Cine y Derecho en Jelo en verano 2019 (1): «La herencia del viento» (Inherit the wind).

Desde el año 2012, en el programa Julia en la Onda en verano, que dirige en esta época Arturo Téllez Espinosa, se incluye una sección sobre cine y derecho. En esta edición, como en 2018, el espacio se emite los lunes a las 15.05 y los programas de 2019 tienen como elemento conductor el comentario de películas con una impronta jurídica que, además, estén basadas en casos reales.

En el primer programa (puede escucharse pinchando aquí) hablamos de La herencia del viento (Inherit the wind), película de 1960 dirigida por Stanley Kramer, director de, entre otras, ¿Vencedores o vencidos? y El motín del Caine, y protagonizada por Spencer Tracy, Fredric March y Gene Kelly. Hay otra versión de La herencia del viento, de 1999, dirigida por Daniel Petrie e interpretada por Jack Lemmon, George C. Scott, David Wells y Beau Bridges.

La película toma el título de un versículo del Libro de los proverbios -«El que perturba su casa solo heredará el viento»- y se inspiró en un caso muy famoso, el llamado «juicio del mono», que se desarrolló, en 1925, en Dayton (Tennessee): John Scopes fue juzgado por enseñar la teoría de la evolución de Charles Darwin en una clase de ciencia en una escuela secundaria, en contra de lo que establecía una ley estatal -la  Butler Act-, según la cual se prohibía «la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia, y reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores». 

En este juicio histórico la acusación la ejerció William Jennings Bryan, un fundamentalista religioso que había sido tres veces candidato a la presidencia de los Estados Unidos, y la defensa Clarence Darrow, considerado entonces el abogado más famoso del país, que en sus comienzos profesionales había asistido a sindicalistas y que se especializó luego en defender a procesados para los que se pedía la pena de muerte. Darrow fue intepretado en el cine, además de por Spencer Tracy en esta película, por Orson Welles en Compulsion (Impulso criminal, película que comentamos en Jelo en verano 2018), y, como pruebas adicionales de su popularidad, es mencionado en «The Gift«, una canción de Lou Reed para The Velvet Underground, que formó parte del disco White Light/White Heat; por Lisa Simpson en el capítulo 21 de la cuarta temporada de Los Simpsons y en el capítulo 6 de la tercera temporada de Better Call SaulOff Brand«). 

Pd. Es muy recomendable el libro colectivo Herencia del viento. La lucha de los derechos, publicado en 2013 en la prestigiosa colección Cine y derecho, que dirige Javier de Lucas, de la editorial Tirant lo Blanch.

 

 

 

Cuando es la Administración la que acosa… y se encuentra con Jaime Nicolás.

  A Jaime Nicolás Muñiz, ¿a quién sino?

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional 56/2019, de 16 de mayo, se construye sobre los siguiente hechos “acreditados e indiscutidos, admitidos por la propia Administración demandada y el Ministerio Fiscal

(i) el Ministerio del Interior creó un nuevo puesto de “vocal asesor” en la Gerencia sin definición de un ámbito de atribuciones para adjudicarlo al actual demandante de amparo (Jaime Nicolás Muñiz);

(ii) la administración le mantuvo durante largo tiempo (año y medio, aproximadamente) completamente desocupado, sin información sobre sus funciones, sin asignarle tareas y sin convocarle a reunión de trabajo alguna, situación que no padecieron los demás funcionarios de la entidad, que tenían atribuidas tareas específicas y despachaban individualmente con el secretario general de la entidad;

(iii) en múltiples ocasiones el demandante de amparó solicitó sin éxito ante el secretario general de la Gerencia y el secretario de Estado de seguridad la asignación de responsabilidades o su traslado a otro destino (constan en las actuaciones varios escritos formales y correos electrónicos; también el testimonio de varios funcionarios sobre las constantes quejas del actor);

