70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Como es sabido, se han cumplido 70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948 en su Resolución 217 A, a la que la Constitución española dedicó, en su artículo 10.2, una mención expresa según la cual “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”. 

Este precepto encuentra un precedente, con un contenido obviamente muy distinto, en la Constitución de 1931, cuyo artículo 7 disponía que “el Estado español acatará las normas universales del Derecho internacional, incorporándolas a su derecho positivo» y enlaza, en términos de Derecho comparado, con la Constitución Portuguesa de 1976, cuyo artículo 16.2 prevé que «los preceptos Constitucionales y legales relativos a derechos fundamentales deberán ser interpretados e integrados en armonía con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.» 

El actual artículo 10.2 no estaba incluido en el Anteproyecto de Constitución ni se añadió en el Informe de la Ponencia del Congreso de los Diputados y se incorporó en el Dictamen de la Comisión Constitucional del Senado, diferenciándose la propia Declaración Universal (DUDH) de los tratados y acuerdos que hayan sido ratificados por España. En palabras del Tribunal Constitucional, “esa decisión del constituyente expresa el reconocimiento de nuestra coincidencia con el ámbito de valores e intereses que dichos instrumentos protegen, así como nuestra voluntad como Nación de incorporarnos a un orden jurídico internacional que propugna la defensa y protección de los derechos humanos como base fundamental de la organización del Estado” (STC 91/2000, de 30 de marzo, FJ 7). 

Ahora bien, en cuanto al valor jurídico que ha supuesto esta mención, hay que recordar, en primer término, que no tiene consecuencia alguna sobre la posición que ocupan las normas internacionales en el ordenamiento español ni sobre la forma de incorporación de las mismas, cuestiones que están reguladas en los artículos 93 a 96 de la CE (Capítulo III del Título III). 

En segundo lugar, el artículo 10.2 “no da rango constitucional a los derechos y libertades internacionalmente proclamados en cuanto no estén también consagrados por nuestra propia Constitución, pero obliga a interpretar los correspondientes preceptos de ésta de acuerdo con el contenido de dichos tratados o convenios, de modo que en la práctica este contenido se convierte en cierto modo en el contenido constitucionalmente declarado de los derechos y libertades que enuncia el capítulo segundo del título I de nuestra Constitución. Es evidente, no obstante, que cuando el legislador o cualquier otro poder público adopta decisiones que, en relación con uno de los derechos fundamentales o las libertades que la Constitución enmarca, limita o reduce el contenido que al mismo atribuyen los citados tratados o convenios, el precepto constitucional directamente infringido será el que enuncia ese derecho o libertad, sin que a ello añada nada la violación indirecta y mediata del art. 10.2 CE, que por definición no puede ser nunca autónoma, sino dependiente de otra, que es la que este Tribunal habrá de apreciar en su caso” (STC 36/1991, de 14 de febrero, FJ 5). 

En suma, el artículo 10.2 “no convierte a tales tratados y acuerdos internacionales en canon autónomo de validez de las normas y actos de los poderes públicos desde la perspectiva de los derechos fundamentales. Si así fuera, sobraría la proclamación constitucional de tales derechos, bastando con que el constituyente hubiera efectuado una remisión a las Declaraciones internacionales de derechos humanos o, en general, a los tratados que suscriba al Estado español sobre derechos fundamentales y libertades públicas. Por el contrario, realizada la mencionada proclamación, no puede haber duda de que la validez de las disposiciones y actos impugnados en amparo debe medirse sólo por referencia a los preceptos constitucionales que reconocen los derechos y libertades susceptibles de protección en esta clase de litigios, siendo los textos y acuerdos internacionales del art. 10.2 una fuente interpretativa que contribuye a la mejor identificación del contenido de los derechos cuya tutela se pide a este Tribunal Constitucional” (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 5). 

No obstante esta importante modulación de las consecuencias de la incorporación expresa de la DUDH al derecho español, la misma ha sido objeto de mención frecuente en disposiciones legislativas, estatales y autonómicas, tanto en las exposiciones de motivos como en el articulado, y en decisiones jurisdiccionales. Así, entre las primeras, y a título de ejemplo, cabe mencionar la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social (art. 3.2) o la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, en cuya exposición de motivos se recuerda que “Ya en el año 2004 la Organización Mundial de la Salud declaró que la venta de órganos era contraria a la Declaración Universal de Derechos Humanos”. 

En la misma línea va la mención a la DUDH que llevan a cabo diversos estatutos de autonomía, como el catalán, el andaluz o el valenciano: el primero prevé que “los poderes públicos de Cataluña deben promover el pleno ejercicio de las libertades y los derechos que reconocen el presente Estatuto, la Constitución, la Unión Europea, la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y los demás tratados y convenios internacionales suscritos por España que reconocen y garantizan los derechos y las libertades fundamentales” (art. 4.1) y el segundo que “todas las personas en Andalucía gozan como mínimo de los derechos reconocidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos y demás instrumentos europeos e internacionales de protección de los mismos ratificados por España, en particular en los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y en la Carta Social Europea” (art. 9.1). 

