Jelo en verano 2018 (1): «Impulso criminal» y el tratamiento penal de los crímenes más graves.

Un año más en el programa Julia en la Onda en verano, que dirige en esta época Arturo Téllez Espinosa, se incluye una sección sobre cine, televisión y derecho. En esta edición el espacio se emite los lunes a las 15.05.

El primer programa (se puede escuchar pinchando en el enlace) se centró en Impulso criminal (el título original es Compulsion), una película estadounidense del año 1959 dirigida por Richard Fleischer y protagonizada por Orson Welles, Dean Stockwell y Bradford Dillman. Está basada en la novela homónima de Meyer Levin, quien se inspiró para escribirla en un caso de secuestro y asesinato de un niño de 14 años acaecido en Chicago en 1924.  Orson Welles, Bradford Dillman y Dean Stockwell fueron premiados por su interpretación en el Festival de Cannes de 1959.

El fragmento que reproducimos sirve para comentar, entre otras cosas, la incidencia que pueden tener la opinión pública y la publicada en los veredictos, tanto en procesos ante tribunales técnicos como en los juicios por jurado; en particular, cuando se juzgan hechos que pueden ser constitutivos de delitos especialmente odiosos, como el asesinato de menores. También nos permite analizar la función que cumplen las sanciones penales -¿»retribuir» el delito cometido? ¿prevenir la reiteración? ¿»resocializar» a quien ha delinquido? ¿todas estas funciones en la medida de lo posible?-, el desajuste que a veces se produce entre un veredicto conforme a Derecho y el rechazo que suscita en una parte de la sociedad, el «derecho a la esperanza» que debe tener todo condenado… 

Todas estas cuestiones están presentes en Impulso criminal y mantienen su vigencia casi 60 años después. 

 

Sobre la propuesta de Pablo Casado de primar con 50 escaños a la candidatura ganadora en las elecciones al Congreso.

Una de las propuestas del nuevo presidente del Partido Popular, el diputado Pablo Casado, es impulsar una reforma de la ley electoral para primar con un bonus de 50 diputados al partido ganador de los comicios generales —similar al existente en Grecia—. «Sin modificación de la Constitución» y «para no depender de los nacionalistas», ha dicho.

Al respecto, conviene recordar que el régimen electoral español para las elecciones al Congreso de los Diputados, tejido a partir de unos mimbres constitucionales y legales muy rígidos, es ya un caso paradigmático en el Derecho comparado de cómo se puede influir en el sistema de partidos, articulando formaciones muy disciplinadas, reduciendo el número de opciones que consiguen escaños, beneficiando en términos electorales y económicos a las candidaturas —sean las que sean— que obtienen mejores resultados y aumentando la probabilidad de que se produzcan cómodas victorias electorales del partido mayoritario.

La “diferencia española” se evidencia, por recordar un dato elocuente, en que un sistema electoral teóricamente proporcional ha generado, en el espacio temporal de 30 años, cuatro mayorías absolutas (elecciones de los años 1982, 1986, 2000 y 2011) sin que en ninguno de esos procesos la formación ganadora hubiera obtenido la mitad de los sufragios.

De esta manera, en España tenemos opciones político-electorales sobrerrepresentadas y otras infrarrepresentadas, componiendo así un Congreso de los Diputados que no refleja como debiera las preferencias ciudadanas, menoscabando de esta manera el valor del pluralismo político que, conforme al artículo 6 de la Norma Fundamental, expresan los partidos. Lo que aquí se evidencia no es solo la desigualdad en el “poder del voto” sino también la configuración deliberadamente desigual del régimen electoral, que se acaba trasladando al sistema de partidos.

Se podría objetar, como ha hecho el Tribunal Constitucional, que la proporcionalidad “es, más bien, una orientación o criterio tendencial, porque siempre, mediante su puesta en práctica, quedará modulada o corregida por múltiples factores del sistema electoral hasta el punto de que puede afirmarse que cualquier concreción o desarrollo normativo del criterio, para hacer viable su aplicación, implica necesariamente un recorte a esa ‘pureza’ de la proporcionalidad abstractamente considerada” (STC 75/1985, de 21 de junio, FJ 5). “En tanto el legislador se funde en fines u objetivos legítimos y no cause discriminaciones entre las opciones en presencia, no cabrá aceptar el reproche de inconstitucionalidad de sus normas o de sus aplicaciones en determinados casos, por no seguir unos criterios estrictamente proporcionales (STC 193/1989)” (STC 45/1992, de 2 de abril, FJ 4; doctrina que reitera ATC 240/2008, de 22 de julio).

