Gerrymandering partidista: ¿cuestión política o jurisdiccional?

En un ejercicio de sinceridad encomiable, David Lewis, congresista estatal de Carolina del Norte y miembro republicano del Comité de Redistribución de Distritos del Estado, afirmó, cuando se debatió en 2016 la reforma del mapa electoral, que «elegir republicanos es mejor que elegir demócratas, así que dibujé este mapa para ayudar a fomentar lo que creo que es mejor para el Estado… Por eso propongo que dibujemos los mapas para dar una ventaja partidista a diez republicanos y tres demócratas porque no creo que sea posible dibujar un mapa con once republicanos y dos demócratas». El plan de Lewis y sus colegas republicanos, como planes similares de los demócratas en estados por ellos controlados, funcionó a la perfección con la inestimable ayuda de sofisticados programas informáticos: en 2016, los candidatos republicanos obtuvieron el 53% del voto en todo el Estado de Carolina del Norte y ganaron en 10 de los 13 distritos (el 77%); algo similar ocurrió en las elecciones de 2018. 

Los demócratas, derrotados electoralmente en Carolina del Norte, y los republicanos, vencidos en Maryland, acudieron a los tribunales federales para conseguir la declaración de inconstitucionalidad de estos diseños partidistas. Estos tribunales aceptaron los casos, y algunos se pronunciaron sobre el fondo del asunto; en Carolina del Norte, entendieron que había una vulneración flagrante de la Constitución por gerrymandering, una práctica que tiene más de 200 años de antigüedad en Estados Unidos y que consiste en hacer una distribución electoral que favorece de manera arbitraria los intereses de una determinada opción política o la representatividad de concretos sectores de población. 

El nombre se debe a que Elbridge Gerry, gobernador del Estado de Massachusetts, realizó en 1812 una distribución desproporcionada para favorecer electoralmente a su partido; el mapa resultante tenía, a juicio del director del Boston Gazette, forma similar a una salamandra, y de la unión del apellido del gobernador y las dos últimas sílabas de salamander nació el verbo gerrymander. 

A principios de los años 60 del siglo pasado llegaron numerosos casos de  gerrymandering a un Tribunal Supremo presidido entonces por el ya mítico Chief Justice Earl Warren, ponente en 1954 en el conocido ‘asunto Brown v. Board of Education of Topeka’, donde se concluyó que en “el campo de la enseñanza pública no tiene cabida la doctrina separados pero iguales. Un sistema con escuelas separadas es intrínsecamente desigualitario”. 

El tema de la desigualdad racial estaba, precisamente, en el núcleo de las políticas estatales de diseño de distritos electorales, provocando una clara infra-representación de las zonas donde había mayoría de personas negras. Y en una serie de sentencias dictadas entre 1962 (Baker v. Carr) y 1964 (Reynolds v. Sims), calificadas con razón como históricas, el Tribunal Supremo enjuició el sistema electoral de 36 Estados y declaró inconstitucionales todas las distribuciones en las que se constató una evidente desigualdad racial en el peso de los distritos electorales. 

Así, en primer lugar, en Baker v. Carr el Supremo dijo que una apelación basada en la cláusula de protección equitativa y que cuestionase la constitucionalidad de la distribución de los distritos electorales en las elecciones legislativas estatales -por considerar que el derecho al sufragio de determinados ciudadanos se veía sustancialmente menoscabado- podía ser conocida y enjuiciada por los tribunales federales. 

En segundo lugar, en Wesberry v. Sanders, el Alto Tribunal concluyó que “la plena y efectiva participación de todos los ciudadanos en el gobierno del Estado requiere que cada uno tenga en la práctica la misma voz en la elección de los miembros del Parlamento estatal. Eso es lo que la moderna forma de gobierno necesita y la Constitución exige”. 

En Gray v. Sanders’, el Supremo declaró inconstitucional el sistema del Estado de Georgia de distribución de escaños en función de los condados, aplicable en las elecciones primarias, pues generaba un menoscabo del valor de los votos de determinados electores por razón de su residencia. 

Y en Reynols v. Sims, proclamó que “si un Estado estableciese que los votos de los ciudadanos de una parte de su territorio valen dos veces, o cinco veces o 10 veces más que los votos de los ciudadanos de otra parte del Estado, difícilmente se podría argumentar que el derecho de voto de los residentes en estas áreas desfavorecidas no ha sido efectivamente menoscabado… Es fácil demostrar matemáticamente la discriminación contra los votantes que viven en las zonas desfavorecidas Su derecho de voto no es, simplemente, igual que el derecho de voto de los habitantes de la zona favorecida del Estado… Menoscabar el valor de los votos en función del lugar de residencia vulnera derechos fundamentales de la 14ª enmienda, lo mismo que si se tratase de una discriminación arbitraria basada en la raza (Brown v. Board of Education) o en el nivel económico (Griffin v. Illinois)… El valor, mayor o menor, del voto de un ciudadano no puede depender del lugar donde viva. Este es el mandamiento de la cláusula de protección equitativa de nuestra Constitución. Es una parte esencial del Estado de Derecho y está en el corazón de la idea de Lincoln del Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo… Si consideramos que el ejercicio del derecho de voto de forma libre e incondicionada sirve para proteger los demás derechos civiles y políticos, toda presunta vulneración del derecho de los ciudadanos al voto debe ser analizada con cuidado y de forma meticulosa. Como ya dijimos hace casi 100 años, en ‘Yick Wo v. Hopkins’, “el derecho de voto es el derecho político fundamental porque garantiza todos los demás derechos”. 

Pues bien, toda esta jurisprudencia articulada por un tribunal muy activista ha sido rechazada, aunque con el importante matiz de que ahora no están en juego criterios raciales, por la sentencia del Supremo de 27 de junio de 2019 en los asuntos Rucho et Alii v. Common Cause et Alii (en relación con el Estado de Carolina del Norte) y Linda H. Lamone et Alii, Apellants v. O. John Benisek et Alii (sobre el Estado de Maryland). 

El Chief Justice Roberts, ponente de la sentencia, y respaldado por los jueces Thomas, Alito, Gorsuch y Kavanaugh, no cuestiona, al contrario, el carácter partidista de la delimitación de los distritos electorales, pero entiende que los tribunales federales inferiores ejercieron indebidamente sus funciones cuando los declararon inconstitucionales. Sostiene que no hay normas habilitantes en la Constitución para hacer tales juicios, al menos normas que sean claras, manejables y políticamente neutrales. Concluye, en suma, que las demandas partidistas por gerrymandering son una cuestión política fuera del alcance de los tribunales federales: “We conclude that partisan gerrymandering claims present political questions beyond the reach of the federal courts”. 