En el ámbito autonómico, y como meras muestras, la Ley asturiana 4/2006, de 5 de mayo, de Cooperación al Desarrollo menciona en su preámbulo la DUDH, al igual que la exposición de motivos de la Ley 13/2010, de 9 de diciembre, contra la violencia de género en Castilla y León o el preámbulo de la Ley aragonesa 10/2011, de 24 de marzo, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de morir y de la muerte

Por lo que respecta a las decisiones jurisdiccionales, la DUDH ha sido mencionada con cierta frecuencia por el Tribunal Constitucional, como ya se ha visto más arriba, y ello tanto cuando delimitó el alcance del artículo 10.2 CE como cuando se usó como criterio interpretativo para concretar el objeto de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, aunque en la mayoría de estos casos esa referencia va unida a la de textos internacionales con más “peso” jurídico como el Convenio Europeo de Derechos Humanos o a la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. 

Vemos, pues, que aunque sea a los meros efectos argumentativos, incluso retóricos, la DUDH sigue estando presente en las normas y sentencias que nos obligan y por ello cabe concluir, recordando unas palabras del profesor Javier de Lucas en la presentación del Congreso Internacional sobre el 70 aniversario de la DUDH, celebrado en Valencia del 10 al 12 de diciembre de 2018, que esta Declaración “es el umbral mínimo de esperanza. Se ha convertido en menos de un siglo en el rasero indispensable al que tienen que rendir homenaje, aunque sea hipócritamente, todos los que aspiran a la condición de autoridad. Y al hacerlo, malgre soi tantas veces, dan la oportunidad para que podamos criticarlos, rechazarlos e incluso juzgarlos, como sucede hoy a través de ese fruto de la Declaración que son la Convención de Roma y la jurisdicción universal. Un fruto aún no maduro, pero ya florecido”.

Eleanor Rooselvelt, que trabajó en la DUDH, leyéndola.

Breves apuntes sobre el juicio del «procés» (5): los testigos.

El día 27 de febrero comienza la declaración de los testigos en el juicio del “procés”. Su comparecencia y el carácter probatorio de sus testimonios está regulado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM), donde se prevé que “todos los que residan en territorio español, nacionales o extranjeros, que no estén impedidos, tendrán obligación de concurrir al llamamiento judicial para declarar cuanto supieren sobre lo que les fuere preguntado si para ello se les cita con las formalidades prescritas en la Ley (art. 410). 

El propio Tribunal Supremo ha definido a los testigos como las personas físicas que, sin ser parte en el proceso, son llamadas a declarar, según su experiencia personal, acerca de la existencia y naturaleza de los hechos conocidos con anterioridad al proceso, bien por haberlos presenciado como testigos directos, bien por haber tenido noticia de ellos por otros medios como testigos de referencia (sentencia de 20 de mayo de 2008). 

La Ley exime de este deber al Rey, la Reina, sus respectivos consortes, el Príncipe heredero y los Regentes del Reino y de la obligación de concurrir pero no de declarar, pudiendo informar por escrito sobre los hechos de que tengan conocimiento por razón de su cargo, al Presidente y los demás miembros del Gobierno; los Presidentes del Congreso de los Diputados y del Senado, el Presidente del Tribunal Constitucional, el Presidente del Consejo General del Poder Judicial, el Fiscal General del Estado y los Presidentes de las Comunidades Autónomas. También pueden declarar en su despacho diputados y senadores, magistrados del Tribunal Constitucional, Vocales del Consejo General del Poder Judicial y un largo etcétera de cargos institucionales (arts. 411 y 412 LECRIM). 

Los testigos comparecerán empezando por los propuestos por el Ministerio Fiscal, continuando con los propuestos por las demás acusaciones y, por último, por los propuestos por los procesados aunque el Presidente del Tribunal podrá alterar este orden a instancia de parte y aun de oficio cuando así lo considere conveniente para el mayor esclarecimiento de los hechos (art. 701 LECRIM). 

El Presidente preguntará al testigo acerca de las circunstancias expresadas en el primer párrafo del artículo 436 (nombre, apellidos, edad, estado y profesión, si conoce o no al procesado y a las demás partes, y si tiene con ellos parentesco, amistad o relaciones de cualquier otra clase, si ha estado procesado y la pena que se le impuso), después de lo cual la parte que le haya presentado podrá hacerle las preguntas que tenga por conveniente. Las demás partes podrán dirigirle también las preguntas que consideren oportunas y fueren pertinentes en vista de sus contestaciones. “El Presidente, por sí o a excitación de cualquiera de los miembros del Tribunal, podrá dirigir a los testigos las preguntas que estime conducentes para depurar los hechos sobre los que declaren” (art. 708). 

El Presidente no permitirá que el testigo conteste a preguntas o repreguntas capciosas, sugestivas o impertinentes. 

Podrán celebrarse careos del testigo con los procesados al objeto de “llegar a descubrir la verdad” (art. 713). 

Es importante recordar que los testimonios de los agentes policiales no tienen en el proceso penal una presunción privilegiada de veracidad, por lo que sus declaraciones se valorarán con los mismos parámetros que las de cualquier otro testigo. 

El testigo que se niegue a declarar incurrirá en la multa de 200 a 5.000 euros, que se impondrá en el acto. Si persiste en su negativa, se procederá contra él como autor del delito de desobediencia grave a la Autoridad (art. 716).

Breves apuntes sobre el juicio del «procés» (4): las defensas y sus derechos.

