Lecturas jurídicas en legítima defensa (IV): Rumorología, de Cass Sunstein.

Retomo aquí una sección –Lecturas jurídicas en legítima defensa- cuyo título está tomado de la frase de Woody Allen I read in self-defense, y lo hago con el libro de Cass Sunstein Rumorología: cómo se difunden las falsedades, por qué nos las creemos y qué se puede hacer (Debate, 2010), que es la versión en castellano de On Rumors: How Falsehoods Spread, Why We Believe Them, What Can Be Done (Princeton University Press, 2009), que, a su vez, tuvo su origen en el artículo She Said What?’ ‘He Did That?’ Believing False Rumors, publicado en Harvard Public Law Working Paper No. 08-56. Los años transcurridos no han hecho que el texto pierda frescura e interés y su lectura resulta especialmente interesante a la luz de la relevancia que tienen hoy las redes sociales, terreno muy fértil para la difusión de rumores, como se acaba de comprobar, una vez más, con ocasión de los gravísimos atentados de Barcelona y Cambrils.

Sunstein, que, entre otras cosas, fue letrado del juez Thurgood Marshall en el Tribunal Supremo y director de la Office of Information and Regulatory Affairs en el primer mandato de Obama y es miembro de la American Academy of Arts and Sciences, tiene un currículum enciclopédico como profesor, es una de las personas más citadas por sus colegas y ha publicado libros muy relevantes, como Democracy and the Problem of Free Speech (1993), Free Markets and Social Justice (1997), The Cost of Rights (1999, con Stephen Holmes), Republic.com (2001),Why Societies Need Dissent (2003), The Second Bill of Rights (2004), Laws of Fear: Beyond the Precautionary Principle (2005), Nudge: Improving Decisions about Health, Wealth, and Happiness (con Richard H. Thaler, 2008), Simpler: The Future of Government (2013), Why Nudge? (2014), Choosing Not to Choose: Understanding the Value of Choice (2015), The Ethics of Influence: Government in the Age of Behavioral Science (2016), incluyendo alguna obra, como The World According to Star Wars (2016), que puede resultar extravagante para el “serio” mundo universitario europeo. Sustein colabora con mucha frecuencia en diferentes medios de comunicación y es bastante activo en Twitter (@CassSunstein), donde tiene más de 54.500 seguidores.

El libro empieza recordando que los rumores son casi tan antiguos como la humanidad pero se han vuelto omnipresentes con Internet y pueden afectar de manera trascendental a la vida de muchas personas, pudiendo llegar a poner en peligro el propio sistema democrático. Sunstein pretende dos objetivos: dar respuesta a por qué se aceptan los rumores, incluso los destructivos y estrambóticos, y que se puede hacer para protegerse de sus perniciosos efectos.

¿De que habla cuando habla de rumores? De declaraciones de hechos sobre personas, grupos, acontecimientos e instituciones que no se han demostrado veraces pero que pasando de una persona a otra cobran credibilidad no por pruebas directas sino porque otras personas las creen.

¿Cómo se difunden los rumores? De dos formas que se solapan: mediante las cascadas sociales y la polarización de grupos. Las cascadas tienen lugar porque si la mayoría de la gente que conocemos cree un rumor, nosotros nos inclinamos a creerlo; a falta de opinión propia, aceptamos la de los demás. Pero eso no ocurre únicamente en ámbitos en los que somos legos, sino que también es frecuente entre los especialistas (en Derecho, Economía, Medicina,…) y puede suceder que el rumor se propague aunque contradiga de manera evidente lo que está percibiendo la persona que lo difunde, que se “conforma” con lo que dice la mayoría, especialmente si se participa en foros públicos y no se quiere “contrariar” a los demás.

La polarización de grupos alude a que cuando se congregan personas con afinidades intelectuales suelen acabar defendiendo posturas más extremistas que las que tenía cada uno antes de empezar a hablar. Así, cuando a título individual tendemos a creer que ha ocurrido una injusticia, hablar con personas que se sienten lo mismo intensificará ese sentimiento y hará que nos enfurezcamos. Y ello por tres razones: el intercambio de creencias intensifica los sentimientos preexistentes; nuestras opiniones se fortalecen al ser corroboradas y cuanto más se fortalecen más extremas se vuelven (este fenómeno se ha potenciado muchísimo con las redes sociales); la preocupación de la gente por su reputación genera una tendencia a ajustar nuestra postura a la de la posición dominante.

