Los Hermanos Marx y el Auto del Tribunal Constitucional sobre la investidura del diputado Puigdemont.

Se ha hecho público el contenido íntegro del Auto del Tribunal Constitucional sobre la admisión a trámite del recurso presentado por el Gobierno contra la presentación del diputado Puigdemont como candidato a la presidencia de la Generalitat y contra la celebración del Pleno parlamentario previsto para el martes día 30.

Una de las cuestiones que llama la atención de este Auto es la concesión de un plazo de 10 días para que las partes presenten alegaciones sobre la admisibilidad del recurso planteado por el Gobierno. El Tribunal lo justifica diciendo “que no cabe descartar que la decisión que se adopte cuando se resuelva esta impugnación, pueda incidir en los derechos o intereses legítimos de los diputados del Parlamento de Cataluña que han solicitado la personación en esta impugnación”.

Si de eso se trata, lo que parece razonable, el Tribunal podría conceder un plazo perentorio de dos días para alegaciones y, a la vista de todos los argumentos, tomar una decisión antes de la celebración del Pleno del Parlamento; así, por ejemplo, los artículos 83 y 84 LOTC permiten conceder una audiencia por plazo que no exceda de diez días. En este caso, sabiendo la urgencia que hay, se concede el plazo máximo; textualmente: “a los efectos de resolver sobre la admisión o inadmisión de la presente impugnación, se considera procedente, a la vista del motivo de inadmisión opuesto, otorgar un plazo común de diez días al impugnante, Gobierno de la Nación, a las demás partes personadas y al Parlamento de Cataluña para que puedan efectuar las alegaciones que estimen convenientes sobre la concurrencia de los presupuestos procesales necesarios para su admisibilidad” (Fundamento 3).

La segunda cuestión destacable es la circularidad en la que se mete el Tribunal a propósito de la suspensión de las resoluciones recurridas (sobre la convocatoria del Pleno para el martes 30 y sobre la propuesta del diputado Puigdemont como candidato a la investidura). En una prosa con tintes marxistas se dice, en el Fundamento 4, “el Tribunal deberá acordarla cuando adopte la decisión de admitir a trámite la impugnación, sin que pueda limitar los efectos de la suspensión solicitada por el Gobierno. Esta potestad, en la medida que conlleva atribuir al Gobierno un control sobre las resoluciones y disposiciones de las Comunidades Autónomas que supone una afectación en el ejercicio de sus competencias al privar de toda eficacia a las resoluciones y disposiciones autonómicas que se impugnen es excepcional (AATC 13911981, de 18 de diciembre; 46211985 y 74/I 99 1, de 26 de febrero, F J. 1) y solo puede ejercerla el Gobierno en los supuestos que expresamente prevé la Constitución ( S TC 79/ 2017, de 19 de julio, FJ 17)”.

Más adelante, insiste en lo obvio: “la procedencia de dar lugar a la suspensión depende, en consecuencia, de la decisión sobre la admisión de la impugnación”. Claro, primero, si se admite el recurso hay suspensión de las resoluciones recurridas y, segundo, el Gobierno solo puede ejercer esa facultad cuando lo prevea la Constitución. ¿Alguien pensaba lo contrario?

Lo novedoso viene después: el Tribunal dice que estamos ante una situación sin precedentes; en sus palabras, “no existe precedente alguno en relación con el supuesto en que, no siendo posible adoptar de modo inmediato la decisión sobre la admisión o la inadmisión de la impugnación, se aprecien, a juicio del Tribunal, razones de urgencia para adoptar la medida solicitada por el Gobierno, en atención a las alegaciones formuladas por este en el fundamento de la solicitud”.

En otras palabras -las mías, claro-: no tenemos tiempo para decidir sobre la admisión y, con ello, sobre la suspensión, pero como las alegaciones del Gobierno tienen “su aquel” vamos a adoptar unas medidas cautelares y luego ya resolveremos. De esta manera, y sin suspender formalmente las resoluciones recurridas, se les ponen unas condiciones que, prácticamente, aseguran el mismo resultado. Y ello, a pesar de que, como ya se apuntó antes, sí tendrían tiempo para adoptar la decisión si dieran un plazo breve de alegaciones.

A continuación, el Tribunal, sin mayores explicaciones, acepta la premisa gubernamental, astrológica o nigromántica, de que Puigdemont “no vendrá” y acuerda “como medida cautelar suspender cualquier sesión de investidura que no sea presencial y que no cumpla las siguientes condiciones:

(a) No podrá celebrarse el debate y la votación de investidura del diputado don Caries Puigdemont i Casamajó como candidato a Presidente de la Generalidad a través de medios telemáticos ni por sustitución por otro parlamentario.

(b) No podrá procederse a la investidura del candidato sin la pertinente autorización judicial, aunque comparezca personalmente en la Cámara, si está vigente una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión.

(c) Los miembros de la Cámara sobre los que pese una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión no podrán delegar el voto en otros parlamentarios”.

Me pregunto qué tienen que ver estas medidas con la cuestión que se discute en el recurso del Gobierno: si Puigdemont puede, en su situación actual, ser candidato; el Gobierno en su recurso no impugna las condiciones de la votación (si debe ser presencial o no) porque de dichas condiciones nada se dice en las resoluciones recurridas.

Después, y antes de concluir, el Tribunal vuelve a insistir, con el mismo tono marxista, en lo ya dicho: “que la audiencia abierta por el Tribunal a las partes personadas y al Parlamento de Cataluña supone diferir a un momento ulterior la decisión que proceda adoptar sobre si la presente impugnación debe ser o no admitida a trámite, posposición que el Tribunal ha decidido en garantía de la plena eficacia del propio trámite de audiencia, pero que tampoco puede conllevar que se malogre plenamente, de admitirse al final esta impugnación, aquella prerrogativa del Gobierno para la inmediata suspensión de las resoluciones recurridas (arts. 161.2 C E y 77 L OTC), prerrogativa que la norma fundamental le ha conferido para instar la inmediata preservación, desde un principio, de bienes e intereses de relieve constitucional”.

En resumen, y como ha dicho Miguel Pasquau Liaño, “una medida cautelar consigue más de lo que conseguiría una sentencia. Por vía cautelar se sustituye a la Mesa en su función propia de interpretar el Reglamento, y se resuelve definitivamente una cuestión concreta, aunque la cuestión teórica quede sin discutir. La sentencia, dictada después de un procedimiento con todas las garantías, daría lugar, si fuese estimatoria del recurso, a la nulidad de la investidura. El auto de medidas cautelares, dictado sin ningún procedimiento previo, convierte en «prohibida» y en delictiva una eventual decisión sobre cuya constitucionalidad o no aún nadie se ha pronunciado. Las consecuencias son más graves por la desobediencia que por la constitucionalidad, que finalmente podría no declararse”.

Por mi parte, creo, primero, que el Tribunal Constitucional podría decir lo mismo de manera más concisa y clara; segundo, y mucho más importante, que podría resolver sobre la admisión, o no, del recurso, y con ello sobre la suspensión de las resoluciones recurridas, antes de la celebración del Pleno convocado para el martes 30 a las 15 horas.

Sobre el Auto del Tribunal Constitucional que resuelve, aunque no de manera definitiva, la impugnación por el Gobierno de la propuesta de investidura de Carles Puigdemont (entrada en construcción).

Creo que no exagero si digo que el Tribunal Constitucional ha dictado hoy una de las resoluciones más esperadas de toda su historia: el Auto en el que se ha pronunciado, aunque no de manera definitiva, sobre la impugnación por el Gobierno de la resolución del Presidente del Parlamento de Cataluña por la que se propone la investidura del diputado Carles Puigdemont como candidato a Presidente del Gobierno de la Generalidad de Cataluña.

A continuación escribo unas apuradas, breves y, como siempre, discutibles y cuestionables reflexiones sobre dicho Auto, recordando que el lema de este blog es, parafraseando a Albert Camus, contribuir al debate jurídico con personas que no estén seguras de tener razón.

El asunto llega al Tribunal por la vía del Título V de su Ley Orgánica, que lleva por rúbrica “De la impugnación de disposiciones sin fuerza de Ley y resoluciones de las Comunidades Autónomas prevista en el artículo 161.2 de la Constitución”.

