La renovación de jueces en el Tribunal Supremo de Estados Unidos: la renuncia de Anthony Kennedy y la «short list».

Acaba de anunciarse la renuncia de Anthony Kennedy, uno de los nueve jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos, y eso implica que se asistirá en los próximos meses a uno de los acontecimientos más relevantes que ofrece el panorama político-constitucional norteamericano: el proceso para nombrar a la persona que lo sustituya en, coloquialmente, SCOTUS (Supreme Court of The United States).

Hay que recordar, en primer término, que el número de jueces de ese Tribunal varió inicialmente: el Congreso lo fijó en 6 en 1789, lo redujo a 5 en 1801, volvió a 6 en 1802 y, desde 1869, se ha fijado en 9, de los cuales el Chief Justice ocupa la presidencia. Puede conocerse el listado completo de jueces desde 1789 en la propia página del Tribunal Supremo.

Los nombramientos se hacen a propuesta del Presidente y con el voto favorable de la mayoría del Senado, luego de una comparecencia (hearing) que puede desarrollarse a lo largo de varias jornadas de gran intensidad y que obliga a las personas aspirantes a responder a decenas de cuestiones como las que, por mencionar un ejemplo, le plantearon a la hoy Associate Justice Elena Kagan cuando compareció en 2010 ante el Senado norteamericano: su opinión sobre la constitucionalidad del aborto, la del matrimonio homosexual, la de la pena de muerte, tanto con carácter general como sobre la forma de aplicación, así como su eventual imposición a menores de edad; sobre el derecho a portar armas, sobre el empleo del derecho extranjero en la interpretación del derecho nacional, respecto a los derechos de los detenidos en Bagram, si reconocía la Constitución el derecho a un nivel mínimo de bienestar, si resultaba compatible con la Constitución la obscenidad, si se podían alegar motivos religiosos para no participar en la práctica de abortos, qué opinaba de la decisión del Tribunal Supremo en el caso Boumediene v. Bush, de 12 de junio de 2008 (detenidos en Guantánamo), sobre el caso Washington v. Glucksberg, de 26 de junio de 1997 (eutanasia),…

El cargo es, en principio, de carácter vitalicio, salvo renuncia, como acaba de hacer Kennedy, o destitución a través de un proceso de impeachment aprobado por el Congreso, cosa que no ha ocurrido nunca, aunque hubo algunos intentos: en 1805 contra Samuel Chase y, mucho más tarde, un amago con Abe Fortas, que acabó presentando la renuncia, y otro con Willam Douglas. Ese carácter vitalicio propicia que la trascendencia de los nombramientos se prolongue mucho más allá del mandato del Presidente que los promovió. Así, Kennedy lo fue por Ronald Regan y ha ejercido su cargo desde 1987. Y no es fácil que un Presidente, como ahora Trump, tenga la posibilidad de proponer, en muy poco tiempo, a dos candidatos para el Supremo.

Pero la relevancia política de estas nominaciones no es nueva y se puede remontar a los primeros nombramientos de finales del siglo XVIII y principios del XIX; así, uno de los asuntos más relevantes en la historia de la jurisdicción constitucional, y que trasciende al sistema norteamericano, es el bien conocido caso Marbury v. Madison, que data de 1803, que tuvo su origen en el nombramiento apresurado de varios cargos judiciales por el Presidente Adams momentos antes del final de su mandato; no en vano se les llamó “los jueces de medianoche”.  Y es que, como señaló bien pronto Alexis de Tocqueville, “en los Estados Unidos no hay casi ninguna cuestión política que no se convierta, tarde o temprano, en una cuestión jurisdiccional”.

El relieve de la composición y de las funciones del Tribunal Supremo norteamericano no se evidencia únicamente en las batallas políticas, sociales y académicas que suelen rodear el nombramiento de nuevos magistrados, sino también en el interés público con el que siguen los casos que llegan al Alto Tribunal y la expectación que rodea la resolución de los casos, que son objeto de especial seguimiento por los medios de comunicación; pueden recordarse, por mencionar alguno de los últimos ejemplos, las sentencias sobre la reforma del sistema sanitario, de 2012, –el llamado Obamacare-, y la más reciente, de 26 de junio de 2015, relativa al matrimonio entre personas del mismo sexo.

Los jueces del Tribunal Supremo cuentan con la asistencia de letrados o law clerks, algunos de los cuales luego han sido a su vez jueces del alto tribunal, incluso Chief Justice: Byron White lo fue de Vinson, John Paul Stevens de Rutledge, William Rehnquist de Jackson, Stephen Breyer de Goldberg, John Roberts de Rehnquist y Elena Kagan de Marshall. Sobre su creciente influencia y el papel cada vez mayor en la elaboración de las sentencias se ha venido discutiendo en los últimos años, hasta el punto de atribuir a esa circunstancia un cierto declive del propio Tribunal.