Esta conclusión ha sido cuestionada amargamente por los jueces Kagan, Ginsburg, Breyer y Sotomayor, que critican la dejación de funciones constitucionales por parte del Tribunal Supremo. Elena Kagan, en nombre de la minoría, argumenta que, frente a los graves daños a la gobernanza democrática y a las flagrantes violaciones de los derechos de las personas, la mayoría se niega a proporcionar remedio alguno. “Por primera vez en la historia de esta Nación, la mayoría declara que no puede hacer nada con respecto a una violación constitucional reconocida porque ha buscado por todas partes y no ha podido encontrar una norma viable que pueda aplicar». 

Es probable que el Tribunal Warren coincidiera con las tesis ahora minoritarias; también lo es que si el sesgo que le dieron ahora a los distritos electorales las legislaciones estatales tuviera un componente racial, el Tribunal Roberts lo hubiera rechazado. Lo que, por una parte, prueba la vigencia de la cuestión racial en Estados Unidos y, por otra, que estamos ante un ejercicio del control de constitucionalidad mucho más contenido que hace 60 años. 

Alexis de Tocqueville dijo, hace casi dos siglos, que casi cualquier cuestión política en Estados Unidos acaba convirtiéndose en una cuestión jurisdiccional. Ahora, la mayoría de este Tribunal Supremo ha respondido que no está dispuesto a dar una respuesta jurisdiccional a lo que considera cuestiones meramente políticas.

Texto publicado en Agenda Pública el 28 de junio de 2019.

Foto: New York Times.

Sangre, reproducción asistida y muestras biológicas: ¿altruismo o negocio?

Como es sabido, la regla en los ordenamientos de nuestro entorno es la prohibición de que “el cuerpo humano y sus partes” sean objeto de lucro y así viene previsto en diversas normas supranacionales: el Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina, hecho en Oviedo el 4 de abril de 1997, establece (art. 21) que “el cuerpo humano y sus partes, como tales, no deberán ser objeto de lucro” y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea prevé (art. 3.2) que “en el marco de la medicina y la biología se respetará en particular:… la prohibición de que el cuerpo humano o partes del mismo en cuanto tales se conviertan en objeto de lucro,…”  

Mucho antes de que se aprobarán estas disposiciones, y a título de ejemplo, la Ley española de trasplante de órganos ya había previsto que (art. 2) “no se podrá percibir compensación alguna por la donación de órganos. Se arbitrarán los medios para que la realización de estos procedimientos no sea en ningún caso gravosa para el donante vivo ni para la familia del fallecido. En ningún caso existirá compensación económica alguna para el donante, ni se exigirá al receptor precio alguno por el órgano trasplantado”. 

Estas afirmaciones jurídicas tan rotundas no encuentran, sin embargo, un respaldo coherente en el otras normas del ordenamiento, incluidas las disposiciones comunitarias, si atendemos cuando menos al modo en que se ha venido regulando la comercialización de biomateriales humanos como la sangre y sus derivados, la transferencia de gametos o, por mencionar un tercer supuesto, el tratamiento de las muestras biológicas. 

Así, por ejemplo, en la Directiva 2001/83/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 6 de noviembre de 2001, por la que se establece un código comunitario sobre medicamentos para uso humano se incluye un Título, el X (arts. 110 y 111), sobre las “Disposiciones particulares relativas a los medicamentos derivados de la sangre y del plasma humanos”, es decir, se regula la utilización de sangre o plasma humanos en tanto que materias primas para la fabricación de medicamentos y aunque se prevé que “deben estimularse las donaciones de sangre o de plasma voluntarias y no remuneradas” no se excluye, porque con las donaciones no se cubren todas las necesidades, que el origen de la sangre y el plasma se deban a contraprestaciones económicas. 

Y estas “contraprestaciones”, como reconoce un Informe de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones, es posible que supongan un auténtico “pago” porque las diferencias de poder adquisitivo entre los distintos países de la Unión Europea pueden provocar que lo que en uno es una mera compensación en otro resulta un auténtico incentivo. 

Es todavía más llamativo que en un país como España, donde se postula por parte de los poderes públicos una política de donación de sangre y plasma -ya el Real Decreto 1945/1985, de 9 de octubre, prohibió la retribución económica para el donante de sangre, lo que se ratificó por el Real Decreto 1008/2005, de 16 de septiembre sobre requisitos técnicos y condiciones mínimas de la hemodonación y de los centros y servicios de transfusión- exista un auténtico “negocio de los hemoderivados”, en el que una empresa española -Grifols- ocupa un lugar extraordinariamente relevante en el mercado mundial de esos productos

Y en la misma línea se puede hablar, en segundo lugar, del “negocio de la reproducción asistida” en España al amparo de la Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida, pues aunque el artículo 5 dispone, en su apartado primero, que “la donación de gametos y preembriones para las finalidades autorizadas por esta Ley es un contrato gratuito, formal y confidencial concertado entre el donante y el centro autorizado” y, luego añade, en el apartado tercero, que “la donación nunca tendrá carácter lucrativo o comercial”, lo cierto es que, por una parte, se admite una “compensación económica resarcitoria”, con la limitación aparente de que “sólo podrá compensar estrictamente las molestias físicas y los gastos de desplazamiento y laborales que se puedan derivar de la donación y no podrá suponer incentivo económico para ésta” pero, en la práctica, esa cantidad puede superar los mil euros por donación de óvulos, llegándose a los mil trescientos, lo que permite, cuando menos, dudar de la ausencia de un componente lucrativo por parte de todas las donantes y es que, en palabras de alguien tan autorizado en la materia como la doctora Anna Veiga, “la asignación de una compensación económica marca el éxito de los programas de donación en España. En los países donde no hay compensación o la justificación de los gastos que la donación genera es muy estricta, el número de donantes es totalmente insuficiente para cubrir la demanda”. 

Por otra parte, y aunque el origen del gameto sea gratuito, hay un obvio componente lucrativo por parte de la clínica privada que recibe dicho gameto y que se lo ofrece a la mujer o la pareja que acuden a la misma para una inseminación artificial con un óvulo de la donante anónima: se habla de un precio mínimo estimado de unos seis mil euros por fecundación in vitro y de que España es el “líder” europeo en número de tratamientos de reproducción asistida y en centros privados que los practican, y el segundo en el mundo, solo por detrás de Estados Unidos

En tercer lugar, y en relación con las muestras biológicas, también aquí está presente una previsión legal que contempla compensaciones económicas (art. 7) aunque, igualmente, con la cautela teórica de que no comporte “un carácter lucrativo o comercial”, algo que no impide, como recuerda la profesora María Casado, la existencia de un auténtico mercado, al que se añade el de los datos de carácter personal asociados a la muestra. En esta línea, la misma Ley 14/2007, de 3 de julio, de investigación biomédica dispone “la renuncia por parte de los donantes a cualquier derecho de naturaleza económica o de otro tipo sobre los resultados que pudieran derivarse de manera directa o indirecta de las investigaciones que se lleven a cabo con dichas muestras biológicas”. Es decir, se descarta que los donantes puedan obtener cualquier tipo de beneficio derivado de su altruismo pero eso, obviamente, no se impone a quienes llevan a cabo las investigaciones ni a las empresas que comercializan los productos resultantes de las mismas. 

