Balance de El derecho y el revés durante el año 2017 y que tengáis la mejor entrada posible en el 2018.

En el último día de 2017 hago un resumen de la actividad de este blog a lo largo del año y, sobre todo, agradezco sus visitas y comentarios a todas las personas que se han pasado por estas páginas en estos 365 días.

Las visitas han sido (en el momento de cerrar esta entrada) 66.820 (una media de 183 al día) procedentes de 110 países; como es obvio, todas tienen para mi el mismo e inmenso valor pero quiero recordar, por su singularidad, a las procedentes de Angola, Azerbaiyán, Burkina Faso, Chad, Fiyi, Irak, Mongolia y Saint Kitts and Nevis. 

De las 57 entradas publicadas en 2017 las más vistas fueron:

Pastafarismo y libertad religiosa (5.739 veces),

Algunas certezas y no pocas dudas sobre las medidas de aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña (4.383 veces) y  

Respuesta abierta a la “Carta abierta” sobre el Estado de Derecho en España en relación con las pretensiones independentistas (2.704 veces).

Mucho ánimo para 2018 y que tengáis la mejor entrada posible en el nuevo año :

Fotografía de Sebastião Salgado.

 

Crónica de una condena internacional anunciada: las «devoluciones inmediatas» en Ceuta y Melilla.

La Disposición final primera de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, añadió una nueva Disposición adicional décima a la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social:

  1. Los extranjeros que sean detectados en la línea fronteriza de la demarcación territorial de Ceuta o Melilla mientras intentan superar los elementos de contención fronterizos para cruzar irregularmente la frontera podrán ser rechazados a fin de impedir su entrada ilegal en España.
  2. En todo caso, el rechazo se realizará respetando la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional de la que España es parte.
  3. Las solicitudes de protección internacional se formalizarán en los lugares habilitados al efecto en los pasos fronterizos y se tramitarán conforme a lo establecido en la normativa en materia de protección internacional”.

Como se deduce con facilidad, se trata, en primer lugar, de una medida con unos destinatarios muy concretos: “extranjeros que sean detectados en la línea fronteriza de la demarcación territorial de Ceuta o Melilla mientras intentan superar los elementos de contención fronterizos para cruzar irregularmente la frontera”; en segundo lugar, y aunque se hable de “rechazo”, no deja de tratarse de una suerte de expulsión, si interpretamos este último término, como hace el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), “en su sentido genérico, empleado en el lenguaje corriente (ahuyentar de un lugar)” (caso Hirsi Jamaa y otros c. Italia, de 23 de febrero de 2012); además, se está pensando en una expulsión “colectiva” (los extranjeros que sean detectados…), por lo que es de aplicación el artículo 4 del Protocolo 4 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), que, taxativamente, dispone “quedan prohibidas la expulsiones colectivas de extranjeros”.

Lo que sean expulsiones colectivas fue definido por el propio TEDH (asunto Čonka c. Bélgica, de 5 de julio de 2002) como “toda medida que obligue a los extranjeros, en cuanto grupo, a salir de un país, salvo en el caso de que la medida se haya tomado como consecuencia y sobre la base de un examen razonable y objetivo de la situación particular de cada uno de los extranjeros que forman el grupo” y el TEDH también ha aclarado (caso Hirsi Jamaa y otros c. Italia) que “el objetivo que persigue el artículo 4 del Protocolo 4 es impedir que los Estados puedan expulsar a determinados extranjeros sin antes examinar sus circunstancias personales y, de esta manera, sin dejarles presentar sus argumentos en contra de la medida adoptada por la autoridad competente”.

Y es que en materia de asilo el TEDH insiste (caso Hirsi Jamaa y otros c. Italia) en que los Estados que forman la frontera exterior de la Unión Europea se enfrentan a dificultades considerables a la hora de gestionar la creciente llegada de inmigrantes y solicitantes de asilo. El TEDH no subestima la carga y la presión que esta situación supone para los Estados en cuestión, agravadas por un contexto marcado por la crisis económica actual. Es particularmente consciente de las dificultes relacionadas con el fenómeno de migración por mar, que conlleva complicaciones adicionales para los Estados a la hora de controlar las fronteras en Europa meridional. Sin embargo, teniendo en cuenta el carácter absoluto de los derechos protegidos por el artículo 4 del Protocolo 4, estas últimas consideraciones no pueden eximir a un Estado de sus obligaciones derivadas de esta disposición.