(iv) al persistir la situación de inactividad que venía padeciendo y al resultar infructuosos los intentos efectuados de que le fueran encomendadas tareas o para ser destinado a otro puesto, el demandante denunció su situación conforme al protocolo antes mencionado, cuyo anexo II atribuye la consideración de conducta “típica” constitutiva de acoso laboral a todas las consistentes en “dejar al trabajador de forma continuada sin ocupación efectiva, o incomunicado, sin causa alguna que lo justifique”;

y (v) el subsecretario de Interior, mediante resolución de 10 de febrero de 2015, archivó la denuncia formulada, no porque la prolongada postergación laboral descrita fuera incierta, sino porque, según el informe de valoración inicial de los instructores, falta la violencia psicológica por hostigamiento que, en su concepto, presupone toda conducta de acoso laboral; y el denunciante, aunque nunca pudo despachar individualmente con el secretario general en el edificio de la Gerencia —a diferencia de los demás funcionarios—, pudo al menos dar su opinión en una cafetería cercana durante los descansos. El informe hace referencia igualmente a la dificultad de asignar un puesto después de las elecciones generales, cuando son muchos los funcionarios que solicitan la reincorporación al servicio activo al cesar en destinos habilitados para servicios especiales, como la dirección del gabinete del presidente del Consejo de Estado que ocupaba el denunciante. No obstante, reconoce que ello no puede justificar que se mantenga sin ocupación a un funcionario”. 

Ante estos hechos, el tenaz Jaime Nicolás presentó un recurso de amparo al TC, que lo admitió al entender que concurría una “especial trascendencia constitucional… precisamente porque brinda a este Tribunal la oportunidad de perfilar la doctrina constitucional relativa a los derechos fundamentales sustantivos invocados en asuntos de marginación laboral de empleados públicos [STC 155/2009, de 14 de septiembre, FJ 2 a)]” (FJ 2). 

El TC concluye, en términos generales, que (FJ 4) “las situaciones de acoso laboral, en la medida en que tienen por finalidad o como resultado atentar o poner en peligro la integridad del empleado conciernen el reconocimiento constitucional de la dignidad de la persona, su derecho fundamental a la integridad física y moral y la prohibición de los tratos degradantes (arts. 10.1 y 15 CE). Ahora bien, las situaciones de acoso laboral son tan multiformes que pueden involucrar también otros derechos fundamentales (como el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen). 

Y, entrando en el caso concreto, dice, en primer término, que “la inactividad profesional del recurrente no ha sido accidental. La Administración, si no ha querido propiciarla desde el principio, ha pretendido, al menos, una vez producida, mantenerla y prolongarla. Son hechos probados a este respecto que la Administración creó un puesto de trabajo sin contenido efectivo a fin de asignarlo al demandante de amparo y que, pese a las reiteradas quejas y peticiones de este, no intentó, siquiera mínimamente, poner remedio a la situación de inactividad laboral continuada; persistió durante año y medio, aproximadamente, en no proporcionar al recurrente información sobre sus atribuciones, en no encargarle tarea alguna, en no convocarle a reuniones de trabajo y en no promover una traslación de destino… En suma, hay un amplio panorama indiciario inequívocamente revelador del carácter intencional, no casual, de la prolongada inactividad profesional padecida por el recurrente…” (FJ 6). 

Añade el TC que “no pueden aceptarse lógicamente los únicos dos argumentos aducidos por la Administración durante la tramitación de la denuncia de acoso y en el procedimiento judicial a quo: la dificultad de asignar destino a los funcionarios que, tras las elecciones generales, solicitan su reincorporación al servicio activo al cesar en los puestos que ocupaban en situación de servicios especiales y la disminución de la carga de trabajo de la Gerencia derivada de la crisis económica… si el problema hubiera sido verdaderamente la disminución del volumen de trabajo de la Gerencia, la Administración no habría postergado laboralmente al recurrente durante largo tiempo; a fin de aprovechar sus capacidades y respetar su derecho al “desempeño efectivo de las funciones o tareas propias de su condición profesional” [art. 14 b) LEEP], habría intentado asignarle otro destino o, al menos, redistribuir las tareas de la Gerencia de modo tal que también el demandante de amparo contribuyera en alguna medida a sacarlas adelante. A este respecto, debemos recordar que las administraciones públicas están constitucionalmente obligadas a emplear sus recursos personales eficaz y eficientemente (arts. 103.1 y 31.2 CE). 

A la vista de todo ello, atendidas la intensidad de los elementos examinados (intención, menoscabo y vejación) y las circunstancias del caso (singularmente, la larga duración de la postergación laboral y la ausencia de motivo legítimo), procede concluir que la Administración ha dispensado al demandante de amparo un trato sin duda merecedor de la calificación de degradante y, en cuanto tal, contrario a su derecho fundamental a la integridad moral (art. 15 CE)… Para el demandante de amparo resultó objetivamente humillante que se archivara su denuncia y que se hiciera con el argumento de que pudo al menos manifestar su opinión durante el descanso funcionarial en una cafetería fuera de la Gerencia; admitiendo expresamente que los trabajadores restantes despachaban individualmente dentro del edificio y tenían atribuido un ámbito funcional propio. 