Pero resulta que la proporcionalidad no es un mero “criterio tendencial” sino un mandato constitucional orientado a hacer realidad, como mínimo, dos valores superiores del ordenamiento –la igualdad y el pluralismo político-; el mandato del artículo 9.2 –promover las condiciones para que la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas…-, el objeto protegido por los derechos fundamentales reconocidos en los artículos 23.1 y 23.3, el carácter igual del sufragio en las elecciones al Congreso garantizado por el artículo 68.1 y que la elección se verifique atendiendo a criterios de representación proporcional (art. 68.3). Lo que cabe colegir de este último precepto, en palabras de Francisco Bastida, es que no es suficiente que en el resultado final haya proporcionalidad si ésta no se produce también en cada circunscripción, cosa que no ocurre en la mayoría. Por si fuera poco, como explica también Bastida, esa proporcionalidad tampoco se da –porque así lo quiso el legislador preconstitucional y lo ha avalado el postconstitucional- en el resultado final de cada renovación del Congreso de los Diputados.

En segundo término, el legislador está causando “discriminaciones entre las opciones en presencia”, pues no las trata de la manera más igual posible, sino que se decanta por unos mecanismos (asignar un mínimo de 2 diputados por circunscripción, mantener la elección de 350 diputados y, por tanto, un Congreso de tamaño “pequeño”, optar por una fórmula electoral que no es proporcional en circunscripciones pequeñas) que, de antemano, provocan desproporcionalidad y afectan al principio de igual (o similar) valor del voto. Los dos mecanismos de ventaja, el reparto mayoritario y la sobrerrepresentación, se acumulan sobre los ganadores en ciertos distritos, explica el profesor Jorge Alguacil.

Como concluyen Alberto Penadés y Salvador Santiuste, “la competición electoral en España no tiene lugar en condiciones iguales en todas las circunscripciones, y los votos no cuentan todos lo mismo. La variabilidad de la magnitud electoral de los distritos tiene consecuencias para el sistema de partidos. Además, el sistema electoral emplea un método de prorrateo de escaños entre las circunscripciones que introduce otra dimensión de desigualdad: la representación de los ciudadanos”.

A esta perspectiva, que analiza la vulneración del principio de igualdad del sufragio, Ignacio Lago y José Ramón Montero añaden otra: este «malapportionment» (de origen) es un recurso institucional manejado estratégicamente por las élites partidistas para conseguir mayorías parlamentarias amplias, asegurar su acceso a la formación de gobiernos y facilitar la aprobación de sus políticas.

El propio Consejo de Estado señaló, en su Informe de 2009 sobre la reforma electoral, (p. 157) , “que el sistema electoral del Congreso de los Diputados,…, presenta algunos aspectos que podrían ser susceptibles de mejora, en aras de garantizar la igualdad de electores y partidos políticos en el proceso electoral y de revalorizar la participación de los ciudadanos en la designación de sus representantes… Un avance en este sentido podría comportar efectos beneficiosos para el fomento de la participación política de los ciudadanos y una mayor implicación de éstos en el funcionamiento democrático de las instituciones, en línea con lo ya dispuesto en la inmensa mayoría de los ordenamientos europeos”.

Una situación de desigualdad entre las opciones político-electorales como la que se produce en España sería calificada como inconstitucional en Alemania y así lo ha hecho en varias ocasiones el Tribunal Constitucional Federal alemán (véase al respecto la BVerfGE 121, 266, de 3 de julio de 2008): la igualdad de oportunidades de los partidos se irradia sobre el régimen electoral en su conjunto («Chancengleichheit») y, en concreto, sobre la introducción de un determinado sistema, que, a su vez, condiciona la existencia de más o menos grupos parlamentarios.

En definitiva, ya tenemos, por mandato legal e insuficiente previsión constitucional, una importante manipulación política del sistema electoral español, en el que se menoscaba, de manera antidemocrática, la igualdad del valor del voto y la expresión del pluralismo político. Por favor, no añadan más. Gracias.

Pd. Me ocupé de estas cuestiones, entre otros texto, en “Régimen electoral (maquiavélico) y sistema de partidos (con sesgo mayoritario)”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 104, 2015, pp. 13 y ss, y en “Algunos apuntes sobre la calidad de la democracia española”, Revista de Derecho Constitucional Europeo, nº 28, 2017. 

Sobre posibles reformas electorales véanse también los textos de Carlos Fernández Esquer en Agenda Pública.

Cuestionan también la constitucionalidad de la propuesta de Pablo Casado los profesores Xavier Arbós, Fernando Álvarez-Ossorio, Francisco Javier Díez Revorio, Carlos Ruíz y Josu de Miguel.

Sobre la elección de compromisarios y el carácter público o secreto de su voto en los congresos de los partidos (a propósito, aunque no exclusivamente, del Congreso extraordinario del Partido Popular).