En palabras del Tribunal, se tiene “por promovido (sic) por el Gobierno de la Nación y, en su representación y defensa, por el Abogado del Estado, la impugnación de disposiciones autonómicas (título V LOTC) contra la resolución del Presidente del Parlamento de Cataluña, por la que se propone la investidura de don Carles Puigdemont i Casamajó como candidato a Presidente del Gobierno de la Generalidad de Cataluña, publicada en el Boletín Oficial del Parlamento de Cataluña nº 3, de 23 de enero de 2018, y la resolución del Presidente del Parlamento de Cataluña de fecha 25 de enero de 2018 por la que se convoca sesión plenaria el 30 de enero de 2018, a las 15:00 horas, esta última exclusivamente en cuanto a la inclusión en el orden del día del debate del programa y votación de investidura del diputado don Carles Puigdemont i Casamajó, publicada en el Boletín Oficial del Parlamento de Cataluña nº 6, de 26 de enero de 2018”.

En el Auto, el Tribunal no resuelve la impugnación sino que da un plazo de 10 días para que el Gobierno de la Nación, el Parlamento de Cataluña y las partes personadas  aleguen lo que consideren conveniente sobre su admisibilidad. En mi modesta y apresurada opinión, en principio, y a salvo de otra opción que se mencionará al final, aquí podría acabar el Auto. Sin embargo, a continuación se acuerdan unas importantes medidas cautelares sin mencionar por quién han sido pedidas, en qué precepto legal encuentran fundamento ni la conexión que pueden tener varias de ellas con las resoluciones que han sido impugnadas:

“(a) No podrá celebrarse el debate y la votación de investidura del diputado don Carles Puigdemont i Casamajó como candidato a Presidente de la Generalidad a través de medios telemáticos ni por sustitución por otro parlamentario.

(b) No podrá procederse a la investidura del candidato sin la pertinente autorización judicial, aunque comparezca personalmente en la Cámara, si está vigente una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión.

(c) Los miembros de la Cámara sobre los que pese una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión no podrán delegar el voto en otros parlamentarios”.

Cabe recordar que la LOTC prevé (artículo 80) que “se aplicarán, con carácter supletorio de la presente Ley, los preceptos de la Ley Orgánica del Poder Judicial y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, en materia de comparecencia en juicio, recusación y abstención, publicidad y forma de los actos, comunicaciones y actos de auxilio jurisdiccional, día y horas hábiles, cómputo de plazos, deliberación y votación, caducidad, renuncia y desistimiento, lengua oficial y policía de estrados. En materia de ejecución de resoluciones se aplicará, con carácter supletorio de la presente Ley, los preceptos de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (LJCA)”.

Se podría pensar, entonces, que la LJCA ampararía la adopción de medidas cautelares previstas en sus artículos 129 y siguientes pero no acabo de ver en qué garantizan las medidas adoptadas la resolución del Auto, que es dar 10 días de plazo para alegaciones sobre la admisibilidad del recurso. Además, la LJCA exige, primero, que las medidas las pidan “los interesados” -¿las pidió el Gobierno? El Auto nada dice- y, segundo, se escuche a la otra parte, algo que no ha ocurrido. 

Al respecto, cabe recordar que la LOTC contempla (artículo 56) que «en supuestos de urgencia excepcional, la adopción de la suspensión y de las medidas cautelares y provisionales podrá efectuarse en la resolución de la admisión a trámite», pero tal previsión se refiere a los recursos de amparo y no a los recursos como el que aquí se sustancia.

Por si fuera poco, el Auto acuerda medidas cautelares relativas a la imposibilidad de votaciones telemáticas, por sustitución o delegación, cuestiones, salvo error por mi parte, no incluidas en las resoluciones del Presidente del Parlament de 23 y 25 de enero que se impugnan por el Gobierno, y prevé, de manera expeditiva, “declarar radicalmente nulo y sin valor y efecto alguno cualquier acto, resolución, acuerdo o vía de hecho que contravenga las medidas cautelares adoptadas en la presente resolución”.

Me parece que, en términos constitucionales y procesales, lo adecuado hubiera sido resolver hoy mismo, y en este Auto, sobre la admisión, o no, del recurso. Eso era lo que, según se recoge en la resolución, se le pedía al Tribunal. Y sobre eso se pronunció, se comparta o no su respuesta, el Consejo de Estado.

«Inmunidad no es impunidad».

La inmunidad parlamentaria reconocida en la Constitución española (CE) es una prerrogativa que protege, exclusivamente, a diputados y senadores prohibiendo su detención salvo “en caso de flagrante delito” y su procesamiento “sin la previa autorización de la Cámara respectiva” (art. 71.2 CE), exigencia esta última que se conoce con el nombre de suplicatorio. El sentido histórico de la inmunidad ha sido evitar que el parlamentario sea apartado de sus funciones por los otros órganos del Estado en atención a razones meramente políticas (por ejemplo, para evitar que participe en una concreta votación). La inmunidad no es vitalicia, sino que surte efectos mientras la persona es parlamentaria aunque durante ese tiempo también opera si se pretende actuar por hechos ocurridos antes del acceso al cargo representativo.

Esta inmunidad “plena” o “total” no se ha reconocido a los diputados autonómicos, que, de acuerdo con los respectivos Estatutos de Autonomía, pueden ser procesados sin suplicatorio aunque no cabe su detención salvo en los supuestos de delito flagrante; esos parlamentarios gozan, pues, de una inmunidad “parcial”.

Con estos datos, y al margen de nombres concretos en los que quien lea estas páginas pueda estar pensando, cabe cuestionar, con carácter general, el alcance que se la ha dado a esta garantía en nuestro ordenamiento (puede verse, de manera más amplia, este texto de 2012), pues parece excesivo que los parlamentarios únicamente puedan ser detenidos en caso de flagrante delito, sin atención alguna a la gravedad del mismo o a la posible relación que tuviera el acto de la detención con el ejercicio de las funciones representativas, cosa que sí es tenida en cuenta en otros ordenamientos: así, en Finlandia cabe la detención no habiendo flagrancia si el delito atribuido tiene pena superior a 6 meses, en Suecia a dos años y en Francia a tres. Por su parte, la Constitución de los Países Bajos no prevé la inmunidad.

Dicho lo anterior, es evidente que mientras no se cambie la Constitución diputados y senadores tendrán inmunidad plena -no cabe detención si no hay flagrancia ni procesamiento si no se concede el suplicatorio- y si no se reforman los respectivos Estatutos de Autonomía los parlamentarios autonómicos gozarán de la inmunidad parcial, no pudiendo ser detenidos si no se les sorprende en el momento de la comisión del delito o inmediatamente después. Veamos estas cuestiones con un poco más de detalle.

La inmunidad, como se ha proclamado estos días, no es impunidad; en efecto, es obvio que no impide una condena pues no es una causa de justificación o exclusión de la responsabilidad penal, sino que opera como una condición previa a la exigencia de esa responsabilidad. Por utilizar las palabras del Tribunal Constitucional, “la inmunidad es una prerrogativa de naturaleza formal que protege la libertad personal de los representantes populares contra detenciones y procesos judiciales que puedan desembocar en privación de libertad, evitando que, por manipulaciones políticas, se impida al parlamentario asistir a las reuniones de las Cámaras y, a consecuencia de ello, se altere indebidamente su composición y funcionamiento” (STC 243/1988, de 19 de diciembre, las cursivas son mías). Parece que, en última instancia, se tutela más la composición y funcionamiento del Parlamento que al cargo representativo singularmente considerado.

Por lo que respecta al efecto de la inmunidad frente a las detenciones -común, como ya se ha dicho, a parlamentarios autonómicos y estatales-, solo cede en el caso de “delito flagrante”, lo que debe entenderse, también en palabras del Tribunal Constitucional, como “situación fáctica en la que el delincuente es «sorprendido» -visto directamente o percibido de otro modo- en el momento de delinquir o en circunstancias inmediatas a la perpetración del ilícito” (STC 341/1993, de 18 de noviembre). La Ley de Enjuiciamiento Criminal considera “delito flagrante el que se estuviese cometiendo o se acabare de cometer cuando el delincuente sea sorprendido en el acto. Se entenderá sorprendido en el acto no sólo al delincuente que fuere detenido en el momento de estar cometiendo el delito, sino también al detenido o perseguido inmediatamente después de cometerlo, si la persecución durare o no se suspendiere mientras el delincuente no se ponga fuera del inmediato alcance de los que le persiguen. También se considerará delincuente in fraganti aquel a quien se sorprendiere inmediatamente después de cometido un delito con efectos, instrumentos o vestigios que permitan presumir su participación en él” (art. 795.1ª).