Convendría, pues, exigir a nuestros poderes públicos, en particular al Legislador, un poco más de coherencia o, como mal menor, un poco menos de hipocresía. 

Pd. sobre estas cuestiones son de enorme interés trabajos, por citar algunos, como La vida y las reglas. Entre el derecho y el no derecho, de Stefano Rodotà; Bioética: principios, desafíos, debates, de Pablo de Lora y Marina Gascón; La donación de sangre. Historia y crítica de su regulación, de Pol Cuadros Aguilera, o los volúmenes colectivos coordinados por María Casado De la solidaridad al mercado. El cuerpo humano y el comercio biotecnológico y Ricardo García Manrique El cuerpo diseminado. Estatuto, uso y disposición de los biomateriales humanos.

Foto: campaña publicitaria del Gobierno de Canarias.

Las críticas a las resoluciones judiciales a propósito, pero no solo, del caso «La Manada».

En el contexto actual no resulta llamativo que profesores de Derecho o profesionales de la abogacía, la fiscalía y la judicatura hagan comentarios críticos sobre el proceder de algunos tribunales. Y las críticas son, además, necesarias para la propia tarea de administrar justicia porque, como decía Francisco Tomás y Valiente sobre la labor del Tribunal Constitucional (TC), y podría aplicarse a cualquier órgano que ejerza funciones jurisdiccionales, “el Tribunal necesita la crítica de todos los juristas… Decidir nunca es fácil y, en más de una y de dos ocasiones, ayuda a hacerlo la lectura de una opinión, de una crítica… sobre algo ya resuelto por el Tribunal. Sepan, pues, que colaboran con nosotros. Sépanlo y continúen haciéndolo”.

En el caso de los letrados de las partes presentes en un proceso el TC ha mantenido una línea jurisprudencial según la cual estamos ante “una libertad de expresión reforzada cuya específica relevancia constitucional deviene de su inmediata conexión con la efectividad de otro derecho fundamental, el derecho a la defensa de la parte (art. 24.2 CE) y al adecuado funcionamiento de los órganos jurisdiccionales en el cumplimiento del propio y fundamental papel que la Constitución les atribuye (art. 117 CE)” y, por ello, se señala que “se trata de una manifestación especialmente inmune a las restricciones que en otro contexto habrían de operar” (STC 205/1994, de 11 de julio, FJ 5)”. En palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), la tutela de la libertad de expresión forense “incluye no solo su exposición oral en las vistas sino también lo que dicen en los escritos, incluido el empleo de expresiones enérgicas o argumentos beligerantes, que no por ello son merecedores de sanción porque se podría producir un efecto disuasorio, no sólo para el abogado afectado, sino también para la profesión en su conjunto» (asunto Rodríguez Ravelo c. España, de 12 de enero de 2016). 

Y al calor de esta libertad de expresión reforzada se han amparado por el TC manifestaciones de grueso calibre sobre concretas actuaciones judiciales: “de todo punto arbitraria e inmotivada”, “de todo punto ajena a los más elementales principios de la normativa adjetiva y sustantiva española vigente”, “incomprensible” y “parcial”, “esperpento judicial” (STC 155/2006, de 22 de mayo, FJ 5); “la decisión no puede por menos que calificarse como de arbitraria, infundada, caprichosa, manifiestamente ilegal, y groseramente contraria a derecho, por lo que deberá ser modificada” (STC 235/2002, de 9 de diciembre, FJ 4); “se infiere de determinadas resoluciones sistemáticamente adversas, infundadas, irrazonadas y desacertadas, que evidencian, por sí solas, el apasionamiento hostil, la animosidad y el encono intraprocesales de los Magistrados hacia el ejecutado” (STC 117/2003, de 16 de junio, FJ 4). 

No obstante, en la última jurisprudencia se ha recordado que ampara “la mayor beligerancia en los argumentos e incluso términos excesivamente enérgicos, pero siempre en atención a su funcionalidad para el logro de las finalidades que justifican su privilegiado régimen, y con el límite del “mínimo respeto debido a las demás partes presentes en el procedimiento, y a la ‘autoridad e imparcialidad del Poder Judicial’. La libertad de expresión del Abogado no legitima así ni el insulto ni la descalificación (STC 39/2009, de 9 de febrero, FJ 3, con cita de abundante doctrina anterior). 

Sin llegar a un nivel de reconocimiento jurídico similar no por ello están exentas de protección las opiniones críticas sobre las resoluciones judiciales formuladas al margen del derecho de defensa, las realicen personas técnicas en Derecho o legas; así, y continuando con la jurisprudencia constitucional, “habremos, pues, de comenzar insistiendo en la legitimidad de la crítica que tiene por objeto las resoluciones judiciales, que no difiere sustancialmente, en cuanto tal, de la que pueda dirigirse a los actos propios de otros profesionales, incluso los constituidos en autoridad, siempre que por su contexto, expresión y finalidad merezca aquella calificación, puesto que, aun reconociendo la posición de algún modo singular de los titulares de los órganos jurisdiccionales, sus actuaciones, en cuanto personas públicas, no pueden permanecer inmunes al ejercicio del derecho a la crítica que ampara la libertad de expresión” (STC 46/1998, de 2 de marzo, FJ 3). 

En la anterior resolución del TC se invoca el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y al respecto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha concluido: “no hay duda de que en una sociedad democrática, las personas tienen derecho a comentar y criticar a la administración de justicia y a sus funcionarios” (STEDH de 11 marzo de 2003, caso Lesnik c. Eslovaquia, apartado 55). 

Por su parte, nuestro Tribunal Supremo ha justificado el ejercicio de la crítica a las resoluciones judiciales atendiendo “al interés público que resulta siempre inherente al mero ejercicio de la función jurisdiccional…” (STS de la Sala Civil nº 92/2018, de 19 de febrero). 

Parece, pues, que no ofrece dudas la legitimidad constitucional de la crítica a las decisiones de los órganos jurisdiccionales, las hagan profesionales del Derecho -más todavía si se realizan en un proceso- o personas que no lo son. Y si eso es así hay que recordar unas palabras ya clásicas del TEDH: “el artículo 10.2 [del CEDH] es válido no sólo para las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población.  Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una ‘sociedad democrática’” (asunto Handyside c. Reino Unido, de 29 de abril de 1976, párrafo 49) y “la función de este derecho como “una de las precondiciones del funcionamiento de la democracia” (asunto Appleby y otros c. Reino Unido, de 6 de mayo de 2003) determina una especial amplitud del objeto protegido que se abarca “no sólo la sustancia de las ideas y la información expresadas sino también la forma en la que se transmiten” (asunto De Haels y Gijsels c. Bélgica, de 24 de febrero de 1997, párrafo 48).  

