Desidia institucional ante los derechos de las personas con discapacidad.

El artículo 6 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dispone que “Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica”. Ese reconocimiento lleva aparejada la garantía de la capacidad de obrar, por lo que cualquier limitación de esa capacidad afecta a la dignidad de la persona y a los derechos inviolables que le son inherentes, así como al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 de la Constitución española). Por este motivo, la incapacitación total o parcial de una persona debe llevarse a cabo a través de un procedimiento judicial en el que estén plenamente asegurados sus derechos, incluido el de ser oída y presentar las alegaciones que estime pertinentes, y todo ello con el propósito de verificar si tiene capacidad de discernimiento suficiente para ejercer sus derechos y tomar las decisiones que mejor se ajustan a las propias convicciones sin ocasionar daño a los demás. Cuando quede acreditado que no es así, habrá que adoptar las medidas adecuadas para que, a través del obrar de otra persona (progenitores, tutor,…) se satisfagan de la mejor manera posible los derechos e intereses de la persona incapacitada.

Con estas premisas, es inaceptable -y gravemente lesiva de la dignidad de las personas- la nueva redacción que se ha dado al artículo 56 del Código Civil por  la Ley 15/2015, de la Jurisdicción Voluntaria, y que entrará en vigor el 30 de junio de 2017: “Quienes deseen contraer matrimonio acreditarán previamente en acta o expediente tramitado conforme a la legislación del Registro Civil, que reúnen los requisitos de capacidad y la inexistencia de impedimentos o su dispensa, de acuerdo con lo previsto en este Código. Si alguno de los contrayentes estuviere afectado por deficiencias mentales, intelectuales o sensoriales, se exigirá por el Secretario judicial, Notario, Encargado del Registro Civil o funcionario que tramite el acta o expediente, dictamen médico sobre su aptitud para prestar el consentimiento”.

Cabría pensar que se trata de un intento de adaptación al concepto de personas con discapacidad contenido en el artículo 4 del Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social: “Son personas con discapacidad aquellas que presentan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales, previsiblemente permanentes que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con los demás”. Pero, lo cierto es que con esta reforma del Código Civil se coloca en el mismo plano, en lo que respecta al libre desarrollo personal, a las personas con una discapacidad mental o intelectual y a las que padecen una sensorial, como la sordera o la ceguera, que en absoluto, y a priori, impiden a la persona gobernarse por sí misma ni la incapacitan para tomar con libertad la decisión de contraer matrimonio con una persona a la que no pueden ver o escuchar.

Procede, pues, derogar la exigencia de ese dictamen médico para las personas con deficiencias sensoriales aunque parece que la chapuza legislativa que supuso su aprobación quiere enmendarse con otra chapuza “técnica”: aprobar una Circular de la Dirección General de los Registros y el Notariado que prevea una interpretación muy restrictiva de las exigencias del nuevo artículo 56 del Código Civil. No se entiende esta desidia para corregir lo que a todas luces es una manifiesta estupidez del Legislador: causa un grave perjuicio a un grupo de personas sin que suponga beneficio alguno para nadie.

Pero la pereza no parece ser patrimonio del Legislador: estos días el Tribunal Constitucional, a través de un Auto de 28 de noviembre, ha rechazado admitir a trámite un recurso de amparo presentado por una mujer con una discapacidad intelectual a la que en un proceso de incapacitación parcial se le consideró carente del discernimiento mínimo para poder votar. Es conocido que la Ley Electoral, de 1985, prevé que carecen del derecho de sufragio “los declarados incapaces en virtud de sentencia judicial firme, siempre que la misma declare expresamente la incapacidad para el ejercicio del derecho de sufragio” (art. 3.1.b), pero también lo es que España forma parte de la más reciente Convención sobre los Derechos de las personas con discapacidad, de 2006, donde se garantiza “a las personas con discapacidad los derechos políticos y la posibilidad de gozar de ellos en igualdad de condiciones con las demás”, incluido el derecho de voto (art. 29).

