Retomo aquí una sección –Lecturas jurídicas en legítima defensa- cuyo título está tomado de la frase de Woody Allen I read in self-defense, y lo hago con el libro de Cass Sunstein Rumorología: cómo se difunden las falsedades, por qué nos las creemos y qué se puede hacer (Debate, 2010), que es la versión en castellano de On Rumors: How Falsehoods Spread, Why We Believe Them, What Can Be Done (Princeton University Press, 2009), que, a su vez, tuvo su origen en el artículo ‘She Said What?’ ‘He Did That?’ Believing False Rumors, publicado en Harvard Public Law Working Paper No. 08-56. Los años transcurridos no han hecho que el texto pierda frescura e interés y su lectura resulta especialmente interesante a la luz de la relevancia que tienen hoy las redes sociales, terreno muy fértil para la difusión de rumores, como se acaba de comprobar, una vez más, con ocasión de los gravísimos atentados de Barcelona y Cambrils.
Sunstein, que, entre otras cosas, fue letrado del juez Thurgood Marshall en el Tribunal Supremo y director de la Office of Information and Regulatory Affairs en el primer mandato de Obama y es miembro de la American Academy of Arts and Sciences, tiene un currículum enciclopédico como profesor, es una de las personas más citadas por sus colegas y ha publicado libros muy relevantes, como Democracy and the Problem of Free Speech (1993), Free Markets and Social Justice (1997), The Cost of Rights (1999, con Stephen Holmes), Republic.com (2001),Why Societies Need Dissent (2003), The Second Bill of Rights (2004), Laws of Fear: Beyond the Precautionary Principle (2005), Nudge: Improving Decisions about Health, Wealth, and Happiness (con Richard H. Thaler, 2008), Simpler: The Future of Government (2013), Why Nudge? (2014), Choosing Not to Choose: Understanding the Value of Choice (2015), The Ethics of Influence: Government in the Age of Behavioral Science (2016), incluyendo alguna obra, como The World According to Star Wars (2016), que puede resultar extravagante para el “serio” mundo universitario europeo. Sustein colabora con mucha frecuencia en diferentes medios de comunicación y es bastante activo en Twitter (@CassSunstein), donde tiene más de 54.500 seguidores.
El libro empieza recordando que los rumores son casi tan antiguos como la humanidad pero se han vuelto omnipresentes con Internet y pueden afectar de manera trascendental a la vida de muchas personas, pudiendo llegar a poner en peligro el propio sistema democrático. Sunstein pretende dos objetivos: dar respuesta a por qué se aceptan los rumores, incluso los destructivos y estrambóticos, y que se puede hacer para protegerse de sus perniciosos efectos.
¿De que habla cuando habla de rumores? De declaraciones de hechos sobre personas, grupos, acontecimientos e instituciones que no se han demostrado veraces pero que pasando de una persona a otra cobran credibilidad no por pruebas directas sino porque otras personas las creen.
¿Cómo se difunden los rumores? De dos formas que se solapan: mediante las cascadas sociales y la polarización de grupos. Las cascadas tienen lugar porque si la mayoría de la gente que conocemos cree un rumor, nosotros nos inclinamos a creerlo; a falta de opinión propia, aceptamos la de los demás. Pero eso no ocurre únicamente en ámbitos en los que somos legos, sino que también es frecuente entre los especialistas (en Derecho, Economía, Medicina,…) y puede suceder que el rumor se propague aunque contradiga de manera evidente lo que está percibiendo la persona que lo difunde, que se “conforma” con lo que dice la mayoría, especialmente si se participa en foros públicos y no se quiere “contrariar” a los demás.
La polarización de grupos alude a que cuando se congregan personas con afinidades intelectuales suelen acabar defendiendo posturas más extremistas que las que tenía cada uno antes de empezar a hablar. Así, cuando a título individual tendemos a creer que ha ocurrido una injusticia, hablar con personas que se sienten lo mismo intensificará ese sentimiento y hará que nos enfurezcamos. Y ello por tres razones: el intercambio de creencias intensifica los sentimientos preexistentes; nuestras opiniones se fortalecen al ser corroboradas y cuanto más se fortalecen más extremas se vuelven (este fenómeno se ha potenciado muchísimo con las redes sociales); la preocupación de la gente por su reputación genera una tendencia a ajustar nuestra postura a la de la posición dominante.
Para combatir los rumores que generan las cascadas y la polarización de grupos se suele apelar al “mercado de las ideas” que popularizó el juez Holmes; es decir, al contrapeso derivado del flujo de informaciones objetivas por parte de quienes conocen los hechos. Pero Sunstein no confía en las virtudes de este “mercado”: por una parte, no todo el mundo opera igual, lo que se evidencia más en el ámbito de las redes sociales; por otra, es innegable que la información no se procesa de manera neutral y que hay una asimilación emocional y tendenciosa, vinculada a nuestros prejuicios, que impide a quien ha aceptado un rumor dejar de creerlo sin más. Y es que buscamos y creemos la información que nos gusta y evitamos la que nos perturba.
Antes de ofrecer sus respuestas al problema, Sunstein se adentra más en él: ¿quiénes y por qué propagan los rumores? Algunos propagadores lo hacen por intereses propios “particulares” que resultarían beneficiados desprestigiando a otras personas o a un grupo; otros tienen un interés propio “general”, como, por ejemplo, atraer lectores o internautas; los “altruistas” lo hacen para respaldar una causa (política, religiosa,…) y los “malintencionados” para causar un daño a alguien, que no tiene necesariamente que ser un personaje público.