Por tanto, son ajustadas a Derecho las críticas que pueden molestar o ofender a un determinado órgano judicial o, incluso, a buena parte de la judicatura y ello, en principio, con independencia de la forma en la que se exterioricen, lo que tiene que ver con algo que no era tan frecuente en el pasado pero que ha adquirido carta de naturaleza en el presente: el hecho de que esos comentarios se realicen en medios de comunicación de masas, como la televisión, la radio y los periódicos y, con la facilidad que suponen las herramientas digitales, cada vez más a través de blogs y de redes sociales como Twitter o Facebook, permite que lleguen mucho antes y a muchas más personas, especialmente si son legas. Como es obvio, este amplio margen para la crítica no ampara el uso de expresiones insultantes ni, mucho menos, amenazadoras. 

Pues bien, frente a la cascada de reacciones contrarias a la sentencia de primera instancia del caso “La Manada”, 750 jueces españoles presentaron una queja ante el Consejo Consultivo de Jueces Europeos, denunciando una “gravísima amenaza” para la “independencia judicial en España” y pidiendo amparo internacional por la «presión social” que se ha producido en el citado asunto. Esta queja se inserta, por lo demás, en la línea que ha venido manteniendo al respecto la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial, que, por citar un ejemplo, el 23 de enero de 2014 aprobó la siguiente declaración institucional:

En un Estado democrático de derecho, los/las Jueces/zas y Magistrados/as, como titulares del Poder Judicial, asumen la decisiva e indispensable labor de proteger y garantizar los derechos y libertades en condiciones de independencia, imparcialidad y responsabilidad, constituyendo precisamente el ejercicio independiente, imparcial y responsable de la jurisdicción su fuente de legitimidad democrática. 

La confianza pública de que los/las Jueces/zas y Magistrados/as puedan efectivamente desarrollar sus cometidos conforme a las exigencias de la Constitución, es un objetivo merecedor de la máxima protección, y justifica los numerosos pronunciamientos del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal Constitucional reclamando de todos los agentes públicos y de la ciudadanía en general, el necesario respeto a la actuación de los órganos judiciales. 

En una sociedad democrática todo ejercicio del poder, y el jurisdiccional no es una excepción, está sometido a la crítica pública, pero bajo el amparo de la libertad de expresión no pueden justificarse actuaciones que pretendan influir de manera burda, denigrar injustamente o poner en entredicho con argumentos groseros, la imparcialidad o independencia de Jueces/zas y Magistrados/as, ya que dichas actuaciones, no sólo desconocen el respeto debido a quienes sufran el acoso, sino que socavan uno de los fundamentos esenciales del orden constitucional: la legitimidad de los miembros del Poder Judicial y la confianza social en su actuación. 

El Consejo General del Poder Judicial, en el marco de las previsiones de la Ley Orgánica del Poder Judicial y del Reglamento de Carrera Judicial, amparará expresamente a todo/a Juez/a o Magistrado/a que demande su protección frente a actuaciones o críticas injustificadas que pongan en entredicho su función mediante procedimientos manifiestamente irrespetuosos o injustos, y apoyará de manera expresa en el ejercicio de sus cometidos a todos los/las miembros del Poder Judicial, quienes día a día, en condiciones casi siempre difíciles, contribuyen decisivamente a que los valores, derechos y libertades constitucionales constituyan una realidad efectiva” (la cursiva es nuestra). 

Si tenemos en cuenta que, según la Memoria del año 2017 del Consejo General del Poder Judicial (referida al año 2016), en España contamos con 5.367 jueces y magistrados en activo, que el conjunto de los órganos judiciales españoles resolvió en 2016 6.010.185 asuntos (la menor cifra, por razones que ahora no vienen al caso, en 10 años) y que en el orden penal se resolvieron 3.489.187 asuntos, parece cuando menos excesivo pensar que una reacción social desaforada, incluso injustificada, frente a la resolución judicial de primera instancia en un determinado asunto y referida a un concreto órgano jurisdiccional, permita concluir que en España están en cuestión “la legitimidad de los miembros del Poder Judicial y la confianza social en su actuación”. 

En la misma línea desdramatizadora sobre los efectos de este fallo parecen ir los estudios de opinión: así, en los tres barómetros del CIS (mayo, junio y julio de 2018), inmediatamente posteriores a la primera sentencia de caso “La Manada”, la preocupación por el funcionamiento de la Administración de Justicia no se encontraba entre los diez principales problemas de nuestro país según el conjunto de las casi 2.500 personas encuestadas. Y si tenemos en cuenta el porcentaje de personas para las que la Administración de Justicia sí se encuentra entre los tres principales problemas del país vemos que se pasa, inmediatamente después de conocerse el fallo, del 2,9 de abril de 2018 al 6,8 de mayo (la cifra más alta desde 2001) pero en el mes de junio ese porcentaje se redujo al 3,1%, casi al nivel del 1 abril, cuando todavía no se había hecho pública la sentencia, aunque subió de nuevo en julio (4%) -¿influiría la decisión de la Audiencia Provincial de Navarra sobre la puesta en libertad provisional de los condenados?- pero no tanto como en mayo. 

Como es obvio, no estamos sosteniendo que la sociedad española considere impoluto el funcionamiento de los tribunales; al contrario, sucesivos estudios evidencian un importante descontento social, especialmente por lo que respecta a la imagen de independencia de la judicatura, que resulta muy llamativo si se compara con la impresión existente en los países de nuestro entorno. Así, según el último Eurobarómetro de justicia en la Unión Europea, que compara datos de 2016 y 2017, una amplia mayoría (el 58%) de las 1001 personas encuestadas -cifra no muy elevada, por cierto- en nuestro país tienen una opinión bastante negativa o muy negativa sobre la independencia de los jueces y tribunales españoles y ello, principalmente, porque consideran que existen interferencias y presiones provenientes, por una parte, de las instituciones y de la clase política y, por otra, de importantes intereses económicos. 

En suma, es probable que las reacciones sociales ante pronunciamientos como los de la Audiencia Provincial y el Tribunal Superior de Justicia de Navarra en el asunto “La Manada” no dejen incólume la imagen, ya bastante dañada, de la Administración de Justicia pero parece, a falta todavía de cierta perspectiva temporal, que momentos puntuales de descontento social importante no lastran de manera inevitable y continuada la legitimidad de esta institución, sino que hay percepciones sociales más arraigadas sobre los problemas que, históricamente, viene padeciendo la justicia española. 