Para combatir los rumores que generan las cascadas y la polarización de grupos se suele apelar al “mercado de las ideas” que popularizó el juez Holmes; es decir, al contrapeso derivado del flujo de informaciones objetivas por parte de quienes conocen los hechos. Pero Sunstein no confía en las virtudes de este “mercado”: por una parte, no todo el mundo opera igual, lo que se evidencia más en el ámbito de las redes sociales; por otra, es innegable que la información no se procesa de manera neutral y que hay una asimilación emocional y tendenciosa, vinculada a nuestros prejuicios, que impide a quien ha aceptado un rumor dejar de creerlo sin más. Y es que buscamos y creemos la información que nos gusta y evitamos la que nos perturba.

Antes de ofrecer sus respuestas al problema, Sunstein se adentra más en él: ¿quiénes y por qué propagan los rumores? Algunos propagadores lo hacen por intereses propios “particulares” que resultarían beneficiados desprestigiando a otras personas o a un grupo; otros tienen un interés propio “general”, como, por ejemplo, atraer lectores o internautas; los “altruistas” lo hacen para respaldar una causa (política, religiosa,…) y los “malintencionados” para causar un daño a alguien, que no tiene necesariamente que ser un personaje público.

¿Cuándo se propagan mejor los rumores? Especialmente en momentos de crisis, peligro, graves acontecimientos,…porque siempre hay algún agraviado susceptible de aceptar rumores que justifiquen su estado emocional o al que le sirven como desahogo. Y esa propagación también se verá favorecida si lo que pensaba antes el difusor resulta avalado con el rumor que llega, máxime si ya tenía formado un “prejuicio”.

¿Cómo pueden potenciar los rumores las redes sociales? Facilitando a los propagadores una cantidad ingente de información (vídeos, tuits, comentarios en Facebook,…) que sacada de su contexto sirve para presentar de manera desfavorable a una persona, a una institución,… ¿Quién no ha dicho o hecho algo que transmitido de manera aislada no le haga parecer ante los demás como desagradable o, incluso, repulsivo?

¿Y qué propone Susnstein? Algo que puede parecer extraño en un “liberal”: la introducción de medidas disuasorias a ciertos ejercicios de la libertad de expresión. ¿Por qué? Primero, porque puede servir para reducir el daño que causan las falsedades; segundo, porque una sociedad sin efecto disuasorio alguno que se imponga por ley sería un lugar muy peligroso.

Sunstein después de analizar lo dicho por el Tribunal Supremo Federal en el famoso asunto New York Times Co. v. Sullivan, de 1964, realiza algunas sugerencias. Antes de ir a ellas hay que recordar que en ese caso se declaró, entre otras cosas, que los debates que tengan por objeto cuestiones públicas deberían realizarse sin inhibiciones, de forma vigorosa y abierta, asumiendo que eso puede incluir también ataques vehementes, cáusticos y, en ocasiones, desagradables contra el Gobierno y los empleados públicos. En segundo lugar, que cierto grado de abuso es difícil de evitar, especialmente en el caso de la prensa, y ello porque es imprescindible un espacio vital, un espacio para que los medios puedan sobrevivir. Insistiendo en esta idea, se argumenta que los errores de hecho y las inexactitudes son inevitables, en especial en lo que afecta a las ideas y su evolución y, lo que resulta particularmente importante, todo lo que se pone en el campo del libelo se está retirando del campo del debate libre. Y entrando en el debate sobre las diversas acciones judiciales posibles, el Tribunal sentenció que la amenaza de una condena civil por difamación puede ser mucho más inhibidora que el riesgo de un proceso y, en su caso, una condena penal: por una parte, en el proceso penal el acusado goza de una serie de garantías que no operan en la jurisdicción civil; por otra, la indemnización que se impone en los pleitos civiles por difamación puede ser muchísimo más alta que la multa propia del proceso penal. Todo ello no implica establecer una suerte de impunidad para las declaraciones e informaciones sobre los empleados públicos; sí la exigencia de que los comportamientos que se denuncian deben haber sido expresados de forma maliciosa; es decir, conociendo su falsedad o cometiendo una negligencia grave durante el proceso de comprobación.

A partir de aquí, Sunstein propone: a) debería haber un derecho a pedir rectificaciones una vez demostrado que una afirmación es falsa y perjudicial; caso de que no se haga el autor sería responsable, al menos, de los daños y perjuicios menores; b) debería existir un derecho a “avisar y retirar” lo publicado en Internet; c) introducir limitaciones en las compensaciones por daños y perjuicios y abrir “listas de difamadores”.

