Desde hace un tiempo son frecuentes las controversias jurídicas y, sobre todo, sociales a propósito de mensajes y expresiones, de muy diferente orientación y contenido, transmitidos por vías electrónicas, por medios analógicos, a través de soportes variados, incluidos los laterales de un autobús, o mediante actos simbólicos, como la quema de fotos del anterior Jefe del Estado. En algunos supuestos ya ha habido condenas penales, como ocurrió con quienes quemaron fotos de Juan Carlos de Borbón -2.700 euros de multa-, César Strawberry -1 año de prisión- o Valtonyc -tres años y medio de cárcel-; en otros se está a la espera de la celebración del juicio (caso de Cassandra Vera Paz por sus tuits sobre Carrero Blanco) y en unos terceros se han abierto diligencias y se han adoptado medidas cautelares (caso de los mensajes autobuseros de Hazte Oír).
Como intentaré justificar más adelante, creo que si algo tienen en común todos estos actos es que constituyen ejercicios perfectamente democráticos del derecho fundamental a la libertad de expresión. Sin embargo, algunos tribunales y numerosas personas y organizaciones sociales de diferente signo ideológico han coincidido en que varios de los ejemplos citados eran una muestra del llamado “discurso del odio” o, peor todavía, de enaltecimiento del terrorismo y, por tanto, debían ser sancionados con condenas graves, incluyendo la aplicación de penas privativas de libertad. Lo curioso es que la censura ha dependido, al menos en bastantes ocasiones, no tanto del mensaje en sí sino de quién lo realizaba o contra quién se dirigía: así, para unos eran muestras de la libertad de expresión los tuits de César Strawberry pero no algunas homilías homófobas del cardenal de Valencia y de los obispos de Alcalá de Henares, Getafe y Córdoba; para otros, era intolerable la quema de fotos del anterior rey pero debían ampararse los mensajes de Hazte Oír.
Hay que recordar, en primer lugar, que el delito de “discurso del odio” está descrito en el artículo 510 del Código Penal, conforme al cual “Serán castigados con una pena de prisión de 1 a 4 años y multa de 6 a 12 meses: a) Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad”.
Por su parte, el enaltecimiento del terrorismo está contemplado en el artículo 578 de ese mismo Código: “1. El enaltecimiento o la justificación públicos de los delitos comprendidos en los artículos 572 a 577 o de quienes hayan participado en su ejecución, o la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares, se castigará con la pena de prisión de uno a tres años y multa de doce a dieciocho meses… 2. Las penas previstas en el apartado anterior se impondrán en su mitad superior cuando los hechos se hubieran llevado a cabo mediante la difusión de servicios o contenidos accesibles al público a través de medios de comunicación, internet, o por medio de servicios de comunicaciones electrónicas o mediante el uso de tecnologías de la información”.
Vayamos por partes. La crítica, ridiculización, burla, quema simbólica,…, del Jefe del Estado está especialmente protegida porque se trata de una institución que a su vez está dotada de un estatuto privilegiado, dado que se accede a la misma por herencia y su titular goza de inviolabilidad absoluta, no pudiendo ser sometido a procesamiento alguno. Al respecto, se ha reiterado por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que no puede establecerse una protección privilegiada de los jefes de Estado frente al ejercicio de los derechos a la libertad de expresión e información (así, SSTEDH Colombani c. Francia, de 25 de junio de 2002; Artun y Güvener c Turquía, de 26 de junio de 2007; Gutiérrez Suárez c. España, de 1 de junio de 2010; Eon c. Francia, de 14 de marzo de 2013; Couderc Et Hachette Filipacchi Associés c. Francia, de 12 de junio de 2014). Y ese mismo Tribunal no consideró censurable (caso Partido Cristiano-Demócrata del Pueblo c. Moldavia (nº 2), de 2 de febrero de 2010) la destrucción mediante el fuego de retratos de representantes políticos y de banderas. Cosa, que, como es bien sabido, ya había dicho en varias ocasiones el Tribunal Supremo de Estados Unidos (casos United States v. O’Brien en relación con cartilla militar, y Texas v. Johnson y United States v. Eichman en relación con la bandera nacional), donde se consideraría ridículo jurídicamente condenar a quienes se aficionaron a quemar fotos presidenciales, antes de Obama y ahora de Trump.
