¿Imperativo del partido vs. imperativo del parlamentario?

El pasado sábado 29 de noviembre varios integrantes del Grupo Parlamentario Socialista declararon, en la votación que desembocó en la investidura como Presidente del Gobierno de Mariano Rajoy, “por imperativo, abstención”. Unos días antes, Javier Fernández, el Presidente de la Gestora socialista, había dicho que el acuerdo del Comité Federal era “algo imperativo. La resolución dice que el Grupo Socialista se abstendrá y abstenerse yo sólo lo entiendo en esos términos. Abstenerse no es irse o cualquier otra cosa sino que los diputados del Grupo Socialista deberán abstenerse literalmente. Ese es el planteamiento que le voy a trasladar a la dirección del Grupo para que lo haga cumplir porque es el mandato del Comité Federal”. ¿De qué tipo de imperativo se está hablando cuando la Constitución española -CE- dispone (artículo 67.2) que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”?

En el momento histórico en el que se produjo su incorporación a las instituciones representativas, la prohibición de mandato imperativo se entendió como una defensa del parlamentario frente a los electores. El mandato articulado a partir de los “cuadernos de instrucciones” y garantizado con la posibilidad de revocación del representante díscolo, que había estado vigente durante la época medieval, es rechazado en el período liberal. Es la lógica consecuencia del asentamiento del dogma de la soberanía nacional y del correlativo principio constitucional en virtud del cual el parlamentario no representa a sectores concretos de la población o a determinadas clases sociales, sino a la Nación entera; pero es también, sobre todo, producto de la confianza en el Legislador y en su procedimiento de adopción de decisiones socialmente vinculantes. Desde esta consideración decimonónica del mandato representativo, el representante porta una representatividad abstracta, referida al interés nacional y desligada de los concretos ciudadanos que lo eligieron. En otras palabras, los diputados electos dejan de ser los portavoces comisionados por los distintos sectores sociales y departamentos territoriales para exponer sus pretensiones y defender sus intereses; no son ya ni sus mandatarios, ni sus apoderados ni, en rigor, sus representantes. En realidad no son “representantes” de nadie puesto que no manifiestan una voluntad preexistente, sino que la constituyen.

Obviamente, en un Estado democrático del siglo XXI las cosas deben ser distintas a las propias del siglo XIX: la prohibición de mandato imperativo prevista en nuestra Constitución no puede implicar la desvinculación del representante de los compromisos contraídos con los electores; al contrario, es un mecanismo  complementario del derecho de los ciudadanos a la participación política en los asuntos públicos, garantizado en el artículo 23.1 y que ampara al diputado frente a eventuales intromisiones en el ejercicio de su cargo promovidas o propiciadas por su partido o, lo que resulta más probable, por el Grupo Parlamentario en el que se integra, al que también pertenecen los diputados “independientes”. En suma, la prohibición del mandato imperativo supone, desde la óptica de la representación democrática, un reducto último de la libertad del parlamentario para mantenerse leal a la representatividad que porta y que deriva de la legitimación obtenida en las urnas.

Por tanto, en la votación del pasado sábado todos los parlamentarios del Grupo Socialista -pertenecientes, o no, al PSOE, incluidos los del PSC-, gozaron de plena libertad, desde una perspectiva jurídica, para acatar las instrucciones recibidas, a través de la Comisión Gestora, del Comité Federal del PSOE o del Comité Ejecutivo del PSC. Obviamente, y eso es lógico en un sistema de partidos, que son instrumento fundamental para la participación política (artículo 6 CE), y de listas cerradas y bloqueadas para las elecciones al Congreso, tanto el partido como el Grupo Parlamentario disponen de mecanismos para modular esa libertad.

Pero, en ese mismo plano jurídico-constitucional, también esos parlamentarios estaban legitimados para rechazar las citadas instrucciones y apartarse de ellas, como mecanismo básico para el propio funcionamiento democrático del sistema y como instrumento, aunque sea indirecto, de democracia interna en el seno de las formaciones políticas. 