No se trata, en mi opinión, de que en todo caso pueda votar una persona con una grave discapacidad intelectual si eso le altera profundamente la percepción de la realidad, sino de que pueda votar si no existe tal alteración profunda y siempre que se haya constatado con pruebas adecuadas tal circunstancia, lo que tiene que ser algo distinto a una especie de “examen de cultura política”, que supondría revivir un decimonónico y discriminatorio sufragio capacitario.

Por eso era importante que el Tribunal Constitucional hubiera admitido ese recurso de amparo, como pidieron la Magistrada Adela Asua y el Ministerio Fiscal; ello le habría permitido valorar, en su caso, si la vigente Ley Electoral garantiza de manera adecuada los derechos políticos de las personas con discapacidad, máxime considerando que se está hablando de casi 100.000 personas que no pudieron votar en las pasadas elecciones del 26 de junio. Era la primera ocasión que el Alto Tribunal tenía para entrar a analizar esta cuestión pero a la mayoría de los Magistrados que rechazaron el recurso no pareció impresionarles y concluyeron, con manifiesta pereza institucional, que el asunto no tenía suficiente relevancia constitucional.

Una persona con discapacidad sabe enseguida que tiene que hacer frente a un ingente número de obstáculos para ejercer los derechos que le corresponden pero debe ser muy decepcionante que los mismos provengan de instituciones que, precisamente, están obligadas por la Constitución a removerlos.

Texto publicado en La Nueva España el 4 de enero de 2017.

Gran Hermano en la Comunidad de Madrid.

En su reunión de 13 de diciembre de 2016 el Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid aprobó “el Proyecto de ley sobre la igualdad de trato y la protección contra las acciones de incitación al odio, la discriminación y la intolerancia en la Comunidad de Madrid” (agradezco a la profesora y abogada Verónica del Carpio su difusión). Su objetivo (art. 1) es garantizar “el derecho a la igualdad de trato, el respeto de la dignidad de las personas y la protección contra cualquier forma de discriminación, acto de intolerancia y conducta que pueda incitar al odio en la Comunidad de Madrid”.

Es sabido que la lucha contra la discriminación y la promoción de medidas para la igualdad real de las personas y de los grupos en los que se integran son obligaciones de todos los poderes públicos según lo previsto en los artículos 14 y 9.2 de la Constitución, por lo que, a priori, no habría que cuestionar la oportunidad de este proyecto, máxime en lo que se refiere a la regulación de acciones de sensibilización, ayuda a las víctimas de discriminación,… Lo que sucede es que si leen otras partes del Proyecto surge cierta preocupación.

En primer lugar, se trata de un texto mal escrito, con abundantes errores de puntuación y plagado de redundancias y obviedades; por ejemplo, el proyecto se inspira en “el principio de igualdad ante la ley, según el cual, las personas son iguales ante la ley…” y en el “principio de no discriminación, que implica que nadie podrá ser discriminado…” (art. 2.1.a y b).

En segundo lugar, el Proyecto se dedica a definir conceptos como “actos de intolerancia” o “discurso de odio” -lo que luego implicará importantes consecuencias sancionadoras de hasta 20.000 euros- y al hacerlo está delimitando el ejercicio de la libertad de expresión. Este derecho fundamental no ampara conductas insultantes porque la propia Constitución ya prevé la necesidad de proteger otros derechos y, no en vano, ya existe una Ley Orgánica de 1982, de protección civil al honor, y se contempla en el Código Penal el delito de injurias. Pero el Legislador -en este caso, autonómico- no puede crear límites que no estén en la propia Constitución y eso es lo que, en apariencia, se hace en el Proyecto al definir los actos de intolerancia como los que expresan falta de respeto, rechazo o desprecio por la dignidad de las personas, sus culturas, sus formas de expresión, sus características, convicciones u opiniones,… (art. 8). ¿Por qué no se va a poder despreciar o rechazar otra cultura u otras convicciones u opiniones? Debe recordarse que el ejercicio de la libertad de expresión no puede supeditarse a su conformidad con las ideas y opiniones mayoritarias o socialmente aceptadas sino que ampara, en palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (asunto Handyside c Reino Unido, de 1976, y, mucho más recientemente, caso Otegui c. España, de 2011), “aquéllas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población”. Y ello porque la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales del progreso y esa es la exigencia del pluralismo y el espíritu de apertura sin los que no existe una sociedad democrática.

