Clínicas jurídicas, igualdad y violencia de género.

Dentro de la Jornada organizada por la Universidad de Oviedo con ocasión del Día Internacional contra la violencia hacia las mujeres se organizó una mesa redonda titulada «Enfoques hacia la violencia de género desde la Universidad: realidad, retos y propuestas». En ella intervinieron las profesoras Carmen Alfonso, Ángeles Alcedo, Yolanda Fontanil, Aquilina Fueyo y Maria Valvidares, y el profesor Javier Fernández Teruelo.

La profesora María Valvidares, docente del Máster en protección jurídica de las personas y los grupos vulnerables y que forma parte del equipo de la Clínica jurídica del Máster, habló de Clínicas jurídicas, igualdad y violencia de género (puede descargarse su presentación en formato pdf) y se refirió al papel de esas Clínicas como ejemplo de método transformador de la enseñanza y prueba de la responsabilidad social de la Universidad. 

Concluyó que en materia de violencia de género, la Clínica jurídica puede mejorar las actividades de sensibilización, sistematizar el conocimiento de los recursos existentes frente a la violencia de género, servir como acompañamiento en trámites legales, elaborar informes sobre cuestiones específicas y asistir en la elaboración de expedientes administrativos (por ejemplo, las solicitudes de asilo por violencia de género). Y todo ello, al menos por lo que respecta a la Clínica del Máster en protección jurídica de las personas y grupos vulnerables de la Universidad de Oviedo, en el marco del Pacto Social contra la violencia hacia las mujeres del Principado de Asturias.

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De plagios y otras impunidades universitarias.

La Constitución española garantiza la autonomía de las Universidades (art. 27.10)  para que sirvan a la sociedad cumpliendo una serie de funciones que concreta la Ley Orgánica de Universidades, a) la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura. b) La preparación para el ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la creación artística. c) La difusión, la valorización y la transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de la vida, y del desarrollo económico. d) La difusión del conocimiento y la cultura a través de la extensión universitaria y la formación a lo largo de toda la vida.

Es evidente, a pesar de la insistencia de algunos en tratar de probar lo contrario, que en los últimos treinta años la Universidad española ha venido cumpliendo dichas funciones de manera muy aceptable y que nuestra enseñanza superior ha mejorado sensiblemente. Tal cosa se aprecia tanto si visitamos universidades de países del entorno europeo como, sobre todo, si tenemos en cuenta nuestro peso demográfico y la inversión realizada. Puede verse, al respecto, este comentario del profesor Andrés Boix Palop.

Pero también sería injusto negar, y es lo que me importa señalar ahora, que esa mejora, a cuyo servicio está la autonomía, no ha servido para erradicar algunos vicios ancestrales que tenemos en las Universidades españolas, como la opacidad institucional y personal (es casi imposible saber a qué tipo de investigaciones se dedica parte importante del profesorado), la existencia de redes clientelares, no poco nepotismo y la tolerancia con la pereza en el trabajo docente y/o investigador y con el aprovechamiento ilegítimo del esfuerzo ajeno.

Estos días está siendo noticia que el Rector de la Universidad Rey Juan Carlos, el profesor Fernando Suárez Bilbao, ha plagiado varios trabajos, haciendo aparecer como propio el resultado de las investigaciones de otros profesores. El plagio es manifiesto y ha sido denunciado y probado hace más de un mes y sobre ello ha vuelto hoy mismo el profesor Ignacio Fernández Sarasola, uno de los plagiados. Sin embargo, en el momento de publicar estas líneas -21 de noviembre-, ni se ha excusado ni ha dimitido, por lo que cabe preguntarse los motivos por los que, primero, plagió y, una vez descubierto, parece esperar a que la cosa escampe. La respuesta, a falta de que la ofrezca el interesado, no puede ser sino especulativa: plagió porque otros lo habían hecho antes; plagió porque es una manera rápida y descansada de conseguir méritos y mejores condiciones económicas (el complemento económico que deriva de los sexenios de investigación depende de las publicaciones) y plagió porque lo normal es que si te descubren no pase nada.

