Màxim Huerta y la (in)aplicabilidad de la moral pública.

Como recuerda Ronald Dworkin en Los derechos en serio, el juez y Lord británico Patrick Devlin pronunció una conferencia en 1958 en la Academia Británica titulada “La imposición de la moral”. Devlin resumió así su postura acerca de la práctica de la homosexualidad: “Debemos preguntarnos en primer lugar si, al observarlo con calma y desapasionadamente, consideramos tan abominable este vicio que su mera presencia nos agravie. Si tal es el sentimiento auténtico de la sociedad en la que vivimos, no veo de qué manera se puede negar a la sociedad el derecho de erradicarlo”. La conferencia de Devlin produjo un escándalo que desbordó la esfera estrictamente académica para recalar en radios y diarios de tirada nacional.

Màxim Huerta dimitió el pasado 13 de junio, después de que El Confidencial revelara que fue sancionado a pagar 218.322 euros para regularizar su situación fiscal correspondiente a los ejercicios fiscales de 2006, 2007 y 2008. Huerta había satisfecho el pago y, de no ser por su recurso ante el Tribunal Económico Administrativo Regional de Madrid, quizá ni siquiera nos habríamos enterado de estoHuerta dimitió por una cuestión donde se mezclan la política y la moral, porque Sánchez había asumido un compromiso tajante con la absoluta honestidad fiscal y porque la sociedad en la que vivimos cree que montar una empresa, sin actividad ni personal ningunos, para ahorrarse el pago de impuestos es un comportamiento incompatible con ser ministro. ¿Pero qué pasa si en lugar de haberse querido ahorrar unos impuestos hubiera dado positivo en un control de alcoholemia? ¿También deberíamos exigir su dimisión? ¿Y si le hubieran sacado una foto fumando un porro con 20 años y el Hola la sacara en su portada? ¿El precedente de Màxim no nos estará deslizando por la pendiente del puritanismo moral? 

A diferencia de lo que pensaba Devlin en 1958, hoy muchos, quizá la mayoría de los españoles, veríamos no sólo con extrañeza, sino también con indignación, que un medio de comunicación reclamara la dimisión de Huerta por ser homosexual. Pero supongamos, aunque sea sólo en aras de la argumentación, que un diario reaccionario hubiera decidido reunir firmas para provocar la dimisión de un miembro del Gobierno, porque piensan que la homosexualidad atenta contra la moral pública e inhabilita para ser ministro. ¿Qué tendría que hacer para lograr su objetivo? 

Lo que debería hacer es tratar de convencernos de que hay argumentos o razones que apoyan esa posición. Esto no quiere decir que deba presentar una teoría moral completa acerca de por qué la homosexualidad (o defraudar impuestos) inhabilita para ser ministro, sino que basta con señalar algunos rasgos o argumentos que apoyan esa visión: por ejemplo, que la Biblia o la tradición del lugar lo prohíben. Es claro que quien expresa juicios de este tipo afirma, en el fondo, una teoría moral más completa, pero no es necesario que sea capaz de desarrollarla hasta sus últimas consecuencias para tratar de convencernos de que no votemos (o hagamos dimitir) a alguien con esa tacha de inmoralidad. 

Ahora bien, esto no significa que cualquier tipo de argumento sea admisible. En concreto, los argumentos que expresan prejuicios o son discriminatorios expresan razones que deben quedar excluidas de la deliberación pública. De la misma forma que no todas las opiniones merecen ser respetadas –no debemos respetar la opinión de quien cree que deberíamos bombardear a los alemanes que toman el sol en las playas de Mallorca, o disparar a todos los residentes en Gaza que se manifiestan pacíficamente–, tampoco todos los argumentos son igualmente atendibles. En particular, no lo son ninguno de los siguientes:

  • No son atendibles los argumentos de un sujeto (o medio de comunicación) cuyos juicios sobre los homosexuales, o las mujeres, o los catalanes, o los españoles se basen en su convicción de que cualquier individuo que pertenezca a cualquiera de esos grupos es inferior, y por tanto merece menos respeto, por el mero hecho de serlo.
  • No son atendibles los argumentos de un sujeto cuya posición se basa en afirmaciones de hecho que son empíricamente falsas o incorrectas. Esto lo que ocurre, por ejemplo, con el argumento que rechazaba el sufragio femenino apelando al menor tamaño del cerebro de las mujeres.  
  • Por último, tampoco son atendibles los argumentos que apelan a sentimientos personales o concepciones particulares de la vida buena. Si todo lo que un sujeto (o medio de comunicación) es capaz de alegar en favor de la dimisión de un ministro es que “no lo traga” o que “no es vegano”, quedará registrado su compromiso con la causa o su indignación pero las filias o fobias (personales) no son razones esgrimibles en la esfera pública.  

No obstante, como se advierte sin demasiada dificultad, en el caso de la dimisión de Huerta no concurre ninguna de esas razones inatendibles. Exploremos pues las razones de naturaleza política y cojamos el toro por los cuernos: ¿debió dimitir Huerta? La duda no existiría si estuviéramos ante un caso flagrante de comisión de un delito o ante una grave infracción administrativa (defraudar al fisco). Tampoco parece que hubiera dudas, al menos a juicio de quienes firman estas líneas, de que no cabría esperar la dimisión por una infracción leve de índole administrativa (dejar el coche mal aparcado, superar un límite de velocidad de forma moderada y sin haber ocasionado un peligro para la vida o la seguridad ajenas, etc.).