¿Cuándo se propagan mejor los rumores? Especialmente en momentos de crisis, peligro, graves acontecimientos,…porque siempre hay algún agraviado susceptible de aceptar rumores que justifiquen su estado emocional o al que le sirven como desahogo. Y esa propagación también se verá favorecida si lo que pensaba antes el difusor resulta avalado con el rumor que llega, máxime si ya tenía formado un “prejuicio”.
¿Cómo pueden potenciar los rumores las redes sociales? Facilitando a los propagadores una cantidad ingente de información (vídeos, tuits, comentarios en Facebook,…) que sacada de su contexto sirve para presentar de manera desfavorable a una persona, a una institución,… ¿Quién no ha dicho o hecho algo que transmitido de manera aislada no le haga parecer ante los demás como desagradable o, incluso, repulsivo?
¿Y qué propone Susnstein? Algo que puede parecer extraño en un “liberal”: la introducción de medidas disuasorias a ciertos ejercicios de la libertad de expresión. ¿Por qué? Primero, porque puede servir para reducir el daño que causan las falsedades; segundo, porque una sociedad sin efecto disuasorio alguno que se imponga por ley sería un lugar muy peligroso.
Sunstein después de analizar lo dicho por el Tribunal Supremo Federal en el famoso asunto New York Times Co. v. Sullivan, de 1964, realiza algunas sugerencias. Antes de ir a ellas hay que recordar que en ese caso se declaró, entre otras cosas, que los debates que tengan por objeto cuestiones públicas deberían realizarse sin inhibiciones, de forma vigorosa y abierta, asumiendo que eso puede incluir también ataques vehementes, cáusticos y, en ocasiones, desagradables contra el Gobierno y los empleados públicos. En segundo lugar, que cierto grado de abuso es difícil de evitar, especialmente en el caso de la prensa, y ello porque es imprescindible un espacio vital, un espacio para que los medios puedan sobrevivir. Insistiendo en esta idea, se argumenta que los errores de hecho y las inexactitudes son inevitables, en especial en lo que afecta a las ideas y su evolución y, lo que resulta particularmente importante, todo lo que se pone en el campo del libelo se está retirando del campo del debate libre. Y entrando en el debate sobre las diversas acciones judiciales posibles, el Tribunal sentenció que la amenaza de una condena civil por difamación puede ser mucho más inhibidora que el riesgo de un proceso y, en su caso, una condena penal: por una parte, en el proceso penal el acusado goza de una serie de garantías que no operan en la jurisdicción civil; por otra, la indemnización que se impone en los pleitos civiles por difamación puede ser muchísimo más alta que la multa propia del proceso penal. Todo ello no implica establecer una suerte de impunidad para las declaraciones e informaciones sobre los empleados públicos; sí la exigencia de que los comportamientos que se denuncian deben haber sido expresados de forma maliciosa; es decir, conociendo su falsedad o cometiendo una negligencia grave durante el proceso de comprobación.
A partir de aquí, Sunstein propone: a) debería haber un derecho a pedir rectificaciones una vez demostrado que una afirmación es falsa y perjudicial; caso de que no se haga el autor sería responsable, al menos, de los daños y perjuicios menores; b) debería existir un derecho a “avisar y retirar” lo publicado en Internet; c) introducir limitaciones en las compensaciones por daños y perjuicios y abrir “listas de difamadores”.
Como señala el propio Sunstein, se trata de propuestas “modestas” y pensadas en 2008/2009 para un sistema judicial como el norteamericano, donde es frecuente pedir compensaciones económicas elevadísimas. El tiempo transcurrido evidencia lo difícil que es conseguir una rectificación de algo publicado en las redes sociales, máxime si la “información” tiene su origen en otro país; no más sencillo es lograr la retirada efectiva de información falsa. Tampoco parece fácil gestionar con garantías una lista de “difamadores”: ¿quién la haría? ¿quién estaría ahí? ¿durante cuánto tiempo?
Sunstein, consciente de las dificultades que presentan sus “soluciones” jurídicas, apela como complemento a una mayor responsabilidad cultural y social que, de alguna manera, haga frente a los rumores y descalifique a los propagadores. A día de hoy, y leyendo lo que se publica en las redes sociales, no parece que se haya alcanzado ese grado de madurez, al menos en la sociedad española
En suma, Sunstein logra de lleno dar respuesta a por qué se aceptan los rumores, incluso los destructivos y estrambóticos, pero no en lo relativo a qué se puede hacer para protegerse de sus perniciosos efectos. No obstante, y aunque el final del libro pueda resultar “decepcionante” -dependerá, claro, de lo que cada cual espere-, me parece, en conjunto, un texto muy provechoso y, por ello, recomendable: expone de una manera muy clara y precisa el qué, cómo, quién, dónde y por qué de la propagación de los rumores, y el efecto devastador que eso puede suponer para personas concretas (de proyección pública o no) pero también para el propio sistema democrático. Y lo que ha venido ocurriendo en el ámbito de las redes sociales desde su publicación no ha hecho sino confirmar lo certero del diagnóstico de Sunstein.
Buena parte de la solución a los problemas que él describe de manera brillante no está en sus manos sino en las de cada uno de nosotros, por lo que sería bueno hacer algo al respecto. Se trata, y con ello volvemos al principio que guía esta sección, de un caso evidente de legítima defensa.