Así pues, fuera del delito flagrante, la prohibición de detención reviste carácter absoluto, dado que ni la Constitución ni los Estatutos de Autonomía han contemplado excepción alguna a esa regla y eso incluiría, por mucho que pueda sorprender e, incluso, escandalizar, las “detenciones judiciales”; al menos eso parece deducirse de la Sentencia del Tribunal Constitucional 206/1992, de 27 de noviembre, donde se declaró que “la hipótesis de una intencionalidad hostil a la institución parlamentaria en la actuación judicial, determinante en los orígenes del instituto (fumus persecutionis), debe ser hoy considerado un supuesto no descartable” y, en conexión con esta premisa, el Reglamento del Congreso de los Diputados dispone que “el Presidente del Congreso, una vez conocida la detención de un Diputado o cualquiera otra actuación judicial o gubernativa que pudiere obstaculizar el ejercicio de su mandato, adoptará de inmediato cuantas medidas sean necesarias para salvaguardar los derechos y prerrogativas de la Cámara y de sus miembros” (art. 12); por su parte, el Reglamento del Senado prevé que “durante el período de su mandato, los Senadores gozarán de inmunidad y no podrán ser retenidos ni detenidos salvo en caso de flagrante delito. La retención o detención será comunicada inmediatamente a la Presidencia del Senado” (art. 22.1) (las cursivas son nuestras). Esta conclusión debe extenderse a la inmunidad estatutariamente reconocida a los parlamentarios autonómicos.

Finalmente, no ha de olvidarse que el Código Penal advierte que “la autoridad o funcionario público que detuviere a un miembro de las Cortes Generales o de una Asamblea Legislativa de Comunidad Autónoma fuera de los supuestos o sin los requisitos establecidos por la legislación vigente incurrirá, según los casos, en las penas previstas en este Código, impuestas en su mitad superior, y además en la de inhabilitación especial para empleo o cargo público de seis a doce años” (art. 500).

Es probable que quienes hayan llegado hasta aquí esperen que se aluda al caso de “esa persona de la que usted me habla” pero que no cita. El propósito de este texto no es dar respuesta a una situación concreta sino tratar de exponer, de manera crítica, una institución que hasta la fecha no ha sido objeto de especial atención social ni legislativa aunque sí ha merecido análisis detallados en el ámbito académico. No obstante, y admitiendo sin pudor las dudas que me genera la situación judicial del señor Puigdemont, me atrevo a afirmar que no parece haber “flagrancia” en los términos antes mencionados por los supuestos delitos de prevaricación, malversación, desobediencia, rebelión o sedición y el mero hecho de que algunos efectos de esas conductas se pudieran mantener en el tiempo no implica, según jurisprudencia del Tribunal Supremo, la existencia de flagrancia.

Cabría, sin embargo, entender que aun no encontrándonos ante un delito flagrante sí existe, desde el 11 de noviembre de 2017, una orden de ingreso en prisión contra Puigdemont por no atender una citación judicial legalmente cursada y nadie, parlamentario o no, puede eludir las consecuencias de esa incomparecencia. Dicho de otra manera: un juez no puede ordenar la detención de un parlamentario salvo delito flagrante pero sí puede citarle, con todas las garantías, adoptando, en su caso, las medidas legales derivadas de la no comparecencia. Otra cosa sería convertir la inmunidad en un privilegio y no en una garantía frente a eventuales detenciones, policiales o judiciales, arbitrarias.

Concluyo: que la inmunidad puede ser usada de forma espuria es algo que advirtió hace casi 100 años Hans Kelsen en su imprescindible De la esencia y valor de la democracia, señalando que es una de las causas que explican que el parlamentarismo de nuestro tiempo no se haya granjeado las simpatías ciudadanas. Quizá el debate actual sobre el grado de protección que ofrece esa institución a un concreto diputado autonómico podría servir para una reflexión más general sobre el alcance de esta prerrogativa en el Estado democrático del siglo XXI.

Pd. Hay diversos trabajos académicos sobre esta cuestión; por citar uno disponible en abierto y de no mucha extensión véase el de Juan Carlos Duque y Julio Díaz-Maroto La vigencia de la ley penal y la inmunidad parlamentaria, que resume bien la doctrina y jurisprudencia existentes en la materia.

Texto publicado en Agenda Pública el 26 de enero de 2018.

La sustitución temporal de cargos representativos.

Es bien sabido que en los últimos tiempos se han venido sucediendo casos en los que parlamentarios estatales y autonómicos, así como miembros de las corporaciones locales, son investigados judicialmente por la presunta comisión de hechos delictivos. En algunos supuestos, además, se ha acordado la prisión provisional de varios cargos públicos electos.

También hemos tenido noticia de que parlamentarios y concejales han tenido importantes dificultades para ejercer de manera adecuada las funciones a las que están llamados como consecuencia de circunstancias tales como una situación de embarazo y/o postparto, la necesidad de atender a un familiar o persona próxima, una enfermedad prolongada en el tiempo,…

Además de las obvias consecuencias que para el propio representante implican circunstancias tan diversas como las anteriores, hay una muy importante que es común a todas ellas: el perjuicio que se causa a los grupos políticos en los que están integrados esos representantes y, en última instancia, a los ciudadanos que les han conferido su apoyo. Tampoco parece admisible democráticamente que decisiones de gran relevancia como el nombramiento de cargos políticos e institucionales, el debate y aprobación de normas, el ejercicio de las funciones de control al gobierno,… y el propio funcionamiento adecuado de un grupo parlamentario o municipal, máxime si está compuesto por un número reducido de miembros, dependan de la salud de alguno de ellos o de las dificultades judiciales que pueda estar atravesando.

Por todos estos motivos, sería adecuado adoptar en España una figura que ya existe en otros países y que se aplica a situaciones variadas: enfermedad prolongada, embarazo, nombramiento como miembro del Gobierno de quien es parlamentario (así ocurre en Francia, Portugal o Dinamarca)…

La sustitución temporal de representantes no está prevista en la Constitución española, a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, en la portuguesa, pero -y aquí radica la distinción con la delegación de voto prohibida para diputados y senadores- tampoco está constitucionalmentre prohibida.

Esta figura no es una alternativa al voto telemático o para el voto delegado sino que está pensada para situaciones diferentes: los votos telemático y por delegación sirven para salvar la concreta imposibilidad de participar, por circunstancias sobrevenidas (por ejemplo, una enfermedad repentina, un imprevisto familiar, un viaje urgente,…) en una determinada votación pero no son la respuesta adecuada cuando, por mencionar diversos y heterogéneos casos, nos encontramos con una enfermedad de pronóstico largo y que precisa tratamiento prolongado, con un permiso de maternidad, con una situación de prisión provisional o una condena privativa de libertad por tiempo menor al que falta para acabar el mandato,…

Y hay que recordar, a pesar de su obviedad, que el cargo representativo no se limita a emitir un voto, presencial o a distancia, sino que su tarea conlleva preparar iniciativas legislativas y de control, asistir a reuniones con el grupo parlamentario o municipal y con los ciudadanos, participar en plenos y comisiones,… Es decir, hace falta un representante político “a tiempo completo” y si el que ha sido elegido para ello no está en condiciones de serlo parece razonable que o bien dimita o sea sustituido temporalmente.

Como es obvio, a la hora de regular, en la Ley Electoral y en los reglamentos parlamentarios, la sustitución temporal habría que tener en cuenta el estatuto constitucionalmente garantizado a los cargos públicos representativos, que, en algunos casos, no permitiría que una medida como la que aquí se propone se imponga en contra de la voluntad de la persona que habría de ser sustituida. Así pues, en los supuestos de enfermedad, maternidad y paternidad,…, la sustitución debiera producirse siempre a iniciativa de la persona que ostente la titularidad del cargo y no por imposición de su grupo parlamentario o municipal. No obstante, si el titular del cargo representativo decide acogerse a los beneficios que suponen los permisos de maternidad y paternidad, tendría que aceptar su sustitución temporal.

Cuando lo que se produzca sea una imposibilidad para el ejercicio del cargo como consecuencia de medidas procesales que limitan la libertad de actuación de la persona afectada o que ponen en cuestión su idoneidad para el desempeño de la función que debe cumplir, la decisión de los órganos judiciales correspondientes sí podría ser presupuesto suficiente para que por el órgano competente (por ejemplo, la Mesa de la Cámara) se pudiera acordar la sustitución temporal, incluso en contra de la voluntad de la persona a sustituir. Además, es probable que si existiera esta figura de abandono transitorio, pero no definitivo del cargo, hubiera mayor predisposición a aceptar voluntariamente un alejamiento provisional de la vida política por parte de la persona afectada, que podría reincorporarse a la misma si con posterioridad se levantasen las medidas judiciales en su contra, resultara absuelta,…

De hecho, los Reglamentos de las Cámaras ya contemplan la suspensión temporal de los parlamentarios aunque no su sustitución: “1. El Diputado quedará suspendido en sus derechos y deberes parlamentarios: 1º. En los casos en que así proceda, por aplicación de las normas de disciplina parlamentaria establecidas en el presente Reglamento. 2º. Cuando, concedida por la Cámara la autorización objeto de un suplicatorio y firme el Auto de procesamiento, se hallare en situación de prisión preventiva y mientras dure ésta. 2. El Diputado quedará suspendido en sus derechos, prerrogativas y deberes parlamentarios cuando una sentencia firme condenatoria lo comporte o cuando su cumplimiento implique la imposibilidad de ejercer la función parlamentaria.” (art. 21 Reglamento del Congreso). ¿Es aceptable democráticamente una merma de las capacidades de actuación y decisión de un grupo parlamentario o municipal por una circunstancia ajena a los mismos y que afecta también a quienes votaron esa candidatura?