Ese mismo TEDH (caso De Sousa Ribeiro c. Francia, de 13 diciembre 2012) ha recordado que el artículo 13 CEDH garantiza, en el derecho interno, la disponibilidad a un recurso para hacer valer los derechos y libertades del Convenio y que éstos sean aplicados. La eficacia de un recurso en el sentido del art. 13 no depende de la certeza de un resultado favorable para el demandante.

Además, para ser efectivo, el recurso requerido por el artículo 13 debe estar disponible en la legislación y en la práctica; en particular en el sentido de que su ejercicio no debe estar injustificablemente obstaculizado por los actos u omisiones de las autoridades del Estado demandado. El Convenio exige que el Estado proporcione al afectado una oportunidad efectiva de impugnar la expulsión o la denegación de un permiso de residencia y de obtener un examen suficientemente exhaustivo y proporcionar las garantías procesales adecuadas por un órgano interno competente que preste la suficiente independencia e imparcialidad.

Y en el caso A. C. y otros c. España, de 22 abril 2014, se declaró que, en cuestión de expulsión del territorio, un recurso desprovisto de efecto suspensivo automático no cumple las condiciones de efectividad requeridas por el artículo 13 del Convenio. Con más razón, dicho principio se aplica cuando la expulsión expone al demandante a un riesgo real de atentado contra su propia vida. Aunque el Tribunal reconoce la importancia de la rapidez de los recursos, no debe primar a expensas de la eficacia de las garantías procesales esenciales para proteger a los demandantes contra una expulsión a Marruecos.

La clave es, pues, “saber si existen garantías efectivas que protejan al demandante contra una devolución arbitraria, directa o indirecta” (asuntos M. S. S. c. Bélgica y Grecia, de 21 de enero de 2011, y A. C. y otros c. España). Y esas garantías operan al margen de si “la línea fronteriza de la demarcación territorial de Ceuta o Melilla” es, o no, territorio español pues quienes llevan a cabo la detección y rechazo de las personas extranjeras son miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y tienen obligación de garantizarles “todos los derechos y libertades previstos en el Título 1 del Convenio que sean pertinentes en la situación” de esas personas (caso Hirsi Jamaa)

Pues bien, a la luz de estas premisas jurídicas no parecía descabellado pensar que el TEDH condenaría a España por vulnerar el CEDH con las devoluciones inmediatas y así ha sido en el caso N. D. y N. T. c. España, de 3 de octubre de 2017, donde se concluyó, por unanimidad, que “los demandantes han sido rechazados inmediatamente por las autoridades fronterizas y que no han tenido acceso ni a un intérprete ni a agentes que pudieran aportarles las mínimas informaciones necesarias sobre el derecho de asilo y/o el procedimiento pertinente contra su expulsión… el TEDH estima que a los demandantes se les ha privado de toda vía de recurso que les hubiera permitido presentar ante una autoridad competente su queja respecto del artículo 4 del Protocolo nº 4 y obtener un control atento y riguroso de su solicitud antes de su devolución… Por consiguiente, el TEDH estima que ha habido igualmente vulneración del artículo 13 del Convenio…”

Para finalizar, hay que recordar que la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana está recurrida, desde hace más de dos años, al Tribunal Constitucional, por lo que sería conveniente, y hasta imprescindible, un rápido pronunciamiento sobre la constitucionalidad de, entre otras, una norma que, además de avalar prácticas contrarias al Convenio Europeo de Derechos Humanos, parece menoscabar los derechos a solicitar asilo (artículo 13.4 de la Constitución, CE) y a la tutela de los tribunales españoles (artículo 24 CE), así como impedir el necesario control judicial de la legalidad de la actuación administrativa (artículo 106.1 CE).

Foto de EFE tomada el 13 de agosto de 2014, mismo día en el que tuvieron lugar las «devoluciones inmediatas» que suscitaron el caso enjuiciado en la sentencia N. D. y N. T. c. España.