Aunque no he venido aquí para hablar de mi libro, me permito recordar que el proceso que ahora se avecina está descrito magistralmente, valga la redundancia, en la serie The West Wing, que, en varios episodios, recoge distintas fases de dicho proceso. Uno de esos episodios se titula, no por casualidad, Short List, expresión que aparece hoy ya en los medios de comunicación y que es utilizada con frecuencia en los ámbitos político y periodístico de Estados Unidos para referirse al reducido número de personas que aparecen con posibilidades de ser propuestas para un determinado cargo. El Presidente Bartlet le dice a uno de los «candidatos»: “You were not the first choice. But you are the last one and the right one”.

Lecturas jurídicas en legítima defensa (V): «Por compasión: la lucha por los olvidados de la justicia en Estados Unidos», de Bryan Stevenson.

Si se concediera el Premio Nobel de Derecho probablemente Bryan Stevenson ya lo habría ganado, no por el libro que aquí comentamos sino por la obra de la que da cuenta en Por compasión. La lucha por los olvidados de la justicia en Estados Unidos (Península, 2018). Stevenson, después de graduarse en Derecho en Harvard, promovió en 1989, en Montgomery (Estado de Alabama), la creación de la entidad Equal Justice Initiative, una organización no gubernamental que tiene como objetivos proporcionar asistencia legal a los presos que pueden haber sido condenados erróneamente, a los que carecen de recursos para una defensa efectiva y, en general, a integrantes de grupos vulnerables (menores, personas con discapacidad mental) condenados a cadena perpetua o, hasta la declaración de inconstitucionalidad para ellos, a la pena capital.

Uno de sus primeros casos fue el de Walter McMillian, un afroamericano condenado a muerte, en un proceso espeluznante y plagado de irregularidades -fue recluido en el “corredor de la muerte” cuando todavía era un preso preventivo-, por el supuesto asesinato a tiros de una mujer blanca. Walter, que había vivido siempre en el condado de Monroe (Alabama) nunca había oído hablar de Harper Lee ni de Matar a un ruiseñor, mucho menos de Atticus Finch. Los avatares vitales y judiciales de McMillian están presentes a lo largo de todo el libro y sirven como hilo conductor para describir el terrible panorama del sistema judicial y penitenciario en buena parte de Estados Unidos cuando una persona de raza negra se enfrenta a un proceso penal por haber, presuntamente, cometido algún delito -no necesariamente con resultado de muerte- contra una persona blanca. También nos recuerda que durante muchísimos años en su país se ha condenado a centenares de niños de 13 y 14 años a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional y que la privación del derecho de sufragio como pena adicional a una privativa de libertad ha excluido del censo al 10% de la población negra de varios Estados, lo que, además, ha servido para configurar jurados con composición mayoritaria blanca incluso en localidades con mayoría de población negra y eso a pesar de varias sentencias del Tribunal Supremo que trataron de poner coto a estos abusos (por ejemplo, Batson v. Kentucky, de 1985).

Stevenson no se centra en la asistencia legal a “inocentes” y ha defendido a personas culpables de delitos terribles pero que, en ningún caso, merecían la tortura de pasar años en condiciones terribles en los “corredores de la muerte” ni la pena de muerte, aplicada en no pocos casos de forma especialmente cruel y dolorosa. “La cercanía me ha enseñado algunas verdades básicas y aleccionadoras, incluida esta lección vital: cada uno de nosotros es algo mejor que lo peor que hayamos hecho”.

Otra de las aberraciones de las que se da cuenta es el caso de Michael Lindsey, una de las decenas de personas que luego de haber sido condenadas a reclusión perpetua vieron como los jueces que presidían los juicios por jurado cambiaban ese veredicto por la pena de muerte, algo especialmente frecuente en años en los que se renovaban los cargos judiciales en votaciones populares. Esa práctica judicial fue avalada en su día por el Tribunal Supremo (Spaziano v. Florida, de 1984).

Resultan conmovedoras la tenacidad y entereza de Stevenson y todo el equipo  para sobreponerse al dolor de asistir a ejecuciones de sus defendidos, a las trabas e incomprensiones sociales y judiciales, a un trabajo extenuante, a los problemas económicos, a las enormes dificultades para conseguir reparaciones cuando se ha constatado la comisión de un error del que ha derivado que una persona inocente pasara décadas encarcelada… También a los cambios en la jurisprudencia, como el que supuso el caso Payne v. Tennessee, de 1991, donde el Tribunal Supremo revocó una doctrina anterior contraria a tener en cuenta, a la hora del veredicto, información sobre el carácter, la reputación o la familia de la víctima, basada en el principio de que “todas las víctimas son iguales”; dicho cambio redundó en castigos más duros para ciertos delitos y en procesos más emocionales. Y, todo ello, a pesar de estar documentado que, en ciertos Estados del Sur, la combinación “acusado negro-víctima blanca” aumentaba exponencialmente las condenas a muerte.

