Quien haya visto algunos capítulos de la serie The Big Bang Theory recordará dos personajes secundarios y contrapuestos: la doctora Beverly Hofstadter, la madre de Leonard, es una neurocientífica tan prestigiosa como arrogante, que juzga de forma constante a todo el mundo y que desprecia a quien considera inferior intelectualmente; Mary Cooper, la madre de Sheldon, es una cristiana fanática, que no se priva de hacer comentarios de tipo racista o xenófobo, y que no tiene más preocupaciones que sobrellevar, con recurrentes lecturas de la Biblia, una vida difícil en un pueblo de Texas.
Simplificando mucho las cosas, la dialéctica que enfrenta a estas dos mujeres en la serie citada podría representar la contienda electoral que culminó el 8 de noviembre con la victoria de Donald Trump “Cooper” y la derrota de Hillary Clinton “Hofstadter”. Obviamente, no se quiere decir que todos los votantes de Trump sean como los paletos de Texas ni que todos los de Clinton sean sofisticados e inteligentes como los profesionales de éxito de las Costas Este y Oeste. Lo que se quiere expresar es que en una votación realmente democrática el peso electoral de una brillante neurocientífica no es superior al criterio de una fanática religiosa que no ve más allá de la Biblia y eso debe ser así porque la primera no tiene, a priori, mayor grado de discernimiento político que la segunda: primero, porque lo que finalmente resulte bueno o malo en este ámbito no es algo universal, científico u objetivable de antemano, sino que dependerá de múltiples factores que o bien no son conocidos en el momento de votar o bien no son controlables por quien ostenta la dirección política del país, máxime desde que, como teorizó Ulrich Beck, vivimos en la sociedad del riesgo; en segundo lugar, porque elegir una opción en unas elecciones no es un acto intrínsecamente mejor o peor que votar por otra; dependerá, como es lógico, de la propia situación del elector, de sus problemas, carencias, necesidades, aspiraciones e ideales, y aquí caben tantas motivaciones como personas, como expresión máxima de la pluralidad propia de una sociedad democrática. En tercer lugar, el resultado de una elección como la norteamericana expresa la intervención política de millones de personas -en la que nos ocupa, 118.482.609-, y, salvo que tengamos un ego tan grande como el de Sheldon Cooper, la participación electoral de ese volumen de personas la convierte en algo “inteligente” en los términos que explica James Surowiecki (Cien mejor que uno), porque cumple con las condiciones que hacen a una multitud “sabia”: hubo diversidad de opiniones, primero en unas competidas -especialmente en el bando republicano- primarias y luego en una elección presidencial plural; los electores han actuado de manera independiente, al margen de la obvia influencia que se ha tratado de ejercer desde diferentes ámbitos; ha habido descentralización, pues han confluido, al menos, tres procesos electorales de diferente ámbito y, finalmente, se ha producido la agregación que comporta todo proceso electoral.
Puede parecer chocante, quizá incluso provocador, decir ésto viendo que la victoria de Trump ha sido la de un candidato con menos votos populares que la segunda clasificada, pero eso es algo inherente a ciertos sistemas mayoritarios, donde lo importante no es ganar por muchos votos sino vencer en los sitios donde es importante. Por cierto, y no para que sirva de consuelo, en España con el 44% de los votos se puede conseguir el 53% de los escaños; es decir, una mayoría absoluta de diputados sin mayoría absoluta de votantes.
Por si fuera poco, el sistema presidencial norteamericano se ha convertido en un mecanismo plutocrático de pugna por el poder, pues únicamente personas millonarias o con inmensa capacidad de captación de fondos, pueden sobrevivir a campañas tan prolongadas como costosas. Además, en la mayoría de los estados norteamericanos se excluye políticamente a los presos (más de 5 millones de personas), se exige que el registro censal lo hagan los propios ciudadanos y no la Administración, lo que dificulta la participación, y hay una influencia perversa de los grupos de interés en las campañas electorales. Pero todas estas condiciones, y otras que ahora no hace falta mencionar, no las ha creado Donald Trump ni fueron cuestionadas por la aspirante demócrata, como tampoco las impugnó -al menos no hizo nada para cambiarlas- el Presidente Obama, que venció en dos comicios con las mismas reglas que el que ha dado la victoria a Trump.
Por todo ello, parece que lo democrático es aceptar con la máxima elegancia posible -es llamativa en este sentido la no comparecencia ante seguidores y voluntarios de la candidata derrotada- el resultado final, al margen de que a uno le guste o le inquiete. Y eso presupone no descalificar a los votantes de Trump como si los de Clinton fueran esencialmente mejores o como si los que vivimos a varios miles de kilómetros del escenario electoral supiéramos mejor que una cristiana integrista de Texas lo que es mejor para ella, para su país o, incluso, para el mundo entero.
Texto publicado, vía Agenda Pública, en varios periódicos del Grupo Vocento.
Querido Miguel Ángel:
Entre tantos y tantos comentarios al respecto de las últimas elecciones en USA, me es grato por fin leer, que un autor llama a la aceptación «con la máxima elegancia posible […] el resultado final, al margen de que a uno le guste o le inquiete». Enhorabuena por ello.
Por una parte, sorprende y mucho comprobar que con el deplorable y más lamentable panorama político que nos rodea, se esté dedicando tanto esfuerzo y horas de seguimiento mediático a las elecciones de uno de los 196 estados que componen el globo terráqueo, en lugar de dedicárselo a las maniobras plutocráticas de medios y partidos en este país.
Tal es el grado de desfachatez que, cualquier niño o borracho, advertiría la flagrante hipocresía política y mediática española, por mostrar preocupación ante la situación política en la casa del «tío Sam» con la que nos cae a diario en tierras ibéricas.
Gusto también de leer, cuando refieres «no descalificar a los votantes de Trump como si los de Clinton fueran esencialmente mejores o como si los que vivimos a varios miles de kilómetros del escenario electoral supiéramos mejor que una cristiana integrista de Texas lo que es mejor para ella, para su país o, incluso, para el mundo entero.» Y ciertamente pensar en la escalada continuísta bélica del «Nobel de la Paz» y de la saga Clinton, encarnada en doctor honoris causa por la Facultad de Derecho de la UNED, sinceramente no parecía muy alentadora. Por lo pronto, uno de los mayores peligros que se ciernen sobre nosotros, el enfrentamiento con Rusia, parece, ojala, enfriarse con el cambio de dinastía.
Mi percepción no se basa obviamente en pensar que este personaje mediático y empresarial, llamado Donald Trump, pudiera irradiar carisma, pero, al igual que presumiblemente sucederá en Francia próximamente, a falta de candidatos que realmente supongan una brisa de aire fresco, considero que el electorado prefiere alguien que les diga las cosas bien claritas a perseverar en lo que ya tenemos y no nos gusta mantener.
Personalmente no considero tan peligroso llegar a tener vecinos en el poder con claros perfiles filo fascistas, sino, por el contrario, tener en el poder y en sus escaños aledaños, partidos políticos a los que se les llena la boca de ser demócratas y albergar en sus filas mandatarios con claras políticas racistas (entendiendo por racismo todo aquello que afecte la desigualdad social y humana -no solo aquella nacional- y, por supuesto también, la del IBEX35).
Muchas gracias por el comentario, David.