En tercer lugar, si la falta de precisión jurídica está presente en numerosos artículos, alcanza su culminación en el artículo 21, donde se dice que “los medios de comunicación, internet y las redes sociales respetarán el derecho a la igualdad de trato, evitando toda forma de discriminación, actos de intolerancia o acciones que puedan incitar al odio…” Si a veces no sabemos con precisión qué es un medio de comunicación -¿lo es el editor de un blog, una persona que tuitea,…?-, ¿cómo sabremos quién es esa “internet” que debe respetar la igualdad de trato y abstenerse de realizar actos de intolerancia? ¿Cualquier usuario de las redes sociales?

Finalmente, la Comunidad de Madrid se arroga la competencia para investigar y sancionar las conductas intolerantes. ¿Cómo hará, teniendo en cuenta que carece del poder propio de la autoridad judicial, para “investigar” lo que se diga, por ejemplo, en Facebook o Twitter. ¿Cómo conocerá la identidad del presunto responsable? ¿Cómo sabrá que el titular de una cuenta en esas redes es la persona que emitió las expresiones? Y dado que la Ley estará en vigor exclusivamente en la Comunidad de Madrid, ¿cómo conocerá que, efectivamente, se está actuando en “su” territorio? Ya puestos, ¿aprovecharán los residentes en Madrid las escapadas de fin de semana para desahogarse en las redes sociales de provincias?

Ahora que el Gran Hermano de ficción está en horas bajas de audiencia, el Gobierno de la Comunidad de Madrid parece promover un Gran Hermano “real” al que incorpora una importante diferencia: los exabruptos y salidas de tono no engrosarán los bolsillos de personas zafias y maleducadas sino las arcas de la Comunidad madrileña.

Texto publicado en El periódico el 22 de diciembre de 2016.

Una Universidad dinámica, renovada y transparente.

Hoy se cumple el 80 aniversario de la fundación del periódico La Nueva España y, con tal motivo, este medio de comunicación nos solicitó a 80 personas de diferentes ámbitos una propuesta que, de alguna manera, sirviera a la Comunidad Autónoma asturiana. Aquí pueden leerse las 80 ideas.

Yo aposté por una Universidad dinámica, renovada y transparente, que se adapte a los cambios sociales, económicos, científicos y culturales y sea capaz de influir en ellos.

Asturias necesita una Universidad más dinámica, capaz de adaptarse a la cambiante situación social, económica, científica y cultural. Con este fin, de la Universidad tienen que salir graduadas personas con una formación que les permita desempeñar los nuevos trabajos que la sociedad demanda y que ya no cabe concebir de la manera estática propia del siglo pasado. Para ello, la Universidad debe evaluar sus servicios y corregir las prácticas deficientes o desfasadas y tiene que mantener vínculos con quienes se han graduado en sus aulas para ofrecerles la posibilidad de estudios complementarios o más especializados (Másteres, Doctorados, Títulos propios,…) Si parece claro que en el presente siglo uno deberá formarse a lo largo de toda su vida, la Universidad no puede desentenderse de lo que será buena parte de la existencia media de cualquier persona. Y no se trata de limitarse a reproducir lo que ya se hace bien en otros lados sino de pensar en proyectos nuevos que, por su contenido y/o metodología, puedan ser atractivos para personas de otras Comunidades Autónomas y de otros países. A este respecto, es nefasta la actual política de precios para estudiantes no europeos: si a una persona argentina, brasileña o colombiana, por citar algunas nacionalidades, les cuesta matricularse en un Máster casi 5.000 euros (el triple de la matrícula “normal”) es probable que personas interesadas, y que pueden llevar  experiencias y conocimientos a sus países, no vengan a nuestra Universidad. Una revisión de esos precios, que compete a la Universidad y al Principado, es de suma urgencia.

