En la “Jornada sobre libertad de expresión en el Estado constitucional” organizada por la Academia Interamericana de Derechos Humanos y la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla (16 y 17 de octubre de 2018) tendré la oportunidad, que agradezco enormemente a los profesores Irene Spigno y Víctor Vázquez, de presentar la ponencia “Del odio como discurso al odio como delito, pasando por el discurso del odio”, que resumiré en las siguientes líneas.
En primer lugar, y aunque resulte obvio, conviene recordar que cualquier consideración al respecto debe articularse teniendo en cuenta un concreto marco jurídico-constitucional -en este caso el español-, incluida la repercusión que puedan tener la normativa y la jurisprudencia internacional a la que remite el propio texto constitucional (aquí el Convenio Europeo de Derechos Humanos -CEDH- y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos -TEDH-).
Pues bien, desde el asunto Handyside c. Reino Unido, de 1976, el TEDH sostiene que la libertad de expresión ampara “no sólo las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existen una «sociedad democrática». Así pues, la libertad de expresión protege el discurso que exterioriza de forma pacífica aversión u hostilidad –odio- hacia el sistema constitucional, el Estado, sus instituciones y, en principio, contra una “fracción de la población”, siempre que no haya incitación, directa o indirecta, a la violencia (Karakoyun y Taran c Turquía, de 2007). En esta línea, el Tribunal Constitucional español declaró que la libertad de expresión no puede verse restringida “por el hecho de que se utilice para la difusión de ideas u opiniones contrarias a la esencia misma de la Constitución” y que la sanción penal de la extereorización de ideas que justifiquen el genocidio solo resulta posible “siempre que tal justificación opere como incitación indirecta a su comisión” (STC 235/2007), aunque esta jurisprudencia se iría difuminando después.
Y esta tutela jurídica del “odio como discurso” resulta reforzada en el contexto del debate político o sobre asuntos de interés general, lo que ampararía actos expresivos de hostilidad a los símbolos del Estado, altos cargos institucionales, colectivos de empleados públicos,… Son, pues, ejercicio de la libertad de expresión discursos que manifiesten aversión, hostilidad, odio… a la bandera de un Estado (STEDH Partido Demócrata Cristiano del Pueblo c. Moldavia, 2010), a próceres o a un alto cargo institucional (Murat Vural c Turquía, 2014; Stern Taulats y Roura Capellera c. España, 2018), a los cuerpos de seguridad (Savva Terentyev c. Rusia, 2018)…
No estaríamos, pues, muy lejos, al menos en este punto, de lo que sostuvo el Tribunal Supremo de Estados Unidos en el caso Watts v. United States, de 1969, donde consideró libertad de expresión decir “si tuviera un rifle la primera persona que querría tener en el punto de mira sería Lindon B. Johnson”. Pero, en general, en Estados Unidos el umbral de protección del “discurso odioso” es más alto que en Europa: “el discurso que degrada en base a la raza, la etnia, el género, la religión, la edad, la discapacidad o cualquier otro terreno similar es odioso, pero el mayor orgullo de nuestra jurisprudencia es que protegemos la libertad de expresar el pensamiento que odiamos” (Matal v. Tam, de 2017).
En Europa, el TEDH ha articulado, al menos en parte, el llamado “discurso del odio” -diferente en teoría al odio como discurso- tomando en cuenta la obligatoriedad que tienen los poderes públicos de combatir expresiones que incidan en la estigmatización que ya padecen los grupos vulnerables. Según el propio TEDH la vulnerabilidad es un concepto relacional (depende de factores históricos, institucionales y sociales), particular (las personas que pertenecen a estos grupos son más vulnerables que otras) e implica un daño o estigmatización, especialmente en un contexto de discriminación. Así, en un pronuncimiento reciente ya citado (Savva Terentyev c. Rusia), se entiende por vulnerable “una minoría o grupo desprotegido que padece un historial de opresión o desigualdad, o que se enfrenta a prejuicios arraigados, hostilidad y discriminación, o que es vulnerable por alguna otra razón, y por lo tanto puede, en principio, necesitar una mayor protección contra los ataques cometidos a través del insulto, la ridiculización o la calumnia (así, en Soulas y otros v. Francia, de 10 de julio de 2008, y Féret c. Bélgica, de 16 de julio de 2009, donde las declaraciones controvertidas se dirigieron contra las comunidades de inmigrantes no europeos en Francia y Bélgica respectivamente; Balsytė-Lideikienė c. Lituania, de 4 de noviembre de 2008, donde dichas declaraciones se referían a minorías nacionales en Lituania poco después del restablecimiento de su independencia en 1990, o Vejdeland y otros c. Suecia, de 9 de febrero de 2012, donde la declaración impugnada había sido dirigida contra los homosexuales). En definitiva, tanto el «discurso del odio» como la vulnerabilidad son contextuales.