Como es bien sabido, este fin de semana se celebra el Congreso extraordinario del Partido Popular en el que se decidirá quien preside dicha formación política. La decisión corresponde a las 3.082 personas que participarán como compromisarios. Pues bien, en las siguientes líneas, y retomando dos trabajos académicos, uno bastante lejano en el tiempo (del año 2000) y otro más reciente (de 2015) –Teoría y práctica de los congresos generales de los partidos políticos-, me propongo exponer, en pocas palabras, algunas cuestiones vinculadas con estos procesos: la intervención de los afiliados en los congresos, la elección de los compromisarios, la relación que se crea entre éstos y los afiliados y, finalmente, cómo tendría que ser el voto de dichos compromisarios. 

Primera. De acuerdo con la legislación sobre partidos (Leyes de 1976, 1978 y 2002) la intervención de los afiliados en los congresos de los partidos puede ser directa o por medio de representantes. Si se trata de formaciones políticas con un militancia elevada y amplia implantación territorial será difícil reunir en un lugar y momento determinados a todos o la mayoría de los afiliados, por lo que los estatutos de las principales formaciones políticas han adoptado la figura del compromisario, que, en algunos casos, es la única a través de la que resulta posible la participación en el congreso general. No obstante, las tecnologías de la información y la comunicación podrían facilitar una mayor participación, especialmente a la hora de votar o adoptar concretas decisiones.

Segunda. La vigente Ley Orgánica de partidos no contiene disposición alguna sobre el sistema de elección de compromisarios, aunque no cabe desconocer que esa figura está prevista en el mismo precepto en el que se establece que la organización y funcionamiento de los partidos deberá ajustarse a principios democráticos, por lo que, como resulta evidente, la elección de los compromisarios habrá de guiarse por los mencionados criterios. Esa Ley impone el sufragio libre y secreto para la elección de “los órganos directivos” del partido, pero no menciona, como ya se ha dicho, la de los compromisarios, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en la legislación alemana, que dispone que se hacen con voto secreto las elecciones de miembros de la junta directiva y de representantes para asambleas de los mismos y para órganos de asociaciones territoriales superiores.

Tercera. Una de las cuestiones que plantea mayores problemas es la que se refiere al vínculo que une a los compromisarios con los militantes que los han elegido; en particular, a propósito del comportamiento a seguir durante el desarrollo del congreso y el sentido de los votos a emitir tanto para la aprobación de resoluciones de carácter programático como para la elección de los miembros de los órganos de dirección. A este respecto lo primero que es necesario tener en cuenta es que los compromisarios se eligen para otorgar efectividad a la participación de los militantes en el órgano supremo de la entidad política y, trayendo a colación las palabras del Tribunal Constitucional a propósito de la actuación de los parlamentarios, la “fidelidad a este compromiso político, que ninguna relación guarda con la obligación derivada de un supuesto mandato imperativo, no puede ser desconocida ni obstaculizada.” (STC 119/1990, FJ 7).

No es casual que, precisamente, se emplee la palabra “compromisarios”, por lo que no carece de fundamento la pretensión de que su actuación se ajuste al compromiso asumido con los militantes, máxime cuando puede tener un contenido muy concreto en el que se refleje de modo claro y preciso la voluntad de los afiliados a propósito de una determinada cuestión: aprobar un determinado punto del programa de un partido, votar a favor de uno de los candidatos que concurren a la secretaría general del partido, etcétera.

Cuarta. De acuerdo con los estatutos de varias formaciones políticas la elección de sus órganos de dirección se realiza mediante sufragio secreto, fórmula de emisión del voto con la que se pretende garantizar que  será una expresión libre de la voluntad del elector, que podría sentirse presionado a manifestar una voluntad distinta en el supuesto de que se pudiera conocer sin su consentimiento el sentido de su voto.

Esta garantía del sufragio está fuera de discusión cuando se trata de elecciones en las que los ciudadanos intervienen en su condición de tales y, por tanto, como titulares del derecho fundamental a la participación en los asuntos públicos. No parece que sea ese el supuesto que nos ocupa, en el que la votación corresponde a los compromisarios, no tanto en su condición de ciudadanos-militantes del partido sino como representantes de éstos. Cuando los delegados emiten su voto en realidad están otorgando efectividad a la intervención de los afiliados en la designación de los órganos de dirección, aspecto que con toda probabilidad se habrá tenido en cuenta en el proceso previo al congreso y a la hora designar a esos compromisarios. Quizá pueda ser coherente que en esta materia no se establezca un vínculo entre la voluntad de los militantes y la que han de manifestar los delegados, si no se conoce antes del congreso general el nombre de la totalidad de los aspirantes a los órganos de dirección, pero sí puede favorecerse que los miembros del partido sepan lo que ha votado cada uno de los delegados. El establecimiento del carácter público del sufragio de los compromisarios es, pues, una fórmula válida para favorecer la transparencia en el proceso de elección de los dirigentes de los partidos al tiempo que permite una relación más estrecha entre los militantes y los compromisarios, que podrá desembocar en su caso en la exigencia de las correspondientes explicaciones por parte de los primeros.