Al margen de otros detalles que tendrían que completar la regulación de esta figura -¿Desempeña la sustitución el siguiente de la lista o la primera persona del mismo género no electa? ¿Qué documentación habría que aportar? ¿Conservaría sus derechos económicos o parte de ellos el sustituido?-, la sustitución temporal concluiría con la causa que la originó y el sustituto o sustituta cesarían automáticamente en su condición, pero podrían volver a ser llamados para realizar nuevas sustituciones si así se les requiriese.

Consideramos, en suma, que una medida como la que aquí se propone sería positiva para el ejercicio democráticamente adecuado de los cargos representativos y podría contribuir en algo a recuperar lo que Hanna Arendt llamó “la promesa de la política”, tan desacreditada en estos tiempos, malos para la lírica y para casi cualquier tipo de arte o actividad.

Pd. Puede leerse más información sobre estas cuestiones en el libro La sustitución temporal de los representantes políticos, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, del que soy coautor con el profesor Carlos Ortega.

Texto publicado en Agenda Pública el 22 de enero de 2018

Cine y derecho: «Los archivos del Pentágono» y la prohibición de censura previa.

Hoy se estrena en España la película Los archivos del Pentágono (The Post es el título original), que ha sido dirigida y producida por Steven Spielberg a partir de un guion de Liz Hannah y Josh Singer. En el reparto destacan Meryl Streep, Tom Hanks, Sarah Paulson y Bob Odenkirk. Meryl Streep encarna a Katharine Graham, la presidenta de la empresa editora del periódico The Washington Post, y Tom Hanks al director Ben Bradlee.

Esta película se centra en el conflicto jurídico que se suscitó en Estados Unidos a raíz de la publicación, por los periódicos The New York Times y The Washington Post, de los llamados “Pentagon papers”, un conjunto de documentos declarados secretos por el Gobierno y en los que se evidenciaban los numerosos errores cometidos en la guerra de Vietnam.

Otras referencias cinematográficas las constituyen The Pentagon Papersdirigida en 2003 por Rod Holcomb y protagonizada por James Spader, Claire Forlani, Paul Giamatti y Alan Arkin, y que se centra en el papel desempeñado en esta historia  por Daniel Ellsberg, y, también basado en Ellsberg, el documental The Most Dangerous Man in America: Daniel Ellsberg and the Pentagon Papers, de 2009.

Este comentario no se ocupa de estas obras sino del problema constitucional de fondo, por lo que contiene todos los spoilers jurídicos, aunque no cinematográficos, posibles.

Antes de referirnos al caso hay que remontarse, primero, a la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, de 12 de junio de 1776, que proclamó en su artículo 12 que “la libertad de prensa es uno de los grandes baluartes de la libertad y nunca puede ser restringida por gobiernos despóticos”; en segundo lugar, a la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, aprobada en 1791, y que menciona de manera expresa la libertad de imprenta.

En su origen, y durante bastante tiempo, la clave de estas declaraciones estaba en la lucha contra la censura, que no aparece expresamente prohibida por la Primera Enmienda y, como consecuencia, no dejaron de existir disposiciones estatales que, de una manera más clara o de forma más encubierta, contenían normas preventivas sobre la impresión o difusión.

Por eso no resulta del todo sorprendente que, en pleno siglo XX, se suscitaran casos como el asunto Near v. Minnesota, de 1 de junio de 1931, el primer gran caso sobre la libertad de prensa en palabras de Anthony Lewis: en 1927 J. M. Near empezó a publicar el periódico The Saturday Press en Minneapolis y a divulgar  comentarios en los que se decía que las bandas judías estaban prácticamente gobernando la ciudad y se criticaba al jefe de la policía, al alcalde y a otros personajes públicos, uno de los cuales presentó una demanda contra los editores del periódico al amparo de la Public Nuisance Law, de 1925, también conocida como “Minnesota Gag Law”. En la demanda se decía que las acusaciones formuladas en los nueve números publicados entre el 24 de septiembre de 1927 y el 19 de noviembre de 1927, así como el tono general antisemita del periódico, constituían una violación de esta ley.

 El 22 de noviembre de 1927, el juez Matthias Baldwin, del Tribunal de Distrito del Condado de Hennepin, emitió una orden temporal que prohibía a los acusados ​​editar, publicar o distribuir The Saturday Press o cualquier otra publicación que incluyera contenidos similares. Esta orden fue concedida sin previo aviso a los demandados ​​y surtiría efecto mientras, como exigía la ley, no demostraran que lo publicado era verdad y, además, se había divulgado con buenas intenciones.

Después de dos apelaciones al Tribunal Supremo del Estado, con el intermedio de una segunda decisión del Tribunal de Distrito, el asunto llegó al Tribunal Supremo Federal, que, con ponencia del juez Hughes, declaró que la Ley de Minnesota representaba la “esencia de la censura” y era inconstitucional: el hecho de que la libertad de prensa pudiera ser aprovechada para cometer abusos no hacía menos necesaria la inmunidad de la prensa frente a la censura previa, pues se generaría un perjuicio mayor si se permitiera que fueran los funcionarios los que determinaran qué historias podían publicarse.

Con este precedente se encontró el Tribunal Supremo de Estados Unidos al abordar el importantísimo asunto New York Times Co. v. United States, de 30 de junio de 1971, conocido, como ya se ha anticipado, como el de “los papeles del Pentágono”, en el que se dictó una sentencia per curiam sobre la divulgación periodística de documentos relativos a la guerra de Vietnam que el Gobierno había declarado secretos y que fueron filtrados por un antiguo empleado del Pentágono, Daniel Ellsberg. Los documentos empezaron a ser publicados por el New York Times y por el Washington Post y el 15 de junio de 1971 el Gobierno pidió judicialmente que se prohibiese la divulgación de más extractos porque ello supondría un “peligro grave e inminente” contra la seguridad de Estados Unidos.

En los tribunales inferiores se dio la razón al Gobierno en la petición contra el Times pero no contra el Post. De forma extraordinariamente rápida los casos llegaron al Supremo, que también los tramitó con gran diligencia, declarando que todo sistema de censura previa tiene en su contra una fuerte presunción de inconstitucionalidad por lo que el Gobierno debe asumir la carga de probar la necesidad de esa censura. Como tal exigencia no fue cumplida por el Ejecutivo, el Supremo avaló el rechazo de la petición contra el Post y anuló la orden contraria al Times.

En la sentencia hay una mención expresa al precedente que supuso Near v. Minnesota y los votos concurrentes incluyen afirmaciones rotundas: así, en el que firman los jueces Black y Douglas se dice que proteger los secretos militares y diplomáticos en detrimento de la información sobre el Gobierno representativo no proporciona seguridad real a la República; al contrario, y citando las palabras del Chief Justice Hughes en el caso DeJonge v. Oregon, de 4 de enero de 1937, “cuanto más importante resulta la protección de nuestra comunidad frente al llamamiento a derribar las instituciones por la fuerza y la violencia, resulta más imperativa la necesidad de preservar inviolados los derechos constitucionales a la libre expresión, la libertad de prensa y la libertad de reunión para así permitir la formación de una discusión política libre y ello para que el Gobierno sea responsable ante el pueblo… Ahí residen la seguridad de la República y el fundamento mismo del orden constitucional…”

“La razón de ser de la Primera Enmienda fue prohibir la práctica habitual del Gobierno de entonces de suprimir la información que consideraba embarazosa… el presente caso pasará a la Historia como la ilustración más dramática de este principio… El secreto en relación con el Gobierno es profundamente antidemocrático y un instrumento para la perpetuación de errores burocráticos… En relación con las cuestiones públicas, el debate debe producirse sin inhibiciones, robusto y ampliamente abierto, como se afirmó en New York Times v. Sullivan”.