¿Se puede restringir el acceso a Internet por haber incumplido una Ley?

Como es conocido, el Grupo Parlamentario Popular presentó el 26 de diciembre de 2017 una Proposición No de Ley ante la Mesa del Congreso «para proteger la identidad digital de los usuarios e impedir e impedir la impunidad del anonimato en Internet»Al margen de otras consideraciones -por ejemplo, ¿cuál es el fundamento constitucional para impedir el anonimato a la hora de acceder a las redes sociales? ¿Por qué no presenta directamente una Proposición de Ley con las reformas que, según el Grupo proponente, habría que llevar a cabo para conseguir los fines declarados?-, en esta entrada mencionaré una de las medidas que se sugiere adoptar -«modificar las leyes para restringir y limitar el acceso a la red a todos aquellos que las incumplan»- por su semejanza con un cambio legal introducido en varias legislaciones de Estados Unidos y que ha sido declarado inconstitucional por el Tribunal Supremo (asunto Packingham v. North Carolina, de 19 de junio de 2017). Como es obvio, que algo no sea constitucional en Estados Unidos no implica concluir lo mismo de una eventual reforma legal en España pero en este caso nos parece que los argumentos aplicados por el Tribunal Supremo norteamericano son trasladables al ordenamiento español, donde también las libertades de expresión e información y, con ellas, el acceso a Internet tienen una especial protección.

El citado asunto Packingham v. North Carolina trae causa de una Ley de Carolina del Norte, del año 2008, en la que se prohibió el uso de las redes sociales de carácter comercial por parte de  personas condenadas por abusos sexuales si a dichas redes también podían tener acceso menores de edad: Lester Gerard Packingham había sido condenado por tener relaciones sexuales con una menor de 13 años de edad a 1 año de prisión y 2 de libertad vigilada, debiendo permanecer alejado de la víctima de su delito. En 2010 un policía detectó que Packingham había escrito un comentario en Facebook celebrando no haber sido sancionado por infracciones de tráfico, lo que motivó la aplicación de la ley estatal de 2008 y la condena de Packingham, si bien quedó en situación de libertad vigilada. El acusado recurrió al Tribunal de Apelaciones de Carolina del Norte, que consideró que la ley estatal era inconstitucional, entre otros motivos, por su deficiente definición de los hechos sancionables y porque imponía condenas desproporcionadas. 

En un posterior recurso ante el Tribunal Supremo estatal, este órgano, aplicando el criterio sentado por el Tribunal Supremo Federal en el caso United States v. O’Brien, revocó la decisión del Tribunal de Apelaciones entendiendo que la Ley estatal sancionaba comportamientos, no expresiones, y por eso debía someterse, no a un control “estricto” de constitucionalidad, sino a uno “intermedio” y, conforme a éste, había correlación entre los fines legítimos perseguidos por el Estado y las medidas previstas en la Ley. 

Finalmente, el Tribunal Supremo Federal declaró, el pasado 19 de junio, que la Ley era inconstitucional por contraria a la Primera Enmienda. En la sentencia, redactada por el juez Kennedy y adoptada por unanimidad, aunque con votos concurrentes, se dice, primero, que un principio fundamental de la Primera Enmienda es que todas las personas tienen garantizado el acceso a sitios donde pueden “hablar y escuchar, y luego, después de reflexionar, hablar y escuchar de nuevo”; en segundo lugar, se argumenta que al prohibir a los delincuentes sexuales usar esos sitios web, Carolina del Norte “les impidió acceder a lo que para muchas personas son las principales fuentes de conocimiento de noticias, de lectura de anuncios de empleo, a los sitios donde se habla y escucha en la moderna plaza pública y los que permiten explorar los vastos campos del pensamiento y del conocimiento humanos”. De manera gráfica, el ponente recuerda que, por poner un ejemplo, los usuarios de Facebook suponen el triple de la población de Norteamérica. También que medios sociales como Facebook, Twitter y LinkedIn sirven para que los usuarios intercambien opiniones y sociales e, incluso, realicen peticiones a sus representantes políticos a través de Twitter. 