En el apunte anterior hablamos de las acusaciones, sin cuya iniciativa y presencia no se estaría desarrollando este juicio. Enfrente, literalmente en el escenario de estas vistas judiciales, están las defensas. De acuerdo con el artículo 24 de la Constitución (CE), “1. Todas las personas tienen derecho a obtener tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. 2. Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia”. 

En el primer apunte nos ocupamos de la competencia, cuestionada por las defensas, del Tribunal Supremo para juzgar este caso y en el segundo de la presunción de inocencia. Ahora, de manera breve, nos referiremos al resto de derechos que asisten a las personas acusadas en un proceso penal. 

Hay que comenzar con el propio derecho a la defensa y a la asistencia jurídica especializada, libremente elegida o nombrada de oficio, que incluye el derecho a un intérprete -también a los españoles que desconozcan el castellano (STC 74/1987)- y a “la última palabra” (STC 181/1994), e implica una amplia protección de la libertad de expresión de los abogados en el ejercicio de sus funciones, amparándose “la mayor beligerancia en los argumentos” (STC 113/2000) e, incluso, “términos excesivamente enérgicos” (STC 235/2002), con el límite del “mínimo respeto a las demás partes presentes en el procedimiento y a la autoridad e imparcialidad del Poder Judicial” (STC 205/1994). 

En segundo lugar existe el derecho a ser informado de la acusación que se ha formulado, lo que abarca tanto a los hechos en sí mismos como a su calificación jurídica; en este asunto, rebelión, sedición… (STC 266/2006). 

A continuación encontramos el derecho a un proceso público, sin dilaciones indebidas y con todas las garantías. La publicidad del proceso penal está reconocida no solo en la CE sino también en los tratados internacionales sobre derechos humanos como garantía de los justiciables contra una justicia secreta que escape a la fiscalización del público (STC 176/1988 y STEDH Axen c. Alemania, de 1983). Para saber si hay dilaciones indebidas en un concreto proceso se deben tener en cuenta la complejidad del litigio, los márgenes ordinarios de duración de litigios similares, la conducta procesal de los acusados y la conducta de las autoridades (STC 63/2016). Y un proceso con todas las garantías implica, además de lo ya dicho y lo que se añadirá enseguida, que será juzgado por un tribunal imparcial, no pudiendo acumularse en una misma persona las funciones de instructor y de decisor (STC 170/1993). 

En cuarto lugar, el derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa consiste en el poder que se reconoce a quien interviene como parte en un proceso “de provocar la actividad necesaria para lograr la convicción del órgano judicial sobre la existencia o inexistencia de los hechos relevantes para la decisión del conflicto objeto del proceso” (STC 37/2000). Se vulnera este derecho si se rechaza practicar una prueba que hubiera podido tener una influencia decisiva en la resolución del pleito. 

Finalmente, está garantizada la libertad de los acusados para defenderse de la forma que estimen más conveniente para sus intereses, sin que en ningún caso puedan ser forzados o inducidos a declarar contra ellos mismos o a confesarse culpables (SSTC 36/1983).

 

Foto Público.

Breves apuntes sobre el juicio del «procés» (3): las acusaciones.

Podríamos empezar -y terminar ya- estos apuntes señalando que el juicio del “procés” se ha iniciado porque hay acusaciones que lo han pedido. No obstante, nos demoraremos un poco más en el comentario de esta “jugada” recordando unas palabras del profesor Ignacio de Otto en su libro Estudios sobre el Poder Judicial: nuestro ordenamiento desdobla la tutela jurisdiccional atribuyendo a unos órganos -juzgados y tribunales- la potestad de otorgarla y a otros -las personas en cuanto tales y órganos del Estado especializados, como el Ministerio Fiscal- la potestad de instar el proceso que ha de conducir a la decisión. 

Nos encontramos así ante la regla según la cual “los tribunales no actúan de oficio”, presente en todos los órdenes jurisdiccionales y también en el penal, pues aunque la investigación previa se confía en España a un órgano judicial -el instructor- un concreto juicio -el del “procés”- se celebra porque se ha formulado una acusación -aquí varias-: a pesar del interés público en la sanción de hechos supuestamente delictivos tal cosa solo puede ocurrir si se formula una pretensión punitiva por quien está legitimado para ello y, como expresión de la independencia judicial, nunca a iniciativa del tribunal que ha de resolver el asunto. 

En el orden penal tiene una legitimación expresa el Ministerio Fiscal, al que la Constitución (CE) atribuye la misión de “promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley,…, así como velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social” (art. 124.1). Pero estas funciones constitucionales del Ministerio Fiscal no se le atribuyen en régimen de monopolio, sino que las comparte con otros órganos públicos, como la Abogacía del Estado, y con sujetos privados, como las personas afectadas y, en los llamados delitos públicos, con personas físicas o jurídicas -asociaciones, partidos, sindicatos- habilitadas legalmente para “ejercer la acción popular…” (art. 125 CE). 