Por su parte, el juez Brennan recordó que la razón esencial del derecho reconocido en la Primera Enmienda es impedir la censura previa. Por ello, solo se admitiría dicha censura si el Gobierno demuestra que la publicación de una determinada información puede, de manera inevitable, directa e inmediata, provocar una situación de gravedad análoga a la puesta en peligro de la seguridad de un convoy o barco que se haya hecho a la mar.

Puede leerse una traducción al castellano de la sentencia New York Times Co. v. United States en el libro de los profesores Miguel Beltrán de Felipe y Julio González García Las sentencias básicas del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, CEPC, Madrid, 2005 págs. 357 y sigs.; yo me ocupé de esta cuestión en el libro La libertad de expresión en América y Europa, Editorial Juruá, Lisboa, 2017, escrito con el profesor Germán Teruel Lozano.

 

«Normas» y «formas» en el gobierno del Poder Judicial.

 

Hace unos años tuve ocasión de participar en el XXVII Congreso de Jueces para la Democracia (Una justicia de confianza) con una ponencia titulada como este comentario: Normas y formas en el gobierno del Poder Judicial (puede descargarse aquí). Retomo esta cuestión en 10 breves apartados y lo hago en el contexto del enésimo debate sobre la modificación del sistema de elección de quienes integran el Consejo General del Poder Judicial.

Primero. Es de sobra conocido que la incidencia de los partidos en la composición y funcionamiento de las instituciones se ha extendido de las que son, por definición, políticas (Parlamentos) a los órganos del Estado de extracción no política y, muy señaladamente, a los vinculados al Poder Judicial o al ejercicio de funciones jurisdiccionales.  

Segundo. No se trata de un fenómeno típicamente español -se detecta en Alemania, Italia, Francia,…- ni reciente: la relevancia política de estas nominaciones se evidenció en Estados Unidos a finales del siglo XVIII y principios del XIX. En este último país, la cobertura de vacantes en el Tribunal Supremo se ha convertido en una batalla política con grandes similitudes con las campañas electorales.

Tercero. Los problemas derivan del hecho de que la selección de los titulares de esos órganos se lleva a cabo de acuerdo con afinidades ideológicas pero también porque las personas elegidas asumen como propio el acuerdo tomado en sede política. El nombramiento de la presidencia del Consejo General del Poder Judicial  (CGPJ) es un caso paradigmático:  aunque es competencia del Pleno se asume que hay que elegir al «designado» por el partido mayoritario o al resultante del acuerdo entre las principales formaciones políticas.

Cuarto.- Como resultado de lo anterior, que el CGPJ opere de acuerdo con el sistema de cuotas políticas quizá no tenga solo que ver con el concreto contenido de las previsiones normativas sino también, en buena medida, con su aplicación práctica.

Quinto. El problema no es tanto, o no es solo, quién (Parlamento, asociaciones judiciales,…) asume el nombramiento de los vocales del CGPG sino cómo lo hace y a qué personas se nombra. 

Sexto. Entre los criterios que tendrían que presidir tanto la elección del CGPJ como su funcionamiento ordinario deberían estar, al menos, los siguientes: a) transparencia y control de la idoneidad de quienes aspiran a ser vocales; b) auténtica selección entre las personas candidatas; c) introducción de nuevas condiciones de inelegibilidad; d) elección, y no mera ratificación, por el Pleno del CGJP de su presidencia; e) transparencia en el ejercicio de las funciones del CGPJ.

Séptimo. Si se opta por una vuelta al sistema de elección de vocales de y entre los jueces y magistrados debería generar resultados más plurales y representativos. 

Octavo. La mera existencia de una representación descriptiva –que formen parte del CGPJ vocales elegidos por la o las minorías judiciales-  no es sinónimo de que se alcance una representación sustantiva –que los intereses de las minorías puedan ser acogidos en el CGPJ-. No basta con que exista una minoría sino que es importante cómo se comporta la mayoría. 

Noveno- A modo de propuesta para un hipotético nombramiento “judicial” de 12 vocales del CGPJ se sugiere establecer un sistema con los siguientes elementos: a) sufragio activo de todos los miembros en activo de la carrera judicial; b) sufragio pasivo más restringido y con unos requisitos de elegibilidad que reduzcan la politización y favorezcan la idoneidad técnica; c) circunscripción única; d) candidaturas individuales o de asociación; e) lista electoral abierta; f) voto limitado; g) fórmula electoral mayoritaria.

Décimo. La experiencia demuestra que tan importantes como las normas son las formas, especialmente el factor humano.

Ejercicio del cargo representativo vs. “derecho procesal penal del enemigo”.

El 12 de enero de 2018 se hizo público el auto del magistrado instructor D. Pablo Llarena a propósito de la petición del preso preventivo D. Oriol Junqueras solicitando su traslado a una prisión situada en Cataluña y la autorización para asistir a los dos primeros plenos de la presente legislatura del Parlament de Cataluña.

Dicho auto resulta de interés por diversos motivos; aquí nos centraremos en el proceso argumentativo que sigue el magistrado y en los motivos en los que fundamenta su decisión.

Es llamativa, en primer lugar, la reiterada apelación al uso del criterio de la ponderación para resolver el asunto de que se conoce. Como es sabido, ese criterio resuelve los conflictos no a partir de los límites que la Constitución (CE) impone a los derechos fundamentales, sino de los datos del caso concreto, que, se dice, son los que determinan cuál de los derechos, bienes o intereses en conflicto debe prevalecer. En realidad, para quien defiende el uso de la ponderación el conflicto no se produce entre los derechos fundamentales -el ejercicio del cargo representativo- y otros derechos, bienes o intereses constitucionales o infraconstitucionales -evitar una posible reiteración delictiva-, sino entre los valores o intereses que según quien pondera -el magistrado Llarena- se encarnan en aquellos bienes y derechos. Por eso el conflicto no se resuelve examinando los límites de unos y otros, sino decidiendo cuál de esos valores o intereses debe prevalecer.

A nuestro juicio esta es una forma incorrecta de operar: primero, porque relativiza el valor normativo de los derechos fundamentales y, en último término, el de la Constitución misma; en segundo lugar, porque para resolver el asunto se deben jerarquizar los derechos o bienes, ya que uno de ellos cede en su aplicabilidad frente al de valor preferente (el Tribunal Constitucional  ha reiterado que no es posible jerarquizar los derechos fundamentales -SSTC 324/1990 FJ 2 o la 11/2000 FJ 7- si bien no se ha privado de acudir, en no pocos casos, a la teoría de la ponderación); y en tercer lugar, porque plantea los conflictos como una colisión entre los valores e intereses jurídicos encarnados en aquellos derechos, bienes e intereses, cuando en realidad ni siquiera hay colisión por cuanto se trata de fijar los límites del derecho fundamental en cuestión; en este caso, el del ejercicio del cargo representativo. Obviamente, el uso de la ponderación da un margen mayor de libertad al juzgador.

Veamos la argumentación del magistrado Llarena: en el fundamento Quinto dice “La ley no establece que las funciones parlamentarias, pese a su radical importancia en una sociedad democrática, hayan de prevalecer sobre otros fines constitucionalmente legítimos que puedan entrar en conflicto, por lo que es la ponderación judicial de los intereses en juego, la que debe regir la concesión o denegación del permiso de excarcelación que el artículo 48 de la LOGP atribuye al Juez instructor”.

Una vez arrogado el papel de “ponderador,” a continuación articula su razonamiento a partir de los siguientes puntos: “en primer lugar, existe una pacífica doctrina constitucional que, al evaluar los derechos que corresponden a los internos penitenciarios, niega la existencia de un derecho ilimitado a disfrutar de los permisos legalmente previstos”.

Es obvio que ningún derecho, ni siquiera la inmensa mayoría de los fundamentales, es ilimitado pero aquí se olvida que no está en juego exclusivamente el derecho del interno Oriol Junqueras a disfrutar de un permiso sino también, como el propio magistrado expone en fundamentos anteriores, el derecho fundamental de los representados (artículo 23.1 CE) a participar en los asuntos públicos a través de sus representantes. Además, no se pide un permiso ilimitado sino uno para asistir a dos concretos plenos parlamentarios. Y eso es lo que tendría que tener en cuenta el magistrado Llarena: que está en juego el ejercicio de un derecho fundamental y que lo que debe hacer es analizar el alcance de ese derecho a partir, no de la ponderación, sino de los criterios de interpretación constitucional consolidados en nuestro ordenamiento; entre ellos, el principio de efectividad de los derechos, que impone a los poderes públicos -a los jueces también- la obligación de  interpretar la normativa aplicable -en este caso la normativa parlamentaria, penitenciaria y procesal- en el sentido más favorable para la efectividad de los derechos fundamentales (STC 17/1985, FJ 4).