Además de adaptarse a los cambios, la Universidad tiene que participar en ellos, ofreciendo respuestas a los diferentes problemas de nuestro tiempo: el bioquímico López Otín es el espejo en el que debemos mirarnos pero hay muchos más colegas que son protagonistas de estas transformaciones; a título de ejemplo, y en ciencias sociales, el profesor Fernández Teruelo y sus propuestas para combatir la violencia de género.

Pero para ser dinámicos se requiere la renovación del profesorado: cada vez hay más áreas de conocimiento con una media de edad superior a los 50 años y algunas con buena parte de sus integrantes próximos a la jubilación. ¿Quién les sustituirá en pocos años? ¿Aceptará la sociedad asturiana que se improvise de manera chapucera la formación de quienes van a operarnos en los hospitales, de quienes diseñarán las máquinas que necesitaremos, de los que tendrán que aconsejarnos legal o económicamente,…? Después de un considerable esfuerzo económico de todos para costear los estudios, cada año terminan sus grados personas con gran talento y vocación docente e investigadora que, en lugar de tener una oportunidad en esta Universidad, acaban emigrando a sitios donde se les valora y promueve. Además de retener el talento propio, hay que intentar captar el que estaría encantado de venir aquí, desde otras partes de España o desde otros países, si no lo recibiera un laberinto administrativo y económico que desalienta al más optimista.

Para captar ese talento extraño así como el interés de quienes pueden demandar nuestros servicios y, sobre todo, para rendir cuentas a la sociedad que nos mantiene, la Universidad tendría que ser el paradigma de la transparencia y no, como ocurre ahora, una de las instituciones menos transparentes (según un informe reciente, la más opaca de las Universidades públicas españolas). Además de una Ley de Transparencia que nos obliga a ofrecer de manera directa una serie de informaciones relevantes (qué convenios tenemos, con quién y qué contratamos…), habría que publicar qué hacemos tanto el profesorado -docencia, publicaciones, proyectos,…- como el personal de administración y servicios, qué resultados tienen los estudiantes, cuánto cuesta cada servicio… La transparencia es, además, un instrumento que puede contribuir a erradicar o, cuando menos, a evidenciar las malas prácticas y el incumplimiento de las funciones que nos corresponden.

Es obvio que para muchas tareas hace falta una mayor financiación, aprobar cambios normativos e institucionales,.., que deben decidirse en otras instancias, pero no pocas cosas nos competen directamente a quienes integramos la Universidad y a ellas tenemos que aplicarnos sin demora y con entusiasmo.

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Ilustración de Pablo García.

Una Università di merda.

Nota previa de Miguel Presno: Es 7 de diciembre, miércoles. El profesor Pablo de Lora, de la Universidad Autónoma de Madrid, y yo hemos “perpetrado” este texto sobre el contexto universitario en el que cabe situar lo que está ocurriendo en relación con el Rector de la Universidad Rey Juan Carlos. Parece obvio que la Universidad española tiene numerosos problemas y muchísimo más importantes -la pérdida continuada de personas con talento que emigran a otros países, la burocratización asfixiante que atenaza las funciones docente e investigadora, el alarmante envejecimiento de las plantillas, la escasa rendición de cuentas a la sociedad, la precariedad económica,…- pero si insistimos ahora en éste no es tanto por lo que supone en sí -con suponer bastante- sino por lo que explica del «sistema» universitario español.

Desde hace varias semanas es habitual que cada pocos días se conozca una nueva sospecha de plagio académico del actual Rector de la Universidad Rey Juan Carlos, de Madrid, el profesor Fernando Suárez Bilbao; en el momento de escribir estas líneas hay robustos indicios de que se ha aprovechado burda y extensamente del trabajo de varios colegas pero también del realizado por un cónsul de Portugal, por los autores de una página web que promociona el recorrido en bici del Camino de Santiago y hasta de la publicación de un rabino. Aunque los hechos deben ser investigados con rigor y hasta sus últimas consecuencias, la actitud del rector y las pruebas publicadas en la prensa dejan lugar a muy pocas dudas. 

