Elecciones en Estados Unidos (II): los excluidos del sufragio.

En una entrada anterior se habló de las ingentes cantidades de dinero que se gastan en los procesos electorales en Estados Unidos, especialmente en la elección presidencial y cómo esta circunstancia excluye de las campañas a quienes no disponen de una fortuna personal o de una potente organización capaz de recaudar enormes cantidades de dinero a través de las donaciones privadas.
Hoy aludiremos a otras exclusiones relacionadas con el ejercicio del derecho de voto y que muestran uno de los lados más censurables de ese régimen electoral. Nos referimos, en primer lugar, a la privación del sufragio que sufren los presos, el grupo más numeroso de ciudadanos que, reuniendo los requisitos para ser titulares de ese derecho (nacionalidad, mayoría de edad, capacidad de discernimiento), están privados de su ejercicio, estimándose que en las elecciones presidenciales esta exclusión afecta a más de cinco millones de personas. Todos los Estados, salvo Maine, Massachusetts, Utah y Vermont, tienen previsiones legales que excluyen a los reclusos y, en algunos casos, a las personas en libertad condicional; en diez Estados la exclusión del derecho se extiende de por vida, aunque la persona ya hubiera extinguido su condena. Y ello porque el Tribunal Supremo ha avalado la capacidad de los Estados para privar a los presos del sufragio, amparándose en la dicción de la Enmienda XIV, que habla de la exclusión por “participar en rebelión o en otro delito”. Desde luego no hay razones técnicas que avalen esta situación, pues se pueden organizar mesas electorales en las prisiones y facilitar el voto por correo.
Esta anomalía democrática no es privativa de Estados Unidos; también está en vigor en Gran Bretaña a pesar de las reiteradas condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ya en el caso Hirst v. United Kingdom (nº 2) de 6 de octubre de 2005, estimó que extender la suspensión del derecho al sufragio de forma abstracta, general e indiscriminada era incompatible con las obligaciones derivadas del derecho internacional de los derechos humanos; entre otras razones, porque no existe relación alguna entre la suspensión de los derechos políticos y la supresión de la criminalidad y sí parece que la supresión del derecho al sufragio puede actuar en contra de la reinserción social del individuo condenado. Y es que, como dijo el Tribunal Supremo de Sudáfrica (asunto August c. Electoral August c. Electoral Commission, de 1 de abril de 1999) al declarar inconstitucional la suspensión del voto para los reclusos, ese derecho impone obligaciones positivas tanto al Legislador como al Ejecutivo porque el sufragio universal de los adultos es uno de los valores fundamentales de todo el sistema constitucional: es importante no solo para la soberanía popular y la democracia sino también como símbolo de la dignidad e identidad individual. Literalmente, significa que todo el mundo es importante. En esa misma línea, el Tribunal Supremo de Canadá (asunto Sauvé c. Canadá –Chief Electoral Officer, de 31 de octubre de 2002) concluyó que privar a las personas de su identidad colectiva y de su sentido de pertenencia a la comunidad es poco propicio para insuflarles un sentido de responsabilidad y de identidad colectiva, mientras que el derecho a participar a través del voto permite inculcar valores democráticos y el sentido de la responsabilidad social.
Otra cuestión problemática en el derecho electoral norteamericano es la relativa a la inscripción en el censo electoral como exigencia previa para el ejercicio del sufragio, lo que representó durante mucho tiempo una forma de exclusión encubierta por motivos de raza en tanto se requerían pruebas de conocimiento y alfabetización, que afectaban sobre todo a las personas afroamericanas. Hoy este requisito tiene carácter legal y debe ser solicitado por las personas interesadas en votar, lo que no es, desde luego, lo más aconsejable si lo que se quiere es incentivar la participación, para lo que resulta mucho más efectiva la inscripción de oficio por parte de la Administración Electoral, como se hace, por ejemplo, en España por parte de la Oficina del Censo Electoral en colaboración con los ayuntamientos y consulados.
Por si fuera poco, y eso ha sido un nuevo motivo de controversia desde el año 2011, varios Estados han venido aprobando normas relativas a la identificación de los votantes con el argumento de combatir los fraudes electorales. En Kansas, Carolina del Sur, Tennessee, Texas y Wisconsin las leyes estatales exigen que los electores cuenten con algún tipo de identificación administrativa, lo que implica que las personas que carecen de permiso o licencia de conducir o de pasaporte deben solicitar algún documento acreditativo, lo que suele desincentivar la participación de las personas con menos recursos económicos y culturales.
Además, en Estados como Florida, Georgia, Ohio, Tennessee y Virginia Occidental entraron en vigor disposiciones que reducen los periodos de votación anticipada, algo que es frecuente en Estados Unidos y que permite depositar el voto en los días previos al de celebración de las elecciones.
En suma, garantizar el sufragio de los presos así como el de todas las personas que, por una u otra razón, tienen dificultades para ejercerlo es una obligación ineludible de los poderes públicos y una muestra, como diría el Tribunal Supremo sudafricano, de que todos somos importantes.