Es obvio, no obstante, que dada la “sanción política” que puede recibir el diputado a causa del ejercicio de su libertad de voto constitucionalmente protegida, la misma únicamente se producirá en casos extremos, como puede ser cuando se pretende imponerle una decisión que contradice de manera clara un compromiso electoral de especial relevancia política. Como afirmó hace años el profesor García-Pelayo en su libro El Estado de partidos (1986), “en qué medida esté dispuesto [el diputado] a hacer uso de esa garantía es una decisión personal en la que se sopesarán las lealtades, valores y roles en conflicto, así como los costos políticos de la decisión entre los que, en la mayor parte de los casos, se contará la exclusión de la clase política”. 

Volviendo a lo ocurrido el sábado, la mayoría de los diputados socialistas aceptaron el “imperativo” de su partido -absteniéndose los del PSOE y votando no los del PSC- y unos pocos se ajustaron al “imperativo” propio, asumiendo el riesgo de ser excluidos de esa clase política, pero tan libres fueron los primeros como los segundos, por mucho que algunos de entre los primeros apelaran al imperativo de partido para justificar su decisión.

Texto publicado en Agenda Pública el 30 de octubre de 2016.

¿Gobierno del Parlamento?

En un artículo reciente (El Gobierno del Parlamento, El País, 5 de agosto de 2016) el profesor Pablo Simón analizó las dificultades para la investidura en el actual contexto de fragmentación parlamentaria y, entre otras cosas, concluyó que “podemos ver no solo que el Gobierno tiene dificultades para aprobar sus iniciativas legislativas, sino que el propio Congreso de los Diputados gobierna a la contra”. Estando de acuerdo con varias de las cuestiones que plantea en su texto, me parece mucho más discutible que podamos encontrarnos con un “auténtico gobierno del Parlamento”. Y ello por varias razones: en primer lugar, nuestra Constitución ha configurado un entramado político e institucional en el que la figura clave para la orientación política del Estado es el Gobierno: dice el artículo 97 de la Norma Fundamental que es ese órgano el que dirige “la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes”. Este afianzamiento del Gobierno se debe, entre otras razones, a la creciente complejidad social, económica y tecnológica, y a la imperiosa necesidad de adoptar medidas, incluso de rango legal, con rapidez, para lo que la Constitución ha previsto la figura del Decreto-Ley; todo ello puede hacerlo un órgano de reducido tamaño, homogéneo en su composición y claramente jerarquizado como el Gobierno y no uno grande, heterogéneo y mucho más horizontal, como el Parlamento.

Y la preeminencia del Gobierno se muestra, precisamente, en la que, al menos en teoría, es la función esencial del Parlamento: la legislativa, pues es el Gobierno el que formula la inmensa mayoría de las iniciativas que finalmente se convierten en leyes, como se puede constatar en Gran Bretaña, Alemania o España. Y en nuestro país eso ha ocurrido en momentos en los que el Ejecutivo no contaba con mayoría absoluta en el Congreso; así, en la VIII Legislatura, en la que el PSOE gobernó con el apoyo de 164 diputados, se presentaron 152 proyectos de ley, 140 fueron aprobados, 9 caducaron, 2 se retiraron y 1 fue rechazado; por su parte, las Cámaras presentaron 261 proposiciones de ley (235 el Congreso y 26 el Senado) y únicamente 21 se convirtieron en leyes; es decir, que sin contar con mayoría absoluta, aunque sí con bastantes más diputados que los que forman hoy el Grupo Popular, prosperó el 92% de los proyectos del Gobierno y nada más el 8% de las iniciativas del Parlamento.