Como señala el propio Sunstein, se trata de propuestas “modestas” y pensadas en 2008/2009 para un sistema judicial como el norteamericano, donde es frecuente pedir compensaciones económicas elevadísimas. El tiempo transcurrido evidencia lo difícil que es conseguir una rectificación de algo publicado en las redes sociales, máxime si la “información” tiene su origen en otro país; no más sencillo es lograr la retirada efectiva de información falsa. Tampoco parece fácil gestionar con garantías una lista de “difamadores”: ¿quién la haría? ¿quién estaría ahí? ¿durante cuánto tiempo?

Sunstein, consciente de las dificultades que presentan sus “soluciones” jurídicas, apela como complemento a una mayor responsabilidad cultural y social que, de alguna manera, haga frente a los rumores y descalifique a los propagadores. A día de hoy, y leyendo lo que se publica en las redes sociales, no parece que se haya alcanzado ese grado de madurez, al menos en la sociedad española

En suma, Sunstein logra de lleno dar respuesta a por qué se aceptan los rumores, incluso los destructivos y estrambóticos, pero no en lo relativo a qué se puede hacer para protegerse de sus perniciosos efectos. No obstante, y aunque el final del libro pueda resultar “decepcionante” -dependerá, claro, de lo que cada cual espere-, me parece, en conjunto, un texto muy provechoso y, por ello, recomendable: expone de una manera muy clara y precisa el qué, cómo, quién, dónde y por qué de la propagación de los rumores, y el efecto devastador que eso puede suponer para personas concretas (de proyección pública o no) pero también para el propio sistema democrático. Y lo que ha venido ocurriendo en el ámbito de las redes sociales desde su publicación no ha hecho sino confirmar lo certero del diagnóstico de Sunstein.

Buena parte de la solución a los problemas que él describe de manera brillante no está en sus manos sino en las de cada uno de nosotros, por lo que sería bueno hacer algo al respecto. Se trata, y con ello volvemos al principio que guía esta sección, de un caso evidente de legítima defensa.

Bromas y veras en el cine jurídico (V): Plácido.

La quinta -y última- entrega de Bromas y veras en el cine jurídico en 2017 se emitió en Jelo en verano el 21 de agosto (puede escucharse a partir del minuto 7) y versó sobre la película Plácido, dirigida en 1961 por Luis García Berlanga y protagonizada, entre otros, por Cassen, José Luis López Vázquez, Amelia de la Torre, Mari Carmen Yepes, José María Caffarel y Manuel Alexandre. Fue la primera película española nominada en los Óscar al premio a las producciones de habla no inglesa. El título del guion era, al principio, “Siente un pobre a su mesa”, pero, por problemas con los censores, se adoptó el del principal personaje masculino.

Plácido Alonso es un obrero que financia la compra de un motocarro con letras de cambio y que debe pagar la primera el día de Nochebuena. En el plano jurídico, esta película muestra de manera muy gráfica qué es una letra de cambio como título valor que facilita la concesión de un crédito. Así, Francisco González, profesor titular de Derecho mercantil de la Universidad de Valencia a quien seguimos en esta entrada, acude a Plácido para explicar en su blog el funcionamiento de la letra de cambio.

Igualmente, la profesora María Isabel Álvarez Vega se sirve de esa película para su “Evocación de un humilde transportista ante un mundo globalizado” en el libro Una introducción cinematográfica al Derecho (Tirant lo Blanch, 2006, Colección Cine y derecho dirigida por Javier de Lucas), resultado de un Curso de verano de la Universidad de Oviedo celebrado en Vegadeo y que tuve la oportunidad de codirigir -curso y libro- con el profesor Benjamín Rivaya.

Volviendo a las cuestiones jurídicas, Plácido es el librado; es decir, la persona que debe pagar la letra y ha de hacerlo en el banco porque la entidad financiera anticipó el importe del motocarro al vendedor, que endosó las letras a cambio de un descuento.

Si Plácido no abona el importe de la letra el banco puede llevarla ante un notario para que levante “protesto”, que sirve como prueba de que se ha presentado la letra al cobro, no se ha pagado y permite al tenedor ejercitar la acción cambiaria de regreso contra el librador o los endosantes. 

