Banderas, libertad de expresión, citaciones judiciales y niños de cinco años.

Según informa el diario El País, el Juzgado de Instrucción número 47 de Madrid ha admitido a trámite una denuncia contra Dani Mateo, interpuesta por la organización Alternativa Sindical de Policía, por sonarse con una bandera de España en el programa de humor El Intermedio de La Sexta. El juez lo cita, además, a declarar como imputado el próximo lunes 26 de noviembre a las 11.30, según ha informado el Tribunal Superior de Justicia, que subraya que al investigado se le atribuye la supuesta comisión de un delito de ofensas o ultraje a símbolos de España con publicidad, correspondiente al artículo 543 del Código Penal y castigado con una multa de hasta 12 meses; y por un delito de odio, previsto en el precepto 510 y penado con hasta cuatro años de prisión. 

El artículo 543 dispone que “las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses”. 

Por su parte, el extenso 510 -que reproducimos parcialmente- prevé “1. Serán castigados con una pena de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a doce meses: a) Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad. b) Quienes produzcan, elaboren, posean con la finalidad de distribuir, faciliten a terceras personas el acceso, distribuyan, difundan o vendan escritos o cualquier otra clase de material o soportes que por su contenido sean idóneos para fomentar, promover, o incitar directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo, o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad. c) Públicamente nieguen, trivialicen gravemente o enaltezcan los delitos de genocidio, de lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, o enaltezcan a sus autores, cuando se hubieran cometido contra un grupo o una parte del mismo, o contra una persona determinada por razón de su pertenencia al mismo, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, la situación familiar o la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad, cuando de este modo se promueva o favorezca un clima de violencia, hostilidad, odio o discriminación contra los mismos. 

2. Serán castigados con la pena de prisión de seis meses a dos años y multa de seis a doce meses: a) Quienes lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito de alguno de los grupos a que se refiere el apartado anterior, o de una parte de los mismos, o de cualquier persona determinada por razón de su pertenencia a ellos por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad, o produzcan, elaboren, posean con la finalidad de distribuir, faciliten a terceras personas el acceso, distribuyan, difundan o vendan escritos o cualquier otra clase de material o soportes que por su contenido sean idóneos para lesionar la dignidad de las personas por representar una grave humillación, menosprecio o descrédito de alguno de los grupos mencionados, de una parte de ellos, o de cualquier persona determinada por razón de su pertenencia a los mismos. b) Quienes enaltezcan o justifiquen por cualquier medio de expresión pública o de difusión los delitos que hubieran sido cometidos contra un grupo, una parte del mismo, o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad, o a quienes hayan participado en su ejecución…

El caso de Dani Mateo, ¿encaja, en apariencia, en los tipos delictivos previstos en los artículos 510 y 543 del Código penal?

No parece ofrecer duda alguna de que lo acontecido nada tiene que ver con las conductas contempladas en el artículo 510 y que han venido siendo catalogadas como delitos de odio, dirigidos a proteger, en esencia, a las personas y los grupos vulnerables. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha articulado, en buena medida, el “discurso del odio” a partir de la obligatoriedad que tienen los poderes públicos de combatir expresiones que incidan en la estigmatización que ya padecen los grupos vulnerables. Según el propio TEDH la vulnerabilidad es un concepto relacional (depende de factores históricos, institucionales y sociales), particular (las personas que pertenecen a estos grupos son más vulnerables que otras) e implica un daño o estigmatización, especialmente en un contexto de discriminación. Así, en un pronunciamiento reciente  (Savva Terentyev c. Rusia), se entiende por vulnerable “una minoría o grupo desprotegido que padece un historial de opresión o desigualdad, o que se enfrenta a prejuicios arraigados, hostilidad y discriminación, o que es vulnerable por alguna otra razón, y por lo tanto puede, en principio, necesitar una mayor protección contra los ataques cometidos a través del insulto, la ridiculización o la calumnia (así, en Soulas y otros c. Francia, de 10 de julio de 2008, y Féret c. Bélgica, de 16 de julio de 2009, donde las declaraciones controvertidas se dirigieron contra las comunidades de inmigrantes no europeos en Francia y Bélgica respectivamente; Balsytė-Lideikienė c. Lituania, de 4 de noviembre de 2008, donde dichas declaraciones se referían a minorías nacionales en Lituania poco después del restablecimiento de su independencia en 1990, o Vejdeland y otros c. Suecia, de 9 de febrero de 2012, donde la declaración impugnada había sido dirigida contra los homosexuales). 