¿Y por qué esa impunidad? Porque muchas conductas “universitarias” que debieran merecer algún tipo de reproche salen gratis debido a que la sanción tendría que ser impuesta por colegas y o bien no nos hemos  sentido concernidos, u operan razones de prudencia/cobardía -la Universidad es una institución que ofrece numerosas oportunidades (aprobación de tesis doctorales, composición de comisiones para las plazas, concesión de ayudas y permisos,…) para saldar cuentas pendientes-, o bien porque el infractor “es uno de los nuestros” o porque no siempre es fácil de probar el hecho reprobable (hay plagiadores que se esfuerzan más que el Rector de la Universidad Rey Juan Carlos)…

Veamos algunos ejemplos de la citada impunidad: primero, si plagias un trabajo ajeno para presentarlo como memoria de un proyecto de investigación a financiar por el Gobierno estatal o autonómico -cuya obtención puede suponer una importante cantidad de dinero para la compra de libros, ordenadores, pago de viajes,…- lo único que ocurre si te descubren es que no se concede el dinero, la misma consecuencia que tienen los proyectos originales pero que, por diversas razones, no se financian; ni se publica el nombre del plagiador ni se le sanciona, pudiendo volver a intentar el plagio el año siguiente. Segundo, una vez que una persona consolida su situación profesional como profesor titular o catedrático, ya puede dedicarse al dolce far niente sin mayor preocupación: aunque no publique una línea en el resto de su vida académica no recibirá ningún reproche oficial; simplemente dejará de percibir los complementos de investigación y tendrá que impartir más docencia. Tercero, la vigente Ley de Transparencia impone una serie de obligaciones a las Universidades (publicación de los salarios de los altos cargos, publicación de los planes anuales y plurianuales en los que se fijen objetivos concretos, así como su grado de cumplimiento y resultados; publicación de todos los contratos y convenios,…) pero su incumplimiento, que ha sido constatado y que se puede comprobar visitando sus páginas web, tendría que ser sancionado por algunos de los posibles infractores…

Una muestra reciente de esta falta de transparencia la encontramos en el comportamiento institucional de la Universidad “Miguel Hernández”, de Elche, a propósito del “caso Camps”: como es conocido, el que fuera Presidente de la Comunidad Valenciana presentó su tesis doctoral el 10 de febrero de 2012, obteniendo la calificación de sobresaliente cum laude. Además, solicitó a la citada Universidad que no permitiera la consulta de su texto ni total ni parcialmente. Ante la petición de acceso a tan preciado documento por parte del profesor Jorge Urdanoz, el Vicerrector de Investigación e Innovación la rechazó alegando que la Ley de Transparencia no era de aplicación al caso; recurrida esta resolución ante el Consejo de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno de la Comunidad Valenciana este órgano recordó, en primer lugar, que las Universidades públicas están expresamente sujetas a la citada Ley de Transparencia; en segundo lugar, que la tesis del señor Camps es un documento público y que la consulta del mismo no implica infracción alguna de la Ley de propiedad intelectual, pues no se cuestiona su autoría ni los derechos de explotación; en conclusión, se insta a la Universidad “Miguel Hernández” a que facilite el acceso a la tesis reclamada. A resultas de la consulta se ha elaborado y divulgado un documento en el que se denuncia un posible plagio por parte del señor Camps. Pues bien, la reacción de la Universidad ha sido abrir un expediente administrativo para clarificar “la situación planteada” pero, al menos de momento, únicamente se ha permitido la intervención de los participantes en el proceso de lectura y evaluación de la tesis, que son, obviamente, parte interesada. ¿Pedirá la Universidad “Miguel Hernández” algún tipo de dictamen pericial independiente? Veremos.

Todo lo dicho pretende reflejar que tenemos tarea pendiente en la Universidad y el primer paso es reconocerlo, pues, como dijo Salman Rusdhie, “importa, siempre importa, llamar basura a la basura. Hacer lo contrario es legitimarla”.

¿Será la de Donald Trump una «presidencia imperial»?

Uno de los temores que han manifestado las personas preocupadas por la victoria de Donald Trump en las elecciones del 8 de noviembre se refiere a su capacidad para ejercer la que Arthur Schlesinger denominó la “presidencia imperial”, entendida como una institución progresivamente exenta de control y propensa a asumir poderes más allá de lo permitido por la Constitución. 