Todo ello es lo que explica que, pidiendo cosas distintas sobre delitos y penas, puedan compartir funciones acusatorias en el juicio del “procés” el Ministerio Fiscal, la Abogacía del Estado y la acusación popular promovida por el partido político Vox. El primero lo hace porque entiende que se han cometido varios delitos y, en tales supuestos, “en nuestro ordenamiento jurídico, la función acusadora aparece encomendada de manera primordial al Ministerio Fiscal” (STC 9/2008, de 21 de febrero); la Abogacía del Estado está ahí porque el Estado se considera parte directamente perjudicada por varios de los supuestos delitos y la Ley de enjuiciamiento criminal dispone que “los perjudicados por un delito… que no hubieran renunciado a su derecho podrán mostrarse parte en la causa si lo hicieran antes del trámite de calificación del delito, y ejercitar las acciones civiles y penales que procedan…” (art. 110.1). Por su parte, la acusación popular actúa porque esa misma Ley de Enjuiciamiento prevé que “la acción penal es pública. Todos los ciudadanos españoles podrán ejercitarla con arreglo a las prescripciones de la Ley” y nos encontramos ante hechos presuntamente delictivos para los que se ha habilitado en la Ley la personación de la acusación popular. 

Concluyo volviendo a las palabras de Ignacio de Otto: para legitimar las decisiones jurisdiccionales las mismas se atribuyen a órganos independientes y para conciliar esta independencia con la tutela de intereses sociales es preciso que esos órganos solo operen cuando haya pretensiones, que no actúen de oficio. “No hay jueces porque haya pretensiones si no que hay pretensiones porque hay jueces”.

Foto ABC.

Breves apuntes sobre el juicio del «procés» (2): la presunción de inocencia.

Si en el primer apunte sobre el juicio del “procés” hablamos de la competencia del Tribunal Supremo para conocer del mismo, en este segundo comentaremos el derecho a la presunción de inocencia, reconocido como fundamental en la Constitución española (art. 24.2), garantizado de manera autónoma tanto por el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 6.2) como por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (art. 48) y que ha sido invocado en miles de procesos penales e interpretado en, como mínimo, centenares de sentencias. 

¿Y qué nos dicen al respecto, por citar dos de los órganos jurisdiccionales que más nos conciernen, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) y el Tribunal Constitucional español (TC)? Pues nos recuerdan, en primer lugar, que este derecho posee eficacia en un doble plano: dentro de un proceso penal y fuera de él. 

En lo que respecta al primero de dichos planos, exige que los miembros del Tribunal, en el desempeño de sus funciones, no partan de la idea preconcebida de que los acusados han cometido los hechos que se les imputan; en segundo lugar, implica que la carga de prueba recae sobre la acusación y la eventual duda beneficia al acusado -esa duda razonable que tanto juego da en las escenificaciones cinematográficas y televisas-; finalmente, obliga a que las acusaciones informen a los interesados de los cargos que se les imputan –con el fin de que puedan preparar y presentar su defensa– y a presentar las pruebas suficientes para fundamentar una declaración de culpabilidad (STEDH asunto Barberá, Messegué y Jabardo c. España, de 6 de diciembre de 1988). 

En palabras del TC, que sigue la jurisprudencia de Estrasburgo, la presunción de inocencia impide tener por culpable a quien no ha sido así declarado tras un previo juicio justo y se configura como derecho del acusado a no sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda razonable. Como regla presuntiva supone que “el acusado llega al juicio como inocente y sólo puede salir de él como culpable si su primitiva condición es desvirtuada plenamente a partir de las pruebas aportadas por las acusaciones” (véase, entre muchas otras, la STC 185/2014, de 6 de noviembre). 

Por lo que se refiere a su dimensión fuera de un concreto proceso, constituye el derecho a recibir la consideración y el trato de no autor o no partícipe en hechos de carácter delictivo o análogo a éstos, sin previa resolución dictada por el poder público u órgano competente que así lo declare (STEDH asunto Allenet de Ribemont c. Francia, de 10 de febrero de 1995, y STC 244/2007, de 10 de diciembre), pudiendo suponer, caso de no respetarse, una lesión del derecho al honor de la persona afectada. 

Volviendo a la dimensión procesal y al concreto juicio del “procés”, se produciría la vulneración del derecho a la presunción de inocencia si se condenase a los acusados sin pruebas de cargo válidas, si no se motivase el resultado de la valoración de las pruebas, o, finalmente, si por ilógico o insuficiente no resultara razonable el iter discursivo entre la prueba y el hecho probado (STC 229/2003, de 18 de diciembre).

Texto publicado en La Nueva España y El Faro de Vigo.

 

 

 

Breves apuntes sobre el juicio del «procés» (1): la competencia del Tribunal Supremo.

Hoy se inicia el que se ha venido denominando, al menos por parte de los medios de comunicación, el juicio del «procés». Con este motivo, y con un tono más bien descriptivo, iremos publicando algunos apuntes breves sobre aspectos que nos parezcan de relevancia. El primero será respecto a la competencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (TS) para juzgar este caso, algo que impugnaron los procesados solicitando que se declinara la competencia en favor del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC). Este debate ya se había planteado anteriormente y fue posible de nuevo en esta avanzada fase del proceso porque el sistema español admite la discusión, concluida la instrucción y abierto el juicio oral, sobre si concurren los presupuestos que determinan la competencia del órgano jurisdiccional. 

El fundamento invocado para reclamar la competencia del TSJC fue el aforamiento previsto en el artículo 57.2 del Estatuto de Autonomía de Cataluña (EAC), según el cual “en las causas contra los Diputados, es competente el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Fuera del territorio de Cataluña la responsabilidad penal es exigible en los mismos términos ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo”. 