Por su parte, la Recomendación General n. 15 sobre líneas de actuación para combatir el discurso del odio de la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia, adoptada el 8 de diciembre de 2015, ha definido como discurso del odio “el uso de una o más formas de expresión específicas –por ejemplo, la defensa, promoción o instigación del odio, la humillación o el menosprecio de una persona o grupo de personas, así como el acoso, descrédito, difusión de estereotipos negativos o estigmatización o amenaza con respecto a dicha persona o grupo de personas y la justificación de esas manifestaciones- basada en una lista no exhaustiva de características personales o estados que incluyen la raza, color, idioma, religión o creencias, nacionalidad u origen nacional o étnico, al igual que la ascendencia, edad, discapacidad, sexo, género, identidad de género y orientación sexual”. 

¿Y qué pasa con lo previsto en el artículo 543? Ahí sí se tipifican las “ofensas o ultrajes… de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad,…”, pero este precepto, para salvar su constitucionalidad, si es que tal cosa es posible, debe interpretarse teniendo en cuenta el especial valor reconocido en los Estados democráticos a la libertad de expresión, que como han reiterado el TEDH y el Tribunal Constitucional, ampara “no sólo las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una «sociedad democrática» (por citar algunos de los casos más recientes en los que se reitera esta doctrina, Morice v. Francia 2015; Pentikäinen v. Finlandia, 2015; Perinçek c. Suiza, 2015 y Bédat v. Suiza, de 2016). 

Son, pues, ejercicio de la libertad de expresión discursos que manifiesten aversión, hostilidad, odio… a la bandera de un Estado (STEDH Partido Demócrata Cristiano del Pueblo c. Moldavia, 2010), a próceres o a un alto cargo institucional (Murat Vural c Turquía, 2014; Stern Taulats y Roura Capellera c. España, 2018), a las fuerzas de seguridad del Estado (Savva Terentyev c. Rusia, de 28 de agosto de 2018)… Si es libertad de expresión, como ha dicho el TEDH, quemar la bandera de un Estado o la foto del Rey de España para exteriorizar aversión o discrepancias políticas, ¿cómo no va a ser libertad de expresión llevar a cabo esas conductas con una mera intencionalidad satírica u humorística? ¿Es libertad de expresión quemar una bandera nacional y no lo es sonarse con ella, o aparentar sonarse, los mocos? 

Como diría Groucho Marx, ¡hasta un niño de cinco años sería capaz de entender eso! Por tanto, busquen a un niño de cinco años y llévenlo el 26 de noviembre al Juzgado de Instrucción número 47 de Madrid para que, de paso, le recuerde al titular del mismo que el artículo 269 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal prevé que “formalizada que sea la denuncia, se procederá o mandará proceder inmediatamente por el Juez o funcionario a quien se hiciese a la comprobación del hecho denunciado, salvo que éste no revistiere carácter de delito, o que la denuncia fuere manifiestamente falsa. En cualquiera de estos dos casos, el Tribunal o funcionario se abstendrán de todo procedimiento, sin perjuicio de la responsabilidad en que incurran si desestimasen aquélla indebidamente”.

 

Donald Trump y el misterio del impeachment.

Alan J. Lichtman, el historiador de la American University que anticipó en septiembre de 2016 la victoria electoral de Donald Trump, pronosticó poco después de su toma de posesión que será objeto de un impeachment. Lo hizo en el libro The Case for Impeachment, de abril de 2017, en el que, como explica Carlos Lozada, se invocan como motivos para ese juicio político contra el Presidente su pasado empresarial, los conflictos de intereses entre sus negocios y sus obligaciones constitucionales y su debilidad por las mentiras burdas. Por eso, según Lichtman, el precedente en el que hay que fijarse para entender lo que puede ocurrir con Trump no estaría en el fallido proceso de destitución de Bill Clinton, sino en la renuncia de Richard Nixon, mentiroso compulsivo, ante la evidencia de un impechment que le expulsaría de la Casa Blanca. 