Con todo, y haciendo caso al consejo que en su día le dieron a Stevenson de “seguir tocando el tambor de la justicia”, no son pequeños los triunfos que se nos cuentan en el libro: en primer lugar, ser capaz de preparar a los presos y a sus familiares para lo peor al tiempo que se les anima para esperar lo mejor y prueba de que, a veces, se consigue, sino lo mejor, lo menos malo, son los asuntos que la entidad promovida por Stevenson consiguió llevar al Tribunal Supremo Federal: en el caso Nelson v. Campbell (2004) ese órgano acogió, por unanimidad, las tesis de Stevenson en el sentido de que los condenados a la pena capital debían poder presentar recursos en defensa de sus derechos cuando los protocolos de aplicación fueran contrarios a la Constitución; en el asunto Sullivan v. Florida (2010) el Tribunal Supremo concluyó, al tiempo que lo hacía en Graham v. Florida, que las sentencias obligatorias de cadena perpetua sin derecho a la libertad condicional para todos los menores de 17 años en los casos en que no había habido  homicidio eran inconstitucionales; desde esa fecha, Equal Justice Initiative ha proporcionado asistencia legal a decenas de menores a lo largo de Estados Unidos para lograr nuevas sentencias a partir de la doctrina Graham. Stevenson también participó en los asuntos Miller v. Alabama y Jackson v. Hobbs, de 2012, donde el Supremo sentenció que, incluso cuando los casos habían implicado homicidio, las sentencias obligatorias de cadena perpetua sin libertad condicional para menores de 17 años eran inconstitucionales, fallo que afectó a las leyes de 29 Estados.

En 2015 Stevenson consiguió “atrapar otra de las piedras que nos lanzamos” en forma de libertad para Anthony Ray Hinton, un hombre negro que había estado en el corredor de la muerte en Alabama durante casi 30 años tras haber sido condenado injustamente por doble asesinato. Hoy Hinton forma parte del equipo de la organización no gubernamental y, como concluye Stevenson, “el trabajo sigue adelante”.

Puede escucharse a Stevenson en esta conferencia TED.

Màxim Huerta y la (in)aplicabilidad de la moral pública.

Como recuerda Ronald Dworkin en Los derechos en serio, el juez y Lord británico Patrick Devlin pronunció una conferencia en 1958 en la Academia Británica titulada “La imposición de la moral”. Devlin resumió así su postura acerca de la práctica de la homosexualidad: “Debemos preguntarnos en primer lugar si, al observarlo con calma y desapasionadamente, consideramos tan abominable este vicio que su mera presencia nos agravie. Si tal es el sentimiento auténtico de la sociedad en la que vivimos, no veo de qué manera se puede negar a la sociedad el derecho de erradicarlo”. La conferencia de Devlin produjo un escándalo que desbordó la esfera estrictamente académica para recalar en radios y diarios de tirada nacional.

Màxim Huerta dimitió el pasado 13 de junio, después de que El Confidencial revelara que fue sancionado a pagar 218.322 euros para regularizar su situación fiscal correspondiente a los ejercicios fiscales de 2006, 2007 y 2008. Huerta había satisfecho el pago y, de no ser por su recurso ante el Tribunal Económico Administrativo Regional de Madrid, quizá ni siquiera nos habríamos enterado de estoHuerta dimitió por una cuestión donde se mezclan la política y la moral, porque Sánchez había asumido un compromiso tajante con la absoluta honestidad fiscal y porque la sociedad en la que vivimos cree que montar una empresa, sin actividad ni personal ningunos, para ahorrarse el pago de impuestos es un comportamiento incompatible con ser ministro. ¿Pero qué pasa si en lugar de haberse querido ahorrar unos impuestos hubiera dado positivo en un control de alcoholemia? ¿También deberíamos exigir su dimisión? ¿Y si le hubieran sacado una foto fumando un porro con 20 años y el Hola la sacara en su portada? ¿El precedente de Màxim no nos estará deslizando por la pendiente del puritanismo moral? 

A diferencia de lo que pensaba Devlin en 1958, hoy muchos, quizá la mayoría de los españoles, veríamos no sólo con extrañeza, sino también con indignación, que un medio de comunicación reclamara la dimisión de Huerta por ser homosexual. Pero supongamos, aunque sea sólo en aras de la argumentación, que un diario reaccionario hubiera decidido reunir firmas para provocar la dimisión de un miembro del Gobierno, porque piensan que la homosexualidad atenta contra la moral pública e inhabilita para ser ministro. ¿Qué tendría que hacer para lograr su objetivo? 