A modo de colofón, explica que la era cibernética puede ser una revolución de proporciones históricas, que en ese ámbito el Tribunal debe proceder con cautela y que, como regla general, el Gobierno “no puede prohibir el discurso legal como un recurso para suprimir el discurso ilícito”. 

En su voto concurrente, el juez Alito, respaldado por Roberts y Thomas, sostiene que el ciberespacio es, en el siglo XXI, el equivalente a las calles y parques públicos, por lo que no se puede dejar a los Estados sin capacidad alguna para restringir los sitios que pueden ser visitados por los delincuentes sexuales más peligrosos. Por ello, y no obstante lo dicho en la sentencia, se concluye que existen escenarios razonables en los que se puede prohibir el acceso de delincuentes sexuales a las páginas web destinadas a adolescentes. 

Esta sentencia es de gran relevancia por el papel que el Tribunal Supremo reconoce a las redes sociales como cauce para el ejercicio de los derechos protegidos por la Primera Enmienda y, sin duda, sus consecuencias trascenderán la legislación de Carolina del Norte, pues otros 13 Estados (Louisiana, Arizona, Colorado, Hawaii, Indiana, Michigan, Minnesota, Nevada, Pennsylvania, Rhode Island, Texas, South Carolina y Wisconsin), comparecieron ante el Supremo apoyando la Ley ahora declarada inconstitucional.

Y por si a los «navegantes» del Grupo Parlamentario Popular no les sirve de aviso  lo que se ha dicho al otro lado del Atlántico sobre las restricciones al acceso a Internet, cabe recordarles que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha considerado que el conjunto de garantías generales consagradas a la libertad de expresión constituye una base adecuada para reconocer igualmente el derecho de acceso, sin trabas, a Internet, que es “en la actualidad el principal medio de la gente para ejercer su derecho a la libertad de expresión y de información: ofrece herramientas esenciales de participación en actividades y debates relativos a cuestiones políticas o de interés público” (asunto Ahmet Yildirim c. Turquía, de 18 de diciembre de 2012).

 

 

 

Algunas propuestas de reforma de las campañas electorales.

Hasta la fecha, las Comunidades Autónomas han mostrado escasa creatividad a la hora de regular la elección del respectivo Parlamento; caso aparte es Cataluña: ni siquiera existe Ley electoral propiamente dicha. Es cierto que a ello ha contribuido el Legislador estatal que, sin pudor, atribuyó a 116 artículos de la LOREG la condición de aplicables a las elecciones autonómicas, exceso carente de justificación constitucional: muchos de esos preceptos ni son desarrollo de elementos esenciales del derecho de sufragio ni contienen condiciones básicas que aseguren la igualdad de los españoles en el ejercicio del voto. La pasividad autonómica ha tenido algunas excepciones: introducción de criterios de paridad en Illes Balears, Castilla-La Mancha, País Vasco y Andalucía, y del voto electrónico en el País Vasco, aunque nunca se ha aplicado en la práctica. 

Centrándonos en la campaña electoral, los Parlamentos autonómicos podrían modificar sus respectivas leyes para introducir reformas que favorezcan la participación ciudadana; entre otras, las siguientes: 

1ª. Modificación de la duración de la campaña. Si es legítimo llevar a cabo actividades que favorezcan la formación y manifestación de la voluntad popular que ha de expresarse en las urnas, carece de fundamento prohibir a las Comunidades que la campaña electoral pueda tener una duración superior a 15 días. En todo caso, sería menos restrictivo fijar una duración temporal mínima y otra máxima (por ejemplo, entre 10 y 20 días); como es obvio, esta alteración implicaría la adaptación de todas las fases del proceso electoral. 

2ª. Supresión de la proporcionalidad informativa en los medios de comunicación públicos y de proporcionalidad y neutralidad en las televisiones privadas. Los primeros están sujetos al mandato constitucional de pluralismo, del que derivaría el de igualdad y neutralidad informativas, pero en modo alguno al de proporcionalidad, que no es sino un mecanismo que, al tener en cuenta los anteriores resultados electorales, sirve como un instrumento para su repetición, algo poco compatible con el principio de igualdad de oportunidades. Los medios autonómicos de titularidad pública deben ser neutrales durante un proceso electoral, lo que no es sinónimo de proporcionalidad. 