Pues bien, el pasado 27 de diciembre la Sala de lo Penal TS resolvió por unanimidad declararse competente para el enjuiciamiento de los hechos que son objeto de acusación por los delitos de rebelión y malversación de caudales públicos. “Los artículos 57.2 EAC y 73.3.a) de la Ley Orgánica del Poder Judicial no admiten otro desenlace cuando los hechos se sitúan por las acusaciones fuera del ámbito de la comunidad autónoma catalana”. Adicionalmente, se considera que no cabe escindir en dos tribunales (TS y TSJC) el enjuiciamiento de los acusados a los que se imputan los delitos de rebelión y malversación ni los que serán juzgados conjuntamente por malversación y desobediencia. Sí se acepta que los acusados por un delito continuado de desobediencia y -desde la perspectiva de la acción popular- por un delito de organización criminal, sean enjuiciados por el TSJC. 

Esta desconexión se justifica, según la Sala de lo Penal, en la previsible duración de la causa principal, la continuada presencia de los procesados durante las prolongadas sesiones del juicio oral y el obligado desplazamiento que supondría para quienes sólo serán juzgados por el delito de desobediencia. Pero, añade, no son sólo razones operativas las que llevan a declinar la competencia a favor del TSJC: al menos cuatro de los seis procesados por el delito de desobediencia carecen en la actualidad de aforamiento. Las consecuencias derivadas de un enjuiciamiento por conexión de personas no aforadas añaden razones para no ensanchar, más allá de lo estrictamente necesario, el ámbito objetivo y subjetivo del proceso. Eso no implica, aclara la Sala, rechazar que el conjunto de los supuestos delitos formen un todo inescindible. 

Rechaza también la Sala de lo Penal que la distancia respecto del domicilio familiar, así como la imposibilidad de utilizar su lengua materna, que fue planteada en la vista, puedan ser determinantes de la competencia del órgano de enjuiciamiento. 

Abierto el juicio oral en el Tribunal Supremo, las defensas podrán plantear varias cuestiones previas, como la supuesta vulneración de derechos fundamentales de los procesados. Pero eso será, en su caso, otro capítulo.

Texto publicado en La Nueva España y El Faro de Vigo.

Pd. Aquí pueden leerse los comentarios a mis «apuntes» que hizo en Twitter el profesor Jacobo Dopico,  y que, realmente, son la parte importante de esta entrada.

 

 

El Tribunal Supremo y la constitucionalidad de la prisión permanente revisable.

En fechas recientes (16 de enero de 2019) la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo resolvió, por unanimidad, el recurso de casación sobre una condena a la pena de prisión permanente revisable (PPR en lo sucesivo) y, en ese contexto, hizo una valoración tan clara como crítica sobre el encaje de esa pena en nuestro ordenamiento. En las líneas siguientes haré un resumen muy breve de la sentencia (puede leerse aquí el más extenso comentario de Francisco Fernández, que incluye una presentación del caso juzgado) y añadiré alguna consideración sobre el control de constitucionalidad de la PPR. 

Dice la Sala de lo Penal (Fundamento jurídico 4) que dicha pena “no solo compromete a perpetuidad la libertad del condenado, sino también su propia dignidad (los comentaristas patrios clásicos de los códigos decimonónicos afirmaban que quitaba toda esperanza y eliminaba el rasgo esencial del hombre, la sociabilidad)…”. 

Añade luego que el legislador de 2015 resucitó del pasado esta pena de prisión perpetua, incluida en el Código de 1848 y extinguida de nuestro ordenamiento con la entrada en vigor del Código Penal de 1928, hacía casi noventa años, que aún siendo perpetua, en el Código de 1870, cumplidos treinta años, se ordenaba la concesión de indulto «a no ser que por su conducta u otras circunstancias graves, no fuesen dignos del indulto» -art. 29-); si bien, ahora denominada prisión permanente, con el adjetivo añadido de revisable, que no evita la posibilidad de que integre prisión por vida, aunque paradójicamente se afirma su constitucionalidad, porque existe posibilidad de que no sea perpetua o si se prefiere, porque su ‘permanencia’ no es inexorable”. 

A continuación, el TS sostiene que, “además, se implanta como pena única, sin alternatividad ni posibilidad de individualización judicial; donde parece que primero se decide la inclusión de tal pena, luego se buscan modelos comparados donde aparentemente con tal negación a posibilidades de individualización judicial se contemple como única pena imponible para determinados delitos y en directa proyección, a las tipologías allí encontradas, se sancionan ahora en nuestro ordenamiento con prisión permanente revisable (la coincidencia en tipologías escogidas con el código penal alemán es relevante). Pese a que las penas que ya contemplaba nuestro Código Penal, era harto superior a los quince años de prisión máxima, que establece el modelo elegido, sistema punitivo concursal incluido y que, además, en ese modelo comparado, si concurre alguna atenuante, salvo la de dilaciones procesales indebidas, la prisión permanente responsable se sustituye por pena de prisión entre tres y quince años”. 

Parece, pues, claro que para la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo la PPR no es compatible con nuestra Constitución, entre otras razones porque es, más bien, una pena de prisión perpetua.

La pregunta que surge -al menos a mi- es si esa Sala no tendría que haber planteado una cuestión de constitucionalidad sobre la PPR, al menos sobre los artículos del Código penal aplicables a este caso, pues de la validez de esos preceptos depende el fallo. Tal cuestión se uniría, en su caso, al recurso de inconstitucionalidad ya planteado en 2015 y del que, de momento, seguimos sin noticias.