Lo que debería hacer es tratar de convencernos de que hay argumentos o razones que apoyan esa posición. Esto no quiere decir que deba presentar una teoría moral completa acerca de por qué la homosexualidad (o defraudar impuestos) inhabilita para ser ministro, sino que basta con señalar algunos rasgos o argumentos que apoyan esa visión: por ejemplo, que la Biblia o la tradición del lugar lo prohíben. Es claro que quien expresa juicios de este tipo afirma, en el fondo, una teoría moral más completa, pero no es necesario que sea capaz de desarrollarla hasta sus últimas consecuencias para tratar de convencernos de que no votemos (o hagamos dimitir) a alguien con esa tacha de inmoralidad. 

Ahora bien, esto no significa que cualquier tipo de argumento sea admisible. En concreto, los argumentos que expresan prejuicios o son discriminatorios expresan razones que deben quedar excluidas de la deliberación pública. De la misma forma que no todas las opiniones merecen ser respetadas –no debemos respetar la opinión de quien cree que deberíamos bombardear a los alemanes que toman el sol en las playas de Mallorca, o disparar a todos los residentes en Gaza que se manifiestan pacíficamente–, tampoco todos los argumentos son igualmente atendibles. En particular, no lo son ninguno de los siguientes:

  • No son atendibles los argumentos de un sujeto (o medio de comunicación) cuyos juicios sobre los homosexuales, o las mujeres, o los catalanes, o los españoles se basen en su convicción de que cualquier individuo que pertenezca a cualquiera de esos grupos es inferior, y por tanto merece menos respeto, por el mero hecho de serlo.
  • No son atendibles los argumentos de un sujeto cuya posición se basa en afirmaciones de hecho que son empíricamente falsas o incorrectas. Esto lo que ocurre, por ejemplo, con el argumento que rechazaba el sufragio femenino apelando al menor tamaño del cerebro de las mujeres.  
  • Por último, tampoco son atendibles los argumentos que apelan a sentimientos personales o concepciones particulares de la vida buena. Si todo lo que un sujeto (o medio de comunicación) es capaz de alegar en favor de la dimisión de un ministro es que “no lo traga” o que “no es vegano”, quedará registrado su compromiso con la causa o su indignación pero las filias o fobias (personales) no son razones esgrimibles en la esfera pública.  

No obstante, como se advierte sin demasiada dificultad, en el caso de la dimisión de Huerta no concurre ninguna de esas razones inatendibles. Exploremos pues las razones de naturaleza política y cojamos el toro por los cuernos: ¿debió dimitir Huerta? La duda no existiría si estuviéramos ante un caso flagrante de comisión de un delito o ante una grave infracción administrativa (defraudar al fisco). Tampoco parece que hubiera dudas, al menos a juicio de quienes firman estas líneas, de que no cabría esperar la dimisión por una infracción leve de índole administrativa (dejar el coche mal aparcado, superar un límite de velocidad de forma moderada y sin haber ocasionado un peligro para la vida o la seguridad ajenas, etc.).

Si aceptamos que la práctica fiscal empleada hace años por Huerta no constituye una grave infracción administrativa y, desde luego, no es delito –tributaristas rigurosos explican que no eludió el pago del IRPF, sino que lo difirió a un momento posterior y, además, no hay todavía doctrina al respecto del Tribunal Supremo–, ¿había alguna razón por la que debiera dimitir?

Sí, cuando menos una clara: el presidente, que de acuerdo con nuestra Constitución “dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo”, había asumido un compromiso tajante al respecto: “Si tengo en la Ejecutiva federal de mi partido, en mi dirección, a un responsable político que crea una sociedad interpuesta para pagar la mitad de los impuestos que le toca pagar, esa persona al día siguiente estaría fuera de mi Ejecutiva. Es el compromiso que yo asumo con mis votantes y con los españoles”. Si quien dirige el Gobierno ha trazado una línea roja en un determinado asunto, no puede tolerar, salvo que pretenda asumir las responsabilidades políticas de su incoherencia, que un ministro haya cruzado, incluso antes de serlo, dicha línea. ¿Le inhabilitaba al señor Huerta su pasado para ser ministro?

Aquí hay dos respuestas posibles, en función de que el presidente del Gobierno haya asumido un compromiso claro contra la ingeniería fiscal o no. En este caso, el comportamiento de Huerta le inhabilitaba para formar parte de un Gobierno presidido por Sánchez, lo que, por cierto, nos lleva apreguntarnos si el presidente conocía tal circunstancia –muy malo para él– o si la ignoraba –muy malo también para él porque se descubrió con suma facilidad–.