La censura del TC no se limita a la Administración sino que se extiende al Tribunal Superior de Justicia de Madrid: desestimó el recurso contencioso-administrativo interpuesto contra el archivo, por considerar que el concepto de acoso laboral debe reservarse a conductas extremas. Ciertamente, el legislador puede establecer a variados efectos (p. ej., disciplinarios, penales, asistenciales) otros conceptos normativos de acoso laboral. Ahora bien, los órganos judiciales no están por ello autorizados a dejar de aplicar el efectivamente establecido, en este caso por la propia Administración General del Estado, mediante un instrumento de autorregulación y a los efectos de tutelar a todo empleado en situación injustificada de marginación laboral. Tal como señala el ministerio fiscal, la sentencia impugnada ha elaborado su propio concepto de acoso laboral, al margen del fijado por quien tenía competencia para regularlo, que lo hizo, por lo demás, en consonancia con la prohibición constitucional del “trato degradante” y de cualquier otra lesión de la “integridad moral” (art. 15 CE). Al no remediar la situación de postergación laboral prolongada e injustificada, la Sala no ha reparado la lesión causada por la administración al recurrente en su derecho a la integridad moral (art. 15 CE).

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional estimó el recurso de amparo interpuesto por don Jaime Nicolás Muñiz y acordó

1º Declarar que ha sido vulnerado su derecho fundamental a la integridad moral (art. 15 CE).

2º Restablecerle en su derecho y, en consecuencia, declarar la nulidad de las resoluciones del subsecretario de Interior de 10 de febrero y 27 de mayo de 2015, respectivamente; de la sentencia núm. 235/2017 de la Sección Séptima de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 17 de abril de 2017 y de las providencias de la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo de 25 de octubre de 2017 y 10 de enero de 2018, respectivamente.

Foto El País.

 

¿La inviolabilidad del Rey le preserva de cualquier tipo de censura?

Acaba de conocerse la sentencia de 17 de julio del Tribunal Constitucional (TC) que da respuesta a la impugnación de disposiciones autonómicas promovida por el Gobierno de la Nación, en relación con las letras c) y d), apartado 15, epígrafe II de la Resolución 92/XII del Parlamento de Cataluña, de 11 de octubre, de “priorización de la agenda social y la recuperación de la convivencia”, publicada en el “Butlletí Oficial del Parlament de Catalunya” de 18 de octubre.

En esta sentencia el TC declara inconstitucionales y nulas las letras c y d en las que se proclama que “El Parlamento de Cataluña, en defensa de las instituciones catalanas y las libertades fundamentales: […] c) Rechaza y condena el posicionamiento del rey Felipe VI, su intervención en el conflicto catalán y su justificación de la violencia por los cuerpos policiales el 1 de octubre de 2017. d) Reafirma el compromiso con los valores republicanos y apuesta por la abolición de una institución caduca y antidemocrática como la monarquía». 

El asunto presenta, desde una perspectiva jurídico-constitucional, especial interés porque, entre otras cosas, obliga a analizar el alcance de la inviolabilidad reconocida al Jefe del Estado (JE) en el artículo 56 de la Constitución (CE) aunque también es relevante determinar si estamos ante una resolución que produzca algún tipo de efectos jurídicos, algo que rechazó en su día el Consejo de Estado y que es el presupuesto necesario para que el TC tenga competencia en la materia. En todo caso, en las siguientes líneas nos ocuparemos exclusivamente de la primera cuestión. 

Dice el artículo 56.3 CE: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2 (provisión de empleos civiles y militares de la Casa Real)”. 