Por otra parte, ¿por qué deben ser neutrales los informativos de una televisión privada, que actúan en ejercicio de un derecho constitucional, el derecho a informar, no al servicio de la “proporcionalidad y neutralidad” políticas? La “buena información” se consigue aumentando las fuentes pero no funcionalizando las existentes. Cuando, como ahora, existen numerosas televisiones privadas su disciplina debe ser similar a la de la prensa -¿alguien se plantea imponer a un periódico que informe “de manera proporcional” en campaña electoral?- y si el pluralismo televisivo no es el constitucionalmente deseado la causa estará en la política de concesiones. 

3ª. Supresión de la prohibición de difundir encuestas electorales. Esta normativa carece de cualquier fundamento democrático y tendría que ser derogada: si esos estudios no contienen datos para condicionar el resultado electoral, su conocimiento por el electorado sería inocuo; si de verdad los incluyen, ¿cómo se puede justificar que no se puedan conocer? 

La prohibición afecta a “la publicación y difusión o reproducción de sondeos electorales”, no a su realización, de manera que las formaciones políticas que participan en la campaña electoral realizan dichos sondeos en las fechas prohibidas para su divulgación y pueden, incluso, orientar sus mensajes de acuerdo con esas encuestas, mientras que el electorado carece de esa información. Por mencionar ejemplos de derecho comparado donde tal prohibición no existe cabe citar, entre otros países, Alemania, Austria, Australia, Dinamarca, Estados Unidos, Holanda, Japón, Reino Unido o Suecia. 

A estos argumentos de fondo se puede añadir que, en los tiempos actuales, esta prohibición –y correspondiente sanción- es eludible vía electrónica publicando las encuestas en medios de comunicación extranjeros. El propio Consejo de Estado español abogó, en su “Informe sobre la reforma electoral”, de 2009, por suprimir esta prohibición, con la cautela de añadir unas exigencias de calidad mínima a estos estudios. 

4ª. Organización obligatoria de debates electorales en los medios públicos. Esta obligatoriedad lo sería en aras al interés público de los mismos y a su potencialidad para contribuir a la formación y manifestación de la voluntad popular; cosa distinta es que no se pueda obligar a nadie a participar pero, en todo caso, la ciudadanía podrá extraer las oportunas conclusiones de las ausencias, de las presencias y del resultado de estas últimas. Creo que sería oportuno, en aras a propiciar el pluralismo político, que en dichos debates pudieran participar candidaturas que, sin haber alcanzado escaños, hubieran obtenido un número mínimo de votos en los anteriores comicios. 

5ª. Supresión de la jornada de reflexión. Que la campaña electoral acabe a las cero horas del día anterior a la elección implica que durante la llamada “jornada de reflexión” y en el día de las elecciones no se puede pedir el voto ni cabe difundir propaganda. Nos encontramos ante un límite a las libertades de expresión y de información inexistente en muchos países (Estados Unidos o Gran Bretaña, por ejemplo) y que carece de sentido. El que se le atribuye –garantizar la libertad del electorado- parece un ejercicio de paternalismo, como si los millones de personas que integran ese colectivo no pudieran, si quieren, sustraerse a esa petición del último momento, que, por otra parte, puede tener especial importancia si en esas 48 horas finales ocurre algún suceso relevante. Llevada al extremo esta prohibición, habría que obligar a que a las cero horas del día anterior a la votación se hubieran retirado todas las vallas publicitarias para que su presencia no perturbe la reflexión ni la votación. También aquí se evidencia que tenemos una Ley electoral analógica, de eficacia más que dudosa en unas redes sociales electrónicas donde la publicidad electoral es constante, en tiempo real y en modo alguno se detiene a las cero horas del día anterior a las votaciones.

Este texto es una versión reducida del incluido en el Dossier de Agenda Pública sobre participación ciudadana en el ámbito autonómico. El caso de Cataluña.

¿Cabe sancionar, penal o administrativamente, los pitos al himno nacional y al Jefe del Estado?