Otro punto de vista es el que ofrece Cass Sunstein en su libro Impeachment: A Citizen’s Guide, de octubre de 2017, en el que, según confiesa en el primer capítulo, “I am not going to speak of any current political figure. I am going to focus on the majesty, and the mystery, of impeachment under the U.S. Constitution.” Aceptando la palabra de Susntein al obviar cualquier coincidencia coyuntural entre la publicación de su libro y los continuos rumores y comentarios sobre una eventual destitución de Trump, parece oportuno adentrarse un poco en “la majestad y el misterio del impeachment” de acuerdo con la Constitución norteamericana. 

Se trata de una institución que surgió en Inglaterra en el siglo XV con el objeto de enjuiciar a altos cargos de la Corona: la Cámara de los Comunes impulsaba la acusación y el juicio se dirimía en la Cámara de los Lores. No obstante, en la actualidad el impeachment es más propio de sistemas presidenciales, como Estados Unidos o Brasil -no se olvide la no lejana destitución de la Presidenta Dilma Rousseff– que parlamentarios, como Gran Bretaña o España. En nuestro país tenemos, en el artículo 102 de la Constitución, una forma de colaboración del Congreso de los Diputados en el ejercicio de la función jurisdiccional: “La responsabilidad criminal del Presidente y los demás miembros del Gobierno será exigible, en su caso, ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Si la acusación fuere por traición o por cualquier delito contra la seguridad del Estado en el ejercicio de sus funciones, sólo podrá ser planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros del Congreso, y con la aprobación de la mayoría absoluta del mismo”. 

En Estados Unidos, la regulación constitucional confiere al Congreso la potestad de acusar, juzgar y, en su caso, destituir “al Presidente, al Vicepresidente y a todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos, por traición, soborno y otros delitos o faltas graves” (sección 4ª del artículo II de la Constitución). Al respecto, Sunstein insiste en que no hay que confundir los motivos para no reelegir a un Presidente –“imagina” el caso de uno que de manera constante adopte medidas erráticas que conduzcan a la agitación nacional e internacional- con los que sí justificarían una destitución: supongamos, por ejemplo, que un presidente “tiene admiración y simpatía por una nación extranjera que desea hacer daño a los Estados Unidos. . . [y el Presidente] revela información clasificada a los líderes de esa nación ” o, imagínese, si puede, un presidente que mienta, constantemente y en ocasiones importantes, al pueblo estadounidense con respecto a todo tipo de problemas”. 

El proceso se puede iniciar a petición de cualquier miembro de la Cámara de Representantes y para que se active debe recibir el apoyo de la mayoría simple de esa Cámara; de conseguirlo el proceso se desarrollaría en el Senado presidido por el Chief Justice o presidente del Tribunal Supremo, como hicieron Samuel P. Chase con Andrew Johnson en 1868 y William H. Rehnquist con Bill Cinton en 1999. 

Para que se produzca la destitución se exige una mayoría muy cualificada en la Senado (67 votos sobre 100), una de las razones por las que no es muy probable que prospere un impeachment: a Bill Clinton la Cámara de Representantes, con el apoyo del 98% de los republicanos (223 de 228) y del 2% de los demócratas (5 de 206), le acusó de los cargos de falso testimonio y de obstrucción a la justicia; el juicio en el Senado comenzó después de la renovación de la Cámara, donde el Partido Republicano contaba con 55 senadores; en la votación final, 51 senadores –todos republicanos- consideraron que cabía la remoción por el cargo de obstrucción a la justicia y 45 por el de falso testimonio; ningún senador demócrata se pronunció a favor de la destitución. A la vista de estos datos, cabría concluir, parafraseando lo que dijo Gerhard Leibholz sobre los sistemas parlamentarios, que parece desleal y poco elegante censurar públicamente a un Presidente reclutado de las propias filas. 

Desde luego, como explican Neal Devins y Louis Fisher en su libro The Democratic Constitution, el impeachment contra Clinton resultó instructivo por varias razones: en primer lugar, y respecto a los motivos que se pueden reprochar en este proceso, se constató que es un instrumento constitucional frente a menoscabos graves al sistema de gobierno pero no es imprescindible que se haya cometido un delito; por ese motivo, en el “caso Clinton” varios senadores declararon que lo consideraban culpable de los cargos de falso testimonio y obstrucción a la justicia pero que la naturaleza de las infracciones no justificaba su remoción; en segundo lugar, en estos procedimientos se utilizan argumentos que poco tienen que ver con lo que se está juzgando: en el mismo caso, varios senadores demócratas cuestionaron a Kenneth Starr, autor del informe que recomendó el enjuiciamiento de Clinton; en tercer lugar, que la adopción de resoluciones de censura no es una alternativa a la decisión que corresponde tomar en los casos de impeachment

En alguna de estas ideas incide Sunstein, especialmente en la de que esta institución ha sido tradicionalmente un “asunto partidista”: existe mayor proclividad a actuar contra a alguien de otro partido y ha habido una tendencia clara, evidenciada en procesos de destitución distintos a los del Presidente federal, a obstaculizar las censuras contra los correligionarios. 