La primera frase había venido siendo interpretada en el sentido de que no se puede someter a ningún tipo de juicio penal, civil, contencioso-administrativo o laboral al Rey ni tampoco se le puede exigir responsabilidad política alguna promoviendo su destitución. Este estatuto es común a los jefes de Estado, monárquicos o republicanos, y se ha justificado en que en un sistema democrático moderno esta figura está desprovista de casi cualquier tipo de potestad discrecional y sus actos deben ser refrendados por autoridades como el Presidente del Gobierno, los ministros, el Presidente del Congreso de los Diputados,… En esta línea se pronuncia la STC que ahora comentamos cuando afirma que “en el sistema de Monarquía parlamentaria de la Constitución de 1978, el rey no puede actuar autónomamente y carece, en principio, de facultades propias de decisión, por lo que no puede producir, por su sola voluntad, actos jurídicos vinculantes. Ello es consecuencia de que el Monarca no es titular del Ejecutivo, de modo que los actos de relevancia constitucional que lleven su declaración y firma requieren del concurso de otro órgano estatal y son de ejercicio reglado o debido, sin margen de discrecionalidad. Tal circunstancia de ausencia de responsabilidad es la que justifica la existencia del refrendo, que traslada la responsabilidad a las autoridades que refrenden aquellos actos (FJ 4).  

Habría, no obstante, que matizar algo esta afirmación pues, al margen de la cuestión de los nombramientos de la Casa Real, el Rey tiene cierto margen discrecional al proponer a la persona que se presentará a la investidura a la Presidencia del Gobierno tras las consultas previstas en el artículo 99 CE: es el Jefe del Estado el que decide a quién propone, estando claro lo que debería hacer si hay una persona que sin duda concita una amplia mayoría pero con cierto margen cuando no se da esa coyuntura. Y aunque estaría actuando de manera desleal, eventualmente el Rey podría proponer a quien sabe con certeza que no será elegido. De darse esta situación el propio Congreso tendría mecanismos para neutralizar la decisión real, como investir a un candidato que no desea para evitar una posible disolución de las Cortes y luego destituirlo a través de una moción de censura. Pero entiendo que también el Congreso podría aprobar algún tipo de resolución cuestionando el comportamiento del Jefe del Estado en una situación como la descrita.

Sin embargo eso es lo que parece rechazar el TC en la reciente sentencia sobre la declaración del Parlament, donde se dice que “la “inviolabilidad preserva al rey de cualquier tipo de censura o control de sus actos; se hallan estos fundamentados en su propia posición constitucional, ajena a toda controversia, a la vista del carácter mayoritariamente debido que tienen. De otro lado, a la “inviolabilidad” se une la no sujeción a responsabilidad, en referencia a que no pueda sufrir la imposición de consecuencias sancionatorias por un acto que, en otro caso, el ordenamiento así lo impondría. Ambos atributos que el art. 56.3 CE reconoce al rey se justifican en cuanto condición de funcionamiento eficaz y libre de la institución que ostenta” (FJ 3). 

Diferencia el TC lo que hasta ahora se había entendido como términos casi sinónimos -inviolabilidad y consiguiente irresponsabilidad- y, sobre todo, eleva la primera a un listón dudosamente compatible con un Estado democrático: el Rey estaría exento de “cualquier tipo de censura” o crítica más o menos acerba. De esta manera no es ya que se entienda, en la línea del viejo aforismo inglés, que «the King can do not wrong» (el Rey no puede hacer mal) sino que las instituciones representativas del Estado no podrían atreverse a valorar la correspondencia de las actuaciones del Jefe del Estado con las funciones que tiene constitucionalmente atribuidas. Una cosa es que de esa valoración no quepa derivar una sanción (suspensión temporal de sus funciones, inhabilitación,…) y otra que esté vedada cualquier declaración institucional que cuestione el obrar del Jefe del Estado. 

El TC sostiene, sin embargo, que el rechazo y condena, por parte del Parlament, de la intervención del Rey es “un juicio de valor que es contrario a la configuración constitucional de la Institución de la Corona” y acude al Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua para enfatizar la supuesta gravedad de los verbos empleados: rechaza, “en función del contexto en que se inserta, significa “contradecir lo que alguien expresa o no admitir lo que propone u ofrece”, así como “mostrar oposición o desprecio a una persona, grupo, comunidad, etc”. Por su parte, el de “condena”, según el mismo Diccionario, contiene una carga de valoración peyorativa aún más intensa que el anterior, al suponer, entre otros, el de “reprobar una doctrina, unos hechos, una conducta etc… que se tienen por malos y perniciosos”. 

Contradecir institucionalmente lo que el Rey ha hecho e, incluso, reprobar algunos de sus comportamientos es algo perfectamente constitucional porque ni una cosa ni otra llevan aparejadas consecuencias jurídicas o políticas algunas. En el mismo sentido, faltaría más que un Parlamento autonómico pudiera apostar por la abolición de la Monarquía por considerarla caduca pues la propia Constitución ha legitimado a dichas instituciones para impulsar todo tipo de propuestas de reforma constitucional, incluida, por tanto, la del Título II.