En segundo lugar, el Gobierno tiene el monopolio de la presentación de la norma legal más importante de cada año: el Proyecto de presupuestos, y es el Gobierno el que “controla” las enmiendas que puede plantear el Parlamento: si suponen aumento de los créditos o disminución de los ingresos, el Ejecutivo debe estar conforme para que puedan tramitarse. Es verdad que nada impide, en términos teóricos, que las Cámaras aprueben o reformen, al margen de la voluntad del Gobierno, normas legales que no impliquen ajustes presupuestarios pero, obviando ahora que cada vez es más difícil hacer reformas de calado que “no cuesten” dinero, hay que tener en cuenta que si se trata de materias propias de Ley Orgánica es imprescindible el apoyo de la mayoría absoluta de la Cámara (por ejemplo, para reformar la Ley Electoral, la de Educación o la de seguridad ciudadana) y tal cifra requiere, en el contexto actual, bien la suma de los votos de PSOE, Unidos-Podemos y Ciudadanos, o bien la de PSOE-Unidos-Podemos y los Grupos Nacionalistas. Veremos en qué materias y, sobre todo, con qué alcance pueden llegar a acuerdos estos Grupos Parlamentarios, pues no parece que sea del todo coincidente lo que piensen unos y otros del sistema electoral o el educativo. Sin olvidar que el Partido Popular tiene mayoría absoluta en el Senado y puede demorar la tramitación de las leyes y que el imprescindible desarrollo reglamentario de las leyes aprobadas correspondería, ¡cómo no!, al Gobierno. 

En tercer lugar, una vez investido por mayoría simple (más votos a favor que en contra) un Gobierno del Partido Popular, su reemplazo por un nuevo Ejecutivo a través de una moción de censura exigiría, en todo caso, el voto favorable de la mayoría absoluta (176 diputados) a la persona que encabezase esa iniciativa, cosa que tampoco parece fácil de conseguir. Y es que, tal y como está configurada en la Constitución española, la moción de censura, antes que un mecanismo de control extraordinario al Gobierno, es, más bien, un instrumento que contribuye a dotar de estabilidad a la mayoría gobernante, que lo seguirá siendo mientras no haya un acuerdo muy amplio para sustituirlo.

Finalmente, y ante la tesitura de un Congreso que pudiera poner en peligro con su actividad legislativa la “obra” del Gobierno del Partido Popular en la pasada Legislatura o que se negara a aprobar “su” proyecto de presupuestos,  el Ejecutivo cuenta con una importante arma disuasoria -más en el contexto actual de crisis del Partido Socialista y de no aparente crecimiento de Unidos-Podemos y Ciudadanos-: la disolución de las Cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones, algo que podrá hacer una vez haya transcurrido un año desde la anterior disolución. Y este período de tregua vence el 3 de mayo de 2017; es decir, dentro de poco más de seis meses el Presidente del Gobierno tendrá a su disposición la posibilidad de poner punto final a esta Legislatura y mandar a casa a la mayoría de sus señorías; eso sí, continuando el Gobierno, como ha ocurrido a lo largo del último año, en funciones. 

Con todo ello, me temo que es más probable un Gobierno que siga campando por sus fueros, aunque, obviamente, éstos sean menos extensos que en la pasada Legislatura, que un auténtico “gobierno del Parlamento”.

Texto publicado en el Periódico, vía Agenda Pública, el 25 de octubre de 2016.

Las proposiciones no de ley y otras cosas del querer.

El pasado 21 de septiembre el Grupo Parlamentario Confederal de Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea presentó la Proposición no de Ley relativa a la reforma integral del sistema de permisos y prestaciones de paternidad y maternidad para el cuidado y atención de menores en casos de nacimiento, adopción o acogida. Dicha iniciativa fue debatida y sometida a votación el 18 de octubre y resultó aprobada (173 votos a favor, 2 en contra y 164 abstenciones) con modificaciones resultantes de una enmienda  transaccional presentada por el Grupo Parlamentario Socialista, el Grupo Parlamentario Confederal de Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea y el Grupo Parlamentario Vasco. Ese mismo día varios medios de comunicación coincidieron en titular, en sus ediciones electrónicas, “el Congreso aprueba igualar los permisos de maternidad y paternidad en 16 semanas”. 

¿Quiero ello decir que se han modificado las normas legales que regulan los permisos de maternidad y paternidad (Estatuto de los Trabajadores, Ley General de la Seguridad Social, Estatuto del Empleado Público) y por ello el permiso “será de igual duración para cada cuidador/a; intransferible en su totalidad; con una prestación del 100% de la base reguladora; y con igual protección del puesto de trabajo durante el ejercicio de los derechos de maternidad y paternidad” (Texto de la PNL)? En absoluto.