Por establecer un paralelismo ejemplificativo, el sufragio público es el que predomina en las votaciones que tienen lugar en nuestras Cortes Generales, donde tanto Diputados como Senadores se pronuncian de ordinario a través de procedimientos que permiten conocer el sentido de su voto. Así, en el Congreso de los Diputados, “en ningún caso podrá ser secreta la votación en los procedimientos legislativos… Las votaciones para la investidura del Presidente del Gobierno, la moción de censura y la cuestión de confianza, serán en todo caso públicas por llamamiento” (art. 85.1 y 2 Reglamento del Congreso). Si esto es lo que ocurre en el ámbito parlamentario, y de modo particular a propósito de la elección del titular de la jefatura del ejecutivo, no parece que deba primar en los partidos un sufragio secreto que acaba convirtiendo al delegado o compromisario en dueño absoluto de su voto, sin control efectivo alguno por parte de los militantes a los que representa. Por estos motivos, en la Ley Orgánica de partidos tendría que contemplarse el carácter público del sufragio de los delegados, permitiéndose la votación secreta cuando quienes tuviesen que pronunciarse fuesen los propios afiliados de manera directa.

Discapacidad intelectual y participación política.

El año 2019 será especialmente intenso en cuestiones electorales pues habrá comicios autonómicos, locales y al Parlamento Europeo, no estando descartadas elecciones a las Cortes Generales. Convendría que para entonces estuviera suficientemente garantizada la participación política de las personas con alguna discapacidad intelectual porque en los últimos procesos electorales no pudieron ejercer el sufragio casi 100.000 de esas personas por la aplicación de las previsiones de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG), cuyo artículo 3 dispone: “carecen de derecho de sufragio: b) Los declarados incapaces en virtud de sentencia judicial firme,  siempre que la misma declare expresamente la incapacidad para el ejercicio del derecho de sufragio. c) Los internados en un hospital psiquiátrico con autorización judicial, durante el período que dure su internamiento siempre que en la autorización el Juez declare expresamente la incapacidad para el ejercicio del derecho de sufragio. 2…los Jueces o Tribunales que entiendan de los procedimientos de incapacitación o internamiento deberán pronunciarse expresamente sobre la incapacidad para el ejercicio del sufragio…”

¿Es constitucional este precepto? El enunciado es, cuando menos, incorrecto porque las personas a las que se alude no carecen de derecho de sufragio: son titulares del mismo pero no lo pueden ejercer. Y la premisa jurídica de la que hay que partir es que estas personas son titulares de los derechos fundamentales y deben contar, por mandato constitucional, con el apoyo de los poderes públicos para ejercerlos; no en vano, aunque con un lenguaje manifiestamente mejorable, se proclama en el artículo 49 de la Constitución (CE) que “los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los  que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos”; previamente, el artículo 9.2 dispone que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

Estas obligaciones se refuerzan con la ratificación por España de la Convención sobre derechos de las personas con discapacidad, cuyo propósito “es promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente” (art. 1); también prevé que “los Estados Partes garantizarán a las personas con discapacidad los derechos políticos y la posibilidad de gozar de ellos en igualdad de condiciones con las demás…” (art. 29).

La interpretación de los artículos 23 (derechos de participación en asuntos públicos), 14 (prohibición de discriminación) 49 y 9.2 CE, junto con la Convención citada, parece que no ofrece dudas sobre la titularidad de los derechos políticos, en particular del sufragio, por parte de las personas con alguna discapacidad, física o intelectual. Y de la CE tampoco deriva presunción alguna en contra del ejercicio de estos derechos, por lo que, en su caso, debe ser el Legislador el que al condicionar el ejercicio de un derecho fundamental como el sufragio justifique de forma suficiente la constitucionalidad de la limitación. De no existir esas limitaciones hay que presumir la capacidad de obrar iusfundamental de la persona con alguna discapacidad.

La cuestión es que el vigente artículo 3 LOREG aparece como un precepto de que no establece criterio alguno, que guarda silencio sobre cuál debe ser el estándar de prueba, dejándolo todo en manos del órgano judicial. Y al respecto debe recordarse la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, según la cual “cuando una restricción de derechos fundamentales se aplica a un grupo particularmente vulnerable de la sociedad, que ha sufrido una discriminación considerable en el pasado, como es el caso de las personas con discapacidad mental, el Estado dispone de un  margen de apreciación más bien estrecho, y debe tener razones muy poderosas para imponer las restricciones en cuestión” (STEDH Alajos Kiss c. Hungría).

