Hace casi cuarenta años, Ignacio de Otto publicó el libro Qué son la Constitución y el proceso constituyente (La Gaya Ciencia, Barcelona, 1977). El que fuera profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo hasta su prematura muerte en 1988, poco antes de cumplir los 43 años, dejó aquí, como en otros textos bien conocidos (“Derecho Constitucional. Sistema de fuentes”, “Estudios sobre derecho estatal y autonómico”, “Defensa de la Constitución y partidos políticos”, “Estudios sobre el Poder Judicial”,…, todos ellos recogidos en sus Obras completas), pruebas de su extraordinario talento jurídico, de su gran capacidad analítica y de su magistral rigor expositivo. Lo que sigue a continuación no es más que un recordatorio de lo que él dijo a propósito de las diferencias entre una reforma total de la Constitución y un proceso constituyente. Creo que sus explicaciones tienen plena vigencia y pueden ser útiles para que cuando se debatan estas cuestiones, como está ocurriendo en los últimos tiempos, quede claro, al menos en el plano teórico, de qué hablamos cuando hablamos de la reforma de la Constitución y de un proceso constituyente.
En primer lugar debe señalarse que si la pretensión de llevar a cabo importantes cambios políticos va acompañada de la intención de modificar el texto constitucional –de ambas cosas se habla en estos días-, hay que concluir que contar con una Constitución no es algo banal: si lo fuera, no tendría sentido defender su reforma o su abandono por un nuevo texto fundamental. Y es que no puede ser trivial una norma que, entre otras cosas, establece quién manda, cómo manda y para qué manda. Dicho lo anterior, hay que añadir de inmediato que no es únicamente la Constitución la que tiene respuesta a esos tres interrogantes; es obvio que hay que tener en cuenta la existencia de poderes sociales y económicos, de un proceso de integración europea, de la globalización,… En todo caso, ningún Estado moderno ha prescindido de la Constitución y ésta es, en los Estados democráticos, una norma jurídica “abierta”, que, como tal, garantiza que se puedan realizar diferentes alternativas políticas.
En segundo lugar, y entrando en materia, la reforma total de la Constitución y el proceso constituyente tienen en común que pretenden aprobar una nueva Norma Fundamental y no meros retoques de la existente. No obstante, enlazando con lo anterior, aquí debe añadirse que la reforma total puede implicar una “revolución” respecto a la Constitución anterior si nada queda excluido, como ocurre con la vigente Constitución española, de la posibilidad de ser reformado, incluido el propio sistema democrático. Se ha dicho al respecto que tal eventualidad –acabar con la democracia por vías democráticas- sería un fraude, pero tal acusación no se sostiene jurídicamente y, desde la perspectiva política, si la voluntad popular aprueba una reforma de esa índole es porque ya ha abandonado el ideal democrático.
Si la reforma total y el proceso constituyente coinciden en buscar un nuevo texto constitucional difieren, en primer lugar, en los procedimientos: la reforma total se lleva a cabo según lo previsto en la Constitución que se va a transformar (art. 168 en el caso español); el proceso constituyente parte de la negación de cualquier vínculo entre la nueva Constitución y la que podría existir antes: o no hay Constitución previa o se actúa como si no existiera (la vigente Constitución portuguesa es un buen ejemplo). Ahora bien, ni la reforma total tiene que suponer una total continuidad con el sistema político anterior ni el proceso constituyente implica, de forma ineludible, una ruptura total.
En segundo lugar, la reforma total de la Constitución ocurre mientras sigue vigente la Norma Fundamental que se va a reemplazar y, con ella, el resto del ordenamiento jurídico; hay, pues, continuidad, y no provisionalidad, aunque la entrada en vigor del nuevo texto implicará la derogación del precedente y, en su caso, de un buen número de otras normas. En proceso constituyente lo que hay es un “período provisional”, más amplio que el propio proceso de elaboración de la Constitución, pues en ese período se incluyen, además, los actos preparatorios del propio proceso constituyente: volviendo al ejemplo portugués, el período provisional empezó el 25 de abril de 1974, con la “Revolución de los claveles”, pero el proceso constituyente se abrió más tarde; lo mismo ocurrió en España en 1931, donde el período provisional empezó el 14 de abril de ese año.
En tercer lugar, en la reforma de la Constitución actúan poderes constituidos y lo hacen de acuerdo con reglas preexistentes; en el proceso constituyente gobiernan poderes provisionales, que suelen ser los que marcan las pautas propias de elaboración de la nueva Constitución: convocatoria de elecciones para una Asamblea Constituyente, preparación de borradores,…
En cuarto lugar, el proceso de reforma de la Constitución no cuestiona la validez de lo que sucede a lo largo de ese lapso temporal; en el período provisional las cosas no están tan claras y todo dependerá de que lo diga luego al respecto la Constitución que rompe con el sistema anterior.
Finalmente, la participación popular en un proceso de reforma constitucional estará condicionada a lo que disponga la Constitución que se cambia, aunque es habitual que se contemple, cuando menos, un referéndum de aprobación definitiva; en un proceso constituyente democrático va de suyo que exista dicha intervención ciudadana en diversos momentos: eligiendo una Asamblea Constituyente, aportando propuestas al proyecto, ratificando el texto mediante referéndum…
Las cosas, al menos en la teoría, están claras. Sería bueno que los diferentes actores políticos en presencia también lo fueran y nos explicarán qué pretenden hacer, cómo y con qué finalidad, sea a través de un proceso constituyente o de una reforma, total o parcial, de la Constitución.
Texto publicado en Agenda Pública el 17 de febrero de 2016.