Lo único que ha supuesto la aprobación de esa iniciativa es que el Congreso de los Diputados ha “instado” al Gobierno a que tramite “de forma inmediata una reforma integral del sistema de permisos y prestaciones de paternidad y maternidad para el cuidado y atención de menores en casos de nacimiento, adopción o acogida”. ¿Y qué ocurre si el Ejecutivo no lo hace? Nada; el Gobierno puede no presentar dicha reforma sin que ello le suponga mayores consecuencias; es más, en el supuesto de que sí aprobara un proyecto de ley en esta materia podría decir que lo hace por iniciativa propia y no a instancias del Congreso, de manera que podría intentar rentabilizar políticamente en exclusiva ese hipotético cambio normativo. 

Este caso es una buena muestra, al menos a juicio del firmante de estas líneas, de la inoperancia, más allá de la instantánea parlamentaria, de este tipo de iniciativas, a las que se refieren los artículos 193 y siguientes del Reglamento del Congreso (“Los Grupos Parlamentarios podrán presentar proposiciones no de ley a través de las cuales formulen propuestas de resolución a la Cámara”). Sin embargo, y pese a que es el Gobierno el que decide si “quiere”, o no, actuar en el sentido que se le insta –cosa menos probable todavía si la petición viene de los Grupos de la oposición- éstos últimos presentan iniciativas de este tipo con un entusiasmo digno de mejor causa: así, en la última Legislatura “larga” -la X (2011-2015)- se registraron 1.315 proposiciones no de ley ante el Pleno del Congreso y 3.921 en Comisión; es decir, un total de 5.236 y, como es fácil suponer, sobre los temas más diversos: desde la regulación de la prestación ortoprotésica al bacheo y la señalización urgente en la A-6 en el tramo comprendido entre los kilómetros 420 y 440, pasando por una nueva ley de la violencia de género, el incremento del salario mínimo,…

Lo que llama la atención de alguna de estas iniciativas es que adopten la forma de proposiciones no de ley cuando lo que se pretende es aprobar o modificar una norma legal; parecería más lógico que en estos casos lo que se intentara aprobar fuera una proposición de ley, para lo que están legitimados (artículo 126 del Reglamento) un Diputado con la firma de otros catorce miembros de la Cámara y un Grupo Parlamentario con la sola firma de su portavoz. Estas proposiciones deber ir acompañadas de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para poder pronunciarse sobre ellas. Pues bien, frente a las 5.236 proposiciones no de ley presentadas en la X Legislatura, en ese mismo ámbito se presentaron 217 proposiciones de ley de Grupos Parlamentarios del Congreso y 1 proposición de ley de Diputados; es decir, 218.

Puede pensarse que esta gran diferencia numérica se debe a que si la proposición de ley implica -como sería en el caso de los permisos de maternidad y paternidad- aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios, el Gobierno debe manifestar su conformidad y no parece fácil que tal cosa ocurra si, como ya se ha apuntado, la iniciativa viene de la oposición.

No obstante, en pasadas Legislaturas encontramos precedentes en los que el Gobierno no se mostró contrario a dichas propuestas y, en todo caso, una proposición de ley, además de permitir a sus proponentes ofrecer un diseño muy acabado de lo que pretenden aprobar, obliga a que el Gobierno pague, al menos, el precio político de manifestar que no está conforme con una proposición que puede tener un amplio respaldo social.  A mayor abundamiento, y como si hubiera cierto interés del Congreso en empequeñecerse mientras el Gobierno se agranda, se ha acudido a la fórmula de las proposiciones no de ley cuando lo que se pretendía era aprobar una reforma legal sin coste económico alguno, como ocurrió en su día con el matrimonio entre personas del mismo sexo: el Congreso podía aprobar su introducción sin necesidad de pedirle un proyecto, por lo demás sencillo, al Gobierno, pero en lugar de cambiar directamente el Código Civil el Congreso instó al Ejecutivo a que iniciara esa reforma.

En suma, la aprobación de una iniciativa legislativa por el Congreso quizá no sea mucho, pero ante un Ejecutivo fortalecido constitucionalmente en sus atribuciones y con creciente desprecio a las exiguas posibilidades de control de la oposición, ésta debe ser especialmente exigente consigo misma si aspira, cuando menos, a hacerse respetar y no a recibir algún cariño de un Gobierno poco dado a esas efusividades.