En efecto, en una comunicación dirigida al Consejo de Gobierno de su Universidad, y que incluye varios errores gramaticales, el Rector achaca las denuncias a una suerte de conspiración contra la propia Universidad; se escuda en que los “corta y pega” detectados son “disfunciones” atribuibles a que “se trabaja en equipo”, se niega a aceptar que lo suyo sea un caso reiterado de plagio –con el peregrino argumento de que no había ánimo de lucro, desconociendo con ello las previsiones de la vigente Ley de Propiedad Intelectual- y, añadiendo sal a la herida, rechaza dar explicaciones a la sociedad que le paga un generoso sueldo mensual del que son parte relevante los complementos de investigación derivados de “sus” publicaciones. 

¿Se imaginan que, por citar algunos ejemplos, la persona que dirige un importante hospital público hubiera cometido reiteradas malas prácticas en el ejercicio de su profesión? ¿O que lo hiciera quien está al frente de una empresa pública? ¿Podrían mantenerse en su puesto, escurriendo el bulto, sin que sus colegas, la Administración y, en general, la sociedad les exigieran, como mínimo, asumir responsabilidades y abandonar el cargo? Nos permitimos dudarlo. 

Hay varias cosas preocupantes en este caso: en primer lugar, que estos plagios se hayan detectado varios años después de haberse cometido y sin que lo hubieran notado -al menos no lo denunciaron- quienes están encargados de supervisar la producción académica de un universitario: las personas que editaron o coordinaron sus publicaciones y, sobre todo, la Comisión Nacional que valora cada seis años los trabajos de los investigadores y avala la concesión, en su caso, del correspondiente reconocimiento, que, como ya se ha dicho, tiene un importante correlato económico.

En segundo lugar, es elocuente el silencio cómplice que han venido manteniendo la mayoría de los miembros de la Universidad Rey Juan Carlos, contándose entre las honrosas excepciones los estudiantes que han reclamado su dimisión. Pero esa complicidad se ha extendido a los comités científicos de las publicaciones que, a día de hoy, le tienen de máximo responsable (el Anuario de Historia del Derecho, dependiente del Ministerio de Justicia); a los sindicatos con representación en la URJC y a la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, que han considerado que se trata de actuaciones que nos les conciernen, y lo mismo cabría decir de la inmensa mayoría de la comunidad universitaria española, quizá en parte por desconocimiento -los hechos han sido silenciados por varios medios de comunicación-; tal vez porque consideren que “no es para tanto”.

En estos días, aquellos de nuestros compañeros hondamente consternados –que también los hay, y muchos- esgrimen la autonomía universitaria constitucionalmente garantizada para aplacar los ánimos de quienes apelan a la intervención de las autoridades administrativas. El propio Rector Suárez ha recordado que él se debe “a su comunidad universitaria”. Lo cierto es que las Universidades públicas se deben a los contribuyentes de cuyos impuestos provienen fundamentalmente sus recursos, si bien son finalmente los gestores quienes deciden en buena medida sus usos de forma tal que les quepa un buen margen de maniobra para satisfacer las legítimas, o no tan legítimas, aspiraciones de su personal, tanto el administrativo como el docente e investigador (a la postre sus potenciales votantes). No debe extrañar por ello el silencio de buena parte de ese personal muy directamente concernido (y a mayor precariedad o inestabilidad en su condición, más estruendoso su silencio). El caso del Rector Suárez muestra bien a las claras las perversas consecuencias –irresponsabilidad y clientelismo- del modelo de gobernanza universitaria en el que nos hallamos inmersos desde hace años. 

