El jueves 26 de abril se hizo pública la que, probablemente, haya sido la sentencia que ha generado más controversia y rechazo social expreso en los últimos 40 años. En estas líneas no voy a comentar con detalle dicha sentencia pero sí la tendré como punto de referencia para apuntar algunas cuestiones que me parecen relevantes sobre el ejercicio de la función jurisdiccional y las reacciones sociales a determinados pronunciamientos de los tribunales, todo ello tomando como referencia los “Estudios sobre el poder judicial” de Ignacio de Otto, de los que me serví en su día como estudiante y que recomiendo ahora, junto con mis colegas de Oviedo, a quienes cursan Derecho en nuestra Universidad.
La cuestión de la legitimación tiene una evidente dimensión sociológica y alude a la aceptación generalizada de lo que decida un poder público, algo que adquiere singular relevancia cuando se trata de un acto jurisdiccional porque éste puede implicar una especial afectación de nuestros derechos fundamentales, se nos impone sin contar con nuestra aquiescencia e irá acompañado, si fuera preciso, del uso de la coacción (piensen en una condena privativa de libertad y la consiguiente obligación de ingresar en la cárcel o en una resolución que acuerda un desahucio y la eventual expulsión de la vivienda que se habitaba).
¿De dónde les viene su legitimidad a estas decisiones judiciales? En esencia, del hecho de haber sido adoptadas por órganos del Estado que no tienen otra misión que garantizar la aplicación de un ordenamiento que ha sido aprobado a través de métodos democráticos, directos o indirectos, por órganos de impronta política -Parlamento, Gobierno, el pueblo en algunos casos-. Y esta función adquiere especial relevancia en el ámbito penal para evitar cualquier desviación de la potestad punitiva del Estado: aquí la sanción judicial se legitima a través de una serie de principios -presunción de inocencia, prohibición de aplicaciones analógicas, irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables,…- y garantías procedimentales -derecho a la defensa, derecho a no declarar contra uno mismo, derecho al recurso…- que se orientan, no a promover la mayor eficacia de la represión, sino de los derechos de cualquier persona sometida a un juicio penal, incluido quien nos parezca el criminal más abyecto.
Precisamente porque esa misión de tutela del ordenamiento podría estar en peligro en determinadas circunstancias -amistad o enemistad de los juzgadores con alguna de las partes del proceso, intereses propios en el concreto asunto objeto de enjuiciamiento,…- se prevén mecanismos frente a los juicios previos -“prejuicios”- como son las abstenciones y recusaciones de quienes integran el Poder Judicial. Por si fuera poco, los órganos judiciales no juzgan “de oficio”, tampoco en un ámbito como el penal en el que claramente pueden estar en juego intereses públicos, sino que actúan cuando alguien se lo pide (el Ministerio Fiscal, las acusaciones particular o popular…).
En suma, los órganos judiciales son independientes y sus decisiones gozan de legitimidad social porque únicamente están sometidos a la Ley y no a las órdenes, instrucciones o presiones de nadie. No se quiere decir con ello que tales presiones no existan sino que se dota a quienes deben juzgar de un estatuto para sustraerse a las mismas (por ejemplo, no se puede trasladar, suspender, sancionar o jubilar a quien forme parte del Poder Judicial salvo en los casos y con arreglo a los procedimientos legalmente previstos) pero también están sujetos a una eventual responsabilidad (penal, civil o disciplinaria) si desarrollan su tarea de manera ilegal: es sabido que un gran poder debe implicar una gran responsabilidad. En todo caso, no debe olvidarse que la función judicial no consiste en buscar la “Justicia” sino en aplicar el Derecho creado por quienes tienen competencia para ello.
Como es obvio, independencia judicial no es sinónimo, ni mucho menos, de infalibilidad y por ello existe la posibilidad de presentar uno o varios recursos contra las resoluciones que entendamos perjudiciales para nuestros intereses o, directamente, contrarias a la Ley. Pero incluso así pueden perpetuarse errores o decisiones judiciales desacertadas, cuando no delictivas (prevaricación), porque ningún sistema es perfecto; seguirá, no obstante, gozando de legitimidad social en tanto se trate de excepciones en un contexto generalizado de funcionamiento conforme con las normas que nos hemos dado y en tanto se les exijan responsabilidades a quienes cometan errores o delitos en el ejercicio de la función jurisdiccional.
Y a la aceptación social de las sentencias también contribuyen, en buena medida, la transparencia de las actuaciones judiciales -que no suelen ser secretas o reservadas- y la publicidad de las resoluciones. Un factor más, bien comprendido en el mundo jurídico anglosajón y mucho menos entre nosotros, es la inteligibilidad de las decisiones: una sentencia norteamericana puede ser entendida, en general, por cualquier persona; una sentencia española ofrece, en no pocas ocasiones, dificultades de comprensión a juristas especializados. Si quieren probar lean una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos -que escribe de una forma, más bien, anglosajona- y otra del Tribunal Constitucional o del Tribunal Supremo españoles.