Si aceptamos que la práctica fiscal empleada hace años por Huerta no constituye una grave infracción administrativa y, desde luego, no es delito –tributaristas rigurosos explican que no eludió el pago del IRPF, sino que lo difirió a un momento posterior y, además, no hay todavía doctrina al respecto del Tribunal Supremo–, ¿había alguna razón por la que debiera dimitir?

Sí, cuando menos una clara: el presidente, que de acuerdo con nuestra Constitución “dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo”, había asumido un compromiso tajante al respecto: “Si tengo en la Ejecutiva federal de mi partido, en mi dirección, a un responsable político que crea una sociedad interpuesta para pagar la mitad de los impuestos que le toca pagar, esa persona al día siguiente estaría fuera de mi Ejecutiva. Es el compromiso que yo asumo con mis votantes y con los españoles”. Si quien dirige el Gobierno ha trazado una línea roja en un determinado asunto, no puede tolerar, salvo que pretenda asumir las responsabilidades políticas de su incoherencia, que un ministro haya cruzado, incluso antes de serlo, dicha línea. ¿Le inhabilitaba al señor Huerta su pasado para ser ministro?

Aquí hay dos respuestas posibles, en función de que el presidente del Gobierno haya asumido un compromiso claro contra la ingeniería fiscal o no. En este caso, el comportamiento de Huerta le inhabilitaba para formar parte de un Gobierno presidido por Sánchez, lo que, por cierto, nos lleva apreguntarnos si el presidente conocía tal circunstancia –muy malo para él– o si la ignoraba –muy malo también para él porque se descubrió con suma facilidad–.

Cuando la línea roja no está tan clara –supongamos que Sánchez no hubiera asumido ese compromiso– la exigencia de responsabilidad dependerá de cómo se aparte el comportamiento del cargo público en cuestión del programa del Gobierno del que forma parte: cuanto más se distancie, más exigible será su dimisión y habrá de ser el propio cargo y, en su caso, el presidente quienes tengan la última palabra, asumiendo este último el coste de mantener en su puesto a quien ha defraudado unas expectativas políticas: ¿quién dirige el Ministerio de Educación puede escolarizar a sus hijos en un colegio privado? ¿Podría la actual ministra de Sanidad operarse a una clínica privada? Son, sin duda, decisiones legítimas, pero no necesariamente coherentes en términos políticos y se supone que la coherencia, entendida como fidelidad con la sociedad o, cuando menos, con un sector del electorado, es un valor que debe estar muy presente en el desempeño de responsabilidades políticas.

En contra, pues, de que lo que se ha dicho por ahí, no se trata pues de una exigencia de moralidad a ultranza ni de prácticas inquisitoriales, sino de respeto a unos compromisos asumidos voluntariamente, y no debería sorprender en los tiempos que corren que si socialmente se aprecia esa incoherencia se escuchen voces o, incluso, clamores de dimisión. Quien hoy acepta un cargo político de especial relevancia debe saber que será objeto de escrutinio intenso, seguramente excesivo y, a lo peor, injusto, pero parece ingenuo, cuando menos, escandalizarse por ello, máxime si se procede de ciertas profesiones o actividades ligadas a los medios de comunicación. Quien no quiera asumir presión tan grande no debiera aceptar responsabilidades tan grandes.

¿Estaremos, de esta forma, convirtiendo la política en una tarea propia de seres beatíficos y alejados de la realidad? No necesariamente: por una parte, quien presida un Gobierno establecerá sus directrices políticas y quien las defraude se hará acreedor a un trato que, quizá, no le dispensaría otro presidente; será luego la ciudadanía la que juzgue al respecto. Por otra parte, las exigencias deben ser proporcionales a las responsabilidades y no tiene las mismas quien gestiona a tiempo parcial una modesta concejalía que quien dirige el Ministerio de Economía. Y la reprobación política también debe ser proporcional a los hechos realizados: no es lo mismo que Hacienda obligue a realizar una declaración complementaria porque no se incluyó en un ejercicio fiscal un pago de 300 euros que se podría incluir en el siguiente que montar todo un entramado societario para tributar menos al fisco durante tres ejercicios y por el monto de miles de euros. Habrá, pues, que valorar la coherencia con el propio programa, la intencionalidad, la reiteración, la gravedad, la respuesta del propio interesado, su transparencia, etc.

Y todo ello sin olvidar que, en última instancia, quien decide sobre la continuidad, o no, de un ministro es el presidente, no la opinión pública ni la publicada; otra cosa es la importancia que para el primero tengan las segundas y el coste/beneficio que crea le puede aportar una u otra decisión. Pero es que se llega a presidente para, entre otras cosas, tomar esas decisiones; a veces, se llega a presidente porque se ha asumido el compromiso de adoptar determinadas decisiones y, en ocasiones, se deja de ser presidente porque no se ha sabido o no se ha querido afrontar algunas decisiones.

Texto redactado con el profesor Borja Barragué y publicado en Agenda Pública el 15 de junio de 2018.

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