La idea de una presidencia poderosa encontró un hábil defensor en Woodrow Wilson, quien sostuvo que el Presidente es la piedra clave, “la fuerza unificadora en nuestro complejo sistema, el líder al mismo tiempo de su partido y de la nación” y puso de relieve que el Presidente es el único que representa “al pueblo en su conjunto”, que “no representa a una circunscripción, sino a la totalidad del pueblo”. La nación, continúa, “carece de otro interlocutor político”, el Presidente posee la “única voz nacional en los asuntos”. El “instinto del país se dirige hacia la acción unificada, y ansía un líder individual”, de modo que una vez que [el Presidente] ha obtenido “la admiración y confianza del país (…) ninguna otra fuerza individual puede resistírsele; ninguna combinación de fuerzas podrá fácilmente dominarle”. Insiste que “si interpreta correctamente el pensamiento nacional y lo defiende con tenacidad, carece de freno”.

Con posterioridad esta idea ha sido sustentada a través de la teoría del “ejecutivo unitario”, que promueve la maximización de las prerrogativas presidenciales. A ello ha contribuido el hecho de que, como es sabido, los límites de los poderes del Presidente distan mucho de estar claros en el sistema constitucional norteamericano. En todo caso, los denominados “Presidentes fuertes” en la historia norteamericana son aquellos que se aproximan a la imagen proporcionada por Woodrow Wilson. 

Este fenómeno encontró en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 un caldo de cultivo adecuado para su exacerbación y permitió que el presidente Bush reviviera la “teoría de los poderes inherentes” sin levantar en los ciudadanos ni en los otros poderes constitucionales un rechazo como el que en su día tuvo el presidente Truman cuando el Departamento de Justicia defendió la decisión presidencial de intervenir empresas de fabricación de acero, dentro del esfuerzo bélico de la guerra contra Corea. 

Además, el Presidente es el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos aunque, al menos en la teoría constitucional (Sección Octava del Artículo I), corresponde al Congreso declarar la guerra y decidir sobre el presupuesto militar y, de acuerdo con la War Powers Act, de 1973, el Presidente debe informar al Congreso sobre ciertas cuestiones bélicas aunque, en la práctica, es conocido que el Presidente de Estados Unidos emprendió numerosas intervenciones militares en el extranjero sin previa declaración de guerra ni autorización del Congreso; por ejemplo, el bombardeo de Kosovo ordenado por Clinton o, mucho antes, el envío de tropas a Corea del Sur, decidido por Truman sin que acudiera al Congreso, ni siquiera después de que se llevara a cabo dicha actuación y que, en consecuencia, cabría calificar de inconstitucional.

La Constitución de Estados Unidos también atribuye al Presidente (Sección 2 del Artículo II) la “facultad, con el consejo y consentimiento del Senado, para celebrar tratados, con tal de que den su anuencia dos tercios de los senadores presentes, y propondrá y, con el consejo y sentimiento del Senado, nombrará a los embajadores, los demás ministros públicos y los cónsules…” Es decir, le otorga la iniciativa en asuntos vinculados con la diplomacia, si bien esta competencia es compartida con el Congreso. En lo que al Presidente se refiere, su actividad en la materia se concreta, entre otras actuaciones, en tomar decisiones en relación con hechos de índole internacional; proponer iniciativas legales en el interior; impulsar acuerdos internacionales; emitir declaraciones políticas y aplicar lo que se considere que debe ser la acción política norteamericana en las relaciones exteriores.

Otra facultad del Presidente es la de vetar las iniciativas del Congreso. Existen dos tipos de veto: el ordinario, mediante el cual el rechazo expreso del Presidente en el plazo de diez días hace que la ley se devuelva al Congreso para ser tramitada de nuevo con las objeciones que aquél haya formulado, y el llamado veto de bolsillo, que invierte la regla de la promulgación por defecto: si antes de que transcurra el plazo de diez días el Congreso finaliza su periodo de sesiones y el Presidente no firma ni tampoco veta la ley, entonces la ley se considera no promulgada (porque se entiende que no puede “volver” al Congreso, ya que no está en sesión). La principal diferencia entre uno y otro veto es que el ordinario puede ser superado por el Congreso mediante votación de dos tercios en cada una de las Cámaras, mientras que el veto de bolsillo no, porque, como ya hemos dicho, el Congreso ya no está en sesión. Parece, no obstante, que en un contexto de “gobierno unificado” -Presidencia y Congreso en manos republicanas- el poder de veto será menos usado.