La Constitución española no menciona la vulnerabilidad pero prevé la protección pública de grupos que hoy consideramos vulnerables: extranjeros y demandantes de asilo (art. 13), prohíbe la discriminación por nacimiento, raza, sexo, religión, opinión u otra circunstancia personal o social (art. 14), manda a los poderes públicos desarrollar “una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de disminuidos [sic] físicos, sensoriales y psíquicos (art. 49),… Y, según el art. 9.2 CE, los poderes públicos deben promover las condiciones para que la igualdad de los individuos y grupos en que se integran sean reales y efectivas, remover los obstáculos que impiden o dificultan su plenitud y facilitar la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social.
Así pues, la protección jurídica de los grupos vulnerables justificaría excluir de la garantía constitucional expresiones de odio dirigidas contra ellos aunque no implicaran incitación a la violencia. Y eso podría articularse de diferentes formas (penales, civiles, administrativas) y, en su caso, a través de distintas sanciones. A título de ejemplo, el Código penal ya incluye el discurso del odio (sin citarlo expresamente) como agravante de un delito básico cometido por aversión discriminatoria (art. 22.4), como tipo específico de hostilidad discriminatoria criminógena (art. 510.1.a) y como subtipo agravado de aversión discriminatoria lesiva por atentar contra la paz pública y generar un clima de hostilidad o inseguridad (art. 510.4).
En suma, en Europa, en general, no hace falta que concurra incitación a la violencia en las expresiones de odio hacia grupos vulnerables (minoría gitana, personas con enfermedades mentales, portadoras de VIH, demandantes de asilo, menores de edad,…). En estos casos o bien se entiende que ha habido abuso del derecho ex artículo 17 CEDH o que, directamente, se trata de conductas expresivas no amparadas por el articulo 10 CEDH.
Fuera de las expresiones de hostilidad a los grupos vulnerables, la represión de «discurso del odio» exigiría una incitación a la violencia motivada por la aversión hacia las personas contra las que se dirige. Conforme a la citada STC 235/2007, “la libertad de expresión no puede ofrecer cobertura al llamado ‘discurso del odio’, esto es, a aquel desarrollado en términos que supongan una incitación a la violencia contra ciudadanos en general o contra determinadas razas o creencias en particular”.
El problema surge con el fenómeno de creciente expansión/banalización del “discurso del odio”, a cuyo amparo se sancionan conductas expresivas aunque no se proyecten sobre grupos vulnerables ni se haya incitado a la violencia. En su fase más exacerbada se castiga el quebrantamiento de la moral social producido al exteriorizar alegría por un mal ajeno, descalificar a determinados colectivos…; incluso, al llevar a cabo actos de mera provocación a las instituciones o a una parte de la sociedad.
Un buen/mal ejemplo de la conversión del “odio -hostilidad/aversión- como discurso” en “odio como delito” lo tenemos con el caso Stern Taulats y Roura Capellera c. España, resuelto por el TEDH el 18 de marzo de 2018 y que trae causa de la condena a los demandantes por haber quemado una foto del anterior Jefe del Estado y su esposa, hecho por el que se les consideró reos de un delito de injurias a la Corona y se les impuso una pena de 15 meses de prisión e inhabilitación de sufragio pasivo. Dadas las circunstancias personales de los condenados, que no lo habían sido antes a una pena por delito o falta, junto con sus edades y profesiones, el juez les impuso finalmente una multa de 2.700 euros sustitutiva de la pena de prisión.