Andrea Camilleri, il maestro senza regole.

Acaba de dejarnos, aunque es seguro que él no quería, Andrea Camilleri y con él, entre otros muchos, el comisario Salvo Montalbano. Es cierto que nos deja sus historias -alguna inédita-, sus personajes -desde Livia a Catarè-, sus rincones desde Montelusa a Vigata -como la comisaría de Vigata o la trattoria de Enzo- sus paisajes sicilianos y, sobre todo, mediterráneos pero ya se le está nostalgiando. 

Sus últimas publicaciones fueron escritas, al dictado de Camilleri, por su asistente Valentina Alferj, “l’unica che sia in grado di scrivere in vigatese”, un lenguaje particular en el que se mezclan el italiano y varios dialectos sicilianos. 

Camilleri, ciudadano honorario de la ciudad de Agrigento, había dicho en varias ocasiones que “se potessi vorrei finire la mia carriera seduto in una piazza a raccontare storie e alla fine del mio ‘cunto’, passare tra il pubblico con la coppola in mano«. Difícilmente se podría pensar en una despedida más elegante y cariñosa.

Ciao Maestro, e grazie di tutto!

Pd. aquí puede verse el documental en italiano, con subtítulos en francés, Andrea Camilleri Il maestro senza regole.

Cine y derecho: Vice (El vicio del poder) y la teoría del «ejecutivo unitario».

Vice (El vicio del poder es el título que se le dio en España) es una película del año 2018 dirigida por Adam McKay e interpretada por Christian Bale como Dick Cheney; Amy Adams como su esposa Lynne Cheney; Steve Carell como Donald Rumsfeld y Sam Rockwell como George W. Bush. 

Al comienzo se nos cuenta que “esta es una historia real, o tan real como pueda ser posible, porque Dick Cheney es uno de los personajes más herméticos de la historia. Pero nos lo hemos currado como unos cabrones”. Y es que el personaje central de la película es el que fue Secretario de Defensa (1989-1993), Jefe de Gabinete (1975-1977) y Vicepresidente (2001-2009) en diferentes administraciones republicanas, del que vemos su ascenso en el entramado político republicano y cómo llegó a ser una de las personas con más poder en el mundo en la primera década del presente siglo. 

En este comentario no se pretende hacer una crítica de la película, muy recomendable por otra parte, sino mencionar de manera muy breve una de las vertientes jurídico-constitucionales que nos muestra: la llamada “teoría del ejecutivo unitario”, con la que se justificó la exacerbación de los poderes presidenciales y la consiguiente lesión de derechos fundamentales básicos que se llevó a cabo en Estados Unidos tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. 

Lo primero que hay que recordar es que los límites de los poderes del Presidente distan mucho de estar claros en el sistema constitucional norteamericano y eso ha permitido la consolidación de presidencias muy fuertes, como lo fue en su día la de Woodrow Wilson, quien sostuvo que la Nación “carece de otro interlocutor político”, el Presidente posee la “única voz nacional en los asuntos”. El “instinto del país se dirige hacia la acción unificada, y ansía un líder individual”, de modo que una vez que [el Presidente] ha obtenido “la admiración y confianza del país (…) ninguna otra fuerza individual puede resistírsele; ninguna combinación de fuerzas podrá fácilmente dominarle… si interpreta correctamente el pensamiento nacional y lo defiende con tenacidad, carece de freno”. 

Sobre precedentes como éste, sumado a la coyuntura terrible del 11 de septiembre y a las aportaciones “teóricas” de juristas como John Yoo, que aparece retratado en la película, ese poder presidencial se creyó legibus solutus y permitió que el Presidente Bush, impulsado por, entre otros, Dick Cheney, reviviera la “teoría de los poderes inherentes” sin levantar en los ciudadanos ni en los otros poderes constitucionales un rechazo como el que en su día tuvo el Presidente Truman cuando el Departamento de Justicia defendió la decisión presidencial de intervenir empresas de fabricación de acero, dentro del esfuerzo bélico de la guerra contra Corea. 