Por todo ello, y a pesar de que el Partido Demócrata haya recuperado el control de la Cámara de Representantes y podría activar un impeachment contra Trump, el hecho de que los republicanos mantengan la mayoría en el Senado y que la destitución exija nada menos que los dos tercios de esa Cámara, hace dudar del cumplimiento de los pronósticos de Lichtman, si bien no hay que subestimar la ayuda que Trump pudiera prestar involuntariamente al respecto.

Texto publicado en Agenda Pública el 13 de noviembre de 2018

Libertad de expresión y «poesía» basura.

Una vez más, y van unas cuantas en los últimos tiempos, nos encontramos con una sentencia, en este caso en el orden jurisdiccional civil, donde se da una respuesta jurídica condenatoria -aquí imponiendo una importante indemnización-, a un acto expresivo -en este caso un poema- por considerar que con su emisión se han limitado derechos fundamentales de la persona, aquí de la diputada al Congreso y dirigente de Podemos, Irene Montero (se habla de “la diputada Montero” y el texto se acompaña de una foto suya). El poema en cuestión fue escrito por un juez y luego publicado en la revista de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria en su edición impresa correspondiente al número 59, de octubre de 2017. 

El poema, titulado “De monjas a diputadas” decía lo siguiente: “Cuentan que en España un rey/De apetitos inconstantes/Cuyo capricho era ley/Enviaba a sus amantes/A ser de un convento grey. Hoy los tiempos han cambiado/Y el amado timonel/En cuanto las ha dejado/No van a un convento cruel/Sino a un escaño elevado. La diputada Montero/Ex pareja del “Coleta”/Ya no está en el candelero/Por una inquieta bragueta/Va con Tania al gallinero”. Firma: “El guardabosques de Valsaín”. 

Poco después (el 15 de diciembre) el comité de coordinación nacional de la Asociación  Judicial Francisco de Vitoria difundió un comunicado con el siguiente contenido: “La Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFV) expresa públicamente su rechazo al poema aparecido en la revista de noviembre de la Asociación, firmado por “El Guardabosques de Valsaín” y titulado “De monjas a diputadas”. La revista es un foro de libertad de expresión de los asociados y no expresa el sentir de la Asociación, si bien, en este caso, nunca debió publicarse por ser objetivamente atentatorio contra la igualdad de género, por lo que asumimos un grave error de control previo en la edición que no volverá a repetirse”. 

Para el titular del Juzgado de Primera Instancia nº 38 de Madrid el texto transcrito “no puede quedar amparado por la libertad de pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción, derecho fundamental garantizado por el artículo 20.1, a) de la Constitución. Al tratarse de un texto que lesiona gravemente la dignidad de la demandante, menoscabando su fama mediante expresiones  explícitamente insultantes y vejatorias, no puede gozar de la protección de la libertad de expresión mediante texto publicado para la opinión pública, sector profesional jurídico, al que va destinada la distribución de revista en que fue publicado… el texto litigioso no describe hecho noticiable alguno, de interés para la opinión pública, ni contiene información veraz de ningún tipo. Y en lo referente a la invocada en la demanda, vulneración del derecho fundamental a la propia imagen, garantizado asimismo por el artículo 18.1 de la Constitución, concurre en el texto referido, efectivamente intromisión ilegítima, del artículo 7.7 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil de los derechos fundamentales al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. Ya ha quedado determinado que ni el autor del texto, ni la asociación judicial editora de la revista que publicó aquel, solicitó consentimiento, autorización o conformidad a la demandante, para incluir su fotografía antepuesta al propio texto”. 