Pd. Estas líneas son la adaptación de otra de las partes del texto «Proceso penal y proceso social (A propósito del caso “La Manada”)- incluido en el número monográfico que la revista El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho publicó sobre este asunto: “Las huellas de La Manada”

¿Derecho al olvido u olvido del Derecho? A propósito de la decisión provisional de la Universidad de Alicante para que «se olvide» al secretario de uno de los procesos militares contra Miguel Hernández.

Como se informa hoy en varios medios de comunicación (aquí en El País), la Universidad de Alicante (UA) ha accedido a la petición del hijo de un alférez del Ejército franquista que ejerció de secretario judicial en uno de los consejos militares que condenaron a muerte a Miguel Hernández. El familiar de Antonio Luis Baena Tocón solicitó a la UA que “se proceda a acordar la eliminación de los datos personales” de su padre, que aparecen en varios artículos de Internet escritos por Juan Antonio Ríos Carratalá, catedrático de Literatura Española de esa misma institución. 

Según la Universidad, se trata de una decisión cautelar y provisional, adoptada a partir del informe de la delegación de Protección de Datos y una comisión tomará una determinación definitiva. La UA argumenta que “una vez realizada la ponderación considerando la licitud de la investigación científica, el interés de la publicación difundida, y en la medida que Antonio Luis Baena Tocón no alcanza la consideración de figura pública, se interpreta que debe garantizarse la protección de supresión y el derecho al olvido digital del afectado”. 

A expensas de lo que decida finalmente la Universidad y de los eventuales recursos de una y otra parte, parece cuando menos discutible la delimitación que se ha hecho del alcance del derecho al olvido en relación con la libertad de investigación académica y su correspondiente difusión.

Hay que recordar, en primer lugar, que la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea C-131/12, de 13 de mayo de 2014, que dio respuesta a una cuestión prejudicial planteada por la Audiencia Nacional, y de la que surgió el llamado “derecho al olvido”, insistió en que “el interesado puede, habida cuenta de sus derechos con arreglo a los artículos 7 y 8 de la Carta, solicitar que la información de que se trate ya no se ponga a disposición del público en general mediante su inclusión en tal lista de resultados” y que “estos derechos prevalecen, en principio, no sólo sobre el interés económico del gestor del motor de búsqueda, sino también sobre el interés de dicho público en encontrar la mencionada información en una búsqueda que verse sobre el nombre de esa persona”. Sin embargo, y esta frase es determinante, “tal no sería el caso si resultara, por razones concretas, como el papel desempeñado por el mencionado interesado en la vida pública, que la injerencia en sus derechos fundamentales está justificada por el interés preponderante de dicho público en tener, a raíz de esta inclusión, acceso a la información de que se trate…” Y si, como es el caso, el padre del solicitante participó como secretario judicial en un consejo militar parece que eso implica el desempeño de una función pública que tiene trascendencia social -y más repercusión todavía si el condenado fue el poeta Miguel Hernández-. 

En la misma línea, el Tribunal Supremo (sentencia 545/2015, de 15 de octubre) concluyó que el interés público “puede justificar que, cuando se trata de personas de relevancia pública, una información sobre hechos que afectan a su privacidad o a su reputación, aun sucedidos mucho tiempo atrás, esté vinculada a sus datos personales en un tratamiento automatizado como el que suponen las consultas a través de motores de búsqueda en Internet que indexan los datos personales existentes en las hemerotecas digitales. Las relaciones sociales se basan en buena medida en la información que tenemos de los demás, y el capital moral con que cuenta cada persona depende, en parte, del grado de confianza que inspire su trayectoria vital. Por eso, cuando concurra este interés en la información, está justificado que puedan ser objeto de tratamiento automatizado informaciones lesivas para la privacidad y la reputación, vinculadas a los datos personales, siempre que sean veraces, cuando se trata de personas de relevancia pública, aunque los hechos hayan sucedido hace mucho tiempo…” 

Sostiene el solicitante del olvido que “el motivo que le ha llevado a demandar el derecho de supresión de datos es que su padre, “como todo el mundo, tuvo sus fallos y sus virtudes”, pero ha visto “reescrita” su vida. “Lo presentan como verdugo y fue una víctima más. Para colmo, víctima del bando republicano (a pesar de que fue donde tuvo más amigos) y víctima del bando nacional…”, señala. “Me vi desbordado por las publicaciones y lo puse en manos de mi abogado. Estoy descubriendo muchos aspectos que mi padre nunca dio a conocer”, y añade: “Ahora lo valoro mucho más, estoy convencido de que merece que alguien enderece los renglones que alguien se ha empeñado en torcer…” 

Es legítima su preocupación por la imagen de su padre que puede resultar de la difusión del hecho que aquí se comenta pero estamos hablando de que participó, ejerciendo una función pública, en un proceso que, como muchos de los llevados a cabo la Dictadura, fue un remedo de juicio, sin las mínimas garantías para los procesados. Y el “derecho al olvido”, como ha declarado el Tribunal Supremo en la citada sentencia, “no ampara que cada uno construya un pasado a su medida, obligando a los editores de páginas web o a los gestores de los motores de búsqueda a eliminar el tratamiento de sus datos personales cuando se asocian a hechos que no se consideran positivos”. 

Es importante insistir en que no se menciona al señor Baena Tocón por algo relacionado con su «vida privada» sino por una actividad «pública» y, como ha reiterado el Tribunal Constitucional,  «las autoridades y funcionarios públicos, así como los personajes públicos o dedicados a actividades que conllevan notoriedad pública «aceptan voluntariamente el riesgo de que sus derechos subjetivos de personalidad resulten afectados por críticas, opiniones o revelaciones adversas y, por tanto, el derecho de información alcanza, en relación con ellos, su máximo nivel de eficacia legitimadora, en cuanto que su vida y conducta moral participan del interés general con una mayor intensidad que la de aquellas personas privadas que, sin vocación de proyección pública, se ven circunstancialmente involucradas en asuntos de trascendencia pública, a las cuales hay que, por consiguiente, reconocer un ámbito superior de privacidad, que impide conceder trascendencia general a hechos o conductas que la tendrían de ser referidos a personajes públicos» (por todas, STC 172/1990, de 12 de noviembre, FJ 2, y la muy reciente STC 58/2018, de 4 de junio, FJ 7).