La culminación legislativa de esta deriva fue la aprobación por el Congreso de los Estados Unidos del entramado normativo conocido como “Usa Patriot Act” (acrónimo de “Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism Act”) y la justificación por el Gobierno, a través de informes tanto del Departamento de Defensa, dirigido por Donald Rumsfeld, uno de los primeros mentores de Cheney, como del Departamento de Justicia, firmados por juristas bien conocidos en Estados Unidos como Jay Bybee, el citado John Yoo, Daniel Levin y Steven Bradbury, donde se amparó expresamente el recurso a los métodos violentos para obtener información, reduciendo los supuestos de tortura a los casos en los que el daño producido a la persona era equivalente en intensidad al dolor que acompaña a una herida grave, como el fallo de un órgano, el deterioro de las funciones fisiológicas o incluso la muerte. 

En la película se visualizan muy brevemente varias de las prácticas que de manera sistemática se aplicaron en Guantánamo y en otros centros de internamiento y detención (impedir que los detenidos durmieran durante varios días, exponerlos a temperaturas extremas, inmovilizarlos durante horas en posturas forzadas, provocar sensación de ahogamiento,…) y que, según los juristas del Office of Legal Counsel del Departamento de Justicia, no eran torturas ni tratos crueles, inhumanos o degradantes. En realidad, esos memorandos parecen, como señala Anthony Lewis, “el consejo que un abogado de la mafia le da a su jefe sobre como saltarse la ley y no ir a la cárcel por ello. Evitar los procesamientos es, literalmente, el objeto de los informes”.  

Y, no por causalidad, fue el Vicepresidente Dick Cheney quien afirmó, sin prueba alguna, que las informaciones así obtenidas habían servido para evitar numerosos atentados; en otros palabras, la “razón de estado” como fin que justifica cualesquiera medios, incluida, como también se ve en la película, la catastrófica invasión de Irak, a la que prestaron un vergonzoso servicio varios líderes europeos y en Estados Unidos alguien tan reputado en su momento como el general Colin Powell, al que, como a todos los demás protagonistas, esta película critica de una manera tan cómica como efectiva.

Las corrientes “liberal”, “republicana” y “libertaria” en la jurisprudencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre la libertad de expresión.

El alcance de la libertad de expresión en Estados Unidos es un tema “clásico” en la jurisprudencia de su Tribunal Supremo, que, en contra de lo que a veces se piensa, no mantiene una concepción absolutamente unitaria sino que ha dado lugar, cuando menos, a una corriente “liberal”, a otra que podría calificarse como “equitativa”, “igualitaria” o “republicana” y, finalmente, a una tercera, a la que se ha dado en llamar “libertaria”. 

La concepción “liberal” ha sido la dominante a lo largo de la Historia y concibe la Primera Enmienda como un instrumento al servicio de los derechos individuales y de la autonomía ciudadana frente a las amenazas procedentes del Estado, tutelándose así el derecho de cada uno a decir lo que piensa y, de este modo, su autorrealización personal. La libertad de expresión sería, pues, y conforme a esta orientación, un fin en sí mismo y las estructuras del “mercado” ofrecerían las condiciones adecuadas para su desenvolvimiento.  

Recordemos otra vez las famosas palabras del juez Holmes en su voto particular en el asunto Abrams v. United States: “cuando los hombres se dan cuenta de que el tiempo hace fracasar muchas de las creencias por las que lucharon, comienzan a pensar que… al ansiado bien supremo se llega mejor a través del libre mercado de las ideas, que la mejor prueba a que puede someterse la verdad es la capacidad del pensamiento para imponerse en un mercado en el que compita con ideas y pensamientos opuestos…” 

En consecuencia, esta corriente encuentra en la Primera Enmienda un asidero esencial para un derecho individual negativo, dirigido, por tanto, contra el Estado, al que, como contraposición al mercado y a la iniciativa individual, considera, en las conocidas palabras de Owen Fiss, “el enemigo natural de la libertad”. 

Entre las sentencias emblemáticas de esta tradición “liberal” cabe citar el  asunto Whitney v. California, de 16 de mayo de 1927, donde el juez Brandeis, en un voto concurrente respaldado por Holmes, sostuvo que los Fundadores “pensaban que el fin último del Estado era hacer libres a los hombres para que así pudieran desarrollar sus facultades y que en su gobierno las fuerzas deliberativas prevalecerían sobre las arbitrarias. Consideraban que la libertad era tanto un fin como como un medio y creían que era el secreto de la felicidad”. 

