El pasado sábado 29 de noviembre varios integrantes del Grupo Parlamentario Socialista declararon, en la votación que desembocó en la investidura como Presidente del Gobierno de Mariano Rajoy, “por imperativo, abstención”. Unos días antes, Javier Fernández, el Presidente de la Gestora socialista, había dicho que el acuerdo del Comité Federal era “algo imperativo. La resolución dice que el Grupo Socialista se abstendrá y abstenerse yo sólo lo entiendo en esos términos. Abstenerse no es irse o cualquier otra cosa sino que los diputados del Grupo Socialista deberán abstenerse literalmente. Ese es el planteamiento que le voy a trasladar a la dirección del Grupo para que lo haga cumplir porque es el mandato del Comité Federal”. ¿De qué tipo de imperativo se está hablando cuando la Constitución española -CE- dispone (artículo 67.2) que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”?
En el momento histórico en el que se produjo su incorporación a las instituciones representativas, la prohibición de mandato imperativo se entendió como una defensa del parlamentario frente a los electores. El mandato articulado a partir de los “cuadernos de instrucciones” y garantizado con la posibilidad de revocación del representante díscolo, que había estado vigente durante la época medieval, es rechazado en el período liberal. Es la lógica consecuencia del asentamiento del dogma de la soberanía nacional y del correlativo principio constitucional en virtud del cual el parlamentario no representa a sectores concretos de la población o a determinadas clases sociales, sino a la Nación entera; pero es también, sobre todo, producto de la confianza en el Legislador y en su procedimiento de adopción de decisiones socialmente vinculantes. Desde esta consideración decimonónica del mandato representativo, el representante porta una representatividad abstracta, referida al interés nacional y desligada de los concretos ciudadanos que lo eligieron. En otras palabras, los diputados electos dejan de ser los portavoces comisionados por los distintos sectores sociales y departamentos territoriales para exponer sus pretensiones y defender sus intereses; no son ya ni sus mandatarios, ni sus apoderados ni, en rigor, sus representantes. En realidad no son “representantes” de nadie puesto que no manifiestan una voluntad preexistente, sino que la constituyen.
Obviamente, en un Estado democrático del siglo XXI las cosas deben ser distintas a las propias del siglo XIX: la prohibición de mandato imperativo prevista en nuestra Constitución no puede implicar la desvinculación del representante de los compromisos contraídos con los electores; al contrario, es un mecanismo complementario del derecho de los ciudadanos a la participación política en los asuntos públicos, garantizado en el artículo 23.1 y que ampara al diputado frente a eventuales intromisiones en el ejercicio de su cargo promovidas o propiciadas por su partido o, lo que resulta más probable, por el Grupo Parlamentario en el que se integra, al que también pertenecen los diputados “independientes”. En suma, la prohibición del mandato imperativo supone, desde la óptica de la representación democrática, un reducto último de la libertad del parlamentario para mantenerse leal a la representatividad que porta y que deriva de la legitimación obtenida en las urnas.
Por tanto, en la votación del pasado sábado todos los parlamentarios del Grupo Socialista -pertenecientes, o no, al PSOE, incluidos los del PSC-, gozaron de plena libertad, desde una perspectiva jurídica, para acatar las instrucciones recibidas, a través de la Comisión Gestora, del Comité Federal del PSOE o del Comité Ejecutivo del PSC. Obviamente, y eso es lógico en un sistema de partidos, que son instrumento fundamental para la participación política (artículo 6 CE), y de listas cerradas y bloqueadas para las elecciones al Congreso, tanto el partido como el Grupo Parlamentario disponen de mecanismos para modular esa libertad.
Pero, en ese mismo plano jurídico-constitucional, también esos parlamentarios estaban legitimados para rechazar las citadas instrucciones y apartarse de ellas, como mecanismo básico para el propio funcionamiento democrático del sistema y como instrumento, aunque sea indirecto, de democracia interna en el seno de las formaciones políticas.
Es obvio, no obstante, que dada la “sanción política” que puede recibir el diputado a causa del ejercicio de su libertad de voto constitucionalmente protegida, la misma únicamente se producirá en casos extremos, como puede ser cuando se pretende imponerle una decisión que contradice de manera clara un compromiso electoral de especial relevancia política. Como afirmó hace años el profesor García-Pelayo en su libro El Estado de partidos (1986), “en qué medida esté dispuesto [el diputado] a hacer uso de esa garantía es una decisión personal en la que se sopesarán las lealtades, valores y roles en conflicto, así como los costos políticos de la decisión entre los que, en la mayor parte de los casos, se contará la exclusión de la clase política”.
Volviendo a lo ocurrido el sábado, la mayoría de los diputados socialistas aceptaron el “imperativo” de su partido -absteniéndose los del PSOE y votando no los del PSC- y unos pocos se ajustaron al “imperativo” propio, asumiendo el riesgo de ser excluidos de esa clase política, pero tan libres fueron los primeros como los segundos, por mucho que algunos de entre los primeros apelaran al imperativo de partido para justificar su decisión.
Texto publicado en Agenda Pública el 30 de octubre de 2016.