La presidencia Trump y el Tribunal Supremo.

El Tribunal Supremo de Estados Unidos es el único órgano jurisdiccional contemplado en la Constitución norteamericana, que lo coloca a la cabeza de un Poder Judicial luego articulado legalmente por el Congreso. El Tribunal, compuesto por nueve jueces, suele recibir unas 10.000 peticiones al año, que incluyen, normalmente, apelaciones frente a sentencias de órganos jurisdiccionales inferiores, aunque puede ser también órgano que conozca en primera y única instancia. Asimismo, tiene la facultad de declarar la inconstitucionalidad de disposiciones legales federales y estatales, así como de los actos emanados de los poderes ejecutivos federal y estatales. Es, pues, un órgano del Poder Judicial pero que, de modo similar a lo que hacen los Tribunales Constitucionales europeos, ejerce funciones de juez de la constitucionalidad, aunque, a diferencia de lo que suele ocurrir en el modelo europeo, el Supremo norteamericano no es el único que enjuicia la constitucionalidad de las leyes, algo que también pueden hacer los demás tribunales (sistema de control difuso).

Es conocido que las decisiones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos han venido influyendo de manera extraordinariamente relevante en la vida política y constitucional; basta recordar que fue una decisión de ese Tribunal –Marbury v. Madison, de 1803- la que está en el origen del sistema de control de constitucionalidad de las normas legales; han sido varias las que han delimitado qué puede hacer el Poder federal y lo que pueden decidir los Estados miembros de la federación y sin la intervención del Supremo el alcance de derechos como la libertad de expresión sería muy diferente. Todo ello explica, a su vez, que para los otros órganos constitucionales –Presidencia, Congreso- no sea en absoluto irrelevante quién está en el Tribunal Supremo y hasta dónde pueden alcanzar sus resoluciones jurisprudenciales.

Prueba de ello es que se ha constatado a lo largo de la historia la importancia que tienen tanto las afinidades ideológicas de la persona que aspira a ser juez del Tribunal Supremo como la circunstancia de que las propuestas se produzcan en un momento de “gobierno unificado” -el mismo partido está en la Casa Blanca y tiene mayoría en el Congreso o, al menos, en el Senado, competente para confirmar las propuestas presidenciales-: así, desde mediados del siglo XIX la gran mayoría de miembros han sido personas próximas al mismo partido que el Presidente que los proponía, y el Senado ha confirmado el 90% de los candidatos cuando el partido del Presidente controlaba esa Cámara pero menos del 60% cuando la mayoría correspondía al otro partido. El gobierno «unificado” o “dividido” también se traduce en la aceptación o rechazo de los candidatos para tribunales inferiores y en la mayor o menor rapidez de los procesos de confirmación de los propuestos para el Supremo. Todo ello es una muestra de que las designaciones, en especial para el Tribunal Supremo, se han convertido en una batalla política con grandes similitudes con las campañas para las elecciones presidenciales.

No obstante, debe recordarse en que la relevancia política de estas nominaciones no es nueva y se puede remontar a los primeros nombramientos de finales del siglo XVIII y principios del XIX; así, uno de los asuntos más relevantes en la historia de la jurisdicción constitucional, y que trasciende al sistema norteamericano, el ya citado caso Marbury v. Madison, tuvo su origen en el nombramiento apresurado de varios cargos judiciales por el presidente Adams momentos antes del final de su mandato; no en vano se les llamó “los jueces de medianoche”.  

Y el relieve de la composición y de las funciones del Tribunal Supremo norteamericano no se evidencia únicamente en las batallas políticas, sociales y académicas que suelen rodear el nombramiento de nuevos magistrados, sino también en el interés público con el que siguen los casos que llegan al Alto Tribunal y la expectación que rodea la resolución de los asuntos, que son objeto de especial seguimiento por los medios de comunicación y, en general, por la sociedad. Pueden recordarse, por mencionar algunos ejemplos, las sentencias sobre la reforma del sistema sanitario, de 2012, –el llamado Obamacare-; sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, de 2015, o la muy reciente, de 19 de junio, sobre el veto migratorio impuesto por Trump.