Todo ello sucede en una Universidad española que, aunque muchas veces se ponga en duda, ha venido cumpliendo aceptablemente, incluso en épocas de duros recortes económicos y de personal, y pese al deficiente sistema institucional y de incentivos descrito, las exigencias que le impone su ley reguladora: a) la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura. b) La preparación para el ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la creación artística. c) La difusión, la valorización y la transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de la vida, y del desarrollo económico. d) La difusión del conocimiento y la cultura a través de la extensión universitaria y la formación a lo largo de toda la vida. 

Pero es que al lado de esta Universidad que trabaja con dignidad y se esfuerza en ser útil a la sociedad que le paga hay otra opaca, mediocre, clientelar y corrupta. Parafraseando, que no plagiando, la película I compagni: “Senta, scusi, che Università è questa?”; “Questa è una università di merda”. ¿A qué esperamos para acometer la limpieza?

Texto escrito por Pablo de Lora Deltoro y Miguel Á. Presno Linera y publicado por eldiario.es el 7 de diciembre de 2016.

El referéndum en la Constitución: límites y posibles reformas.

El pasado 1 de diciembre tuve ocasión de participar en la Jornada «El referéndum a debate», organizada en Zaragoza por los profesores Eva Sáenz Royo y Carlos Garrido Lopéz, y en la que también intervinieron los profesores Francesc de Carreras, César Aguado, Josep María Castellá, Eva Sáenz, Carlos Garrido, Esther Seijas y Víctor Cuesta.

Mi intervención versó sobre el referéndum en la Constitución: límites y posibles reformas (puede descargarse la presentación en pdf) y, en pocas palabras, consistió en lo siguiente: en primer lugar, traté de aclarar la distinción entre plebiscito y referéndum a partir de dos ideas: el primero versa sobre decisiones políticas en sentido amplio (el del Brexit o, por citar un caso más exótico/erótico, la consulta celebrada en California sobre si debía imponerse el uso de preservativos a los actores que intervengan en películas pornográficas), mientras que en el segundo se vota sobre la aprobación de una norma jurídica (la reforma de la Constitución italiana, por citar el último caso); además, el plebiscito no es necesariamente vinculante en términos jurídicos (España podría haber seguido en la OTAN aunque el resultado de 1986 hubiera sido contrario), mientras que el referéndum lo es en todo caso (la reforma constitucional italiana no se aprobará tras el rechazo popular).

A continuación, y haciendo un breve repaso históríco, mencioné la riqueza en la materia de la Constitución de Weimar y cómo la Constitución republicana de 1931 incorporó ya el plebiscito de acceso a la autonomía y el referéndum derogatorio. Y ello para recordar que el Anteproyecto de Constitución de 1978 contempló el referéndum derogatorio de iniciativa popular -decía el articulo 85: «La aprobación de las leyes votadas por las Cortes Generales y aún no sancionadas, las decisiones políticas de especial trascendencia y la derogación de leyes en vigor, podrán ser sometidas a referéndum de todos los ciudadanos. 2. En los dos primeros supuestos del número anterior el referéndum será convocado por el Rey, a propuesta del Gobierno, a iniciativa de cualquiera de las Cámaras, o de tres asambleas de Territorios Autónomos. En el tercer supuesto, la iniciativa podrá proceder también de setecientos cincuenta mil electores…-, aunque estas previsiones tuvieron un corto recorrido, pues fueron enmendadas totalmente en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso a partir de una propuesta del Diputado Solé Tura, secundada por todos los partidos salvo Alianza Popular. Triunfó así, parafraseando a Albert Hirschman, la «tesis del riesgo», como evidencian las palabras del diputado Pérez Llorca: «el referéndum abrogatorio, unido a la iniciativa popular, podría plantear, en este momento inaugural de inicio del sistema constitucional en España, conflictos gravísimos. Y ésta es una cuestión política que no podemos eludir, ya que podrían ser planteados por minorías, por grupos extraparlamentarios minoritarios, y en ciertas cuestiones concretas podrían crear conflictos graves al funcionamiento adecuado del sistema».