Cuando la línea roja no está tan clara –supongamos que Sánchez no hubiera asumido ese compromiso– la exigencia de responsabilidad dependerá de cómo se aparte el comportamiento del cargo público en cuestión del programa del Gobierno del que forma parte: cuanto más se distancie, más exigible será su dimisión y habrá de ser el propio cargo y, en su caso, el presidente quienes tengan la última palabra, asumiendo este último el coste de mantener en su puesto a quien ha defraudado unas expectativas políticas: ¿quién dirige el Ministerio de Educación puede escolarizar a sus hijos en un colegio privado? ¿Podría la actual ministra de Sanidad operarse a una clínica privada? Son, sin duda, decisiones legítimas, pero no necesariamente coherentes en términos políticos y se supone que la coherencia, entendida como fidelidad con la sociedad o, cuando menos, con un sector del electorado, es un valor que debe estar muy presente en el desempeño de responsabilidades políticas.

En contra, pues, de que lo que se ha dicho por ahí, no se trata pues de una exigencia de moralidad a ultranza ni de prácticas inquisitoriales, sino de respeto a unos compromisos asumidos voluntariamente, y no debería sorprender en los tiempos que corren que si socialmente se aprecia esa incoherencia se escuchen voces o, incluso, clamores de dimisión. Quien hoy acepta un cargo político de especial relevancia debe saber que será objeto de escrutinio intenso, seguramente excesivo y, a lo peor, injusto, pero parece ingenuo, cuando menos, escandalizarse por ello, máxime si se procede de ciertas profesiones o actividades ligadas a los medios de comunicación. Quien no quiera asumir presión tan grande no debiera aceptar responsabilidades tan grandes.

¿Estaremos, de esta forma, convirtiendo la política en una tarea propia de seres beatíficos y alejados de la realidad? No necesariamente: por una parte, quien presida un Gobierno establecerá sus directrices políticas y quien las defraude se hará acreedor a un trato que, quizá, no le dispensaría otro presidente; será luego la ciudadanía la que juzgue al respecto. Por otra parte, las exigencias deben ser proporcionales a las responsabilidades y no tiene las mismas quien gestiona a tiempo parcial una modesta concejalía que quien dirige el Ministerio de Economía. Y la reprobación política también debe ser proporcional a los hechos realizados: no es lo mismo que Hacienda obligue a realizar una declaración complementaria porque no se incluyó en un ejercicio fiscal un pago de 300 euros que se podría incluir en el siguiente que montar todo un entramado societario para tributar menos al fisco durante tres ejercicios y por el monto de miles de euros. Habrá, pues, que valorar la coherencia con el propio programa, la intencionalidad, la reiteración, la gravedad, la respuesta del propio interesado, su transparencia, etc.

Y todo ello sin olvidar que, en última instancia, quien decide sobre la continuidad, o no, de un ministro es el presidente, no la opinión pública ni la publicada; otra cosa es la importancia que para el primero tengan las segundas y el coste/beneficio que crea le puede aportar una u otra decisión. Pero es que se llega a presidente para, entre otras cosas, tomar esas decisiones; a veces, se llega a presidente porque se ha asumido el compromiso de adoptar determinadas decisiones y, en ocasiones, se deja de ser presidente porque no se ha sabido o no se ha querido afrontar algunas decisiones.

Texto redactado con el profesor Borja Barragué y publicado en Agenda Pública el 15 de junio de 2018.

40 años de Constitución y salud.

El 6 de junio tuve la oportunidad de impartir la conferencia inaugural del  XXVII Congreso Derecho y Salud que se está celebrando en Oviedo hasta el día 8 bajo el lema «Constitución y Convenio de Oviedo: aniversario de derechos«. Aquí puede descargarse en formato pdf la presentación empleada: 40 años de Constitución y salud.

A modo de breves conclusiones se podría hacer el siguiente resumen:

1.- Los derechos sociales no tienen una estructura esencialmente distinta a los derechos civiles y políticos.

2.- Derechos sociales como la salud pueden ser derechos fundamentales.

3.- Configurar la protección de la salud como derecho fundamental podría contribuir a que España tuviera una sociedad más justa e igual; es decir, más digna y menos excluyente.

4.- La fundamentalidad implicaría exigibilidad inmediata del derecho.

5.- El coste no es una objeción insalvable a la fundamentalidad del derecho a la salud.

6.- Por su relevancia para una vida digna el alcance del derecho a la salud  no puede quedar al albur de concretas mayorías parlamentarias.

7.- La salud es ya el «principio activo» de otros derechos fundamentales, como el derecho a la vida, el derecho a la integridad física y moral, el derecho a la intimidad,…

8.- El derecho fundamental a la salud incluiría información y prestaciones y sería desarrollado legalmente.