Me extendí sobre la PPR en esta otra entrada.

 

 

 

 

¿Puedo promover la creación de una asociación que no admita a gente como yo?

La Ley Orgánica 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del derecho de asociación prevé, en su artículo 2.5, que “la organización interna y el funcionamiento de las asociaciones deben ser democráticos, con pleno respeto al pluralismo”, y, según el artículo 7.1.g, los estatutos deben incluir “los criterios que garanticen el funcionamiento democrático de la asociación”. Por su parte, el artículo 11.3 dispone que “la Asamblea General es el órgano supremo de gobierno de la asociación, integrado por los asociados, que adopta sus acuerdos por el principio mayoritario o de democracia interna y deberá reunirse, al menos, una vez al año”. 

Es de sobra conocido que la exigencia de democracia interna para los partidos políticos, como forma particular de asociación, está prevista en el artículo 6 de la Constitución (CE); lo mismo sucede con los sindicatos y las asociaciones empresariales en el artículo 7, con los colegios profesionales en el artículo 36 y con las organizaciones profesionales en el artículo 52 pero la Constitución en su artículo 22 nada dice sobre tal requisito en relación con las asociaciones en general. Tampoco prevé nada al respecto el Convenio Europeo de Derechos Humanos. 

En mi opinión no se puede configurar la organización interna de las asociaciones de manera que quede desvirtuada la libertad que la Constitución garantiza en ese punto. Por tanto, va en contra del libre desarrollo personal que se reconoce a los titulares del derecho de asociación la imposición de una organización y un funcionamiento democráticos y, más todavía, la exigencia de respeto al pluralismo. El pluralismo se protege, precisamente, a través de la capacidad de creación de nuevas asociaciones, el abandono de las ya existentes, la no obligatoriedad de la integración en una asociación,… 

Aunque no de manera directa esta conclusión parece deducirse de la STC 56/1995, de 6 de marzo, sobre funcionamiento democrático de los partidos políticos, donde se concluye que “el derecho de asociación en partidos políticos es, esencialmente, un derecho frente a los poderes públicos en el que sobresale el derecho a la autoorganización sin injerencias públicas; sin embargo, a diferencia de lo que suele suceder en otros tipos de asociación, en el caso de los partidos políticos y dada su especial posición constitucional, ese derecho de autoorganización tiene un límite en el derecho de los propios afiliados a la participación en su organización y funcionamiento” (FJ 3.b). 

En esta línea, la STC 135/2006, de 27 de abril, posterior por tanto a la aprobación de la Ley Orgánica de asociaciones, declara que “si el constituyente quiso que determinadas asociaciones, por la relevancia de la funciones que se les reconocía, hubieran de tener de modo necesario una organización y funcionamiento democráticos, pero no impuso ese principio a cualquier otra asociación surgida del ejercicio del derecho fundamental de asociación, no cabe que el mismo sea establecido por las leyes de las Comunidades Autónomas, pues ello significaría que dichas leyes autonómicas podrían realizar el cometido de excepcionar reglas generales derivadas de la propia Constitución, función que sólo a la ley orgánica le está conferida y que, por lo dicho más atrás, no cabe entender que pueda estar incluida en la competencia autonómica de regulación del ejercicio del derecho” (FJ 5). 

Y es que la configuración constitucional del derecho de asociación incluye la existencia de organizaciones cuyo funcionamiento interno no se ajuste a lo que se consideran principios democráticos (elección de cargos, igualdad de derechos, regla de la mayoría para decidir,…) o que sean abiertamente autoritarias: formaría parte del ámbito de decisión de cada socio, de su libre desarrollo personal en este derecho, la aceptación libre de estas condiciones y la consiguiente facultad de dejar de aceptarlas, abandonando, en su caso, esa asociación. 

En conclusión, pues, las exigencias previstas en los artículos 2.5, 7.1.g y 11.3 de la Ley Orgánica de asociaciones son, a nuestro juicio, inconstitucionales, y esa tacha deriva de la lesión del ámbito de libre desarrollo personal garantizado por ese derecho fundamental. Esta postura contraria a la imposición del funcionamiento democrático a las asociaciones parece clara en la doctrina y jurisprudencia alemanas, donde se rechaza que el Estado pueda imponer un determinado modelo de organización interna, aunque sea democrático. 

Una segunda cuestión que parece de interés a propósito de este derecho es la de si el libre desarrollo ampara la pretensión de una persona de integrarse en una asociación en contra de los criterios o de la voluntad manifestada por los miembros de la misma. Lo que aquí se concluya estará condicionado por lo que se haya dicho a propósito de la exigencia, o no, de funcionamiento democrático y organización plural de las asociaciones. 

En mi opinión no existe tal derecho a ser admitido en una asociación ya existente si se trata de una entidad que no ejerce una función pública ni ocupa una posición privilegiada respecto al ejercicio de determinadas actividades, como sí ocurría, por ejemplo, con la “Comunidad de Pescadores de El Palmar, de Valencia” (ATC 254/2001, de 20 de septiembre). 

Lo que puede hacer, como ya se ha dicho, el aspirante frustrado a socio es promover la creación de otra asociación o tratar de entrar en una tercera, pero, en ningún caso, exigir que se le admita en una donde los integrantes, por la razón que sea, no quieren nuevos socios o a ese concreto aspirante. En esta misma línea se ha pronunciado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el asunto Associated Society of Locomotive Engineers and Firemen (ASLEF) c. Reino Unido, de 27 de febrero de 2007. 