En un plano más general, y como recuerda Francisco González, Plácido nos muestra:

a) La evolución en nuestra sociedad de los contratos bancarios y de las propias relaciones entre los sujetos del mercado de crédito (el papel de la venta a plazos, las diferencias entre aquellos Bancos y los actuales vendedores de servicios financieros, etc.).

b) La importancia en el tráfico mercantil de la letra de cambio y otros títulos-valores como documentos de crédito abstractos y la evolución en su uso.

c) El significado social o puramente privado del Derecho de propiedad en un determinado ordenamiento, comparando aquella Españay la del siglo XXI.

Bromas y veras en el cine jurídico (IV): En bandeja de plata.

La cuarta entrega de Bromas y veras en el cine jurídico se emitió en Jelo en verano el lunes 14 de agosto. La película comentada fue En bandeja de plata (The Fortune Cookie), dirigida en 1966 por Billy Wilder y protagonizada por Jack Lemmon y Walter Matthau.

Harry Hinkle es un cámara de la cadena CBS que resulta arrollado por uno de los jugadores durante la retransmisión de un partido de fútbol americano celebrado en el Cleveland Stadium. A partir de ese incidente, y como se puede ver en esta escena, su cuñado, el abogado William H. «Whiplash Willie» Gingrich, le plantea la presentación de una demanda reclamando una cuantiosa compensación económica.

En el plano jurídico, esta escena nos sirve, en primer lugar, para comentar lo cuantiosas que pueden ser en Estados Unidos las demandas por daños personales. En España, y en otros países, las indemnizaciones derivadas de estas situaciones se resuelven a partir de un baremo oficial.

En segundo lugar, se puede recordar que una demanda sin fundamento y con la pretensión de engañar a quien tendría que pagar la indemnización, sea el causante de la supuesta lesión o una compañía aseguradora, puede constituir una estafa y estos delitos han experimentado en España un aumento considerable en los últimos años, especialmente los llevados a cabo a través de una trama organizada. No dejan de sorprender, al menos a mi, las manifestaciones más llamativas de estos fraudes.

Finalmente, y también al hilo de la escena reproducida, cabe comentar que la figura jurídica del abogado «picapleitos» ha sido, y sigue siendo, motivo de sátira en la sociedad norteamericana; para muestra el libro Lawyers and other reptiles

 

 

 

Bromas y veras en el cine jurídico (III): La vida de Brian.

La tercera entrega de Bromas y veras en el cine jurídico se emitió en Jelo en verano el lunes 7 de agosto. La película comentada fue La vida de Brian, que algunos han considerado la mejor comedia de todos los tiempos.

Como es bien conocido, se trata del tercer largometraje del grupo Monty Python y data de 1979. La película fue dirigida por Terry Jones y escrita por los Monty Python; un dato que pocas veces se menciona es que fue financiada por George Harrison.

La vida de Brian estuvo prohibida en Irlanda y Noruega, lo que motivó que cuando se estrenó en Suecia se colocaron carteles en los que se decía: “Esta película es tan divertida que la han prohibido en Noruega”. También generó polémica su estreno en Estados Unidos, recibido con manifestaciones de protesta, incluida una de una asociación de rabinos de Nueva York.

En el poco tiempo disponible nos centramos en una escena especialmente divertida y que permite realizar algunos comentarios desde una perspectiva jurídica: así, cabe referirse a los derechos “inalienables de todo hombre o mujer”, incluido el derecho “a ser hombre o mujer”; al “derecho a tener hijos”; a la limitaciones del Derecho para cambiar la realidad.

En un plano más general, también cabe hablar del “derecho a la autodeterminación” (en este caso, frente a los romanos) y a la complejidad derivada de la organización y funcionamiento interno de las formaciones políticas, sin olvidar las frecuentes escisiones y disidencias.

Y para acabar con un mensaje optimista, nada mejor que escuchar Always Look on the Bright Side of Life.

La Ley y la ignorancia.

El artículo 6.1 del Código civil español, acogiendo un principio clásico del Derecho, dispone que “la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento”. Como es obvio, no se trata de que todo el mundo conozca las normas sino de que, primero, “pueda conocerlas”, para lo que se publican en un diario oficial que hoy está disponible de manera gratuita en Internet (Boletín Oficial del Estado, Diarios Oficiales de las Comunidades Autónomas,…); en segundo lugar, con tal principio se pretende asegurar la eficacia del conjunto del ordenamiento, algo que sería imposible si pudiéramos invocar nuestra ignorancia para no pagar impuestos, no respetar la Ley de seguridad vial,…