Finalmente, la presidencia tiene un importante papel en la función legislativa: aunque las iniciativas pueden surgir de los congresistas, en los últimos años, los mensajes del Presidente, de un miembro de su gabinete, o del Director de alguna agencia independiente, dirigidos a los Presidentes de la Cámara de Representantes o del Senado, se han convertido en la principal fuente de proyectos de ley. En consecuencia, la mayoría de los proyectos enviados por el Ejecutivo entran inmediatamente en la correspondiente Comisión, por decisión de los Presidentes de cualquiera de las dos Cámaras. Y existen muchos momentos a lo largo del procedimiento legislativo (en subcomisión, en comisión, en el debate del orden del día, en la Comisión General, o en la comisión conjunta, o finalmente en el Pleno) en los que la Casa Blanca puede influir sobre el Congreso.

Vemos, en conclusión, que tanto la teoría como la práctica constitucionales otorgan un extraordinario poder al Presidente. Lo que ocurra finalmente con el ejercicio de ese poder por parte de Donald Trump dependerá, por una parte, de los condicionamientos fácticos que puedan surgir en los planos político, económico, internacional,…, no siendo desdeñable la presión que, sin duda, van a ejercer, valga la redundancia, los potentes lobbies norteamericanos; por otra parte, aunque el Congreso esté en manos republicanas tal cosa no implicará, por las propias características del sistema de partidos norteamericano, que acepten sin más las propuestas presidenciales; tampoco hay que dar por sentado que un hipotético Tribunal Supremo más conservador vaya a validar cualquier propuesta legislativa. A lo anterior hay que añadir las presiones provenientes de la sociedad estadounidense, que, en numerosas ocasiones, ha demostrado su capacidad de movilización. Ya Lincoln sentenció “public sentiment is everything. With public sentiment, nothing can fail; without it, nothing can succeed… He makes statutes and decisions possible or imposible to be executed”.

Texto publicado en La Nueva España el 19 de  noviembre de 2016.

Las elecciones norteamericanas y The Big Bang Theory.

Quien haya visto algunos capítulos de la serie The Big Bang Theory recordará dos personajes secundarios y contrapuestos: la doctora Beverly Hofstadter, la madre de Leonard, es una neurocientífica tan prestigiosa como arrogante, que juzga de forma constante a todo el mundo y que desprecia a quien considera inferior intelectualmente; Mary Cooper, la madre de Sheldon, es una cristiana fanática, que no se priva de hacer comentarios de tipo racista o xenófobo, y que no tiene más preocupaciones que sobrellevar, con recurrentes lecturas de la Biblia, una vida difícil en un pueblo de Texas.

Simplificando mucho las cosas, la dialéctica que enfrenta a estas dos mujeres en la serie citada podría representar la contienda electoral que culminó el 8 de noviembre con la victoria de Donald Trump “Cooper” y la derrota de Hillary Clinton “Hofstadter”. Obviamente, no se quiere decir que todos los votantes de Trump sean como los paletos de Texas ni que todos los de Clinton sean sofisticados e inteligentes como los profesionales de éxito de las Costas Este y Oeste. Lo que se quiere expresar es que en una votación realmente democrática el peso electoral de una brillante neurocientífica no es superior al criterio de una fanática religiosa que no ve más allá de la Biblia y eso debe ser así porque la primera no tiene, a priori, mayor grado de discernimiento político que la segunda: primero, porque lo que finalmente resulte  bueno o malo en este ámbito no es algo universal, científico u objetivable de antemano, sino que dependerá de múltiples factores que o bien no son conocidos en el momento de votar o bien no son controlables por quien ostenta la dirección política del país, máxime desde que, como teorizó Ulrich Beck, vivimos en la sociedad del riesgo;  en segundo lugar, porque elegir una opción en unas elecciones no es un acto intrínsecamente mejor o peor que votar por otra; dependerá, como es lógico, de la propia situación del elector, de sus problemas, carencias, necesidades, aspiraciones e ideales, y aquí caben tantas motivaciones como personas, como expresión máxima de la pluralidad propia de una sociedad democrática. En tercer lugar, el resultado de una elección como la norteamericana expresa la intervención política de millones de personas -en la que nos ocupa, 118.482.609-, y, salvo que tengamos un ego tan grande como el de Sheldon Cooper, la participación electoral de ese volumen de personas la convierte en algo “inteligente” en los términos que explica James Surowiecki (Cien mejor que uno), porque cumple con las condiciones que hacen a una multitud “sabia”: hubo diversidad de opiniones, primero en unas competidas -especialmente en el bando republicano- primarias y luego en una elección presidencial plural; los electores han actuado de manera independiente, al margen de la obvia influencia que se ha tratado de ejercer desde diferentes ámbitos; ha habido descentralización, pues han confluido, al menos, tres procesos electorales de diferente ámbito y, finalmente, se ha producido la agregación que comporta todo proceso electoral.