Esta presencia de las sentencias del Tribunal Supremo en el acervo político, social y cultural norteamericano ha tenido reflejo en innumerables informaciones, reportajes, documentales, películas y series donde se mencionan, no siempre en un sentido positivo, asuntos como Brown v. Board of Education of Topeka (sobre la inconstitucionalidad de la educación segregada por razas), Gideon v. Wainwright (sobre el derecho a la defensa judicial de oficio) o Miranda v. Arizona (que reconoció los famosos derechos de los detenidos: no declarar, llamar a un abogado…), además de otros casos no menos famosos como Roe v. Wade (sobre interrupción voluntaria del embarazo), Hustler Magazine Inc. v. Falwell (sobre los límites a la libertad de expresión cuando se refiere a personajes públicos), Texas v. Johnson (sobre la quema de la bandera como acto de ejercicio de la libertad de expresión) Bush v. Gore (sobre el cómputo de las papeletas en las elecciones presidenciales de 2000); Lawrence v. Texas (sobre la no criminalización de la relaciones homosexuales),…

Pues bien, al Presidente Trump se le ha presentado la ocasión de proponer un segundo juez del Supremo, tras la renuncia, el pasado 27 de junio, de Anthony Kennedy, que llevaba en el cargo desde 1987, cuando fue propuesto por Ronald Reagan, y que ha desempeñado en muchas ocasiones el papel de juez “centrista” –swing vote-, inclinando la balanza en unas ocasiones a favor del platillo “liberal” –la sentencia sobre el matrimonio homosexual–  o del “conservador” –la decisión que avaló el veto de Trump a la entrada de nacionales de cinco países

 Al poco de comenzar su mandato Trump ya tuvo la ocasión de nominar al hoy magistrado Neil M. Gorsuch, que tomó posesión el 10 de abril de 2017. Cuando ocupe su cargo quien sustituya a Kennedy habrá 5 jueces propuestos por presidentes republicanos (John Roberts, Chief Justice, y Samuel Alito, por George W. Bush; Clarence Thomas por George H. Bush, y el ya citado Gorsuch y el pendiente de nominar por Trump) y 4 por presidentes demócratas (Ruth Bader Ginsburg y Stephen Breyer por Clinton y Sonia Sotomayor y Elena Kagan por Obama).

Como se acaba de ver, no es novedoso que un mismo Presidente pueda nominar a dos magistrados, incluso en su primer mandato, como Obama, pero a Trump pueden surgirle más ocasiones pues dos de los actuales jueces tienen una edad avanzada -Ginsburg 85 años y Breyer 80- y ambos son “liberales”, con lo que la incidencia de la Presidencia Trump en la composición del Supremo podría ser extraordinaria y, sin duda, proyectarse mucho más allá de su gobierno; baste tener en cuenta que “su primer juez”, Gorsuch, todavía no hay cumplido los 51 años.

Habrá que ver, no obstante, qué ocurre en la próxima renovación del Senado (el 6 de noviembre de 2018), pues una eventual mayoría demócrata podría obligar al actual Presidente a presentar, cuando menos, candidaturas “moderadas”, como lo fue, por cierto, la de Anthony Kennedy, propuesto por Reagan tras el fracaso que supuso la candidatura “radical” de Robert Bork, rechazada después de un intenso y áspero debate político, social y académico.

Y la trascendencia de todo esto se debe a que, como señaló bien pronto Alexis de Tocqueville, “en los Estados Unidos no hay casi ninguna cuestión política que no se convierta, tarde o temprano, en una cuestión jurisdiccional”.

Texto publicado en Agenda Pública el 1 de julio de 2018.

3 comentarios en “La presidencia Trump y el Tribunal Supremo.

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