Por otra parte, y aunque lo descrito ocurrió hace décadas, la cuestión clave no es esa porque de ser así habría que borrar datos históricos y merecedores de ser recordados por el mero hecho del transcurso del tiempo. Al respecto, la reciente Ley Orgánica 3/2018, que adapta el ordenamiento jurídico español al Reglamento (UE) 2016/679 del Parlamento Europeo y el Consejo, de 27 de abril de 2016, relativo a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de sus datos personales y a la libre circulación de estos datos, al regular en su artículo 93 el “derecho al olvido en búsquedas de Internet” prevé que “toda persona tiene derecho a que los motores de búsqueda en Internet eliminen de las listas de resultados que se obtuvieran tras una búsqueda efectuada a partir de su nombre los enlaces publicados que contuvieran información relativa a esa persona cuando fuesen inadecuados, inexactos, no pertinentes, no actualizados o excesivos o hubieren devenido como tales por el transcurso del tiempo, teniendo en cuenta los fines para los que se recogieron o trataron, el tiempo transcurrido y la naturaleza e interés público de la información”.

En el caso que comentamos los datos que se ofrecen en las publicaciones académicas no parecen inadecuados, inexactos o impertinentes ni tampoco el tiempo transcurrido ha hecho que desaparezca el interés público por esa información (veracidad y relevancia pública de la información exigidas en la citada STC 58/2018, de 4 de junio, FJ 8). Lo importante desde el punto de vista de los derechos de los descendientes del señor Baena Tocón sería que no se deformara o distorsionase lo que hizo en su día ejerciendo una función pública pero mientras eso no ocurra no tienen «derecho» a que se olvide académica y socialmente su intervención, cuando menos no merecedora de elogio, en un proceso histórico.

Proceso penal y proceso social: a propósito del caso «La Manada».

El próximo 21 de junio de 2019, en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, se escuchará en vista pública la exposición de los recursos de casación presentados contra la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Navarra que confirmó, en noviembre de 2018, las condenas de 9 años de prisión para los miembros de ‘La Manada’ por un delito de abuso sexual con prevalimiento en los Sanfermines de Pamplona de 2016. Han presentado recurso todas las partes y tanto la Fiscalía, la acusación particular que representa a la víctima, como las acusaciones populares -en representación del Gobierno de Navarra y del Ayuntamiento de Pamplona- solicitan que se condene por agresión sexual en vez de por abuso, lo que supondría una notable elevación de la pena. La defensa pedirá su absolución. 

En las líneas siguiente reproduzco una parte de un texto algo más amplio –“Proceso penal y proceso social (A propósito del caso “La Manada”)- incluido en el número monográfico que la revista El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho publicó sobre este asunto: “Las huellas de La Manada”

Entre las numerosas críticas que suscitó el fallo de la Audiencia Provincial de Navarra hubo una cierta coincidencia, aunque se expresara de modos diferentes, en calificarlo de “incorrecto”, cuando no de “injusto”; de hecho, una de las frases más usadas en los carteles que se mostraron de manera reiterada en las manifestaciones de protesta decía, textualmente, “¡No es abuso, es violación!”. 

Esta crítica no carece, ni mucho menos, de fundamento jurídico y en ella han incidido varios penalistas. Yo, sin serlo, me atrevo a comentar que la propia sentencia podría abonar esa objeción dado que después de describir los hechos considerados probados en unos términos que parecen implicar la existencia de “intimidación” y, por tanto, de agresión sexual, finalmente concluyó que no hubo tal cosa sino una situación de prevalimiento y, en consecuencia, el delito cometido fue el de abuso sexual. 

Pero lo que llama la atención no es tanto, o no solo, la crítica en sí al pronunciamiento judicial sino el hecho de que muchas de las discrepancias con el fallo no las hicieron personas “técnicas en Derecho” y, sobre todo, en no pocos casos, como cabe deducir del momento de su emisión, se llevaron a cabo sin que quienes las formularon hubieran leído la sentencia y a partir exclusivamente de la información que aportaban los medios de comunicación y/o de las opiniones y comentarios que se expresaron en las redes sociales, donde etiquetas como #LaManada, #YoSíTeCreo, #NoEsNo, #JusticiaPatriarcal,…, se emplearon cientos de miles de veces -se habla de más de 466.000 en las tres primeras horas siguientes a la lectura pública de la sentencia- y convirtieron los comentarios a la resolución judicial en el “tema del momento”. 

En suma, no resulta exagerado afirmar que para muchísimas personas nos encontramos ante una sentencia manifiestamente “injusta” y por la que los magistrados que la redactaron han quedado deslegitimados para ejercer la función jurisdiccional, cuando menos en casos similares al aquí comentado. Esta conclusión es muy probable que resultara reforzada para los más críticos cuando poco tiempo después -el día 21 de junio- el mismo órgano judicial acordó que los condenados en primera instancia quedaran en libertad provisional, aunque sometidos a una serie de medidas cautelares, mientras no se resuelvan los recursos presentados por las acusaciones y la defensa. 

Todo este rechazo social se produjo a pesar -o quizá precisamente por ello- de que tanto en el desarrollo del juicio como a la hora de pronunciarse sobre el mantenimiento en prisión de los condenados una y otra resolución se ajustaron a un procedimiento altamente formalizado y diseñado de manera previa en la Ley de Enjuiciamiento Criminal para garantizar derechos fundamentales básicos de cualquier Estado democrático como la presunción de inocencia, la no obligación de declarar contra uno mismo, la posibilidad de presentar todo tipo de pruebas, el mantenimiento en libertad de los acusados e, incluso, de los condenados mientras no haya sentencia firme ni temor fundado a la reiteración delictiva o a la fuga de los presuntos culpables… 

Se observa que en procesos como el que nos ocupa estas garantías formalizadas a veces son interpretadas por una parte de la sociedad como rituales excesivos y ralentizadores de la verdadera justicia y, en última instancia, como una nueva y, quizá, más dolorosa vulneración de los derechos de la víctima. Y ello a pesar de que, como es bien sabido, todos esos formalismos y garantías, que en ocasiones resultan irritantes para muchos, existen, precisamente, para que tanto la gente sin formación jurídica como, por supuesto, los técnicos en Derecho estén dispuestos a aceptar de antemano una resolución que puede limitar de manera drástica y, en ocasiones, muy duradera un derecho tan “fundamental” como la libertad personal, limitación que se nos impone sin contar con nuestra aquiescencia y que irá acompañada, si fuera preciso, del uso de la coacción por parte del aparato del Estado para hacerla efectiva. 

¿De dónde les viene su legitimidad a las decisiones judiciales? ¿Por qué socialmente estamos dispuestos a asumir un resultado como el que puede derivarse de una sentencia contraria a nuestras pretensiones cualquiera que sea el orden jurisdiccional en el que se adopte? En esencia, del hecho de tratarse de resoluciones adoptadas por órganos del Estado que no tienen otra misión que garantizar la aplicación de un ordenamiento aprobado a través de métodos democráticos por órganos de impronta política, como los Parlamentos y, en algunos países, por el propio pueblo a través de los referendos legislativos. 