9.- El derecho a la seguridad social incluiría prestaciones en los casos de enfermedad e incapacidad laboral, desempleo, jubilación, viudedad y orfandad. También sería desarrollado legalmente.

10.- La inclusión de la salud como derecho fundamental exigiría una reforma de la Constitución por la vía agravada del artículo 168

Quiero mostrar mi gratitud a la Asociación Juristas de la salud y al Comité Científico del Congreso por su generosa invitación. 

El caso del pastelero que negaba tartas nupciales a las parejas homosexuales: mucho ruido social y mediático y pocas nueces jurídicas.

El 4 de junio el Tribunal Supremo de Estados Unidos hizo público su veredicto en el conocido caso Masterpiece Cakeshop v. Colorado Civil Rights Commission, que versó sobre la negativa del propietario de una pastelería del Estado de Colorado, Jack Phillips, a elaborar una tarta nupcial para la pareja formada por Dave Mullins y Charlie Craig, que pretendían festejar el casamiento que iban a celebrar en el Estado de Massachusetts dado que en ese momento, año 2012, la legislación estatal de Colorado no les permitía contraer matrimonio. El maestro pastelero rechazó el encargo invocando sus creencias religiosas, pues hacer una tarta para dicha ceremonia sería colaborar en una celebración contraria a sus convicciones más profundas. No se trataba, sostuvo Phillips, de una cuestión personal contra ellos sino general: no hacía tartas nupciales para matrimonios homosexuales.

En este asunto el Tribunal Supremo parte de que debe conciliar dos principios: por una parte, la obligación de los poderes públicos de proteger los derechos de las personas homosexuales frente a eventuales actos de discriminación por su orientación sexual; por otra, el derecho de toda persona a ejercer sus libertades al amparo de la Primera Enmienda.

Al respecto, hay que tener en cuenta que la legislación estatal  -The Colorado Anti-Discrimination Act (CADA)- prohíbe que en los establecimientos públicos se causen discriminaciones basadas en la orientación sexual (“It is a discriminatory practice and unlawful for a person, directly or indirectly, to refuse, withhold from, or deny to an individual or a group, because of disability, race, creed, color, sex, sexual orientation, marital status, national origin, or ancestry, the full and equal enjoyment of the goods, services, facilities, privileges, advantages, or accommodations of a place of public accommodation.”). Tras la negativa del señor Philips se llevó a cabo una inspección administrativa de la que resultó que ese mismo rechazo se había producido en seis ocasiones anteriores y siempre por los mismos motivos; ante los indicios de posible vulneración de la CADA el caso se remitió a la Comisión estatal de Derechos Civiles, que tras la oportuna instrucción concluyó que se había vulnerado la legislación estatal y que el señor Phillips debía cesar en sus prácticas discriminatorias; no contento, el pastelero recurrió al Tribunal de Apelaciones estatal, que rechazó que la decisión de la Comisión vulnerara sus derechos constitucionales, que no le eximen de la obligación de cumplir una ley válida y de aplicación general.

El Tribunal Supremo de Colorado no aceptó revisar el caso, lo que sí hizo el Tribunal Supremo Federal en esta resolución, relativamente breve si no contamos los votos concurrentes y discrepantes, de la que es ponente el juez Kennedy.

La sentencia parte de la premisa general de que los motivos religiosos o filosóficos no avalan que quienes gestionan negocios nieguen el acceso a sus bienes y servicios  a personas que tienen legítimo derecho a disfrutar de aquéllos al amparo de una ley neutral y de aplicación general. Si no fuera así se produciría un estigma comunitario incompatible con la historia y la dinámica de las leyes de derechos civiles, que garantizan la igualdad en el acceso a los bienes y servicios que se ofrecen en los establecimientos abiertos al público.

No obstante, se recuerda que los hechos ocurrieron en el año 2012, cuando no estaba permitido el matrimonio homosexual en Colorado y, a juicio de la mayoría, este dato no es irrelevante pues otorga fuerza al argumento del demandante de no querer colaborar en una celebración que no es válida en el Estado donde él reside y trabaja y ello aunque la boda se lleve a cabo en otro Estado.

El recurrente alegó, además, que ofreció otros productos, como galletas y brownies, a la pareja homosexual; lo único que se negó a vender fue la tarta nupcial. E insistió en que había recibido un trato hostil por motivos religiosos por parte de la Comisión estatal de Derechos Civiles, algo que acepta el Tribunal Supremo al considerar inapropiados varios de los comentarios proferidos por uno de los integrantes de la Comisión, pues se llegó a comparar las convicciones del señor Phillips con las propias de los defensores de la esclavitud o del Holocausto y ese comportamiento parece impropio de una Comisión responsable de aplicar de manera neutral una legislación antidiscriminatoria.