En lugar de hacer eso, el magistrado lleva a cabo una suerte de interpretación analógica contraria al preso invocando un artículo -el 384 bis- de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que no es aplicable al caso –“Firme un auto de procesamiento y decretada la prisión provisional por delito cometido por persona integrada o relacionada con bandas armadas o individuos terroristas o rebeldes, el procesado que estuviere ostentando función o cargo público quedará automáticamente suspendido en el ejercicio del mismo mientras dure la situación de prisión”- porque no hay un auto firme de procesamiento. El magistrado no ignora la situación procesal del preso pero el 384 bis le vale como percha en la que colgar una limitación menos restrictiva que la suspensión -luego la veremos-, para lo que también se sirve del artículo 3.1 de la Ley Orgánica General Penitenciaria, que contempla que los internos podrán ejercitar los derechos políticos, sin exclusión del derecho de sufragio, salvo cuando su ejercicio fuera incompatible con el objeto de su detención o con el cumplimiento de la condena.  

El primer resultado de la ponderación es que el preso no puede acudir a las dos sesiones parlamentarias “por la posibilidad de que su liderazgo volviera a manifestarse con movilizaciones ciudadanas colectivas violentas y enfrentadas al marco legal de nuestra convivencia… [que] el sustrato de riesgo subsiste hoy, se visualiza tanto por un extendido apoyo social a los investigados que han huido del ejercicio jurisdiccional de este instructor, como por haberse impulsado movilizaciones de decenas de miles de ciudadanos que rechazan explícitamente las medidas cautelares adoptadas en este proceso… Con estos precedentes y con estas condiciones actuales, afrontar unas conducciones de salida y de retorno del centro penitenciario, en fecha y horas determinadas, con un punto de destino y de regreso bien conocido, y hacerlo con la garantía de que se desarrollarán despejadas del grave enfrentamiento ciudadano que puede impulsarse o brotar con ocasión del traslado de unos presos que suscitan su apoyo incondicional, es algo que este instructor no percibe con la garantía que reclama el mantenimiento de la pacífica convivencia que precisamente justificó la adopción de la medida cautelar. La excarcelación debe, por ello, ser rechazada (Fundamento Sexto).

El bien al que se da prevalencia sobre el ejercicio del derecho fundamental a ejercer el cargo representativo es el riesgo de posibles movilizaciones ciudadanas que el juez teme puedan desembocar en graves enfrentamientos. ¿Entre los propios ciudadanos? ¿Con la policía? ¿Para liberar al preso durante su traslado? No se concreta.

Es evidente que la seguridad ciudadana y el orden público son bienes constitucionalmente protegidos pero los mismos deben poder tutelarse sin sacrificar un derecho fundamental tan relevante como el que nos ocupa. Y es que aquí entra en juego otro principio constitucional: el de concordancia práctica según el cual los bienes e intereses protegidos por la Constitución han de ser armonizados en la decisión del caso práctico, sin que la protección de unos entrañe el desconocimiento o sacrificio de otros (STC 154/2002, FJ 12).

Para tratar de salvaguardar este principio el magistrado acude al Reglamento del Parlament de Cataluña que, en su artículo 93.2, prevé que «los diputados pueden delegar su voto en los supuestos de hospitalización, enfermedad grave o incapacidad prolongada debidamente acreditadas». Y, a pesar de que el apartado 3 de ese precepto dispone que “la Mesa del Parlamento debe establecer los criterios generales para delimitar los supuestos que permiten la delegación”, el magistrado Llarena, apelando a su condición de “ponderador”, lleva a cabo por su cuenta esa delimitación y ello a partir de la idea de que la situación penitenciaria del señor Junqueras le coloca en una situación de incapacidad; textualmente: “se aprecia una incapacidad legal de que los investigados en situación de prisión preventiva -que no otros-, puedan ejercer su derecho de representación de manera prologada e indefinida” (Fundamento Séptimo).

Como conclusión, se dispone “declarar la incapacidad legal prolongada de estos investigados para cumplir el deber de asistir a los debates y las votaciones del Pleno del Parlamento de Cataluña, por lo que, si los investigados lo solicitaran, corresponde a la Mesa del Parlamento arbitrar -en la forma que entienda procedente y si no hay razón administrativa que se oponga a ello-, el procedimiento para que deleguen sus votos en otro diputado, mientras subsista su situación de prisión provisional”.

Me atrevo a aventurar que la calificación de “incapacidad legal” es, cuando menos, exagerada; parece que el Reglamento parlamentario está pensado en situaciones de hecho, similares a una enfermedad grave u hospitalización, que impiden al parlamentario acudir a la Cámara pero no son obstáculo para que, en ejercicio de su capacidad intelectiva, delegue el voto en otro parlamentario (algo, por cierto, expresamente prohibido por el artículo 79.3 de la Constitución a Diputados y Senadores). Porque si hablamos de “incapacidad legal”, a salvo de error u omisión por mi parte, el Código Civil dispone, primero, que “nadie puede ser declarado incapaz sino por sentencia judicial en virtud de las causas establecidas en la Ley” (artículo 199); en segundo lugar, que “son causas de incapacitación las enfermedades o deficiencias persistentes de carácter físico o psíquico que impidan a la persona gobernarse por sí misma”. Tiene, pues, que haber un proceso judicial -el previsto en los artículos 756 y siguientes de la Ley de Enjuiciamiento Civil-, unas causas tasadas y probadas y una sentencia; aquí, sin juicio civil específico, sin causa legal alguna y sin sentencia se declara una “incapacidad legal prolongada”.

En mi opinión, la decisión del magistrado Llarena podría haberse orientado en un sentido totalmente diferente, de manera que se compatibilizara el ejercicio del derecho fundamental del preso, el de los representados y la salvaguarda del orden público y la seguridad ciudadana.

En primer lugar, el ejercicio del cargo público representativo no se agota ni se reduce al voto en una sesión parlamentaria sino que incluye, entre otros derechos, el de participar en los debates de la Cámara respectiva. Si un parlamentario está incapacitado para acudir a una o varias sesiones debe permitirse que, como mínimo, pueda votar (por ejemplo, telemáticamente) pero ese mínimo no es el óptimo del derecho de participación política, por lo que en aras al respeto del citado principio de efectividad de los derechos debe interpretarse la normativa (parlamentaria y penitenciaria) de manera que se maximice el ejercicio de ese derecho, permitiendo la asistencia del preso a los dos primeros plenos (es lo que pide el señor Junqueras) y adoptando las medidas cautelares oportunas para que su traslado se realice sin mayores contratiempos (no lo son posibles manifestaciones que, en ejercicio del derecho fundamental de reunión -que exige sean pacíficas-, se puedan convocar para reclamar su libertad).

En segundo lugar, permitiendo la asistencia a dos sesiones parlamentarias del diputado Junqueras se operaría de acuerdo con el principio de interpretación conforme con la Constitución, que entraña la obligación de entender todo el ordenamiento jurídico -incluido el penitenciario- conforme a la Constitución, lo cual tiene como consecuencia dar la máxima efectividad a la pretensión de vigencia de la norma constitucional. De ello se deriva que, de entre las distintas interpretaciones posibles de las normas, ha de prevalecer la que permita en más alto grado aquella efectividad, sobre todo cuando se trata de derechos fundamentales (STC 77/1985, FJ 4).

Al resolver en el sentido que lo hace, el magistrado parece acogerse a una suerte de “derecho procesal penal del enemigo”. Como es sabido, la construcción dogmática del “derecho penal del enemigo” fue obra de Günther Jakobs y se caracteriza por tres elementos: en primer lugar, se constata un amplio adelantamiento de la punibilidad, por lo que la perspectiva del ordenamiento jurídico-penal es prospectiva (punto de referencia: el hecho futuro), en lugar de -corno es lo habitual- retrospectiva (punto de referencia: el hecho cometido); en segundo lugar, las penas previstas son desproporcionadamente altas; en tercer lugar, determinadas garantías procesales son relativizadas o incluso suprimidas.

Pues bien, y salvando las distancias entre los propósitos de Jakobs y Llarena, aquí nos encontramos, primero, con que la perspectiva del magistrado es un hipotético hecho futuro –“la posibilidad de que su liderazgo volviera a manifestarse con movilizaciones ciudadanas colectivas violentas y enfrentadas al marco legal de nuestra convivencia…”- que se maximiza y frente al que no parece haber alternativa; en segundo lugar, se adopta una medida desproporcionadamente alta como es acordar una “incapacidad legal prolongada” y, en consecuencia, rechazar la asistencia, al menos puntual, del diputado Junqueras a las sesiones del Parlament; finalmente, la garantía de una interpretación amplia y constitucionalmente adecuada del derecho fundamental de participación política es, cuando menos, relativizada.

