Durante el mandato del Gobierno presidido por Pedro Sánchez se han aprobado y publicado en el BOE (en el momento de escribir estas líneas) 31 Decretos-leyes, lo que supone el número más alto de normas de esta naturaleza en un período de tiempo equivalente desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978 (CE).
Como es bien sabido, el Decreto-ley (D-L) es una norma con rango de ley (puede modificar y derogar disposiciones legales preexistentes) prevista por la CE para que el Gobierno pueda actuar de manera rápida y ágil en casos “de extraordinaria y urgente necesidad” (art. 86.1). Además de este límite formal, hay también restricciones materiales: “no podrán afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al Derecho electoral general”.
Esta herramienta jurídica en manos del Ejecutivo ha encontrado su fundamento en el desarrollo del Estado social y en la necesidad de hacer frente de manera inmediata a circunstancias que no se han podido prever de antemano -a eso se refiere la exigencia de una “necesidad extraordinaria”- y que demandan la adopción de disposiciones normativas de alcance legal sin que quepa esperar a su aprobación a través del procedimiento legislativo, incluido el propio “procedimiento de urgencia para la tramitación parlamentaria de las leyes” (SSTC 31/2011, de 17 de marzo, FJ 4; 137/2011, de 14 de septiembre, FJ 6, y 100/2012, de 8 de mayo, FJ 8) -motivo por el que se habla de “urgente necesidad”-
Quien aprecia si estamos ante una situación extraordinaria -imprevista- y que precisa inmediata respuesta legal -urgente- es el propio Gobierno pero, como ha reiterado el Tribunal Constitucional (véase a modo de ejemplo la STC 61/2018, de 7 de junio), el concepto de extraordinaria y urgente necesidad que contiene la Constitución no es, en modo alguno, “una cláusula o expresión vacía de significado dentro de la cual el lógico margen de apreciación política del Gobierno se mueva libremente sin restricción alguna, sino, por el contrario, la constatación de un límite jurídico a la actuación mediante decretos-leyes”, razón por la cual, este Tribunal puede, “en supuestos de uso abusivo o arbitrario, rechazar la definición que los órganos políticos hagan de una situación determinada” (SSTC 100/2012, de 8 de mayo, FJ 8; 237/2012, de 13 de diciembre, FJ 4, y 39/2013, de 14 de febrero, FJ 5).
No parece que en estos últimos nueve meses hayamos estado en una situación continuada de “extraordinaria y urgente necesidad”. ¿Es, pues, un “escándalo” el recurso al D-L? Yo diría que sí.
También diría que fue escandaloso en Legislaturas anteriores, cuando se acudió a esta figura contando el Gobierno -por ejemplo, el presidido por Mariano Rajoy entre 2011 y 2015- con mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, lo que le permitía sacar adelante sin problema alguno, pero con “luz y taquígrafos”, cualquier proyecto legislativo gubernamental: en el período 2011-2015 los Decretos-leyes supusieron casi el 50% del total de normas legales aprobadas (76 sobre 160).
Esta tendencia al abuso del Decreto-ley no ha encontrado freno adecuado ni en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, a veces muy deferente con el Gobierno y casi siempre muy demorada en el tiempo, ni en el propio Congreso de los Diputados, Cámara encargada de supervisar, convalidando o rechazando, el recurso al Decreto-ley por parte del Gobierno. A este respecto, es especialmente llamativo que en los últimos meses se hayan convalidado no pocos Decretos-leyes con el voto favorable o, al menos, sin el voto contrario de los grupos mayoritarios de la oposición; también que teniendo legitimación para ello el Grupo Popular no haya recurrido al Tribunal Constitucional casi ninguno de esos Decretos (sí lo hizo con el Real Decreto-ley 4/2018, de 22 de junio, por el que se concreta, con carácter urgente, el régimen jurídico aplicable a la designación del Consejo de Administración de la Corporación RTVE y de su Presidente).
En suma, en los últimos años el uso del Decreto-ley ha devenido en no pocas ocasiones en un escándalo pero, visto desde los ámbitos político e institucional de nuestro país, más que ante el escándalo hiperbólico de Rafael nos hemos instalado en el escándalo hipócrita y contenido al que apelaba el capitán Renault, que si tuviera que detener a los sospechosos habituales debería ordenar una gran redada en el Congreso de los Diputados. No cabe, pues, albergar muchas esperanzas de que en la nueva Legislatura las cosas vayan a ser muy diferentes y es que entre el Gobierno -el que sea- y el Decreto-ley se ha consolidado una hermosa amistad.
Será o no será escandaloso en función de que se den, o no, las circunstancias de urgente necesidad ¿no?. La situación de «prequiebra» (como la denominó Mariano en el juicio del golpe catalán) que vivió España durante la penosa legislatura podía justificar seguramente su uso en algún caso. Hace usted un apunte muy significativo: la casi ausencia de votos contrarios y recursos. Claro que el problema también puede ser de vagancia del legislativo…
Saludos,
Si se dan las circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad no habría escándalo alguno; al contrario, sería un ejercicio constitucionalmente adecuado de una atribución del Gobierno pero creo que en la mayoría de los casos no se han dado: las situaciones eran previsibles (no extraordinarias) y/o se podrían regular por el procedimiento legislativo ordinario o de urgencia. Saludos y muchas gracias por el comentario.
Uno de los cúlmenes del esperpento en el uso de la figura del real decreto-ley -no me atrevo a decir que es el mayor de todos, porque ha habido competencia en este sentido- es la declaración que hizo Pedro Sánchez cuando vio que el asunto del Valle de los Caídos se estaba enquistando: «Si hemos esperado cuarenta años, no importará esperar unos días más».
Confróntese esta frase con la «extraordinaria y urgente necesidad» que marca el art. 86 CE…
Por lo demás, es claro para cualquier jurista que prácticamente ninguno de los reales decretos-leyes de estos últimos tiempos soportaría un juicio de constitucionalidad en el caso de que el TC los analizara -y no mediasen intereses de oportunidad política en su juicio, claro-.
Es sabido que en la práctica no se podían regular por el procedimiento legislativo ordinario o de urgencia. ¿Por qué? Porque la mayoría del órgano de gobierno de la Congreso, la Mesa, no coincidente con la mayoría del pleno, bloqueó -siempre que le interesó- la iniciativa legislativa del Gobierno mediante la impúdica prórroga ad nauseam de los plazos de presentación de enmiendas, hurtando de ese modo al pleno la posibilidad de pronunciarse sobre las iniciativas legislativas del Gobierno. Cierto que una patología no justifica otra, pero hay que decirlo todo.
El bloqueo merecería un comentario específico. Gracias por tu apunte.
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