Puede parecer chocante, quizá incluso provocador, decir ésto viendo que la victoria de Trump ha sido la de un candidato con menos votos populares que la segunda clasificada, pero eso es algo inherente a ciertos sistemas mayoritarios, donde lo importante no es ganar por muchos votos sino vencer en los sitios donde es importante. Por cierto, y no para que sirva de consuelo, en España con el 44% de los votos se puede conseguir el 53% de los escaños; es decir, una mayoría absoluta de diputados sin mayoría absoluta de votantes.

Por si fuera poco, el sistema presidencial norteamericano se ha convertido en un mecanismo plutocrático de pugna por el poder, pues únicamente personas millonarias o con inmensa capacidad de captación de fondos, pueden sobrevivir a campañas tan prolongadas como costosas. Además, en la mayoría de los estados norteamericanos se excluye políticamente a los presos (más de 5 millones de personas), se exige que el registro censal lo hagan los propios ciudadanos y no la Administración, lo que dificulta la participación, y hay una influencia perversa de los grupos de interés en las campañas electorales. Pero todas estas condiciones, y otras que ahora no hace falta mencionar, no las ha creado Donald Trump ni fueron cuestionadas por la aspirante demócrata, como tampoco las impugnó -al menos no hizo nada para cambiarlas- el Presidente Obama, que venció en dos comicios con las mismas reglas que el que ha dado la victoria a Trump.

Por todo ello, parece que lo democrático es aceptar con la máxima elegancia posible -es llamativa en este sentido la no comparecencia ante seguidores y voluntarios de la candidata derrotada- el resultado final, al margen de que a uno le guste o le inquiete. Y eso presupone no descalificar a los votantes de Trump como si los de Clinton fueran esencialmente mejores o como si los que vivimos a varios miles de kilómetros del escenario electoral supiéramos mejor que una cristiana integrista de Texas lo que es mejor para ella, para su país o, incluso, para el mundo entero.

Texto publicado, vía Agenda Pública, en varios periódicos del Grupo Vocento.

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Elecciones presidenciales en Estados Unidos (IV): peculiaridades del sistema electoral.

El peculiar sistema electoral presidencial en Estados Unidos contiene una serie de previsiones que han de ser tenidas en cuenta para entender el proceso que culminará, si no hay recursos judiciales, el próximo día 8; es decir, el “primer martes de noviembre después del primer lunes”.

En primer lugar, no es un sistema de elección directa de la Presidencia, como sí lo es, por ejemplo, el mexicano, el brasileño, el argentino o el ruso, sino que los ciudadanos que voten el martes, o lo hayan hecho antes mediante la fórmula del sufragio anticipado, lo harán por unos electores, que, a su vez, son los que nombran al Presidente. Esos electores de primer grado forman el Colegio Electoral” presidencial, compuesto por 538 personas, cifra que resulta de la suma de los 100 senadores que integran la Cámara Alta, los 435 congresistas que componen la Cámara de Representantes y los 3 delegados de Washington D. C. A su vez, cada Estado aporta al Colegio Electoral un conjunto de electores igual a la suma de sus representantes más sus senadores o delegados.

El reparto de los 538 electores se hace en proporción a la población de los  Estados y es el que aparece en el siguiente mapa:

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Una cuestión muy relevante es que la asignación de votos para el Colegio Electoral presidencial se atribuye en su totalidad, salvo en dos casos -los Estados de Maine y Nebraska, donde hay un reparto proporcional a los votos obtenidos-, al candidato vencedor en el Estado, con independencia de la diferencia obtenida. Es decir, que una hipotética victoria mínima en California, el Estado más poblado y con mayor número de miembros en el Colegio Electoral, supondría de manera automática la obtención de los 55 electores. Y puesto que, como ya se ha dicho, el Colegio se compone, en la actualidad, de 538 compromisarios en total, en las elecciones de 2016, como ya ocurrió en las de 2012, hace falta el voto favorable de 270 para ser elegido Presidente.