Al margen de lo que se piense del comportamiento -pasado, presente o futuro- del señor Junqueras, el respeto y garantía de sus derechos fundamentales como diputado electo no condenado ni procesado, y de los derechos fundamentales de quienes votaron su candidatura, me parecen poco compatibles con la interpretación que se acogido en el auto aquí comentado. Veremos qué ocurre con los eventuales recursos ante los tribunales nacionales (Supremo y Constitucional) y, en su caso, internacionales (Tribunal Europeo de Derechos Humanos).

 

 

Balance de la Ley Orgánica de seguridad ciudadana: multo, luego desaliento

Henri Lefevbre reivindicó en La revolución urbana el desorden propio de las ciudades porque cumple funciones informativas, simbólicas y de esparcimiento y, en suma, porque revela la existencia de vida social. Ese desorden resulta estigmatizado por la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, para la protección de la seguridad ciudadana (LOPSC), que aspira a lograr una suerte de “tranquilidad”, de la que se considera son enemigos los que llevan sus reivindicaciones y protestas a las vías e infraestructuras públicas, quienes emiten imágenes “sin autorización policial” en los espacios virtuales; incluso, los que simplemente tratan de encontrar en las calles una forma de sobrevivir, pues se considera infracción de la seguridad ciudadana la venta ambulante no autorizada. 

Una manera de combatir ese desorden es generando entre los que lo practican una suerte de “efecto desaliento” mediante la imposición de frecuentes y, relativamente, cuantiosas sanciones económicas, a veces de mayor importe que el que supondría un castigo penal, y a través de un procedimiento en el que las “denuncias, atestados o actas formulados por los agentes de la autoridad en ejercicio de sus funciones que hubiesen presenciado los hechos, previa ratificación en el caso de haber sido negados por los denunciados, constituirán base suficiente para adoptar la resolución que proceda, salvo prueba en contrario” (art. 52 LOPSC). 

Y los datos oficiales sobre actuaciones en materia de protección de la seguridad ciudadana publicados por el Ministerio del Interior son ilustrativos de la potencia desalentadora que tiene la LOPSC sobre el ejercicio de derechos fundamentales en las calles; veamos algunos ejemplos:

Primero. Según el artículo 37 LOPSC “son infracciones leves: 1. La celebración de reuniones en lugares de tránsito público o de manifestaciones, incumpliendo lo preceptuado en los artículos 4.2, 8, 9, 10 y 11 de la Ley Orgánica 9/1983…” Este precepto permite sancionar incumplimientos formales de la ley que regula el derecho de reunión aunque los mismos no generen inseguridad ciudadana y se ha aplicado 13 veces durante el segundo semestre de 2015 [los primeros meses de vigencia de la Ley] por un importe de 8.000 euros; a lo largo del año 2016 se impusieron 131 sanciones que, en conjunto, ascendieron a 19.940 euros.

Al respecto, cabe recordar la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en el caso Yılmaz Yıldız y otros c. Turquía, de 14 de octubre de 2014, que trae causa, en pocas palabras, de una multa de 100 liras turcas (unos 62 euros) impuesta a los demandantes por haber participado en diversas concentraciones pacíficas ante varios hospitales para protestar por un cambio en la gestión de los centros de salud.  El TEDH resolvió, entre otras cosas, que toda concentración o manifestación en un lugar público provoca ciertas molestias en la vida cotidiana y es importante que las Autoridades muestren cierto nivel de tolerancia ante esas reuniones si son pacíficas; que la imposición de sanciones administrativas por participar en una manifestación pacífica resulta desproporcionada y no necesaria para mantener el orden público y que esa sanción puede tener un efecto desaliento y actuar como un desincentivo para participar en reuniones semejantes.

Segundo.- El artículo 36.23 LOPSC considera infracción grave “el uso no autorizado de imágenes o datos personales o profesionales de autoridades o miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad…” De acuerdo con los datos ofrecidos por el Ministerio del Interior, en el segundo semestre de 2015 se impusieron 12 sanciones al amparo de este precepto por un importe total de 7.311 euros; a lo largo de 2016 se impusieron 32 sanciones por valor de 19.377 euros.

Esta previsión legal es de muy dudosa constitucionalidad; en primer lugar, porque las autoridades y miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad ejercen funciones públicas de extraordinaria relevancia y están sujetas, en dicho ejercicio, al control ciudadano y de los poderes públicos, lo que debe implicar que, con carácter general, la regla sea la contraria: el derecho a recabar fotos o datos, premisa aceptada en su día en la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. En esta línea se han manifestado tanto el TEDH -caso Sürek c.  Turquía (número 2) de 8 julio 1999- como el Tribunal Constitucional (STC 72/2007, de 16 de abril), que avaló la publicación de una foto en la que se identificaba a una agente de la policía local de Madrid que participó en un desahucio.

En segundo lugar, el artículo 36.23 establece una censura previa, prohibida expresamente por el artículo 20 de la Constitución (CE), al aludir al uso no autorizado de imágenes y datos (véase la STC 187/1999, de 25 de octubre).

Tercero. Según el artículo 36.4 LOPSC constituyen infracción grave “los actos de obstrucción que pretendan impedir a cualquier autoridad, empleado público o corporación oficial el ejercicio legítimo de sus funciones, el cumplimiento o la ejecución de acuerdos o resoluciones administrativas o judiciales, siempre que se produzcan al margen de los procedimientos legalmente establecidos y no sean constitutivos de delito”. Parece obvio que si se producen dentro de los procedimientos legalmente establecidos no podría haber infracción. Aquí se estarían sancionando, entre otras, las actuaciones que han tratado de frenar o demorar los desahucios pero no queda claro, lo que es especialmente importante al configurarse como infracción grave, qué tipo de actos deben ser ni si tienen que ser claros y adecuados para impedir el mencionado cumplimiento de resoluciones administrativas o judiciales. Las estadísticas del Ministerio del Interior nos indican que en el segundo semestre de 2015 se impusieron 109 sanciones con fundamento en este apartado y por un importe total de 66.905 euros; en todo 2016 se impusieron 355 sanciones por valor de 220.636 euros.

Cuarto. El artículo 37.4 de la LOPSC tipifica como infracción leve “las faltas de respeto y consideración cuyo destinatario sea un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ejercicio de sus funciones de protección de la seguridad, cuando estas conductas no sean constitutivas de infracción penal”. Y es llamativo el elevado número de sanciones que se han justificado en este precepto -el segundo más aplicado de toda la LOPSC-: 3.130 sanciones en el segundo semestre de 2015 por valor de 469.203 euros y 19.497 en 2016 que ascendieron a 3.006.761 euros.

Si resulta que convocar una manifestación pacífica incumpliendo algún requisito formal, tomar y divulgar fotos de los agentes de la autoridad sin su consentimiento, oponerse de forma pacífica a un desahucio o faltar al respeto a un miembro de las fuerzas de seguridad -a juicio del propio agente- tiene como consecuencia una multa, en unos casos (primero y cuarto) de entre 100 y 600 euros y, en otros (segundo y tercero), de entre 601 y 30.000, no parece exagerado pensar que se está generando “un efecto … disuasor o desalentador del ejercicio de los derechos fundamentales implicados en la conducta sancionada” (STC 136/1999, de 20 de julio; STEDH de 22 de febrero de 1989, Barfod c. Noruega).

Dado que la LOPSC fue recurrida en 2015 ante el Tribunal Constitucional parece obvia la necesidad de un pronunciamiento urgente que determine si este efecto desaliento es compatible con nuestra Constitución. Por si acaso ya llegó un primer aviso desde Estrasburgo: las “devoluciones en caliente” previstas en dicha Ley son contrarias al Convenio Europeo de Derechos Humanos (asunto N.D. y N.T. c. España, de 3 de octubre de 2017).

Texto publicado en Agenda Pública el 11 de enero de 2018.

 

 

La Corte Interamericana de Derechos Humanos y los casos de desaparición forzada de personas.

La participación en un seminario internacional organizado por la Academia Interamericana de Derechos Humanos, en Saltillo (Mexico), sobre «Los derechos de las víctimas de desaparición de personas en el sistema interamericano” me permitió conocer con detalle la importante jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre los numerosos casos de desaparición forzada de personas que sido enjuiciados por ese Tribunal.

En este breve comentario me centraré en el caso Gudiel Álvarez y otros («Diario Militar») vs. Guatemala, de 20 de noviembre de 2012, que refleja bien la jurisprudencia de la CIDH en la materia y permite aproximarse al horror que supuso la práctica de la desaparición forzada de personas en el último tercio del siglo XX en buena parte de los países de Centro y Sudamérica.