El TEDH concluyó, en primer término, que es legítimo que las instituciones del Estado sean protegidas en su condición de garantes del orden público institucional, pero la posición dominante que ocupan estas instituciones exige a las autoridades muestras de contención en la utilización de la vía penal (asunto Jiménez Losantos c. España, 2016).
La quema de la foto del Rey no supuso incitación a la violencia: “un acto de este tipo debe ser interpretado como expresión simbólica de una insatisfacción y de una protesta. La puesta en escena, aunque haya llevado a quemar una imagen, es una forma de expresión de una opinión en el marco de un debate sobre una cuestión de interés público; a saber, la institución de la monarquía…”
Tampoco hubo discurso del odio: entender como tal “un acto que es manifestación simbólica del rechazo y de la crítica política de una institución conllevaría una interpretación demasiado amplia de la excepción admitida por la jurisprudencia del TEDH –lo que probablemente perjudicaría al pluralismo, a la tolerancia y al espíritu de apertura sin los cuales no existe ninguna sociedad democrática-”.
Se trató, más bien, de una provocación: “el acto que se reprocha a los demandantes se enmarcaba en el ámbito de una de estas puestas en escena provocadoras que se utilizan cada vez más para llamar la atención de los medios de comunicación y que, a sus ojos, no van más allá de un recurso a una cierta dosis de provocación permitida para la transmisión de un mensaje crítico desde la perspectiva de la libertad de expresión”.
No generan tanto ruido como una condena penal por la quema de una foto pero no son menos preocupantes las recientes previsiones legales que incluyen importantes sanciones administrativas por realizar compartimientos expresivos que, pudiendo ser ofensivos, despreciables, insensibles,…, para una parte o para la mayoría de la sociedad, no dejan de ser una forma de discurso pacífico que ni incide en la estigmatización de grupos vulnerables ni supone incitación a la violencia. Así, por ejemplo, la reciente reforma de la Ley andaluza para la promoción de la igualdad de género prevé como infracción grave, sancionable con multa de 6.001 a 60.000 euros, «organizar o desarrollar actos culturales, artísticos o lúdicos que, por su carácter sexista o discriminatorio por razón de sexo, vulneren los derechos previstos en esta ley…» No estoy diciendo, como es obvio, que las administraciones no deban luchar por múltiples cauces -la educación, la publicidad institucional, la no financiación de actos sexistas,…- contra el machismo y la discriminación de la mujer pero exteriorizar estos prejuicios no puede ser el motivo que justifique una sanción administrativa; como dijo el juez Frankfurter, el mejor Derecho se hace a veces con las personas más indeseables.
A modo de conclusiones se podría decir 1) que el tratamiento jurídico del discurso del odio no puede aislarse del contexto constitucional de que se trate, incluidos compromisos internacionales; 2) hay que diferenciar “el odio como discurso” del “discurso del odio” y del “odio como delito”; 3) no es fácil definir el “discurso del odio”, que si se vincula a la protección de los grupos vulnerables puede ser combatido de diferentes maneras, no necesaria o exclusivamente penales; 4) el “discurso del odio” es contextual; 5) la expansión/banalización del “discurso del odio” desemboca en la sanción de conductas expresivas aunque no se proyecten sobre grupos vulnerables ni si incite a la violencia; 6) con esta deriva se llega a castigar, especialmente en el ámbito administrativo, el mero quebrantamiento de la moral social; 7) a la vista de lo dicho por el TEDH y de lo que resulta de una interpretación constitucionalmente adecuada de la libertad de expresión, incluidas las expresiones que molestan o ofenden como muestras de odio u hostilidad, habría que derogar varios delitos (injurias a la Corona, ofensas a los símbolos del Estado, de las Comunidades Autónomas…) y frenar la expansión sancionadora administrativa en la materia-
Grafiti de Banksy.
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