Es importante señalar que en este momento se están tramitando en el Congreso varias propuestas legislativas para reformar las previsiones vigentes y la más avanzada es la presentada por la Asamblea de Madrid, que postula la supresión de los apartados b y c del artículo 3 LOREG y, además, una Disposición Adicional conforme a la cual: “a partir de la entrada en vigor de la Ley de modificación de la LOREG para adaptarla a la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, quedan sin efecto las limitaciones en el ejercicio del derecho de sufragio establecidas por decisión judicial fundamentadas jurídicamente en el apartado 3.1. b) y c) de la LOREG ahora suprimidos. Las personas a las que se les hubiere limitado o anulado su derecho de sufragio por razón de discapacidad quedan reintegradas plenamente en el mismo por ministerio de la Ley”.

En la misma línea, el Comité sobre los derechos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas ha pedido a España que se revise la legislación pertinente para que todas las personas con discapacidad, independientemente de su deficiencia, de su condición jurídica o de su lugar de residencia, tengan derecho a votar y a participar en la vida pública en pie de igualdad con los demás. El Comité pide al Estado español que modifique el artículo 3 LOREG para que todas las personas con discapacidad tengan derecho a votar. Además, se recomienda que todas las personas con discapacidad que sean elegidas para desempeñar un cargo público dispongan de toda la asistencia necesaria, incluso asistentes personales.

A la vista de los debates parlamentarios parece que, en todo caso, las próximas elecciones se regirán por un nuevo artículo 3 que tendrá que favorecer el derecho de sufragio de las personas con discapacidad. Es censurable que haya que haber esperado tanto tiempo y tantos procesos electorales para que cambie esta situación y para que, como dijo el Tribunal Supremo de Sudáfrica a propósito del voto de las personas presas (asunto August c. Electoral Commission, de 1 de abril de 1999), se reconozca que “el voto de cada ciudadano es un símbolo de dignidad e identidad individual. Literalmente, significa que todo el mundo es importante”.

Este texto resume una entrada anterior y ha sido publicado en La Nueva España el 15 de julio de 2018.

El derecho de voto de las personas con alguna discapacidad intelectual.

Esta semana he tenido la oportunidad de participar en un Curso de verano de la Universidad Autónoma de Madrid organizado por la profesora Susana Sánchez Ferro,, a la que agradezco enormemente su invitación. Mi intervención –El derecho al voto de las personas con alguna discapacidad– se centró en el ejercicio del sufragio por las personas con alguna discapacidad intelectual.

La premisa jurídica de la que hay que partir es que estas personas son titulares de los derechos fundamentales y deben contar, por mandato constitucional con el apoyo de los poderes públicos para ejercerlos; no en vano, aunque con un lenguaje manifiestamente mejorable, se proclama en el artículo 49 de la Constitución (CE) que “los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento,  rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los  que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos”; previamente, el artículo 9.2 dispone que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

Estas obligaciones se refuerzan con la ratificación por España de la Convención sobre derechos de las personas con discapacidad, cuyo propósito “es promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente (art. 1) y que establece que los Estados Partes garantizarán a las personas con discapacidad los derechos políticos y la posibilidad de gozar de ellos en igualdad de condiciones con las demás… (art. 29).

La interpretación de los arts. 23 (derechos de participación en asuntos públicos), 14 (prohibición de discriminación) 49 y 9.2 CE, junto con la Convención ex art. 10.2 CE, parece que no ofrece dudas sobre la titularidad de los derechos políticos, en particular del sufragio, por parte de las personas con alguna discapacidad. Y de la CE tampoco deriva presunción alguna en contra del ejercicio de estos derechos, por lo que, en su caso, debe ser el Legislador el que al condicionar el ejercicio de un derecho fundamental como el sufragio justifique de forma suficiente la constitucionalidad de la limitación. De no existir esas limitaciones hay que presumir la capacidad de obrar iusfundamental de la persona con alguna discapacidad.

Es sabido que la CE proclama, para las elecciones al Congreso y el Senado, y por extensión hay que entenderlo aplicable a todo tipo de comicios, que el voto debe ser libre, reflejo de la voluntad del elector (como garantía es delito presionar al elector, art. 146 Ley electoral, LOREG). Pero no se contemplan exigencias “intelectuales” o “formativas”, por lo que, en ningún caso, cabría imponer un sufragio capacitario.

Pues bien, según la LOREG (art. 3.1) “carecen de derecho de sufragio: b) Los declarados incapaces en virtud de sentencia judicial firme,  siempre que la misma declare expresamente la incapacidad para el ejercicio del derecho de sufragio. c) Los internados en un hospital psiquiátrico con autorización judicial, durante el período que dure su internamiento siempre que en la autorización el Juez declare expresamente la incapacidad para el ejercicio del derecho de sufragio. 2…los Jueces o Tribunales que entiendan de los procedimientos de incapacitación o internamiento deberán pronunciarse expresamente sobre la incapacidad para el ejercicio del sufragio…”

¿Es constitucional este precepto? El enunciado es, cuando menos, incorrecto: las personas a las que se alude no carecen de derecho de sufragio: son titulares del mismo pero no lo pueden ejercer.