Hay que recordar, en primer lugar, que en Guatemala, pero también en otros países, la desaparición forzada de personas constituyó una práctica del Estado llevada a cabo principalmente por agentes de sus fuerzas de seguridad, por la cual se capturaba a miembros de movimientos insurgentes o personas identificadas como proclives a la insurgencia. La CIDH señala que entre 1962 y 1996 tuvo lugar un conflicto armado interno en Guatemala que provocó grandes costos humanos, materiales, institucionales y morales. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) estimó que “el saldo en muertos y desaparecidos del enfrentamiento armado interno llegó a más de doscientas mil personas”. En el marco de dicho conflicto, el Estado aplicó lo que denominó la “Doctrina de Seguridad Nacional” a partir de la noción de “enemigo interno”, que inicialmente incluía a las organizaciones guerrilleras pero fue ampliándose para incluir a “todas aquellas personas que se identificaban con la ideología comunista o que pertenecieron a una organización -sindical, social, religiosa, estudiantil-, o a aquéllos que por cualquier causa no estuvieran a favor del régimen establecido”.

En este caso se menciona el «Diario Militar», un documento confidencial que hizo público en 1999 National Security Archive, una organización no gubernamental estadounidense. En su sección sexta contiene un listado de 183 personas con sus datos, afiliación a organizaciones, actividades y, en la mayoría de los casos, también una foto tipo carnet. Cada registro indica además las acciones perpetradas contra dicha persona, incluyendo detenciones secretas, secuestros y asesinatos. Los hechos registrados en el «Diario Militar» ocurrieron entre agosto de 1983 y marzo de 1985 y su veracidad no ha sido cuestionada por el Estado guatemalteco. El «Diario», junto con otras pruebas documentales y con numerosos testimonios orales, ha servido como «prueba de cargo».

Ya desde 1988 la Corte ha establecido el carácter permanente o continuado de la desaparición forzada de personas y la jurisprudencia de este Tribunal ha sido precursora de la pluriofensividad de los derechos afectados y el carácter permanente de esta figura, que se inicia con la privación de la libertad de la persona y la subsiguiente falta de información sobre su destino, y permanece mientras no se conozca el paradero del desaparecido o se identifiquen con certeza sus restos.  En el mismo sentido, la Corte ha indicado que esta violación múltiple de varios derechos protegidos por la Convención Americana coloca a la víctima en un estado de completa indefensión, acarreando otras vulneraciones conexas, siendo particularmente grave cuando forma parte de un patrón sistemático o práctica aplicada o tolerada por el Estado.

En segundo lugar, se han señalado como elementos concurrentes y constitutivos de la desaparición forzada: a) la privación de la libertad; b) la intervención directa de agentes estatales o la aquiescencia de éstos, y c) la negativa de reconocer la detención y revelar la suerte o el paradero de la persona interesada. La Corte realizó dicha caracterización con anterioridad a la definición contenida en el artículo II de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada y es consistente con otras definiciones contenidas en diferentes instrumentos internacionales, la jurisprudencia del Sistema Europeo de Derechos Humanos, decisiones del Comité de Derechos Humanos del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y decisiones de altos tribunales nacionales. 

En tercer lugar, la Corte considera pertinente reiterar, como ha hecho en otros casos, que los Estados pueden establecer «comisiones de la verdad» que contribuyan a la construcción y preservación de la memoria histórica, al esclarecimiento de hechos y a la determinación de responsabilidades institucionales, sociales y políticas en determinados períodos históricos de una sociedad. Aún cuando estas comisiones no sustituyan la obligación del Estado de establecer la verdad a través de procesos judiciales, la Corte ha establecido que se trata de determinaciones de la verdad que son complementarias entre sí, pues cada una tiene un sentido y alcance propios, así como potencialidades y límites particulares, que dependen del contexto en el que surgen y de los casos y circunstancias concretas que analicen

La Corte ha considerado que los familiares de las víctimas de graves violaciones a derechos humanos y la sociedad tienen el derecho a conocer la verdad, por lo que deben ser informados de lo sucedido. Por otra parte, en particular sobre casos de desaparición forzada, la Corte ha establecido que el derecho a conocer la verdad es parte del “derecho de los familiares de la víctima de conocer cuál fue el destino de ésta y, en su caso, dónde se encuentran sus restos”. La privación de la verdad acerca del paradero de una víctima de desaparición forzada acarrea una forma de trato cruel e inhumano para los familiares cercanos, por lo cual dicha violación del derecho a la integridad personal puede estar vinculada a una violación de su derecho a conocer la verdad. 

Finalmente, ha de destacarse que, en contraste con las potestades del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuyas condenas tienen un componente de mera reparación económica, la Corte Interamericana puede imponer, y lo ha venido haciendo, otras obligaciones de hacer a los Estados culpables de casos de desaparición forzada de personas; así, el Estado debe realizar las investigaciones y procesos necesarios, en un plazo razonable, con el fin de establecer la verdad de los hechos y, en su caso, sancionar a los responsables de las desapariciones forzadas; debe brindar, de forma inmediata, el tratamiento psicológico o psiquiátrico a las víctimas que así lo soliciten; debe realizar un acto público de reconocimiento de responsabilidad por los hechos; debe, en su caso, llevar a cabo las modificaciones legales necesarias; debe rendir cuentas ante la propia Corte del cumplimiento de la sentencia,…

Las abogadas de las familias de las personas desaparecidas.

La representación legal del Estado guatemalteco.

 

 

¿Cuántos crímenes «se escriben» en la versión española?

Hace unos treinta años Cabot Cove podría parecer un lugar idílico para vivir: un pequeño pueblo de pescadores  situado en las costas del Estado de Maine, entre las localidades de Freeport y Brunswick, con esas bonitas casas de madera cerca de la playa tan características de Nueva Inglaterra. Este encantador lugar tenía, no obstante, un grave problema de criminalidad: a lo largo de 12 años, entre 1984 y 1996, se cometió un asesinato a la semana, si bien todos fueron resueltos y los culpables condenados merced a las dotes investigadoras de Jessica Beatrice Fletcher, una profesora de inglés jubilada que combinaba con éxito la escritura de novelas de misterio y el preciado auxilio a unas fuerzas del orden no tan eficaces como debieran. Todo eso ocurrió en Murder, She Wrote, una serie de la cadena CBS emitida entre el 30 de septiembre de 1984 y el 19 de mayo de 1996 y que en España empezó a ofrecer TVE el 9 de noviembre de 1986 con el título de Se ha escrito un crimen; posteriormente se ha podido ver en varios canales autonómicos y en la actualidad en Atreseries.

Si hacemos caso del panorama que pintan en los últimos tiempos buena parte de los medios de comunicación podríamos concluir que en España tenemos un problema de “ley y orden” similar al de Cabot Cove, donde, al finalizar la serie, habría sido asesinado el 2% de la población. ¿Es así?

No. La tasa de criminalidad (delitos por cada 1.000 habitantes) se ha ido reduciendo en España en los últimos 8 años y en 2016 (último año sobre el que se han difundido las estadísticas) era 7’4 puntos menor que en 2005 y 8’7 puntos menor que en 2008 (el peor año de los últimos 12).

En lo que respecta a los delitos más graves, como los homicidios dolosos/ asesinatos consumados (terminología oficial), el descenso también ha sido acusado: de 518 en 2005 a 292 en 2016. En el condado de Baltimore (véase al respecto The Wire) fueron asesinadas en 2016 más personas que en toda España.

Y medidos los homicidios dolosos en términos comparados en nuestro ámbito geográfico y político, España viene estando, sistemáticamente, a la cola de los países europeos: en 2016 peor que Austria pero mejor que todos los demás y, especialmente, en comparación con los países bálticos (Lituania, Letonia, Estonia) y del centro (Bélgica, Hungría) y norte de Europa (Finlandia, Irlanda, Dinamarca o Suecia).

 

Por supuesto, resulta ofensivo invocar estos datos estadísticos para intentar mitigar el dolor y la afrenta sufridos por la víctima de una violación o para consolar a la familia y amistades de una persona asesinada, pero quizá convenga tenerlos en cuenta cuando, al socaire de un crimen especialmente grave, salga a la luz la enésima propuesta de modificación del Código penal español para agravar las penas, para tipificar nuevas conductas delictivas y, en suma, para gobernar una supuesta sensación social de inseguridad. Cosa distinta es que haya que poner los medios necesarios para evitar casos, como no pocos de violencia de género, que son auténticas crónicas de asesinatos anunciados.