Decía Hans Kelsen hace casi cien años en De la esencia y valor de la democracia que “se tiene por perfectamente natural el privilegio sobre el que se erige el instituto de la nacionalidad, porque se considera —un error que procede precisamente de la tendencia a la limitación de los derechos políticos— que es una institución conceptualmente esencial para el Estado. Con todo, la experiencia política más reciente demuestra que los derechos políticos no tienen que estar necesariamente vinculados a la nacionalidad”.
Pues bien, esa vinculación entre concretos derechos políticos como el sufragio activo y pasivo y la nacionalidad sigue presente en la inmensa mayoría de los países democráticos y, como prueba, en las elecciones al Congreso de los Diputados y al Senado del 28 de abril, así como en los comicios al parlamento valenciano -también del 28 de abril- y a otras 12 cámaras legislativas autonómicas del 26 de mayo no podrán votar ni ser candidatos las personas extranjeras residentes en España; tampoco las que tienen autorización de residencia permanente tras cinco años de residencia legal.
¿Es aceptable en términos democráticos mantener a dichas personas como integrantes del pueblo gobernado sin que puedan ser pueblo gobernante? En mi opinión, no: las personas, nacionales o extranjeras, sujetas a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1 de la Constitución española, CE) de manera indefinida en el tiempo —pueblo gobernado—, deben poder autogobernarse políticamente sin necesidad de cambiar de nacionalidad o adquirir la del lugar de residencia, pues una frontera infranqueable entre extranjería y ciudadanía no es compatible con una configuración plenamente democrática de la Constitución.
Debe recordarse que el ordenamiento, entendido desde una perspectiva normativa, no considera a los individuos en cuanto tales como el contenido de las normas jurídicas, sino que atribuye esa condición a los hechos conectados a una conducta humana. Lo que aquí se propone es que esa conducta sea la residencia continuada en un determinado territorio. Desaparecería así la diferencia jurídica, incompatible con la democracia, entre «ciudadanos activos» y «ciudadanos pasivos», entre personas que deciden y personas que únicamente soportan la decisión. Y, en rigor, en democracia no cabría hablar de «ciudadanos pasivos», pues la ciudadanía presupone la posibilidad jurídica de decidir, de participar, con independencia de que, de hecho, se intervenga o no.
De esta manera, no importaría tanto el derecho que en abstracto habilita a residir (la nacionalidad, la condición de ciudadano comunitario, el permiso de residencia permanente en el caso de las personas extracomunitarias) sino el ejercicio efectivo y concreto de ese derecho de residencia. Por esta razón las «derechos de gobierno» deberían ampliarse cuanta mayor fuera la pertenencia/permanencia (caso de los nacionales que residen en el propio territorio y de los extranjeros que por una u otra vía también residen de manera indefinida) y se reducirían cuanto menor sea dicha pertenencia/permanencia (caso de los nacionales que pasan a residir de manera prolongada en otro país y de los extranjeros una vez que dejan de ser residentes).
En España esta situación es algo decidido por la Constitución, que en el artículo 13.2 prevé que “solamente los españoles serán titulares de los derechos reconocidos en el artículo 23, salvo lo que, atendiendo a criterios de reciprocidad, pueda establecerse por tratado o ley para el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales”. Por tanto, una eventual incorporación de los extranjeros residentes al pueblo gobernado que actúa en los procesos electorales como pueblo gobernante exige una reforma del citado precepto, como ya ocurrió en 1992 para hacer posible el derecho de sufragio pasivo de los extranjeros bien por ser nacionales de países de la Unión Europea o por serlo de Estados no comunitarios con los que exista un acuerdo de reciprocidad.
Y el criterio de cinco años de residencia legal fijado en las Constituciones de Chile y Ecuador parece un término razonable para que cualquier no nacional pueda participar con plenitud de derechos democráticos en la vida política del Estado en el que reside. Ese es también el plazo que la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, fija para la obtención de la llamada «residencia de larga duración».
Según datos oficiales a 31 de diciembre de 2018 estaríamos hablando de la incorporación al censo electoral de 2.743.468 personas, que deberían formar parte de la que Habermas llama “nación de ciudadanos”, que encuentra su identidad no en rasgos comunes de tipo étnico-cultural, sino en la praxis de personas que ejercen activamente sus derechos democráticos de participación y comunicación.
Una exposición más extensa y argumentada puede leerse aquí.