Según el Auto del Tribunal Constitucional 196/2016 el precepto es constitucional porque el sufragio universal no es incompatible con “la privación singularizada de este derecho, por causa legalmente prevista, sobre todo cuando está revestida de la garantía judicial”; además, cabe diferenciar entre “discapacidad” e “incapacidad” y el artículo 3.1 se aplica a las personas que carecen de capacidad intelectiva y volitiva sobre el ejercicio del voto. En el caso concreto que dio lugar al recurso de amparo, a juicio de la mayoría que avala el Auto 196/2016, se siguió la doctrina del Tribunal Supremo (SSTS 29/4/2009 y 24/6/2013), que exige que la decisión judicial vaya precedida de un examen singularizado de la persona y de una ponderación de los intereses concurrentes. Y el “examen” (la expresión es mía, no del Tribunal) al que se sometió a la demandante de amparo (influenciabilidad por terceros, aptitud para comprar y vender…) sirvió para valorar el grado de desarrollo de sus facultades mentales.

Me parece mucho más ajustado a una configuración adecuada del derecho fundamental el voto discrepante que, primero, cuestiona la inadmisión del propio recurso de amparo (era la primera vez que llegaba un asunto así, afecta a casi 100.000 personas privadas del ejercicio del sufragio….); sobre el fondo, se reprocha a la mayoría que no haga razonamiento alguno sobre el contenido esencial del derecho consagrado en el art. 23.1 que condiciona el desarrollo y la configuración que del mismo pueda realizar el Legislador.

Y es que a la hora de interpretar el derecho de sufragio en relación con las personas discapacitadas es preciso tener presente lo que se establece en la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, y, más en concreto, sus artículos 5, 12 y 29: mientras el art. 3 LOREG se fundamenta en la discapacidad como impedimento para ostentar el derecho de sufragio, el art. 29 Convención descansa en la filosofía opuesta: ofrecer todos los medios para que los discapacitados puedan participar en la vida pública en pie de igualdad con los demás ciudadanos.

El art. 3 LOREG aparece como un precepto de aplicación automática, que no establece criterio alguno, que guarda silencio sobre cuál debe ser el estándar de prueba, dejándolo todo en manos del juez. Y al respecto debe recordarse la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, según la cual “cuando una restricción de derechos fundamentales se aplica a un grupo particularmente vulnerable de la sociedad, que ha sufrido una discriminación considerable en el pasado, como es el caso de las personas con discapacidad mental, el Estado dispone de un  margen de apreciación más bien estrecho, y debe tener razones muy poderosas para imponer las restricciones en cuestión” (STEDH Alajos Kiss c. Hungría).

Es importante señalar que en este momento se están tramitando en el Congreso varias propuestas legislativas para reformar las previsiones vigentes y la más avanzada es la presentada por la Asamblea de Madrid, que postula la supresión de los apartados b y c del artículo 3 LOREG y, además, una Disposición Adicional conforme a la cual: “a partir de la entrada en vigor de la Ley de modificación de la LOREG para adaptarla a la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, quedan sin efecto las limitaciones en el ejercicio del derecho de sufragio establecidas por decisión judicial fundamentadas jurídicamente en el apartado 3.1. b) y c) de la LOREG ahora suprimidos. Las personas a las que se les hubiere limitado o anulado su derecho de sufragio por razón de discapacidad quedan reintegradas plenamente en el mismo por ministerio de la Ley”.

A esta proposición se ha presentado una enmienda por el Grupo Parlamentario Popular que propone lo siguiente: “Se modifica el apartado b) del punto primero del artículo 3: “b) Las personas con la capacidad de obrar modificada judicialmente en virtud de sentencia judicial firme, siempre que la misma así lo declare expresamente, por carecer de consciencia o absoluta falta de capacidad de conocimiento o decisión que les impida el ejercicio de tal derecho.” 2. Se suprime el apartado c) del punto primero del artículo 3. 3. Se modifica el punto segundo del artículo 3 de la siguiente forma: “2. A los efectos previstos en este artículo, los Jueces o Tribunales que entiendan de los procedimientos judiciales de modificación de la capacidad de obrar o internamiento deberán pronunciarse expresamente sobre la falta de capacidad para el ejercicio del sufragio de forma motivada, evaluando de forma individualizada este tipo de falta de capacidad. En el supuesto de que ésta sea apreciada, lo comunicarán al Registro Civil para que se proceda a la anotación correspondiente.”

Hay también una proposición de ley de Unión del Pueblo Navarro para modificar el apartado 2 del artículo 3 LOREG: “A los efectos previstos en este artículo, los Jueces o Tribunales que entiendan de los procedimientos de incapacitación o internamiento deberán pronunciarse expresamente sobre la incapacidad para el ejercicio del sufragio de forma motivada, evaluando de forma individualizada este tipo de incapacidad y teniendo en cuenta el dictamen pericial médico obligatorio a que se refieren los artículos 759 y 763.3 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, debiendo ponderarse, según las necesidades concurrentes, la necesidad de la medida para proteger tanto el interés de la persona incapacitada como el respeto a los principios de libertad e igualdad en todo tipo de procesos electorales. En el supuesto de que ésta sea apreciada, lo comunicarán al Registro Civil para que se proceda a la anotación correspondiente.

