpos policiales el 1 de octubre de 2017. d) Reafirma el compromiso con los valores republicanos y apuesta por la abolición de una institución caduca y antidemocrática como la monarquía».
El asunto presenta, desde una perspectiva jurídico-constitucional, especial interés porque, entre otras cosas, obliga a analizar el alcance de la inviolabilidad reconocida al Jefe del Estado (JE) en el artículo 56 de la Constitución (CE) aunque también es relevante determinar si estamos ante una resolución que produzca algún tipo de efectos jurídicos, algo que rechazó en su día el Consejo de Estado y que es el presupuesto necesario para que el TC tenga competencia en la materia. En todo caso, en las siguientes líneas nos ocuparemos exclusivamente de la primera cuestión.
Dice el artículo 56.3 CE: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2 (provisión de empleos civiles y militares de la Casa Real)”.
La primera frase había venido siendo interpretada en el sentido de que no se puede someter a ningún tipo de juicio penal, civil, contencioso-administrativo o laboral al Rey ni tampoco se le puede exigir responsabilidad política alguna promoviendo su destitución. Este estatuto es común a los jefes de Estado, monárquicos o republicanos, y se ha justificado en que en un sistema democrático moderno esta figura está desprovista de casi cualquier tipo de potestad discrecional y sus actos deben ser refrendados por autoridades como el Presidente del Gobierno, los ministros, el Presidente del Congreso de los Diputados,… En esta línea se pronuncia la STC que ahora comentamos cuando afirma que “en el sistema de Monarquía parlamentaria de la Constitución de 1978, el rey no puede actuar autónomamente y carece, en principio, de facultades propias de decisión, por lo que no puede producir, por su sola voluntad, actos jurídicos vinculantes. Ello es consecuencia de que el Monarca no es titular del Ejecutivo, de modo que los actos de relevancia constitucional que lleven su declaración y firma requieren del concurso de otro órgano estatal y son de ejercicio reglado o debido, sin margen de discrecionalidad. Tal circunstancia de ausencia de responsabilidad es la que justifica la existencia del refrendo, que traslada la responsabilidad a las autoridades que refrenden aquellos actos (FJ 4).
Habría, no obstante, que matizar algo esta afirmación pues, al margen de la cuestión de los nombramientos de la Casa Real, el Rey tiene cierto margen discrecional al proponer a la persona que se presentará a la investidura a la Presidencia del Gobierno tras las consultas previstas en el artículo 99 CE: es el Jefe del Estado el que decide a quién propone, estando claro lo que debería hacer si hay una persona que sin duda concita una amplia mayoría pero con cierto margen cuando no se da esa coyuntura. Y aunque estaría actuando de manera desleal, eventualmente el Rey podría proponer a quien sabe con certeza que no será elegido. De darse esta situación el propio Congreso tendría mecanismos para neutralizar la decisión real, como investir a un candidato que no desea para evitar una posible disolución de las Cortes y luego destituirlo a través de una moción de censura. Pero entiendo que también el Congreso podría aprobar algún tipo de resolución cuestionando el comportamiento del Jefe del Estado en una situación como la descrita.
Sin embargo eso es lo que parece rechazar el TC en la reciente sentencia sobre la declaración del Parlament, donde se dice que “la “inviolabilidad preserva al rey de cualquier tipo de censura o control de sus actos; se hallan estos fundamentados en su propia posición constitucional, ajena a toda controversia, a la vista del carácter mayoritariamente debido que tienen. De otro lado, a la “inviolabilidad” se une la no sujeción a responsabilidad, en referencia a que no pueda sufrir la imposición de consecuencias sancionatorias por un acto que, en otro caso, el ordenamiento así lo impondría. Ambos atributos que el art. 56.3 CE reconoce al rey se justifican en cuanto condición de funcionamiento eficaz y libre de la institución que ostenta” (FJ 3).
Diferencia el TC lo que hasta ahora se había entendido como términos casi sinónimos -inviolabilidad y consiguiente irresponsabilidad- y, sobre todo, eleva la primera a un listón dudosamente compatible con un Estado democrático: el Rey estaría exento de “cualquier tipo de censura” o crítica más o menos acerba. De esta manera no es ya que se entienda, en la línea del viejo aforismo inglés, que «the King can do not wrong» (el Rey no puede hacer mal) sino que las instituciones representativas del Estado no podrían atreverse a valorar la correspondencia de las actuaciones del Jefe del Estado con las funciones que tiene constitucionalmente atribuidas. Una cosa es que de esa valoración no quepa derivar una sanción (suspensión temporal de sus funciones, inhabilitación,…) y otra que esté vedada cualquier declaración institucional que cuestione el obrar del Jefe del Estado.
El TC sostiene, sin embargo, que el rechazo y condena, por parte del Parlament, de la intervención del Rey es “un juicio de valor que es contrario a la configuración constitucional de la Institución de la Corona” y acude al Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua para enfatizar la supuesta gravedad de los verbos empleados: rechaza, “en función del contexto en que se inserta, significa “contradecir lo que alguien expresa o no admitir lo que propone u ofrece”, así como “mostrar oposición o desprecio a una persona, grupo, comunidad, etc”. Por su parte, el de “condena”, según el mismo Diccionario, contiene una carga de valoración peyorativa aún más intensa que el anterior, al suponer, entre otros, el de “reprobar una doctrina, unos hechos, una conducta etc… que se tienen por malos y perniciosos”.
Contradecir institucionalmente lo que el Rey ha hecho e, incluso, reprobar algunos de sus comportamientos es algo perfectamente constitucional porque ni una cosa ni otra llevan aparejadas consecuencias jurídicas o políticas algunas. En el mismo sentido, faltaría más que un Parlamento autonómico pudiera apostar por la abolición de la Monarquía por considerarla caduca pues la propia Constitución ha legitimado a dichas instituciones para impulsar todo tipo de propuestas de reforma constitucional, incluida, por tanto, la del Título II.
Excelente artículo jurídico.
Muchas gracias, un saludo. Miguel
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La moción de censura muestra cómo de superflua es la función atribuida al monarca de proponer un candidato a la presidencia del gobierno. Bastaría que un candidato recogiera los avales necesarios entre los miembros del Congreso para poder presentarse a una sesión de investidura. En el caso de dos o más candidatos, se daría prioridad a aquél que hubiese reunido el mayor número de avales. Si éste no consiguiese la investidura, sería el turno del siguiente candidato con más avales.