En la Audiencia Nacional -¡nada menos!- se está juzgando en estos momentos al organizador de la pitada al himno en la Copa del Rey de fútbol de 2015 y la fiscalía pide 14.400 euros de multa para Santiago Espot por injurias al Rey y ultraje a España.

En su momento me pareció que la pitada al himno en ningún caso se podía considerar un hecho susceptible de ser sancionado con arreglo a la Ley contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte, que define lo que son conductas violentas (art. 2.1) y actos racistas, xenófobos o intolerantes (art. 2.2): resulta evidente que la pitada no supuso incitación a la violencia, al terrorismo o a la agresión; tampoco fue un acto de manifiesto desprecio a las personas que participaban en el espectáculo deportivo; del mismo modo, no hubo en esa conducta elementos que permitieran entender que una persona o grupo de ellas había sido amenazada, insultada o vejada por razón del origen racial, étnico, geográfico o social, así como por la religión, las convicciones, la discapacidad, la edad o la orientación sexual, ni fue una declaración o gesto que atentase gravemente contra los derechos, libertades y valores proclamados en la Constitución.

Ahora ya no estamos ante una eventual sanción administrativa sino en presencia de algo mucho más grave: una hipotética condena por injurias al Rey y por ultrajes a un símbolo de España (arts. 490. 3 y 543 del Código Penal).

El primero de los preceptos me parece de dudosa constitucionalidad si se aplica a actos comunicativos, como, por ejemplo, una pitada, que son una forma de ejercicio del derecho a la libertad de expresión, que debe poder desenvolverse con especial intensidad contra una institución como la Jefatura del Estado a la que la propia Constitución ha dotado de un régimen especialmente protector considerando a su titular exento de cualquier tipo de responsabilidad. Y, precisamente, cuanto menos rendición de cuentas quepa exigir a quienes desempeñan funciones constitucionales mayor nivel de crítica ciudadana tendrán que aceptar.

A este respecto la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reiterado que no puede establecerse una protección privilegiada de los jefes de Estado frente al ejercicio de los derechos a la libertad de expresión e información (casos Colombani c. Francia, de 25 de junio de 2002; Artun y Güvener c. Turquía, de 26 de junio de 2007; Gutiérrez Suárez c. España, de 1 de junio de 2010; Eon c. Francia, de 14 de marzo de 2013; Couderc Et Hachette Filipacchi Associés c. Francia, de 12 de junio de 2014). Esta jurisprudencia ha sido ampliada a aquellos casos, como es el de una monarquía constitucional o determinadas repúblicas, en las que el papel que juega el Monarca o el Jefe del Estado es de neutralidad política (así, caso Pakdemírlí c. Turquía, de 22 de febrero de 2005; o caso Otegi Mondragón c. España, de 15 de marzo de 2011). Así, la citada STEDH caso Otegi Mondragón c. España ha proclamado, en relación con una previa condena por injurias al Rey al amparo del art. 490.3 -el mismo que ahora se pretende aplicar al organizador de la pitada-, que “el hecho de que el Rey ocupe una posición de neutralidad en el debate político, una posición de árbitro y símbolo de la unidad del Estado, no podría ponerlo al abrigo de toda crítica en el ejercicio de sus funciones oficiales o —como en el caso— como representante del Estado que simboliza, en particular para los que rechazan legítimamente las estructuras constitucionales de este Estado, incluido su régimen monárquico” (§ 56)”.

El segundo tipo delictivo que se invoca por la fiscalía -el artículo 543- justificaría el castigo de comportamientos expresivos, como la quema de una bandera de España o de las banderas de las Comunidades Autónomas, los pitos al himno nacional o a los himnos autonómicos… Podemos encontrar precedentes del castigo de estas conductas en la Ley de 23 de marzo de 1906, de represión de los delitos contra la Patria y el ejército, y luego en el Código Penal de 1944, vigente con reformas hasta la entrada en vigor del Código de 1995, que incluía esas conductas dentro del Capítulo de los “delitos de traición”.

Creo que también aquí nos encontramos con una represión penal dudosamente constitucional en un Estado democrático si, como ha reiterado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), en una jurisprudencia acogida por el Tribunal Constitucional español, la libertad de expresión protege también las manifestaciones que “chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existen una «sociedad democrática” (asunto Handyside c Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976).