Y esa función jurisdiccional adquiere especial relevancia en el ámbito penal para evitar cualquier desviación de la potestad punitiva del Estado; en palabras de Ignacio de Otto, “en el Estado de Derecho se prefiere la posibilidad de que quede impune un delito a la de que sea castigado un inocente, y no solo por la seguridad de éstos, sino también porque la legitimidad de la represión penal deriva de la estricta sumisión al principio de legalidad, y el castigo se hace aceptable en cuanto su aplicación está sujeta a criterios y procedimientos que no tratan ante todo de asegurar la eficacia de la represión, sino también y primordialmente la seguridad del ciudadano frente a ella. El Derecho penal protege ciertos bienes frente a los delitos, pero al mismo tiempo protege al ciudadano frente al poder punitivo, y la legitimidad de los actos aplicativos requiere que provengan de quien tiene la función de aplicar la legalidad y no perseguir a los delincuentes” («Estudios sobre el Poder Judicial”, Obras completas, Universidad de Oviedo/CEPC, Oviedo, 2010, pág. 1274). 

En esta línea, la propia Constitución ya delimita la potestad punitiva del Estado al establecer la prohibición de la aplicación retroactiva de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos, el derecho fundamental a la presunción de inocencia, a la asistencia letrada, a no declarar contra uno mismo, a no confesarse culpable; también reconoce el principio de legalidad penal, la prohibición a la Administración civil de imponer sanciones que, directa o indirectamente, impliquen privación de libertad,… Todo ello se orienta, como decía el profesor de Otto, no a promover la mayor eficacia de la represión, sino a tutelar los derechos de cualquier persona sometida a un juicio penal, incluido quienes a ojos de la comunidad parezcan los criminales más abyectos y merecedores de castigo. 

Precisamente porque esa misión de tutela del ordenamiento podría estar en peligro en determinadas circunstancias -amistad o enemistad de los juzgadores con alguna de las partes del proceso, intereses propios en el concreto asunto objeto de enjuiciamiento, ideas preconcebidas (pre-juicios) sobre los hechos acontecidos…- se prevén mecanismos como las abstenciones y recusaciones de quienes ejercen la función jurisdiccional. Por si fuera poco, los órganos judiciales no juzgan “de oficio”, tampoco en un ámbito como el penal en el que claramente pueden estar en juego intereses públicos, sino que actúan cuando alguien se lo pide (el Ministerio Fiscal, las acusaciones particular o popular…). 

En suma, en un Estado democrático el ejercicio de la función jurisdiccional, entendida como la aplicación del Derecho de modo potencialmente irrevocable a un caso concreto, se confía a órganos judiciales independientes cuyas decisiones gozan de legitimidad social porque aquéllos únicamente están sometidos a la Ley y no a las órdenes, instrucciones o presiones de nadie. No se quiere decir con ello que tales presiones no existan sino que se dota a quienes ejercen funciones jurisdiccionales de un estatuto que les ampara frente a dichas interferencias (por ejemplo, y por mandato constitucional, no se puede trasladar, suspender, sancionar o jubilar a quien forme parte del Poder Judicial salvo en los casos y con arreglo a los procedimientos legalmente previstos) pero también, y como lógica contrapartida, jueces y magistrados están sujetos a eventuales responsabilidades (penal, civil o disciplinaria) si desarrollan su tarea de manera ilegal: es bien sabido que un gran poder debe implicar una gran responsabilidad. 

Como es obvio, independencia judicial no es sinónimo, ni mucho menos, de infalibilidad y por ello existe el derecho a presentar uno o varios recursos contra las resoluciones que entendamos perjudiciales para nuestros intereses o, directamente, contrarias a la Ley. Pero incluso así pueden perpetuarse errores o decisiones judiciales desacertadas, cuando no delictivas (prevaricación), porque ningún sistema es perfecto; seguirá, no obstante, gozando de legitimidad social en tanto se trate de excepciones en un contexto generalizado de funcionamiento conforme con las normas que nos hemos dado y en la medida en que se les exijan responsabilidades a quienes cometan errores o delitos en el ejercicio de la función jurisdiccional. 

Volviendo a la sentencia del caso “La Manada”, es indudable que ha sido dictada por un órgano judicial preexistente al caso -la Audiencia Provincial de Navarra-, conformado de manera legal y sometido en su proceder a las normas vigentes en la materia (Código penal, Ley de enjuiciamiento criminal,…). En mi opinión, adoptó una decisión infrecuente sobre el desarrollo del juicio oral -todo, y no únicamente la declaración de la víctima, se desarrolló a puerta cerrada- y ha redactado una sentencia “atípica”, al menos en lo que respecta a la minuciosidad con la que se describen los hechos. Son también “atípicos”, por emplear un adjetivo relativamente neutral, la extensión y, sobre todo, el tono del voto particular.   

No obstante, estoy convencido de que estas peculiaridades en el desarrollo del juicio, incluido el lenguaje y el sentido del voto discrepante, no hubieran llamado la atención social de haber desembocado en un fallo que asumiera la existencia de varios delitos de violación; en puridad, y de acuerdo con el vigente Código penal, de agresión sexual. Creo que aquí se evidencia la diferencia, señalada por Winfried Hassemer, entre lo “correcto” socialmente y lo “defendible” jurídicamente (¿Por qué castigar? Razones por las que merece la pena la pena, Tirant lo Blanch, Valencia, 2016, pág. 45): lo correcto para un sector importante de nuestra sociedad hubiera sido certificar que hubo tal agresión sexual porque esas personas están convencidas de que se empleó violencia o, cuando menos, intimidación; no pocos juristas también han llegado a esa conclusión pero la alcanzan no por la vía de enjuiciar la corrección, en términos de justicia, del fallo sino argumentando que ese sería un resultado “defendible” de acuerdo con lo previsto en el Código penal aunque admitiendo al mismo tiempo buena parte de esos juristas que la condena por abuso sexual no es una decisión “indefendible” en términos jurídicos si, como parece obligado, nos atenemos al mismo Código penal. 