Texto publicado por Colpisa, vía Agenda Pública, el 20 de octubre de 2016.

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¿Qué hacer (jurídicamente) con la gestación por sustitución?

El pasado 29 de septiembre de 2016 intervine en el ciclo de charlas que organiza la Sociedad Internacional de Bioética (Sibi) en Gijón. Cuando el doctor Marcelo Palacios, presidente del Comité Científico de la Sibi, me invitó le propuse hablar de la gestación por sustitución.

¿Por qué la gestación por sustitución? Opté por este tema por tratarse de una cuestión controvertida en diferentes ámbitos (jurídico, médico, filosófico, sociológico, político,…) y porque no me parece fácil dar una respuesta del todo satisfactoria.

¿Por qué hablo de gestación por sustitución? A efectos terminológicos, y aunque no es la única denominación –es casi tan frecuente aludir a la maternidad subrogada o, directamente, hablar de “vientres de alquiler”-, preferí hablar de gestación por sustitución porque, jurídicamente, refleja bien de lo que se trata y es la expresión empleada por la Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida, por el Tribunal Supremo español y por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. 

¿Cómo se evidencia la controversia que genera esta cuestión? En primer lugar, y sin entrar en perspectivas de análisis no jurídicas, nos encontramos con que es una práctica admitida y prohibida en un mismo país -hay Estados norteamericanos que la permiten (California, Nevada,…) y otros que no (Arizona, Indiana,…)- y en un ámbito jurídico similar -en Europa se prohíbe en España, Francia, Italia o Alemania y se permite en Gran Bretaña, Holanda, Bélgica o Portugal). Cuando es legal, el régimen jurídico es diferente, pues hay lugares donde es una actividad “mercantilizada” (California, Grecia, Rusia, Ucrania) mientras que en otros es “altruista” (Gran Bretaña, Sudáfrica, Canadá).

En segundo lugar, cuando se admite legalmente esta práctica es necesario tener en cuenta que puede generar un gran número de importantes problemas: el principal es si no se está dando carta de naturaleza jurídica a una forma de explotación de las mujeres más vulnerables, convirtiéndolas en mero instrumento al servicio de los deseos y expectativas de negocio de otros. Si se contesta que no a esta cuestión esencial hay que responder a otras varias: ¿será algo susceptible de ser retribuido o debe ser necesariamente (al menos en apariencia) gratuito? ¿Pueden acogerse a ella todas las personas o solo las que no puedan tener descendencia de otra manera? ¿Se admite la intermediación privada o tendría que ser algo gestionado por los servicios públicos de salud? ¿Cabe publicitar esta actividad? ¿Quién decide sobre la interrupción voluntaria del embarazo? ¿Es posible la revocación del compromiso tanto por las personas comitentes como por la madre gestante? ¿En qué momento renuncia a la maternidad la madre gestante? ¿Antes del embarazo o después del parto? ¿Y si la gestación provoca daños físicos y psíquicos a la mujer gestante? ¿Y si fallecen antes del parto las personas comitentes?…

Al respecto, y a modo de breves ejemplos, se puede recordar que en el Estado de California las personas comitentes son los progenitores legales, tengan o no conexión genética con los nacidos, siendo irrelevante su estado civil y su orientación sexual; el contrato es la “ley”. En Rusia, sin embargo, está vetada a parejas del mismo sexo y hombres solos. En Gran Bretaña se admite el pago de gastos y del lucro cesante; la madre gestante decide, después del parto, si renuncia a su condición; está prohibida la publicidad. En Sudáfrica los acuerdos previos deben ser validados por los tribunales; la madre gestante debe tener, al menos, un hijo y si aportó el óvulo puede romper el acuerdo y reclamar su condición.