No obstante, es frecuente que, de buena o mala fe, se invoque el desconocimiento de una norma para excluir sus consecuencias o que se apele a un error. El propio Derecho admite la posibilidad del error: el mismo artículo 6.1 del Código civil añade que “el error de derecho producirá únicamente aquellos efectos que las leyes determinen”. Y, en un ámbito jurídico de tanta relevancia como el Derecho penal, se prevé (art. 14 del Código penal) que “1. El error invencible sobre un hecho constitutivo de la infracción penal excluye la responsabilidad criminal. Si el error, atendidas las circunstancias del hecho y las personales del autor, fuera vencible, la infracción será castigada, en su caso, como imprudente. 2. El error sobre un hecho que cualifique la infracción o sobre una circunstancia agravante, impedirá su apreciación. 3. El error invencible sobre la ilicitud del hecho constitutivo de la infracción penal excluye la responsabilidad criminal. Si el error fuera vencible, se aplicará la pena inferior en uno o dos grados”.

Es verdad que leyendo o escuchando comentarios en el mundo “real” y, sobre todo, en el mundo “virtual”, se podría pensar que tales previsiones están de más, pues en nuestro país una persona “media” no solo no desconoce las normas ni se equivoca con ellas sino que opina como una auténtica autoridad en la materia y si durante la Segunda República se decía que cada español llevaba una constitución en el bolsillo, hoy ese español “medio” tiene todo el ordenamiento metido en su teléfono inteligente y lo esgrime, sin recato ni contención, a las primeras de cambio.

Lo cierto es que, todólogos al margen, el Derecho no debe serle ajeno a esa persona “media”, pues convive con él desde que nace y “hasta el infinito y más allá”, y no pocas de las normas jurídicas responden a un sentir social “medio”. Pero que, por citar un ejemplo, algunas previsiones del Código civil -texto antiguo en algunas de sus partes y que regula múltiples aspectos de la vida cotidiana- puedan resultarnos próximas no quiere decir que todos sus preceptos sean asequibles para personas legas en Derecho; no digamos ya la ingente cantidad de normas muy especializadas que hoy tenemos en el Derecho administrativo, el tributario, el mercantil,… y que están sujetas a cambios constantes. Resulta, pues, imprescindible, y lo viene siendo desde hace siglos, que existan personas peritas en leyes capaces de asesorarnos y, en su caso, defender nuestros derechos e intereses ante unos órganos que, en general, tienen también un perfil técnico: los juzgados y tribunales, la propia Administración…

Y a quienes son «profesionales de las leyes» sí que no se les puede excusar la ignorancia de las herramientas con las que trabajan, como no se la debemos excusar a quien, por ejemplo, se dedica a la medicina, a la ingeniería o a la seguridad ciudadana. Pues bien, y al hilo del caso de la señora Juana Rivas y sus hijos, nos enteramos que el despacho de abogados (Montero/Estevez) que representa a Juana Rivas presentó el día 31 de julio un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional pidiendo la suspensión de la orden judicial que decretó la vuelta de los hijos con el progenitor. Pedía además el letrado que entregó el recurso una solución rápida. Y rápida y contundente fue la respuesta del Tribunal Constitucional: ese mismo día hizo pública su resolución en la que acordó “no admitirlo a trámite… por no haber concluido el proceso abierto en la vía judicial”. Es decir, se presentó un recurso que, como debe saber cualquier estudiante de segundo curso de Derecho, estaba condenado a no ser admitido a trámite, porque la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional es absolutamente clara al respecto y resulta inconcebible que un “jurisperito” o un despacho de ellos lo desconozca. Las preguntas que surge son: ¿por qué se presentó ese recurso? ¿Qué se esperaba conseguir con la presentación? Sería bueno para los intereses de Juana Rivas y sus hijos que sus abogados contestaran a estas preguntas; incluso que lo hicieran con el mismo grado de publicidad que utilizaron al presentar el recurso.