En lo que respecta a los tuits de César Strawberry -y lo mismos se podría decir de los de Cassandra Vera sobre Carrero Blanco- resulta incomprensible jurídicamente que no se tenga en cuenta el “contexto” en el que se emitieron; en el primer caso, el Tribunal Supremo revocó la absolución acordada por la Audiencia Nacional – “No se ha acreditado que César [Strawberry] con estos mensajes buscase defender los postulados de una organización terrorista, ni tampoco despreciar o humillar a sus víctimas- y le condenó entendiendo que la finalidad de sus mensajes no era relevante y que lo que había que valorar era lo que, realmente, había dicho. Como expone de manera muy gráfica Miguel Pasquau Liaño en este post, “tengan cuidado. No digan nunca más eso de que «a los políticos habría que cortarles el cuello a todos», porque aunque no lo digan en serio, se trata de enaltecimiento del terrorismo. Ni digan en una red social que a los etarras habría que fusilarlos por la mañana temprano, porque eso no es una forma de hablar políticamente incorrecta, sino «legitimar el terrorismo como fórmula de solución de los conflictos». Como dice esta sentencia, la «provocación, la ironía o el sarcasmo» no sirven de excusa: usted ha dicho lo que ha dicho, así que déjese de contextos. Es el texto, estúpido”.
En esta crítica a las condenas impuestas a César Strawberry y a quienes quemaron las fotos del rey coincidió buena parte del “pensamiento de izquierdas”. Pero no pocos de esos críticos avalan ahora la adopción de medidas severísimas, condenas de cárcel incluidas, para los integrantes de Hazte Oír que se han hecho oír paseando un autobús naranja con mensajes advirtiendo contra posibles engaños en materia de vulvas y penes. ¿Estamos, aquí sí, ante un caso de auténtico “delito de odio”?
A mi juicio, no. De la lectura de esas frases no resulta ineludible concluir que la organización promotora fomente el odio, la hostilidad, la discriminación ni, mucho menos, la violencia contra nadie. Y si no se dan esas condiciones entonces no cabe condena penal por ese tipo delictivo, pues, como se supone que sabe ya un estudiante de primero de Derecho, está vetado condenar por analogía; es decir, por “aproximación”. Tampoco es posible sancionar penalmente, y aquí el ámbito de los enterados tendría que descender, como mínimo, a los que están en la educación obligatoria, porque los autores de lo que reprobamos sean machistas, retrógrados, casposos,…, valgan las sucesivas redundancias.
Por último, dado que in extremis se invocado este argumento para que los de Hazte Oír se callen de una vez, el hecho de que lo que afirman no sea cierto -es evidente que no lo es- no impide que puedan expresarlo, pues la libertad de expresión no exige que se esté diciendo la verdad, sino que ampara mensajes falsos, acientíficos, disparatados e, incluso, ofensivos. En palabras del Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ese derecho protege no solo las ideas y opiniones mayoritarias o socialmente aceptadas sino también “aquéllas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población”.
Y es que en un sistema democrático y, por tanto, plural, ser racista, machista u homófobo, es, sin duda, un grave problema personal que suele tener importantes implicaciones familiares y sociales pero, en principio, que esas personas exterioricen esos prejuicios y maldades es algo protegido por la libertad de expresión; cosa distinta es que no debe estar fomentado desde los poderes públicos, lo que implicará que no se subvencione, financie o ayude de alguna manera a personas o instituciones que difundan tales mensajes. Por supuesto, el amparo a tales expresiones decae cuando se puede constatar su carácter injurioso o si suponen incitación a la violencia o la discriminación… pero recordando siempre que para que exista sanción penal hay que probar los hechos y encajarlos en un tipo delictivo.
Concluyo: en estos tiempos orwellianos es necesario tener bien presente que si la libertad significa algo, es, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír. Y ese derecho lo tengo yo pero también, me guste o no, la gente que no piensa como yo.
Texto publicado en EL SOMA, número 3, el 27 de marzo de 2017.
Este mismo día el profesor Julio V. González publicó el texto «Libertad de expresión: dos sentencias» en Global Politics and Law, que reproduzco aquí porque me parecen de gran interés tanto su comentario como la traducción que ofrece de las sentencias del Tribunal Supremo de Estados Unidos en los casos Hustler Magazine v. Falwell y Texas v. Johnson