El propio TEDH, en el asunto Partido Demócrata Cristiano del Pueblo c. Moldavia, de 2 de febrero de 2010, admitió que la quema de banderas “era una forma de expresar una opinión con respecto a un asunto de máximo interés público”. Y lo mismo se podría decir, en mi opinión, de la pitada al himno, nacional, autonómico o local.

Así pues, el amplio reconocimiento de la libertad de expresión otorgado por la Constitución y el Convenio Europeo de Derechos Humanos debe ponernos en guardia frente a eventuales intentos de convertir en sancionables conductas como la pitada al himno. Que a mucha gente tal cosa la parezca irrespetuosa no es motivo suficiente para castigarla con arreglo a la legislación penal o administrativa.

Si es cierto que a la mayoría le resulta ofensivo ese comportamiento, ya estaremos ante una forma de sanción social y, en su caso, ahí debe quedarse, como se quedan otros muchos actos que a algunos perturban o desagradan. Y que en otros países de nuestro entorno sí se castiguen comportamientos similares tampoco es argumento de peso pues hay que tener en cuenta la configuración de los derechos que hace cada texto constitucional y el nuestro permite un amplio margen para la crítica a las instituciones y los símbolos, sin contemplar como límite a los derechos la defensa de la propia Constitución o de las instituciones que reconoce.

Puestos a parecernos a otros, me parece más sano, democráticamente hablando, fijarnos en los criterios “liberales” del Tribunal Supremo de Estados Unidos y, como dijo el juez Holmes casi 100 años, estar vigilantes para poner freno a quienes pretendan reprimir las manifestaciones de ideas y opiniones que detestemos salvo que sea necesario controlarlas para así salvar a la nación, lo que no parece que sea el caso de las pitadas al himno o al Jefe del Estado.

¿Y si empezamos la reforma de la Constitución por el final?

Hablar de la reforma de la Constitución española de 1978 es un lugar común en los ámbitos políticos y periodístico cuando se acerca el 6 de diciembre aunque en los últimos tiempos ese mantra ya se escucha en cualquier fecha, incluso en boca de quienes no parecen tener entusiasmo alguno en ponerse a esa tarea, que, no obstante, y por si acaso, fijan condiciones de forma -consenso similar al que se produjo para la aprobación de la Norma Fundamental aunque, jurídicamente, lo único que haría falta es concitar las mayorías previstas en los artículos 167 y 168- y de fondo -habría partes intocables, a pesar de que la propia Constitución no ha impuesto limitación material alguna-.

Frente a estas palabras, en general carentes de mayor concreción, cabe recordar que hace ya casi doce años, el Consejo de Estado elaboró, a petición del Gobierno, un informe sobre posibles modificaciones de la Constitución en el que se pronunció sobre una eventual reforma que afectara a “la supresión de la preferencia del varón en la sucesión al trono, la recepción en la Constitución del proceso de construcción europea, la inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas y la reforma del Senado”. Y, desde luego, son numerosas las propuestas de modificación constitucional elaboradas a lo largo de estos casi cuarenta años de vigencia de la Constitución de 1978; la última, elaborada por 10 catedráticos de Derecho público –“Ideas para una reforma de la Constitución”-, de fecha 20 de noviembre de 2017, sostiene que “ante la actual crisis política, es necesario tratar de encontrar una vía de salida en la reforma del modelo de organización territorial”.

Ha sido, precisamente, el transcurso de casi 40 años sin más reformas constitucionales que las de los artículos 13.2 (para permitir el derecho de sufragio pasivo de los extranjeros residentes en España) y 135 (para introducir la cláusula de estabilidad presupuestaria) lo que provoca que en la actualidad se demanden numerosas alteraciones, en forma de modificaciones, supresiones o añadidos (el “estado autonómico” y la organización y funcionamiento del Senado, el proceso de integración europea, los “derechos sociales”, el sistema electoral, las relaciones entre el Congreso y el Senado, el control al Gobierno, la Jefatura del Estado,…). Y es que la reticencia a los cambios graduales, insólita en los países de nuestro entorno (Alemania, Francia, Portugal, Italia,… han reformado en numerosas ocasiones su Constitución), ha provocado que hoy resulte difícil, incluso, decidir por dónde empezar.