Por todo ello, se condena al autor del texto al pago de 50.000 euros como indemnización de daños y perjuicios causados a la demandante, y solidariamente a la Asociación Judicial Francisco de Vitoria y a los seis integrantes del comité de redacción de la revista al pago de 20.000 euros. También a la publicación de la sentencia –en extracto que incluya, al menos, el apartado de fundamento de derecho cuarto, sobre hechos probados, y el fallo- y a su costa, en dos diarios digitales y emisoras de radio nacionales, así como la publicación en el siguiente número de la revista de la Asociación demandada tras la firmeza de la sentencia. 

En mi opinión, y teniendo en cuenta al respecto lo dicho por el Tribunal Constitucional español (TC) y, sobre todo, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), hay que empezar recordando, con carácter general, que el derecho a la libertad de expresión es válido “no sólo para las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existen una «sociedad democrática». Esto significa especialmente que toda formalidad, condición, restricción o sanción impuesta en la materia debe ser proporcionada al objetivo legítimo que se persigue” (asunto Handyside c. Reino Unido, de 29 de abril de 1976). 

Entrando en el caso concreto, y al margen de que el texto controvertido resulte de pésimo gusto literario y, sobre todo, tenga un contenido claramente machista y casposo, debe entenderse en términos jurídicos como una expresión satírica, es decir, y en palabras también del TEDH, como un comentario social que, exagerando y distorsionando la realidad, pretende provocar y agitar (por ejemplo, asuntos Vereinigung Bildender Kunstler c. Austria, de 25 de enero de 2007, y Alves da Silva c. Portugal, de 20 de octubre de 2009). La lectura del texto sugiere que se trata de un escrito en el que se pretende distorsionar y exagerar el funcionamiento de un grupo parlamentario y el papel que juegan en las decisiones del grupo y de la formación política de la que es expresión, ampliamente representada en nuestro Parlamento, las relaciones personales entre algunos de sus dirigentes. 

Es, precisamente, esa conexión “política” del texto la que permite situarlo en el contexto de los debates de esa naturaleza, espacio donde los límites de la crítica aceptable son más amplios en relación con una persona que ejerce un cargo institucional considerado como tal que cuando se trata de un mero particular y ello, incluso, cuando, como sucede en este caso, la crítica afecta a la persona como tal -a la diputada Irene Montero- y no solo a su actividad política. Esta protección debilitada del honor de los políticos no es aplicable a los funcionarios y empleados públicos puesto que no exponen deliberadamente sus actos y palabras al escrutinio público en la misma medida que lo hacen los políticos (asunto Janowski c. Polonia, de 21 de enero de 1999). 

Tampoco me parece relevante, a efectos jurídicos, que el texto lo haya escrito un juez y se haya publicado en una revista de una asociación judicial, al margen de que eso evidencie, por si había alguna duda, que hay gente con mal gusto y plagada de prejuicios en todos los ámbitos profesionales. Pero no cabe recabar el poder sancionador del Estado contra estos prejuicios estúpidos, valga la redundancia, y su exteriorización pública, salvo que exista una “necesidad especialmente imperiosa”, lo que no parece sea el caso. 

Finalmente, si, en todo caso, se concluye que efectivamente nos encontramos ante un texto no amparado por la libertad de expresión habrá que tener en cuenta que los pronunciamientos indemnizatorios de una sentencia civil deben guardar una razonable relación de proporcionalidad con la lesión del honor sufrida (asunto Tolstoy Miloslvasky c. Reino Unido, de 13 de julio de 1995); en la sentencia de primera instancia que aquí comentamos parece que no se guarda esa proporcionalidad. 

Concluyo recordando, una vez más, una famosa frase del juez Jackson: el precio de la libertad de expresión es aguantar una gran cantidad de basura; añadiría que no es relevante jurídicamente que la basura sea en prosa o en verso ni que la firmen jueces o legos.

 

El Tribunal Supremo, el sujeto pasivo del impuesto sobre las hipotecas y el gato de Schrödinger

Acaba de conocerse que el Pleno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo ha decidido por mayoría de 15 votos frente a 13 que es el cliente el que debe hacerse cargo del impuesto de actos jurídicos documentados que grava la constitución de las  hipotecas; oficialmente lo único que se conoce hasta ahora es la nota informativa oficial donde se nos dice que “El Pleno de la Sala III, tras dos días de deliberaciones, ha acordado por 15 votos a 13 desestimar los recursos planteados y volver al criterio según el cual el sujeto pasivo del Impuesto de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (ITP-AJD) en los préstamos hipotecarios es el prestatario. El texto de las sentencias se conocerá en los próximos días”.