Todo ello hace dudar al Tribunal Supremo de la imparcialidad del citado órgano, duda que se acrecienta al constatar que en casos similares al del señor Phillips la misma Comisión no apreció indicios de discriminación si bien en esos otros casos la negativa de los pasteleros se debía, según la Comisión y el Tribunal de Apelaciones, a que no querían incluir en sus trabajos mensajes que consideraban ofensivos. El Tribunal Supremo concluyó que, en realidad, no había tales diferencias y, apelando al histórico asunto West Virginia Board of Education v. Barnette, de 1943, recordó que no le corresponde a un poder público entrar a valorar lo que es correcto en asuntos políticos, religiosos o en otras cuestiones opinables. En suma, esa diferencia de trato que se dio a la negativa del señor Phillips respecto a la que recibieron los titulares de establecimientos que habían tenido comportamientos similares supuso un trato peyorativo por motivos religiosos y conlleva la anulación de las decisiones contrarias al primero.

Estas conclusiones fueron rechazadas por las magistradas Ruth Bader Ginsburg y Sonia Sotomayor en su voto discrepante: consideran que el señor Phillips rehusó hacer un pastel que encontró ofensivo pero, en realidad, lo ofensivo del producto venía determinado únicamente por la orientación sexual de los clientes que lo solicitaban; los otros establecimientos se negaron a hacer pasteles en atención al mensaje degradante que, a su juicio, mostraría literalmente el producto encargado. Y, como reconoce la mayoría, no es lo mismo negarse a confeccionar  un pastel con un mensaje “especial” que rechazar vender cualquier tipo de tarta nupcial. Creen, en suma, que el Tribunal de Apelaciones de Colorado actuó correctamente al aplicar una ley estatal que sanciona discriminaciones como, a su juicio, la cometida por el señor Phillips.

Así pues, el texto de la ponencia y el voto discrepante se centran mucho en analizar la actuación de la Comisión estatal de Derechos Civiles y si trató de manera hostil y discriminatoria por motivos religiosos al señor Phillips, dejando bastante de lado si, en realidad, la conducta del pastelero está amparada constitucionalmente o si no es más que un comportamiento discriminatorio sancionado por la legislación estatal de Colorado, normativa cuya extensión y contenido no cuestiona el Tribunal Supremo; es más, la ponencia avala la constitucionalidad de las normas que garantizan el acceso de las personas homosexuales en igualdad de condiciones a los bienes y servicios de los que disfrutan las heterosexuales.

Sí se apela a la libertad de expresión en el voto concurrente del juez Thomas apoyado por el juez Gorsuch, para quienes las tartas nupciales del señor Phillips son una expresión artística digna de la protección de la Primera Enmienda y exigirle que con sus trabajos respalde  matrimonios contrarios a su fe violaría sus derechos constitucionales.

¿Habría sido igual el pronunciamiento si se rechazara vender un pastel a una persona de raza negra alegando motivos filosóficos o religiosos? Seguro que no y la abogada del señor Phillips rechazó enfáticamente que su defendido pudiera negarse a vender uno de sus productos a personas de raza negra. La cuestión es que la legislación aplicable en el Estado de Colorado sanciona tanto la negativa por motivos raciales a vender un producto como el rechazo derivado de razones de orientación sexual. Y la discriminación no desapareció porque aceptase vender a los señores Craig y Mullins galletas y brownies, ya que la cuestión radica en la negativa a dispensar a a las parejas homosexuales el mismo producto -una tarta nupcial cualquiera- que vende a parejas heterosexuales. 

En suma, una sentencia que ha generado mucho ruido social y mediático pero que contiene, al menos en mi primera y apresurada lectura, escasas nueces jurídicas. 

Foto: Sara Krulwich/The New York Times

 

 

¿Quién dijo que el gobierno parlamentario era aburrido?

Esta semana hemos asistido a un hecho muy poco frecuente en términos políticos y constitucionales: que mediante una moción de censura se exija responsabilidad política al Gobierno, que éste deba presentar su dimisión al Rey y que el candidato incluido en aquélla resulte investido de la confianza del Congreso de los Diputados a los efectos previstos en el artículo 99 de la Constitución española (CE). A priori, la probabilidad de que una moción de censura prospere en España es muy escasa, dada la exigencia de que quien se proponga como alternativa para sustituir al Presidente en ejercicio deba contar con el apoyo de la mayoría absoluta de los componentes del Congreso de los Diputados (artículo 113.1 CE); menos factible todavía si quien la presenta es un Grupo Parlamentario cuyos componentes son 84. Parecería, incluso, más probable que la caída del gobierno de Rajoy se hubiera producido la semana anterior a la votación de la reciente moción de censura si no hubiera obtenido la aprobación del Congreso de los Diputados al Proyecto de Ley de presupuestos generales del Estado para 2018, pues en no pocos países, singularmente en Gran Bretaña, tal derrota política conlleva inexorablemente la dimisión del jefe del Gobierno; algo de eso ocurrió en España en 1995 cuando Felipe González convocó elecciones anticipadas tras no conseguir el visto bueno parlamentario a su propuesta de cuentas públicas.