Este sistema permite que, en la teoría y en la práctica, una persona con mayor aceptación popular no resulte elegida como presidenta, algo que resultaría imposible con un mecanismo de elección directa pura. La clave puede estar en ganar en los Estados que cuentan con mayor número de electores, como California (55), Texas (38), Nueva York (29), Florida (29), Pennsilvania (20) o Illinois (20). Y ese desfase entre voto popular y voto electoral ocurrió, por mencionar el último caso, en el año 2000, cuando George W. Bush se convirtió en Presiente al conseguir 271 votos electorales mientras que Al Gore llegó a los 266; sin embargo, Gore había conseguido más votos populares: 50.992.335 frente a los 50.455.156 del luego Presidente.

Conviene recordar, además, algunos aspectos controvertidos del régimen electoral norteamericano: en primer lugar, si Estados Unidos ofrece un ejemplo negativo de lo que no debe incluir un sistema electoral lo encontramos en la exclusión del sufragio que sufren los presos, el grupo más numeroso de ciudadanos que, reuniendo los requisitos para ser titulares del sufragio (nacionalidad, mayoría de edad, capacidad de discernimiento), están privados de su ejercicio, estimándose que en las elecciones presidenciales esta exclusión puede afectar a más de cinco millones de personas. Todos los Estados, salvo Maine, Massachusetts, Utah y Vermont, tienen previsiones legales que excluyen a los presos y, en algunos casos, a las personas en libertad condicional; en diez Estados la exclusión del derecho se extiende de por vida, aunque la persona ya hubiera extinguido su condena. El Tribunal Supremo ha avalado la capacidad de los Estados para privar a los presos del sufragio, amparándose en la dicción de la Enmienda XIV, donde se excluye por “participar en rebelión o en otro delito”.

Otra cuestión problemática en el derecho electoral norteamericano es la relativa a la inscripción en el censo electoral como exigencia previa para el ejercicio del sufragio, lo que representó durante mucho tiempo una forma de exclusión encubierta por motivos de raza en tanto se requerían pruebas de conocimiento y alfabetización, que afectaban sobre todo a las personas afroamericanas. Hoy este requisito tiene carácter legal y debe ser solicitado por las personas interesadas en votar, lo que no es, desde luego, lo más aconsejable si lo que se quiere es incentivar la participación, para lo que resulta mucho más efectiva la inscripción de oficio por parte de la Administración Electoral.

Desde el año 2011, varios Estados han venido aprobando normas relativas a la identificación de los votantes con el argumento de combatir los fraudes electorales. En Kansas, Carolina del Sur, Tennessee, Texas y Wisconsin las leyes estatales exigen que los electores cuenten con algún tipo de identificación administrativa, lo que implica que los carentes de permiso o licencia de conducir o de pasaporte deben solicitar algún documento acreditativo, lo que suele desincentivar la participación de las personas con menos recursos económicos y culturales. Además, en Estados como Florida, Georgia, Ohio, Tennessee y Virginia Occidental entraron en vigor disposiciones que reducen los periodos de votación anticipada, lo que, teniendo en cuenta el carácter laboral de la jornada electoral, puede ser un obstáculo adicional para la participación.

 

The West Wing: la política como promesa.

Acaba de publicarse en la editorial Tirant lo Blanch, dentro de la colección Cine y derecho que dirige el profesor Javier de Lucas, el libro The West Wing: la política como promesa (pinchando en el enlace pueden leerse las 20 primeras páginas) donde, a partir de la serie creada por Aaron Sorkin, he intentado construir un relato sobre el sistema político y constitucional norteamericano cuyo hilo conductor está formado por una amplia selección de las decenas de secuencias en las que, a través de unos guiones que son auténticas piezas literarias, vemos, entre otras muchas cosas, cómo se prepara una campaña presidencial, como son las “primarias” en Iowa, New Hampshire,…  y en el resto de los Estados, “supermartes” incluidos, cómo se forma un gabinete de gobierno, cómo es la relación entre la clase política y los medios de comunicación, qué tipo de problemas debe afrontar el autodenominado “líder del mundo libre”, qué errores comete, qué acciones inconfesables ordena ejecutar, cómo se hacen las leyes, en qué consiste la negociación política, qué hay de lealtad, de ambición, de envidia y de orgullo entre quienes forman parte del círculo más próximo al poder, en qué medida las instituciones responden a lo que en su día pensaron los que escribieron la Constitución, qué importancia tiene la selección de los integrantes del Tribunal Supremo, por qué los políticos norteamericanos suelen ser buenos oradores… y, sobre todo, la preocupación por el legado histórico que queda cuando un mandato presidencial llega a su fin. 