Una versión más técnica y extensa de este texto puede verse en el Comentario a la Constitución Española. Libro-Homenaje a Luis López Guerra. 2 Tomos 40 Aniversario 1978-2018, dirigido por Pablo Pérez Tremps y Alejandro Saiz Arnaiz
y coordinado por Carmen Montesinos Padilla.

 

 

 

 

Políticos, fiscales y órganos genitales.

El señor Anatol Mătăsaru es muy conocido en Moldavia por haber promovido numerosas protestas contra presuntos actos de corrupción y abusos cometidos por agentes de la policía, fiscales y jueces; él mismo fue víctima de abusos policiales y malos tratos según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH, asunto Mătăsaru y Saviţchi c. Moldavia, de 2 de noviembre de 2010). No es exagerado afirmar que Anatol Mătăsaru había convertido en costumbre organizar, durante las festividades anuales de la fiscalía y los cuerpos de seguridad, concentraciones de protestas con animales (burros, cerdos,…) y caricaturas. 

El 29 de enero de 2013, día festivo del cuerpo de fiscales en Moldavia, Mătăsaru se personó frente al edificio de la Fiscalía General con el propósito de llamar la atención de la opinión pública sobre la corrupción y el control ejercido por la clase política sobre dicha Fiscalía. Para ello -véase la foto más abajo- a las 10 de la mañana instaló dos grandes esculturas de madera en la escalinata que conduce a la sede de la Fiscalía General: una simbolizaba un pene erecto con una foto de un importante cargo político en el glande; la otra representaba una vulva enorme con imágenes de varios fiscales de alto rango entre los labios; además infló globos en forma de genitales masculinos y los pegó en varios árboles cercanos. Después de ser entrevistado por numerosos periodistas, a las 11 la policía retiró las esculturas y el señor Mătăsaru fue conducido a una comisaría de policía. 

Más adelante fue acusado de vandalismo conforme al artículo 287 del Código Penal moldavo –“deliberate actions grossly violating public order, involving violence or threats of violence or resistance to authorities’ representatives or to other persons who suppress such actions as well as actions that by their content are distinguished by an excessive cynicism or impudence”- y se le condenó a dos años de prisión, aunque la condena quedó en suspenso durante tres años. El tribunal consideró que Mătăsaru había llevado a cabo actos “inmorales” al exponer esculturas “obscenas” en un lugar público donde “cualquiera puede verlas, incluso los niños” y que identificar a funcionarios públicos con órganos genitales iba más allá de los límites aceptables de crítica y no era un acto protegido por el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. La condena fue confirmada por el Tribunal de Apelación de Chișinău y por el Tribunal Supremo de Moldavia. 

El asunto fue admitido a trámite por el TEDH, que en la sentencia Mătăsaru c. Moldavia, de 15 de enero de 2019, dio la razón al demandante en una resolución que enlaza con la última jurisprudencia sobre la necesidad de proteger, frente a las sanciones penales, los actos de provocación que supongan protestas pacíficas en contra de cargos y empleados públicos en asuntos de interés general. 

En sentencias anteriores del TEDH se ampararon expresiones de crítica política exteriorizadas de diferentes formas: así, “la exposición pública de ropa sucia durante un breve periodo cerca del Parlamento, que pretendía reflejar los trapos sucios de la nación”, suponía una forma de expresión política (Tatár y Fáber c. Hungría, de 12 de junio de 2012). Igualmente, verter pintura sobre estatuas de Ataturk como acto de expresión ejecutado para protestar contra el régimen político de la época (Murat Vural c. Turquía, de 21 de octubre de 2014). Retirar una cinta de una corona que había sido colocada por el Presidente de Ucrania en un monumento a un famoso poeta ucraniano el Día de la Independencia, también se contempló por este Tribunal como una forma de expresión política (Shvydka c. Ucrania, de 30 de octubre de 2014)” (p. 202); lo mismo ocurrió con la quema de las fotos del Rey de España (caso Stern Taulats y Roura Capellera c. España, de 18 de marzo de 2018). 

A juicio del TEDH, la sátira es una forma de expresión artística y comentario social que, exagerando y distorsionando la realidad, tiene como objetivo cierto grado de provocación y agitación política, social, cultural… y condenar a quienes promueven y llevan a cabo estas acciones no solo tiene repercusiones negativas en esas personas sino que también supone un efecto desaliento para otras en lo que respecta al ejercicio de su libertad de expresión. 

Pd. agradezco al profesor Jacobo Dopico Gómez-Aller el envío de esta sentencia y recomiendo seguir sus comentarios e hilos en Twitter, que tendrían que ser declarados de interés general.

 

 

La Universidad y el genoma de la miseria humana.

Es bien conocido, dentro y fuera de Asturias, que el profesor Carlos López Otín es un referente mundial en el estudio del genoma y, no en vano, el Consejo Europeo de Investigación le concedió al equipo que dirige 2,5 millones de euros  para estudiar los mecanismos moleculares del envejecimiento; es uno de los directores del proyecto español para la secuenciación del genoma de la leucemia linfática crónica y es el profesor más citado en su campo de todos los científicos españoles y el décimo de Europa. En suma, la valía del profesor López Otín ha sido certificada por instituciones y organismos académicos internacionales y ello frente a quienes de manera anónima, y haciendo de la anécdota categoría, intentan destruir su prestigio científico y el de su grupo. 

