En el número de El País Semanal del 24 de septiembre de 2017 se incluye un reportaje sobre Larry Flynt, controvertido personaje cuya vida fue trasladada al cine en el la película The people vs. Larry Flynt, dirigida por Milos Forman en 1996.
En las siguientes líneas resumiré algunas de las peripecias judiciales de Larry Flynt, una de las cuales tiene especial relevancia por el contenido de la sentencia en la que el Tribunal Supremo de Estados Unidos resolvió su caso.
Antes fue juzgado en dos ocasiones por difusión de la obscenidad (Ohio, 1977) y venta de pornografía (Georgia, 1978). En ambos casos Larry Flynt resultó absuelto pero en el primero hubo una primera sentencia condenatoria a 25 años de prisión. Sobre estas cuestiones, la jurisprudencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos ha seguido una línea errática y borrosa: en 1957 (Roth vs. United States) dijo que se protegía la obscenidad si “no está totalmente desprovista de algún valor social que debe ser preservado”, lo que originó resultados dispares como la autorización de la película Funny Hill y de diverso material pornográfico pero no la de una revista de contactos; en 1973 (Miller vs. California) se fijó un criterio prohibitivo: 1) si una persona promedio considera que el material es lascivo; 2) si el material representa de forma ofensiva una conducta sexual descrita en una ley estatal; 3) que el material, en conjunto, carezca de interés científico, artístico, literario o político. El criterio 3 debía valorarse localmente”; después se aceptó que la valoración debía hacerse con criterios “nacionales”. Siguió habiendo resultados chocantes: se prohibió la película sueca Soy curiosa, se permitió Conocimiento carnal.
En Estados Unidos en la actualidad, a) la pornografía en público no está protegida, b) se pueden fijar criterios de acceso distintos según la edad, c) no hay un criterio nacional.
Al respecto, resulta interesante el alegato “positivista” que hizo Larry Flynt: si la pornografía está permitida por una ley no ha lugar a discutir en un juicio sobre su moralidad y, citando a George Orwell, la libertad consiste, entre otras cosas, en poder decir y mostrar lo que la gente no quiere ver.
En el tercer juicio se discutió sobre la revelación de las fuentes de una información y sobre el uso de la bandera al amparo de la libertad de expresión. El caso desembocó en el internamiento, por supuesto desequilibrio síquico, de Larry Flynt, pero lo relevante ahora es destacar la protección de las fuentes y que el gobierno no puede prohibir la expresión o difusión de una idea sólo porque la sociedad la considera ofensiva o desagradable.
Finalmente, el cuarto, y más conocido, proceso se inició tras la publicación, en el número de noviembre de 1983 de la revista Hustler, de una entrevista simulada, en tono de parodia, con el reverendo Jerry Falwell: aprovechando la publicidad que se estaba haciendo de la bebida Campari, donde una serie de personas famosas contaban cómo había sido su primera experiencia al probar Campari, se ponía en boca del reverendo unas declaraciones en las que confesaba que su primera experiencia sexual, no con Campari, había sido con su madre, estando ambos ebrios, y se había desarrollado en unas letrinas; en letra pequeña se añadía que era una parodia y que la entrevista no debía tomarse en serio.
A pesar de la advertencia de la revista, el reverendo Falwell, uno de los líderes de la autodenominada “mayoría moral”, se tomó muy en serio la broma y acudió a los tribunales con una demanda por difamación, lesión de la intimidad y causación dolosa de daños morales. En primera instancia se resolvió que no había difamación porque parecía evidente que lo allí narrado no se correspondía con la realidad pero sí se apreció causación deliberada de daños morales, algo confirmado por el Tribunal de apelación.
El asunto llegó al Tribunal Supremo donde la defensa alega, citando precedentes (el más evidente era New York Times Co. vs. Sullivan, de 1964) y la propia opinión del juez Scalia en Pope vs. Illinois donde se dijo que “es inútil discutir sobre gusto, y más inútil aún litigar. Esa es la cuestión aquí. El jurado ya determinó que esta es una cuestión de gusto y no legal, al decir que no hay difamación”.
El Tribunal Supremo resolvió el caso en una sentencia unánime (Hustler Magazine vs. Falwell), de 24 de febrero de 1988, de la que fue ponente el juez Renhquist (puede leerse una traducción parcial en castellano en esta entrada del blog del profesor Julio V. González García)
En primer lugar, el Tribunal Supremo recordó que los personajes públicos, al igual que sucedía con las autoridades y cargos públicos, están sujetos a ataques vehementes, satíricos y, en ocasiones, muy ácidos y desagradables.
En segundo lugar, reiteró que una persona con relevancia pública puede tener derecho a ser indemnizada por alguien que públicamente lesiona su reputación mediante declaraciones o informaciones difamatorias, pero sólo si han sido realizadas con conocimiento de su falsedad o con temerario desprecio hacia la circunstancia de si eran, o no, falsas.
En tercer lugar, el Tribunal Supremo puso de manifiesto la importancia de la caricatura, y de su necesaria protección en una sociedad democrática, pues, de otro modo, los caricaturistas políticos y satíricos estarían sujetos a responsabilidad por daños morales aunque no hubieran difamado a la persona representada. Y es que el arte del caricaturista no suele ser razonado o imparcial, sino mordaz y directo.
A continuación, el Tribunal volvió a declarar que el hecho de que la sociedad pueda considerar ofensiva una expresión no es razón suficiente para suprimirla. Al contrario, si la opinión de quien la expresa resulta ofensiva, ello puede ser un motivo para que esté constitucionalmente protegida.