Este texto no pretende ser una guía de la serie; tampoco una descripción aséptica de cómo son y funcionan las principales instituciones norteamericanas. Intenta que la combinación entre la ficción y la realidad sirva para adentrarse conjunta e inseparablemente en el universo de influencias recíprocas que forman The West Wing (NBC) y the West Wing (Washington, D.C.).

En tal sentido, conviene recordar que entre los objetivos de Aaron Sorkin al crear la serie The West Wing estaba la reivindicación de las instituciones y el servicio público que prestan y, al margen de la innegable idealización presente a lo largo de los 155 episodios, es innegable que también se muestran los constantes fracasos, la frustración porque lo inmediato postergue lo importante, las renuncias a objetivos que se habían presentado como innegociables, las improvisaciones muy cercanas a las chapuzas,…

En todo caso, lo que no decae a lo largo de la serie es el ideal de la política como la herramienta imprescindible para las transformaciones que demanda una sociedad democrática avanzada. Por eso, no es admisible engañarse uno mismo ni dejar que el entorno le ayude a engañarse, cosa relativamente fácil, sobre todo cuando se cometen errores. Así se explica que Jed Bartlet admita con amargura pero también con cierto orgullo: “estaba equivocado. Muchas veces no sabemos lo que está bien y lo que está mal. Pero muchas veces sí y ésta es una de ellas… Ya nadie asume responsabilidades políticas… Todo el mundo lo hace, decimos. Y así vivimos en un refugio moral donde todos son responsables para que nadie sea culpable. Yo soy responsable. Yo me equivoqué…” (H. Con-172, episodio 10 de la Tercera Temporada).

En este sentido, la “Presidencia Bartlet” no sucumbre ante lo que Albert O. Hirschman denominó tesis reactivo-reaccionarias: la tesis de la perversidad, según la cual toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico nada más que sirve para exacerbar la condición que se desea remediar; la tesis de la futilidad, que sostiene que las tentativas de transformación social serán inválidas, simplemente no lograrán “hacer mella”, y la tesis del riesgo, que apela al coste del cambio o reforma propuestos y concluye que es demasiado alto pues pone en riesgo algún logro previo y valioso . 

En The West Wing se intenta, con sinceridad, mejorar la vida social, política e institucional, reformando la educación y la sanidad para hacerlas mejores y más accesibles a los ciudadanos, se defiende la necesidad de controlar la posesión de armas, luchar contra la violencia de género, mejorar las condiciones de los inmigrantes…; también se muestra la convicción de que se pueden llevar a cabo esas transformaciones, de que es posible hacer mella; finalmente, se es consciente del riesgo que pueden suponer ciertos empeños –los acuerdos de paz entre palestinos e israelíes, por mencionar un ejemplo- pero no por ello se aparcan.

Y si algo está presente en la vida política “recreada” por Aaron Sorkin es, parafraseando a Hannah Arendt, su reivindicación como un espacio de encuentro entre personas que, por definición, son diferentes y que se juntan para hablar con libertad sobre el mundo en el que viven. “En este sentido política y libertad son idénticas y donde no hay esta última tampoco hay espacio propiamente político”.  

El equipo de The West Wing no ignora que siempre habrá una tensión, por utilizar la terminología de Hanna F. Pitkin, entre el ideal y el logro; por eso no desconocen los condicionantes de la realidad política. Pero lo que sí rechazan es la negación del ideal; como reclama Pitkin, hay que construir instituciones y entrenar a individuos de tal forma que se comprometan en la consecución del interés público y, al mismo tiempo, hay que seguir siendo críticos con tales instituciones y aprendizajes con el fin de que se muestren abiertos a posteriores interpretaciones y reformas . En suma, luchan por la política como promesa.

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