Para garantizar el cumplimiento de lo establecido en el párrafo anterior, queda a salvo el derecho a instar del órgano judicial competente la reintegración de la capacidad o la modificación del alcance de la incapacitación que se establece en el artículo 761 de la Ley de Enjuiciamiento Civil”.

De estas tres propuestas es la primera la que más se ajusta a las recomendaciones del Comité sobre los derechos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas, que ha pedido a España que se revise toda la legislación pertinente para que todas las personas con discapacidad, independientemente de su deficiencia, de su condición jurídica o de su lugar de residencia, tengan derecho a votar y a participar en la vida pública en pie de igualdad con los demás. El Comité pide al Estado español que modifique el artículo 3 LOREG que autoriza a los jueces a denegar el derecho de voto en virtud de decisiones adoptadas en cada caso particular. La modificación debe hacer que todas las personas con discapacidad tengan derecho a votar. Además, se recomienda que todas las personas con discapacidad que sean elegidas para desempeñar un cargo público dispongan de toda la asistencia necesaria, incluso asistentes personales.

A la vista de los debates parlamentarios parece que, en todo caso, las próximas elecciones se regirán por un nuevo artículo 3 que tendrá que favorecer el derecho de sufragio de las personas con discapacidad. Es censurable que haya que haber esperado tanto tiempo y tantos procesos electorales para que cambie esta situación y para que, como dijo el Tribunal Supremo de Sudáfrica a propósito del voto de las personas presas (asunto August c. Electoral Commission, de 1 de abril de 1999), se reconozca que “el voto de cada ciudadano es un símbolo de dignidad e identidad individual. Literalmente, significa que todo el mundo es importante”.

La presidencia Trump y el Tribunal Supremo.

El Tribunal Supremo de Estados Unidos es el único órgano jurisdiccional contemplado en la Constitución norteamericana, que lo coloca a la cabeza de un Poder Judicial luego articulado legalmente por el Congreso. El Tribunal, compuesto por nueve jueces, suele recibir unas 10.000 peticiones al año, que incluyen, normalmente, apelaciones frente a sentencias de órganos jurisdiccionales inferiores, aunque puede ser también órgano que conozca en primera y única instancia. Asimismo, tiene la facultad de declarar la inconstitucionalidad de disposiciones legales federales y estatales, así como de los actos emanados de los poderes ejecutivos federal y estatales. Es, pues, un órgano del Poder Judicial pero que, de modo similar a lo que hacen los Tribunales Constitucionales europeos, ejerce funciones de juez de la constitucionalidad, aunque, a diferencia de lo que suele ocurrir en el modelo europeo, el Supremo norteamericano no es el único que enjuicia la constitucionalidad de las leyes, algo que también pueden hacer los demás tribunales (sistema de control difuso).

Es conocido que las decisiones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos han venido influyendo de manera extraordinariamente relevante en la vida política y constitucional; basta recordar que fue una decisión de ese Tribunal –Marbury v. Madison, de 1803- la que está en el origen del sistema de control de constitucionalidad de las normas legales; han sido varias las que han delimitado qué puede hacer el Poder federal y lo que pueden decidir los Estados miembros de la federación y sin la intervención del Supremo el alcance de derechos como la libertad de expresión sería muy diferente. Todo ello explica, a su vez, que para los otros órganos constitucionales –Presidencia, Congreso- no sea en absoluto irrelevante quién está en el Tribunal Supremo y hasta dónde pueden alcanzar sus resoluciones jurisprudenciales.

Prueba de ello es que se ha constatado a lo largo de la historia la importancia que tienen tanto las afinidades ideológicas de la persona que aspira a ser juez del Tribunal Supremo como la circunstancia de que las propuestas se produzcan en un momento de “gobierno unificado” -el mismo partido está en la Casa Blanca y tiene mayoría en el Congreso o, al menos, en el Senado, competente para confirmar las propuestas presidenciales-: así, desde mediados del siglo XIX la gran mayoría de miembros han sido personas próximas al mismo partido que el Presidente que los proponía, y el Senado ha confirmado el 90% de los candidatos cuando el partido del Presidente controlaba esa Cámara pero menos del 60% cuando la mayoría correspondía al otro partido. El gobierno «unificado” o “dividido” también se traduce en la aceptación o rechazo de los candidatos para tribunales inferiores y en la mayor o menor rapidez de los procesos de confirmación de los propuestos para el Supremo. Todo ello es una muestra de que las designaciones, en especial para el Tribunal Supremo, se han convertido en una batalla política con grandes similitudes con las campañas para las elecciones presidenciales.