Esa relevancia implica también un mayor escrutinio de su trabajo por parte de la comunidad universitaria e investigadora; ya se sabe que un gran poder -o un gran don- conlleva una gran responsabilidad y, quizá por ello, el pasado 28 de enero apareció en la página web del diario El País como una de las noticias más destacadas que la Sociedad de Bioquímica y Biología Molecular de Estados Unidos le había exigido en el último número de su revista Journal of Biological Chemistry (JBC) la retirada de 8 artículos porque aparecían algunas imágenes duplicadas, otras rotadas 180 grados, experimentos aparentemente reutilizados en estudios diferentes y otras “manipulaciones inapropiadas”, según la revista. 

Frente a dichas informaciones, López Otín, en una extensa entrevista por escrito le cuenta a Pablo Álvarez, periodista de La Nueva España, que “la medida es absolutamente desproporcionada e injusta, ya que, a pesar de la existencia de defectos, en nada se cuestionan las conclusiones de los trabajos, ampliamente validados por otros laboratorios y que han servido para la identificación de la causa de algunas enfermedades humanas. Estos 8 artículos han sido citados en su conjunto más de 800 veces”, añadiendo que “sus resultados principales se pueden contrastar en cualquier base de datos y en la literatura y han abierto nuevas líneas de investigación en muchos laboratorios de todo el mundo”. 

De esta forma, el profesor López Otín responde con explicaciones fundadas a lo ocurrido y su integridad académica y personal se mantienen intactas, pues lo que pasó ni sería el resultado de conductas deliberadas ni invalidaría todo lo bueno que tienen sus trabajos, como no dejan de reiterar colegas que tienen conocimientos adecuados para juzgarlos. 

Llama, pues, la atención la miseria académica de la revista JBC, que, lejos de indagar el alcance de las irregularidades denunciadas, pretende dejar intacta su autoridad en la selección de los trabajos a publicar sancionando a quien prestigia la revista con aportaciones cuyos resultados son, hasta la fecha, de valía indudable. 

Hasta aquí la parte más conocida de la historia -la relativa al “genoma” de los textos científicos puestos en cuestión- pero hay otra sobre la que hay poca luz y que, tal vez, sea la más importante: la del contexto universitario en el que se desarrolla la primera. En la citada entrevista con Pablo Álvarez, López Otín menciona el desgaste físico, emocional y familiar que le ha supuesto esta situación y hace públicos varios incidentes: “la sorprendente infección vírica sin precedentes en el Bioterio de la Universidad de Oviedo en el que manteníamos nuestros ratones modificados genéticamente, creados durante más de 20 años, y mantenidos de forma ejemplar por las personas que dirigen y trabajan en estas instalaciones, a las que siempre estaremos agradecidos. La infección obligó al sacrificio inmediato de más de 5.000 valiosísimos animales para la Ciencia y la Medicina, que han sido utilizados por investigadores de todo el mundo y que ya han ayudado a tratar enfermedades incurables”; en segundo lugar, que “compañeros» de mi Universidad se dedicaron con indisimulado regocijo a difundir por el campus los tweets de estos individuos que hablaban de nuestro trabajo sin ni siquiera habernos preguntado antes por nuestra opinión”; más adelante, que “hasta París -donde se encuentra ahora haciendo una estancia investigadora- llegó el acoso, de nuevo con el presumible apoyo de algún «compañero» de Oviedo. Fueron enviados a la Universidad donde trabajo nuevos tuits sobre auténticas falsedades y disparates como que me había llevado el dinero de mis proyectos de Oviedo y me había retirado a París a vivir la vida”. En sus respuestas repite la palabra “acoso” y denuncia sin tapujos un propósito deliberado de arruinar su reputación profesional acudiendo, incluso, a la calumnia en forma de acusaciones, más o menos larvadas, de malversación de dinero público. Y a ese propósito no parecen ser ajenos, más bien al contrario, algunos profesores de la Universidad de Oviedo. 

Es conocido que la Universidad, la de Oviedo y casi cualquier otra, es una institución con muchas virtudes pero, como toda organización humana, con no pocas patologías, unas vinculadas a cuestiones intrínsecas a la carrera profesional, máxime en tiempos de escasez de plazas, cada vez mayor competencia y con un salario que en parte no despreciable depende del reconocimiento de méritos que deben acreditar otros académicos (amigos, enemigos o indiferentes), “otros” que también intervienen a la hora de defender tesis, obtener financiación, conseguir publicaciones…; hay otras patologías universitarias más ligadas a la mera condición humana y que en nuestro entorno, máxime en situaciones de sorprendente ociosidad, se exacerban, como la vanidad o la envidia. 

Pero lo que denuncia López Otín va bastante más lejos de los males hasta ahora conocidos y exige, creo, que la Universidad de Oviedo, además de respaldar al profesor López Otín en sus investigaciones científicas, proceda a secuenciar el genoma de la miseria humana que parece anidar en algunos miembros de nuestra universidad; sería un pequeño paso para la Ciencia pero, sin duda, un paso importante para la decencia de la institución.

Texto publicado en La Nueva España el 1 de febrero de 2019.