Y, me atrevo a plantear, que más que empezar por algo tan complejo y controvertido políticamente como la organización territorial, podría ser más sencillo y eficaz comenzar “por el final”; es decir, por el último título -el Décimo-, dedicado a la propia reforma constitucional, porque contiene carencias democráticas y porque si se pretendiera llevar a cabo un reforma de calado el artículo 168 se erige como una barrera, sino infranqueable, sí excesivamente dificultosa.

Empezando por las carencias democráticas del procedimiento de reforma, el artículo 166 hurta a la iniciativa popular la posibilidad de plantear una propuesta de cambio constitucional aunque tal cosa no estaba prevista en términos tan excluyentes en el Anteproyecto de Constitución pues el artículo 157 –“La iniciativa de reforma constitucional se ejercerá en los términos del artículo ochenta”- remitía con carácter general al artículo 80, donde se regulaban las diferentes iniciativas legislativas, incluida la popular. El enunciado actual implica una grave contradicción con el principio de soberanía popular (artículo 1.2).

A este respecto, y quizá para sorpresa de muchos, cabe señalar que en el Congreso de los Diputados está depositada, desde 2014, una propuesta de reforma constitucional remitida por el Parlamento asturiano y que propone modificar los artículos 87.3 (para favorecer la iniciativa legislativa popular), 92 (para propiciar la convocatoria de referendos) y 166 (para abrir a la iniciativa popular el procedimiento de reforma constitucional). ¿Cuándo se debatirá la toma en consideración de esta propuesta?

Por lo que respecta a los procedimientos de reforma, podría pensarse, en primer lugar, en que el referéndum previsto en el artículo 167 pasara de ser potestativo (se convoca si lo piden la décima parte de diputados o senadores) a obligatorio y ello en consonancia con el reforzamiento democrático de este Título.

Pero, sobre todo, parece muy necesario aligerar la extraordinaria rigidez que impone el artículo 168: “1. Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al Capítulo segundo, Sección primera del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. 2. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. 3.- Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación”.

Esta intervención sucesiva de dos Legislaturas distintas -una para proponer la reforma y otra, tras la celebración de elecciones, para ratificarla y elaborar el nuevo texto- no es insólita ni en el derecho comparado (Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Países Bajos, Suecia,…) ni en el derecho histórico español (constituciones de 1869 y 1931) pero dificulta de manera muy gravosa e innecesaria una posible reforma: primero, obliga a que la iniciativa se posponga al final de una Legislatura o se anticipen mucho las elecciones, desperdiciando buena parte de un mandato parlamentario; segundo, genera una importante demora temporal incluso cuando se trate de un cambio puntual o con mucho acuerdo; tercero, parece que tiene suficiente legitimidad democrática una reforma aprobada por 2/3 de cada Cámara (una vez, no dos) y sometida luego  a referéndum obligatorio y vinculante.

¿Y cómo se podrían modificar los artículos 166, 167 y 168? A mi juicio, por la vía del procedimiento “simple” del propio artículo 167. ¿Por qué? En primer lugar, porque el 168 no prevé que su reforma se haga aplicando sus previsiones; en segundo término, porque seguir las previsiones constitucionales no puede suponer, en contra de lo que algunos sostienen, fraude alguno; en tercer término, porque, de admitir algún “límite” al uso del artículo 167, no parece que quepa encontrarlo en una propuesta que no solo no limitaría el contenido del principio democrático sino que lo mejoraría (iniciativa popular en el artículo 166 y referéndum obligatorio en el 167) sin menoscabar la participación directa de los ciudadanos en el 168 (se mantendría el referéndum obligatorio) y a través de sus representantes (seguiría vigente la exigencia de 2/3 de votos favorables en cada Cámara). Tampoco una reforma de esta índole supondría merma alguna de los otros principios estructurales del sistema: el Estado seguiría siendo “social”, “autonómico” y “de derecho” (sobre estas últimas cuestiones me permito recomendar el estudio del profesor Benito Aláez Los límites materiales a la reforma de la Constitución española de 1978).

En definitiva, ¿por qué no empezamos por el final?