Pero, en tercer lugar, la prohibición de la gestación por sustitución no elude la necesidad de dar respuesta a una cuestión fundamental: ¿qué estatuto jurídico tienen los nacidos por esta vía y que están físicamente en el país –España, por ejemplo- que prohíbe esa práctica que ha sido llevada a cabo en un lugar donde es legal? ¿No será una regulación “elitista” que no impide a las personas con recursos acudir a otro país para eludir el veto nacional? A lo anterior hay que añadir algo importante en el plano legal y que vincula a todos los estados miembros del Consejo de Europa, admitan o prohíban la gestación por sustitución: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado (asuntos Mennesson y Labasee c. Francia, de 26 de junio de 2014), que no cabe colocar a los menores nacidos por gestación por sustitución en una situación de incertidumbre jurídica que socave su identidad dentro de la sociedad; tampoco que resulten perjudicados sus derechos en materia de ayudas familiares, educación o cuestiones sucesorias. Dicho con otras palabras, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no reconoce un derecho a tener hijos por esta vía pero una vez que han nacido no pueden ser ignorados ni tener menos derechos que los demás. si bien no se deduce de ella que deba permitirse o regularse tal práctica en la normativa estatal, sí parece claro que la libertad legislativa de los Estados tiene límites que el Tribunal puede controlar a afectos de proteger el interés de los hijos nacidos por estas prácticas. Al respecto conviene recordar que la Constitución española establece, en su artículo 39, que los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia así como “la protección integral de los hijos, iguales éstos ante la ley con independencia de su filiación…”

En este sentido, la Sala de lo Social del Tribunal Supremo dictó una sentencia el 16 de noviembre de 2016 (Resolución 953/2016) en la que la cuestión que se plantea es si procede reconocer prestación de maternidad a favor de la trabajadora que, en virtud de un contrato de gestación por sustitución, aparece como madre, en el Registro Civil Consular de Estados Unidos, del niño nacido de la madre biológica que ha renunciado a la filiación materna. La Sala de lo Social da la razón a la trabajadora con, entre otros, los siguientes argumentos:

Primero: La nulidad de pleno derecho del contrato de gestación por sustitución, establecida en el artículo 10 de la Ley 14/2006, de 26 de mayo , no supone que al menor que nace en esas circunstancias se le priven de determinados derechos. Hay que distinguir dos planos perfectamente diferenciados, a saber, el atinente al contrato de gestación por sustitución y su nulidad legalmente establecida y la situación del menor, al que no puede perjudicar la nulidad del contrato…

Cuarto: De no otorgarse la protección por maternidad al menor nacido tras un contrato de gestación por subrogación, se produciría una discriminación en el trato dispensado a éste, por razón de su filiación, contraviniendo lo establecido en los artículos 14 y 39.2 de la Constitución…

Sexto: En el supuesto de maternidad por subrogación se producen también las especiales relaciones entre la madre y el hijo, durante el periodo posterior al nacimiento del menor, por lo que han de ser debidamente protegidas, en la misma forma que lo son los supuestos contemplados en el artículo 133 bis de la LGSS, maternidad, adopción y acogimiento…

En conclusión, y a efectos de la situación en nuestro país, caben dos opciones: a) mantener la prohibición actual; b) admitir la gestación por sustitución.

Si se opta por la primera hay, no obstante, que introducir reformas legales para, con carácter general, reconocer la filiación de los nacidos por esta vía en otros países, dando validez a las  certificaciones emitidas por los Estados permisivos salvo que supongan un perjuicio para los menores, lo que habría que demostrar en cada caso. Además, tendrían que contemplarse medidas que aparten a los menores de los padres comitentes en los casos de tráfico de personas, explotación sexual, violencia… teniendo siempre claro que el interés prevalente es el del menor.

Si se opta por legalizar la gestación por sustitución, tendría que estar abierta a toda persona al margen del estado civil, orientación sexual,… pero cabría  condicionarla a personas que no pueden tener descendencia. Sería fundamental verificar la voluntariedad de la madre gestante, pudiendo exigirse una edad mínima, la residencia en España y que ya tenga uno o varios hijos propios. Los comitentes también tendrían que residir en España. Adicionalmente, puede limitarse el número de gestaciones subrogadas, tanto por los comitentes como por la gestante. Otra cuestión no trivial es decidir si se practica dentro del sistema público de salud, o no; por último, y en relación con ello, si se admite un sistema de retribución o uno altruista con compensaciones económicas no hipócritas; es decir, que no encubran un precio real.

Una versión reducida de este texto se publicó en La Nueva España el 14 de octubre de 2016, acompañada de esta ilustración.

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