Sea como fuere, y a la espera de lo que pueda resolverse ahora por el Tribunal Supremo, cabe concluir recordando algo obvio: una justicia democrática no es la que resuelve los casos atendiendo a la opinión mayoritaria de la ciudadanía ni la que busca fallos “correctos”, sino la que actúa conforme a lo previsto en normas aprobadas, de forma directa o indirecta, por aquella ciudadanía, que, por supuesto, podrá instar el cambio de las leyes cuando las estime injustas o desacertadas. Ni siquiera el tribunal del jurado, que no conoce en España de los casos de agresión sexual o abuso, es una muestra de “justicia popular” sino de participación ciudadana en la función jurisdiccional estatal, pues se constituye, opera y decide con arreglo a lo previsto en la Ley que lo regula. Y es que, en palabras de Hassemer, “mientras vivamos con control social necesitamos un control social que formalice la imposición de la norma: que someta a un control democrático a los mandatos y prohibiciones y los haga públicos, formalice las sanciones con claridad y las mida con prudencia, y que proteja con toda determinación, allí donde sea necesario, a las personas afectadas por procesos penales. Un Derecho penal que logre eso podría ser “nuestro Derecho penal…”

El efecto desaliento de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana sobre el ejercicio de derechos en las calles

Henri Lefevbre reivindicó en La revolución urbana el desorden propio de las ciudades porque cumple funciones informativas, simbólicas y de esparcimiento y, en suma, porque revela la existencia de vida social. Ese desorden resulta estigmatizado por la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, para la protección de la seguridad ciudadana (LOPSC), que aspira a lograr una “tranquilidad” de la que considera son enemigos quienes llevan sus reivindicaciones a las vías públicas, quienes emiten imágenes “sin autorización policial” en los espacios virtuales; incluso, los que simplemente tratan de encontrar en las calles una forma de sobrevivir (se considera infracción a la seguridad ciudadana la venta ambulante no autorizada). 

Una manera de combatir ese “desorden” es generar entre los que lo practican un “efecto desaliento” mediante la imposición de frecuentes y, relativamente, cuantiosas sanciones económicas, a veces de mayor importe que el que supondría un castigo penal, y a través de un procedimiento en el que las “denuncias, atestados o actas formulados por los agentes de la autoridad en ejercicio de sus funciones que hubiesen presenciado los hechos,…, constituirán base suficiente para adoptar la resolución que proceda, salvo prueba en contrario” (art. 52 LOPSC). 

Los datos sobre actuaciones en materia de protección de la seguridad ciudadana publicados por el Ministerio del Interior son ilustrativos de esta potencia desalentadora sobre el ejercicio de derechos fundamentales en las calles; veamos algunos ejemplos: el artículo 37.1 LOPCS sanciona incumplimientos formales de la Ley Orgánica que regula el derecho de reunión aunque los mismos no generen inseguridad ciudadana: si en 2016 se impusieron 131 sanciones que, en conjunto, ascendieron a 19.940 euros, en 2017 (última información disponible) las sanciones subieron a 138 y la cuantía total a 23.140 euros. Cabe recordar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso Yılmaz Yıldız y otros c. Turquía, de 14 de octubre de 2014) resolvió, entre otras cosas, que toda concentración o manifestación en un lugar público provoca ciertas molestias en la vida cotidiana y es importante que las Autoridades muestren cierto nivel de tolerancia ante esas reuniones si son pacíficas; que la imposición de sanciones administrativas por participar en una manifestación pacífica resulta desproporcionada y no necesaria para mantener el orden público y que esa sanción puede tener un efecto desaliento y actuar como desincentivo para participar en reuniones semejantes. 

En segundo lugar, el artículo 36.23 LOSC considera infracción grave “el uso no autorizado de imágenes o datos personales o profesionales de autoridades o miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad…” Según los datos del Ministerio del Interior en 2016 se impusieron 32 sanciones (19.377 euros) y en 2017 41 veces (25.695 euros). Esta previsión legal es de muy dudosa constitucionalidad; en primer lugar, porque las autoridades y miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad ejercen funciones públicas de extraordinaria relevancia y están sujetas, en dicho ejercicio, al control ciudadano y de los poderes públicos, lo que debe implicar que, con carácter general, la regla sea la contraria: el derecho a recabar fotos o datos, premisa aceptada en su día en la Ley Orgánica 1/1982 de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. En esta línea se han manifestado tanto el TEDH –caso Sürek c.  Turquía (número 2) de 8 julio 1999- como el Tribunal Constitucional (STC 72/2007, de 16 de abril), que avaló la publicación de una foto en la que se identificaba a una agente de la policía local de Madrid que participó en un desahucio. Por si fuera poco, el artículo 36.23 establece una censura previa, prohibida expresamente por el artículo 20 de la Constitución (CE), al aludir al uso no autorizado de imágenes y datos (véase la STC 187/1999, de 25 de octubre). 

En tercer término, constituyen infracción grave “los actos de obstrucción que pretendan impedir a cualquier autoridad, empleado público o corporación oficial el ejercicio legítimo de sus funciones, el cumplimiento o la ejecución de acuerdos o resoluciones administrativas o judiciales, siempre que se produzcan al margen de los procedimientos legalmente establecidos y no sean constitutivos de delito” (art. 36.4 LOPSC). Se sancionarán así las actuaciones que han tratado de frenar o demorar los desahucios pero no queda claro, lo que es especialmente importante al ser infracción grave, qué tipo de actos deben ser ni si tienen que ser claros y adecuados para impedir el mencionado cumplimiento de resoluciones administrativas o judiciales. Las estadísticas del Ministerio del Interior informan que en 2016 se impusieron 355 sanciones por valor de 220.636 euros; en 2017 408 sanciones por un monto de 248.639 euros. 

En cuarto lugar, el artículo 37.4 LOPSC tipifica como infracción leve “las faltas de respeto y consideración cuyo destinatario sea un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ejercicio de sus funciones de protección de la seguridad, cuando estas conductas no sean constitutivas de infracción penal”. Es llamativo el elevado número de sanciones que se han justificado en este precepto: 19.497 en 2016 que ascendieron a 3.006.761 euros y 21.122 en 2017 por un importe de 3.099.743 euros. 

Si resulta que convocar una manifestación pacífica incumpliendo algún requisito formal, tomar y divulgar fotos de los agentes de la autoridad sin su consentimiento, oponerse de forma pacífica a un desahucio o faltar al respeto a un miembro de las fuerzas de seguridad -a juicio del propio agente- tiene como consecuencia una multa, en unos casos (primero y cuarto) de entre 100 y 600 euros y, en otros (segundo y tercero), de entre 601 y 30.000, no parece exagerado pensar que se está generando “un efecto … disuasor o desalentador del ejercicio de los derechos fundamentales implicados en la conducta sancionada” (STC 136/1999, de 20 de julio; STEDH de 22 de febrero de 1989, Barfod c. Noruega). 

Por todo ello, y aunque ya se presentó un recurso de inconstitucionalidad contra estos preceptos de la LOSC, no resuelto cuando escribo estas líneas, no estaría de más que desde los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa se elevarán, cuando corresponda, las oportunas cuestiones de inconstitucionalidad.

Texto publicado en el Boletín de Juezas y jueces para la democracia, 34 Congreso, «La defensa de los derechos conquistados: libertades en tela de juicio» (puede descargarse el Boletín en formato pdf), junio de 2019.