En segundo lugar, y a propósito de este mismo asunto, el Tribunal Constitucional, el “sospechoso habitual” cuando algo no sale bien en términos jurídico-constitucionales, aprovechó la resolución de inadmisión del recurso de amparo para, en una  nota de prensa explicativa, recordar que “en 2016, la falta de agotamiento de la vía judicial previa fue la causa de la inadmisión a trámite en el 9,39% del total de recursos de amparo inadmitidos”. En suma, más de 600 recursos de amparo no llegaron a ser resueltos en 2016 porque, en palabras coloquiales, “no venían a cuento”.  Y a propósito de “cuento”, sería interesante conocer qué les contaron a sus clientes esos “jurisperitos” que, en el mejor de los casos, actuaron con “ignorancia de la Ley”. Ya puestos, también sería oportuno que los medios de comunicación informarán, al menos la mayoría, con más conocimiento jurídico de casos con tanta repercusión social; pedir que lo hagan respetando la vida privada de las personas afectadas y de manera no morbosa parece una batalla perdida. Finalmente, y respecto a los profesionales del mundo legal -la inmensa mayoría de los cuales desempeña con absoluta profesionalidad su complicado trabajo-, parece necesario que en las Facultades de Derecho y en los Colegios de Abogados se tome nota de lo que se sabe pero, sobre todo, de lo que algunos «ignoran».

Bromas y veras en el cine jurídico (II): Stico.

En el segundo programa de Bromas y veras en el cine jurídico (31 de julio, a partir del minuto 28.50 de la grabación) comentamos Stico, una película española de 1985 dirigida por Jaime de Armiñán y protagonizada por Fernando Fernán Gómez, Agustín González y Carmen Elías. Stico concursó en la 35ª edición del Festival Internacional de Cine de Berlín y Fernando Fernán Gómez ganó el Oso de Plata al mejor actor.

Como se cuenta en esta escena, Leopoldo Contreras, catedrático emérito de Derecho Romano, tiene graves problemas económicos. Las traducciones que hace de autores clásicos no le dan suficiente dinero para vivir, por lo que decide ofrecerse como esclavo a un antiguo alumno a cambio de casa y comida.

En el ámbito del Derecho, esta historia sirve para acercarnos a una cuestión fundamental: ¿qué es la libertad en términos jurídicos?, ¿somos realmente libres las personas que vivimos en un sistema democrático?, ¿somos libres para, en ejercicio de esa libertad, dejar de ser libres

La Constitución española establece que la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político son los valores superiores de nuestro ordenamiento (art. 1.1); también que la dignidad de la persona y el libre desarrollo personal son fundamento del orden político y la paz social (art.  10.1). Si esos valores del artículo 1.1 lo son de todo el ordenamiento constitucional, la dignidad y el libre desarrollo parecen proyectarse de manera especialmente intensa en el sistema de derechos fundamentales, pues abren el Título a ellos reservado. Ni una ni otro son, como se sabe, derechos fundamentales en sí mismos; son instrumentos incluidos en la Constitución para enjuiciar la labor de concreción de los derechos fundamentales que llevan a cabo los tribunales y, especialmente, el Legislador.

En mi opinión, la dignidad constitucionalmente garantizada sirve para enjuiciar si en las actuaciones u omisiones de los poderes públicos y, en determinadas circunstancias -por ejemplo, en las relaciones laborales-, de los particulares, se sitúa, a personas concretas o grupos de personas, en una posición de desigualdad e injusticia respecto de otras personas, bien sea en su condición individual o en cuanto integrante de un determinado grupo social. Si tal cosa ocurre, esa actuación u omisión sería inconstitucional, como sucedía, a mi entender, con el impedimento del matrimonio entre personas del mismo sexo, vigente en España hasta la Ley 13/2005.

Pero hay que tener en cuenta que tampoco se puede menoscabar, ni por los poderes públicos ni por los particulares, la facultad que tenemos, en tanto personas con capacidad de discernimiento, para actuar con arreglo a nuestras convicciones. A título de ejemplo, se ha admitido que forman parte del libre desarrollo personal la libertad de procreación y la decisión de continuar o no una relación afectiva o de convivencia (SSTC 215/1994, de 14 de julio, FJ 4, y 60/2010, de 7 de octubre, FJ 8.b). Igualmente, el consentimiento del paciente a cualquier intervención sobre su persona forma parte de su facultad de autodeterminación y le legitima para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y tratamientos que puedan afectar a su integridad, escogiendo entre las distintas posibilidades, incluido el rechazo de tratamientos que podrían salvar su vida.

No es este el momento para desarrollar estos problemas pero, a modo de invitación a la reflexión y el debate, me permito apuntar algunas cuestiones de especial relevancia en las que podrían entrar en juego tanto la dignidad como el libre desarrollo personal, a veces de manera acumulativa y en ocasiones de forma dialéctica: la eutanasia; la disposición, altruista u onerosa, sobre partes de nuestro cuerpo; el consumo de todo tipo de drogas; el desempeño, con finalidades laborales o profesionales , de actividades consideradas socialmente indignas,…