No obstante, debe recordarse en que la relevancia política de estas nominaciones no es nueva y se puede remontar a los primeros nombramientos de finales del siglo XVIII y principios del XIX; así, uno de los asuntos más relevantes en la historia de la jurisdicción constitucional, y que trasciende al sistema norteamericano, el ya citado caso Marbury v. Madison, tuvo su origen en el nombramiento apresurado de varios cargos judiciales por el presidente Adams momentos antes del final de su mandato; no en vano se les llamó “los jueces de medianoche”.  

Y el relieve de la composición y de las funciones del Tribunal Supremo norteamericano no se evidencia únicamente en las batallas políticas, sociales y académicas que suelen rodear el nombramiento de nuevos magistrados, sino también en el interés público con el que siguen los casos que llegan al Alto Tribunal y la expectación que rodea la resolución de los asuntos, que son objeto de especial seguimiento por los medios de comunicación y, en general, por la sociedad. Pueden recordarse, por mencionar algunos ejemplos, las sentencias sobre la reforma del sistema sanitario, de 2012, –el llamado Obamacare-; sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, de 2015, o la muy reciente, de 19 de junio, sobre el veto migratorio impuesto por Trump.

Esta presencia de las sentencias del Tribunal Supremo en el acervo político, social y cultural norteamericano ha tenido reflejo en innumerables informaciones, reportajes, documentales, películas y series donde se mencionan, no siempre en un sentido positivo, asuntos como Brown v. Board of Education of Topeka (sobre la inconstitucionalidad de la educación segregada por razas), Gideon v. Wainwright (sobre el derecho a la defensa judicial de oficio) o Miranda v. Arizona (que reconoció los famosos derechos de los detenidos: no declarar, llamar a un abogado…), además de otros casos no menos famosos como Roe v. Wade (sobre interrupción voluntaria del embarazo), Hustler Magazine Inc. v. Falwell (sobre los límites a la libertad de expresión cuando se refiere a personajes públicos), Texas v. Johnson (sobre la quema de la bandera como acto de ejercicio de la libertad de expresión) Bush v. Gore (sobre el cómputo de las papeletas en las elecciones presidenciales de 2000); Lawrence v. Texas (sobre la no criminalización de la relaciones homosexuales),…

Pues bien, al Presidente Trump se le ha presentado la ocasión de proponer un segundo juez del Supremo, tras la renuncia, el pasado 27 de junio, de Anthony Kennedy, que llevaba en el cargo desde 1987, cuando fue propuesto por Ronald Reagan, y que ha desempeñado en muchas ocasiones el papel de juez “centrista” –swing vote-, inclinando la balanza en unas ocasiones a favor del platillo “liberal” –la sentencia sobre el matrimonio homosexual–  o del “conservador” –la decisión que avaló el veto de Trump a la entrada de nacionales de cinco países

 Al poco de comenzar su mandato Trump ya tuvo la ocasión de nominar al hoy magistrado Neil M. Gorsuch, que tomó posesión el 10 de abril de 2017. Cuando ocupe su cargo quien sustituya a Kennedy habrá 5 jueces propuestos por presidentes republicanos (John Roberts, Chief Justice, y Samuel Alito, por George W. Bush; Clarence Thomas por George H. Bush, y el ya citado Gorsuch y el pendiente de nominar por Trump) y 4 por presidentes demócratas (Ruth Bader Ginsburg y Stephen Breyer por Clinton y Sonia Sotomayor y Elena Kagan por Obama).

Como se acaba de ver, no es novedoso que un mismo Presidente pueda nominar a dos magistrados, incluso en su primer mandato, como Obama, pero a Trump pueden surgirle más ocasiones pues dos de los actuales jueces tienen una edad avanzada -Ginsburg 85 años y Breyer 80- y ambos son “liberales”, con lo que la incidencia de la Presidencia Trump en la composición del Supremo podría ser extraordinaria y, sin duda, proyectarse mucho más allá de su gobierno; baste tener en cuenta que “su primer juez”, Gorsuch, todavía no hay cumplido los 51 años.

Habrá que ver, no obstante, qué ocurre en la próxima renovación del Senado (el 6 de noviembre de 2018), pues una eventual mayoría demócrata podría obligar al actual Presidente a presentar, cuando menos, candidaturas “moderadas”, como lo fue, por cierto, la de Anthony Kennedy, propuesto por Reagan tras el fracaso que supuso la candidatura “radical” de Robert Bork, rechazada después de un intenso y áspero debate político, social y académico.

Y la trascendencia de todo esto se debe a que, como señaló bien pronto Alexis de Tocqueville, “en los Estados Unidos no hay casi ninguna cuestión política que no se convierta, tarde o temprano, en una cuestión jurisdiccional”.

Texto publicado en Agenda Pública el 1 de julio de 2018.