Hay que recordar, en primer lugar, que este acuerdo de la Sala Tercera se ha adoptado al amparo de lo previsto en el artículo 264 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, según el cual “1. Los Magistrados de las diversas Secciones de una misma Sala se reunirán para la unificación de criterios y la coordinación de prácticas procesales, especialmente en los casos en que los Magistrados de las diversas Secciones de una misma Sala o Tribunal sostuvieren en sus resoluciones diversidad de criterios interpretativos en la aplicación de la ley en asuntos sustancialmente iguales. A esos efectos, el Presidente de la Sala o Tribunal respectivo, por sí o a petición mayoritaria de sus miembros, convocará Pleno jurisdiccional para que conozca de uno o varios de dichos asuntos al objeto de unificar el criterio. 2. Formarán parte de este Pleno todos los Magistrados de la Sala correspondiente que por reparto conozcan de la materia en la que la discrepancia se hubiera puesto de manifiesto. 3. En todo caso, quedará a salvo la independencia de las Secciones para el enjuiciamiento y resolución de los distintos procesos de que conozcan, si bien deberán motivar las razones por las que se aparten del criterio acordado”.

De acuerdo con esta previsión, el Presidente de la Sala Tercera estaba legitimado para convocar el Pleno, dado que se habían dictado resoluciones diversas sobre un asunto en esencial igual por parte de varias secciones de dicha Sala pero resultó absolutamente improcedente que apelara, con un criterio más político y/o económico que técnico, a la “enorme repercusión económica y social” del nuevo criterio adoptado por la Sección Segunda que resolvió, los días 16 y 22 de octubre, que el ITP-AJD debía asumirlo la entidad bancaria y no el prestatario.

Debe recordarse, en segundo lugar, que dicha Sección Segunda acordó, entre otras cosas, “anular el número 2 del artículo 68 del reglamento del impuesto sobre transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados, aprobado por Real Decreto 828/1995, de 25 de mayo, por cuanto que la expresión que contiene («cuando se trate de escrituras de constitución de préstamo con garantía se considerará adquirente al prestatario») es contraria a la ley”. Previamente había concluido que “el artículo 68.2 del reglamento, por tanto, no tiene el carácter interpretativo o aclaratorio que le otorga la jurisprudencia que ahora modificamos, sino que constituye un evidente exceso reglamentario que hace ilegal la previsión contenida en el mismo, ilegalidad que debemos declarar en la presente sentencia conforme dispone el artículo 27.3 de la Ley de esta Jurisdicción” (“el Tribunal Supremo anulará cualquier disposición general cuando, en cualquier grado, conozca de un recurso contra un acto fundado en la ilegalidad de aquella norma”).

Esta sentencia, donde se declaró que el artículo 68.2 del Real Decreto 828/1995 había quedado anulado, es firme y el Acuerdo del Pleno ahora conocido no es una suerte de recurso de revisión, por lo que no cabría entender que el citado artículo 68.2 siga vigente y pueda ser invocado de nuevo para interpretar que la obligación de pago es de los prestatarios.

Lo que el Acuerdo del Pleno concluye es que las Secciones de la Sala Tercera en lo sucesivo deberían desestimar los recursos planteados contra las decisiones de Tribunales inferiores que hayan resuelto que el tributo deben pagarlo los prestatarios pero, primero, esta vuelta atrás no afectaría al caso ya juzgado y resuelto por la Sección Segunda y, segundo, no debe olvidarse que la LOPJ garantiza la independencia y capacidad de las Secciones para apartarse del criterio del Pleno si lo hacen de manera motivada. Para evitar esta situación tendría que haber sido el Pleno de la Sala Tercera el que juzgara el caso decidido por la Sección Segunda o que se promueva por los legitimados para ello un cambio normativo que aclare la cuestión.

De momento es posible que este Acuerdo, tan polémico, no haya hecho sino crear una nueva versión de la famosa paradoja del gato de Schrödinger y antes de abrir la caja de cada sentencia no sabremos si el impuesto deben pagarlo los hipotecados o los bancos. Según el experimento de Erwin Schrödinger el proceso de tránsito de la realidad cuántica a nuestra realidad clásica se llama decoherencia, responsable de que veamos el mundo tal y como lo conocemos, un mundo en el que, valga la expresión coloquial, el Tribunal Supremo se acaba de dejar muchos pelos en la gatera.