Las dificultades de sacar adelante una moción de censura “constructiva” se evidenciaron con el fracaso, al menos en términos constitucionales, de las tres anteriores a la debatida esta semana -en mayo de 1980 con Felipe González como candidato alternativo a Adolfo Suárez, en marzo de 1987 con Antonio Hernández Mancha como propuesta frente a Felipe González y en junio de 2017 con Pablo Iglesias intentando sustituir a Mariano Rajoy- y aquellas derrotas obedecen a que este instrumento constitucional se ha articulado en nuestro país a semejanza de lo previsto en el artículo 67 de la Norma Fundamental alemana, donde se pretende garantizar la estabilidad al Gobierno impidiendo que, en principio, puedan derribar al Gabinete formaciones minoritarias, que carecen de la cohesión suficiente para convertirse en auténtica alternativa.

Esa es la teoría pero lo cierto es que, en última instancia, la estabilidad gubernamental depende de la correlación de fuerzas políticas y de los intereses de los diferentes partidos, pues puede ser suficiente con que una de las formaciones que integran una coalición de gobierno pacte con el principal partido de la oposición para que se produzca la caída del Ejecutivo. Esto es lo que sucedió en Alemania en 1982 cuando el Partido Liberal rompió la coalición que mantenía con el Partido Socialdemócrata y pactó la formación de una nueva mayoría con la coalición democristiana CDU-CSU. En la negociación entre conservadores y liberales se acordó un programa económico de transición, se designó a Helmuht Kohl como candidato a Canciller, se fijó el reparto de ministerios entre los dos grupos políticos y, lo que no resultó trivial, se acordó que las elecciones anticipadas no fueran demasiado inmediatas al cambio de Gobierno para permitir la recuperación de la imagen de los liberales frente a la opinión pública; pues bien, la moción de censura fue apoyada en el Bundestag por 256 votos contra 235.

Como es conocido, en España no se rompió el Ejecutivo de Rajoy ni ha habido un acuerdo expreso de gobierno entre quienes han apoyado la moción pero alguno de los intereses políticos en juego no es muy distinto al que se escenificó en Alemania -no convocatoria inmediata de elecciones- y, desde luego, tales pretensiones no gozan de menor legitimidad política y constitucional.

En suma, el gobierno que formará Pedro Sánchez no es más legítimo, pero tampoco menos, que el presidido hasta el 1 de junio por Mariano Rajoy: no importa, a los efectos que nos ocupan, que el nuevo Presidente del Gobierno no sea diputado en el Congreso (no lo era, aunque sí senador, Antonio Hernández Mancha en 1987); tampoco es jurídicamente relevante que el Grupo Parlamentario Socialista cuente con menos de la cuarta parte de quienes integran el Congreso de los Diputados o que no haya un pacto de gobernabilidad entre las 8 formaciones políticas que han respaldado la moción el viernes 1 de junio. Lo único relevante es que ha concitado 180 votos a favor, 4 más de los necesarios.

A partir de ahora se abre un escenario institucional en el que la orientación del país queda en manos del nuevo gobierno, que, de acuerdo con el artículo 97 CE, “dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes”. No le resultará fácil al nuevo Ejecutivo alcanzar el término natural de la Legislatura en junio de 2020 pero tiene en sus manos las iniciativas política y normativa (legislativa y reglamentaria), incluido el monopolio de la presentación, en su caso, de un nuevo Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado; su Presidente cuenta, asimismo, con una potestad no despreciable: “proponer la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales” (artículo 115.1 CE).

Por su parte, la oposición puede poner importantes trabas parlamentarias a un Gobierno monocolor: rechazar sus iniciativas legislativas, no convalidar los Decretos-leyes que apruebe el Ejecutivo, someterle a un severísimo control en las dos Cámaras -el Grupo Popular en el Senado tiene mayoría absoluta- y, eventualmente, derribarlo con otra moción de censura, “instrumental” o no. En algo así debía estar pensando, si bien en un panorama político, social e institucional muy diferente, Stuart Mill cuando, al hablar del gobierno representativo, imaginaba que “un Congreso en el que cada interés, cada matiz de la opinión, pueda ser sostenido con pasión frente al Gobierno y los demás intereses y opiniones, puede hacer que éstos escuchen su voz y digan sí a sus exigencias o demuestren claramente por qué dicen no”.

¿Quién dijo que el gobierno parlamentario era aburrido?

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