La sentencia que nos ocupa ha sido dictada por un órgano judicial preexistente al caso, conformado de manera legal y sometido en su proceder a las normas vigentes en la materia (Código penal, Ley de enjuiciamiento criminal,…). Adoptó una decisión infrecuente sobre el desarrollo del juicio oral -todo, y no únicamente la declaración de la víctima, se desarrolló a puerta cerrada- y ha redactado una sentencia “atípica”, al menos en lo que respecta a la minuciosidad con la que se describen los hechos. Son también «atípicos», por emplear un adjetivo relativamente neutral, la extensión y, sobre todo, el tono del voto particular.
¿Radica en esta atipicidad el rechazo que ha exteriorizado una parte muy importante de la sociedad española? Creo que no; al menos, no principalmente. Pienso más bien en que la discrepancia radica en la calificación penal que el tribunal ha dado a los hechos considerados probados: abusos sexuales y no violación. Anticipé que no entraría a valorar en detalle la sentencia pero sí quiero apuntar que a mi también me llamó la atención que después de describir lo ocurrido en unos términos que parecen implicar la existencia de “intimidación” y, por tanto, de violación, luego se concluye que no hubo tal cosa sino prevalimiento y, en consecuencia, abuso sexual.
Pero, como es obvio, a los efectos jurídicos lo que piense yo es absolutamente irrelevante pero también lo es el sentir de la mayoría o de una parte importante de la sociedad; lo relevante será lo que resuelvan el Tribunal Superior de Justicia de Navarra y, en su caso, el Tribunal Supremo. Y eso, guste o no, “debe” ser así porque así lo han decidido nuestra Constitución y nuestra leyes y, de manera indirecta, lo hemos decidido nosotros mismos. Eso es lo que ocurre en los demás casos y, faltaría más, eso es lo que ocurriría si fuéramos cualquiera de nosotros los acusados en un juicio penal: nos ampararía la presunción de inocencia, el derecho a no declarar, a no confesarnos culpables, a utilizar todos los medios de prueba, a la defensa, a presentar recursos…
Una justicia democrática no es la que resuelve los casos atendiendo a la opinión mayoritaria de la ciudadanía sino la que lo hace conforme a lo previsto en normas aprobadas, de forma directa o indirecta, por dicha ciudadanía, que, por supuesto, podrá instar el cambio de las leyes cuando así lo estime conveniente. Ni siquiera el tribunal del jurado, que no conoce de los casos de violación, es una muestra de “justicia popular” sino de participación ciudadana en la función jurisdiccional estatal, pues se constituye, opera y decide con arreglo a lo previsto en la Ley que lo regula.
¿Quiero decir, por tanto, que la sentencia citada es irreprochable? Por supuesto que no y ya anticipé mi crítica a la calificación jurídica de los hechos: además de los recursos de las acusaciones -y también de las defensas-, que podrían desembocar en su revocación total o parcial, son legítimas las discrepancias “técnicas”, articuladas a partir de criterios jurídicos, pero también las opiniones y críticas “sociales”. ¿Por qué no va a poder decir quien sea lego en Derecho o quien no sea experto en Derecho penal que la sentencia incluye contenidos que pueden parecer contradictorios, que el resultado final se considera “injusto” o que en el texto del voto particular hay expresiones innecesarias cuando no claramente ofensivas? Obviamente, que mucha gente rechace la sentencia no es motivo para que el Tribunal Superior de Justicia de Navarra o el Tribunal Supremo atiendan esa petición porque se supone que tanto uno como otro órgano judicial están servidos por personas experimentadas, conocedoras del derecho que deben aplicar y capaces de desarrollar su trabajo al margen de las presiones sociales o políticas que puedan recibir; su independencia, como ya se ha dicho, les viene de su sometimiento exclusivo a la Ley; otra cosa, claro, es que no resulte cómoda esa presión pero caso de que no se sea capaz de convivir con ella es que no se está preparado para desempeñar una función de tanta responsabilidad.
La libertad de expresión no ampara los insultos ni, mucho menos, las coacciones o la violencia pero sí protege las opiniones, más o menos fundamentadas o argumentadas, incluidas las desabridas, que pueden incomodar, molestar u ofender a quienes desempeñan funciones jurisdiccionales. Además, este derecho fundamental, como tienen claro en Estados Unidos o Gran Bretaña, donde las críticas a las decisiones de los tribunales pueden ser furibundas, contribuye a mantener el equilibrio necesario entre las divisiones saludables y los acuerdos necesarios, consiguiendo así, aunque en ocasiones pueda parecer lo contrario, una sociedad más estable.
Mención aparte, y final por ahora, merecen las intervenciones públicas de quienes por estar en el Gobierno o por desempeñar cargos representativos tienen la posibilidad, no solo de criticar las sentencias, sino también, en su caso, de impulsar la modificación de las normas que resultan de aplicación en estos casos, dotar de medios técnicos y personales a los órganos que ejercen funciones jurisdiccionales y, sobre todo, de adecuar el sistema de selección y formación del personal judicial, anclado en parte en el siglo XIX, a las exigencias democráticas, sociales, legales y culturales del siglo XXI.