Al amparo de la regulación´vigente, a mí juicio extraordinaria e inadecuadamente restrictiva, las dos únicas consultas populares celebradas por la vía del artículo 92 de la Constitución fueron la de 12 de marzo de 1986 cuando se preguntó al electorado si consideraba “conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?”, y la de 20 de febrero de 2005, donde la pregunta fue: “¿Aprueba usted el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa?” .

Creo que el referéndum derogatorio puede operar como un instrumento de control ciudadano de la labor legislativa, que, a su vez, suele ser consecuencia del impulso gubernamental, con lo que su reconocimiento constitucional permitiría ejercer uno de los instrumentos, en la terminología de Rosanvallon, de contrademocracia: el “poder de vigilancia”, que, sin olvidar sus manifestaciones totalitarias bien escritas por Orwell y Foucault , puede aportar no un control  antidemocrático del poder sobre la sociedad sino una forma de vigilancia del poder por parte de la sociedad.

Para mejorar la regulación actual, el 19 de septiembre de 2014 el Parlamento asturiano, tras aceptar una petición ciudadana, aprobó una propuesta de reforma constitucional, que incluye una nueva propuesta de redacción del artículo 92: 1.Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a plebiscito de todos los ciudadanos. Esta consulta será convocada por el Rey, a propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizado por el Congreso de los Diputados, o a iniciativa de quinientos mil electores. 2. Podrá ser sometida a referéndum la derogación de leyes en vigor, cuando así lo soliciten ante la Mesa del Congreso de los Diputados quinientos mil electores. El resultado del referéndum será vinculante cuando haya participado en la votación la mayoría de quienes tengan derecho a hacerlo y haya sido aprobado por mayoría de los votos válidamente emitidos. No procederá esta iniciativa en materias tributarias, presupuestarias o de carácter internacional, ni en lo relativo a la prerrogativa de gracia. 3. El plebiscito y el referéndum se realizarán en la misma fecha que los procesos electorales de ámbito nacional siempre que coincidan con el mismo año. 4. Una ley orgánica regulará las condiciones y el procedimiento del plebiscito y de las distintas modalidades del referéndum previstas en la Constitución”. Esta propuesta fue aprobada en la Junta General del Principado con los votos favorables de PSOE, IU y UPYD, y está pendiente de su debate en el Congreso de los Diputados.

A modo de conclusiones, considero que: 

1ª. – La democracia participativa se contrapone a la democracia inactiva, donde el papel del ciudadano se limita a la intervención en el proceso de selección de los representantes. En sociedades como la española, con una progresiva concienciación política de la ciudadanía, es incongruente limitar la intervención política de esos ciudadanos a los procesos electorales.

2ª.-  Las reticencias frente a la participación ciudadana directa se han mantenido hasta la actualidad y hoy se pretenden justificar, además de con  los argumentos del «riesgo», como una forma de proteger los derechos de las minoríasolvidando que aquella forma de intervención política ha sido constitucionalizada de manera expresa en el artículo 23 de la Norma Fundamental española y que los derechos de las minorías también pueden ser atacados desde las instancias parlamentarias.

3ª.- El referéndum derogatorio puede ser un mecanismo de “control ciudadano” del Parlamento y, en buena medida, del Gobierno en cuanto principal promotor de leyes. Se trata de una forma de democracia de contrapeso, de contrapoder ciudadano dirigido a mantener las exigencias de servicio al interés general por parte de las instituciones.

4ª.- La participación ciudadana es consustancial a la “democracia real” y por eso no es extraña, en todas o algunas de sus formas, en países tan diferentes como Estados Unidos, Canadá, Uruguay, Austria, Gran Bretaña, Suiza, Italia o Nueva Zelanda. La capacidad deliberativa y la madurez democrática de los ciudadanos españoles no es menor que la de los nacionales de estos países. Por eso, la democracia española tiene mucho que ganar y nada que perder mejorando la implicación de la ciudadanía en la vida política del país, haciendo posible, en suma, que el pueblo gobernado pueda ser, en la mayor medida posible, pueblo gobernante.

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