Otro ejemplo de esta corriente lo encontramos en la bastante posterior sentencia del caso Cohen v. California, de 7 de junio de 1971, donde el Tribunal Supremo analizó la condena impuesta en el Estado de California a Paul Robert Cohen, detenido en el edificio de los Juzgados de Los Ángeles por llevar una camiseta con la frase “Fuck the Draft”. El magistrado ponente del caso Cohen, John Marshall Harlan II, recordó las palabras de Brandeis en el asunto Whitney para insistir en que la Primera Enmienda protege la inviolabilidad del mercado de las ideas imaginadas por los Padres Fundadores, de manera que autorizar al Estado de California a suprimir discursos como el enjuiciado en ese caso sería destructivo para el propio mercado. 

Harlan añadió otros tres argumentos: primero, los Estados (en el litigio el de California) no pueden censurar a sus ciudadanos con el objetivo de construir una sociedad “civil”; segundo, es muy difícil trazar la línea que separa la emoción elevada de la vulgaridad inofensiva; tercero, las personas aportan pasión a la política y la vulgaridad es simplemente un efecto secundario de un libre intercambio de ideas, sin importar lo radicales que puedan ser. 

La segunda de las corrientes jurisprudenciales derivadas de la Primera Enmienda es, como ya se ha dicho, la igualitaria, equitativa o “republicana” y se caracteriza por concebir la libertad de expresión como un “bien social” y por entender que la autonomía de cada uno no se alcanza a través de los mecanismos del mercado sino mediante las previsiones “positivas” articuladas por el Estado o por la sociedad civil. 

Un autor clave en el desarrollo de esta orientación fue Alexander Meiklejohn, que investigó de manera decisiva la relación entre la libertad de expresión y el autogobierno democrático, concluyendo que para que el sistema democrático funcione es imprescindible contar con una ciudadanía y un electorado informados: es al bien público del autogobierno al que está orientada la Primera Enmienda. En esta misma línea, Owen Fiss hablará más tarde de que la libertad de expresión es esencial para la autodeterminación colectiva. 

Una sentencia en la que se reflejaría esta corriente es la del caso Turner Broadcasting System, Incorporated, et al., Appellants v. Federal Communications Commission, et al., de 27 de junio de 1994, donde, a propósito de las reglas impuestas a las compañías de televisión por cable, el Tribunal Supremo resolvió que asegurar por parte del Gobierno que el público tiene acceso a una multiplicidad de fuentes de información es un propósito gubernamental del más alto orden, ya que promueve valores centrales de la Primera Enmienda. Se reconoce así la existencia de un interés público en el acceso a diferentes canales de comunicación y, en consecuencia, se legitima al Estado para adoptar decisiones en ese sentido. 

Finalmente, la corriente “libertaria” se fue articulando a partir de una serie de casos en los que el Tribunal Supremo expandió la doctrina de la libertad de expresión para tutelar los derechos comunicativos de las corporaciones empresariales y el ejemplo “de libro” sería el famoso caso Citizens United v. Federal Election Commission, de 21 de enero de 2010, donde la mayoría sostuvo que “el Gobierno no puede privar al público del derecho y del privilegio de determinar por sí mismo qué discurso y qué oradores son dignos de ser tenidos en consideración”. 

Sin embargo, parte de la doctrina, Kathleen Sullivan por ejemplo, remonta el nacimiento de la visión “libertaria” al asunto Virginia State Pharmacy Board v. Virginia Citizens Consumer Council, de 24 de mayo de 1976, donde el Tribunal Supremo concluyó que un Estado no podía limitar el derecho de las compañías farmacéuticas a proporcionar información sobre los precios de los medicamentos recetados. 

Esta concepción del “gasto corporativo como discurso protegido por la Primera Enmienda” alcanzó su punto culminante en el ya citado asunto Citizens United, que al revocar dos de los precedentes en materia de financiación de campañas electorales –Austin v. Michigan Chamber of Commerce, de 27 de marzo de 1990, y McConnell v. Federal Election Commission, de 10 de diciembre de 2003- consolidó la idea de que las empresas y corporaciones tienen libertades de expresión similares a las personas físicas. 

Para finalizar conviene volver al principio y eso significa mencionar de nuevo a Holmes, que hace casi 100 años, en el citado asunto Schenk, dijo, con extraordinaria lucidez, que «hay que estar siempre vigilantes para poner freno a quienes pretendan controlar la manifestación de ideas y opiniones que detestemos”. 

Pd. con mensaje publicitario: Miguel Presno/Germán Teruel La libertad de expresión en América y Europa, Juruá, Lisboa, 2017.