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¿Reforma constitucional o proceso constituyente?

Hace casi cuarenta años, Ignacio de Otto publicó el libro Qué son la Constitución y el proceso constituyente (La Gaya Ciencia, Barcelona, 1977). El que fuera profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo hasta su prematura muerte en 1988, poco antes de cumplir los 43 años, dejó aquí, como en otros textos bien conocidos (“Derecho Constitucional. Sistema de fuentes”, “Estudios sobre derecho estatal y autonómico”, “Defensa de la Constitución y partidos políticos”, “Estudios sobre el Poder Judicial”,…, todos ellos recogidos en sus Obras completas), pruebas de su extraordinario talento jurídico, de su gran capacidad analítica y de su magistral rigor expositivo. Lo que sigue a continuación no es más que un recordatorio de lo que él dijo a propósito de las diferencias entre una reforma total de la Constitución y un proceso constituyente. Creo que sus explicaciones tienen plena vigencia y pueden ser útiles para que cuando se debatan estas cuestiones, como está ocurriendo en los últimos tiempos, quede claro, al menos en el plano teórico, de qué hablamos cuando hablamos de la reforma de la Constitución y de un proceso constituyente.
En primer lugar debe señalarse que si la pretensión de llevar a cabo importantes cambios políticos va acompañada de la intención de modificar el texto constitucional –de ambas cosas se habla en estos días-, hay que concluir que contar con una Constitución no es algo banal: si lo fuera, no tendría sentido defender su reforma o su abandono por un nuevo texto fundamental. Y es que no puede ser trivial una norma que, entre otras cosas, establece quién manda, cómo manda y para qué manda. Dicho lo anterior, hay que añadir de inmediato que no es únicamente la Constitución la que tiene respuesta a esos tres interrogantes; es obvio que hay que tener en cuenta la existencia de poderes sociales y económicos, de un proceso de integración europea, de la globalización,… En todo caso, ningún Estado moderno ha prescindido de la Constitución y ésta es, en los Estados democráticos, una norma jurídica “abierta”, que, como tal, garantiza que se puedan realizar diferentes alternativas políticas.
En segundo lugar, y entrando en materia, la reforma total de la Constitución y el proceso constituyente tienen en común que pretenden aprobar una nueva Norma Fundamental y no meros retoques de la existente. No obstante, enlazando con lo anterior, aquí debe añadirse que la reforma total puede implicar una “revolución” respecto a la Constitución anterior si nada queda excluido, como ocurre con la vigente Constitución española, de la posibilidad de ser reformado, incluido el propio sistema democrático. Se ha dicho al respecto que tal eventualidad –acabar con la democracia por vías democráticas- sería un fraude, pero tal acusación no se sostiene jurídicamente y, desde la perspectiva política, si la voluntad popular aprueba una reforma de esa índole es porque ya ha abandonado el ideal democrático.
Si la reforma total y el proceso constituyente coinciden en buscar un nuevo texto constitucional difieren, en primer lugar, en los procedimientos: la reforma total se lleva a cabo según lo previsto en la Constitución que se va a transformar (art. 168 en el caso español); el proceso constituyente parte de la negación de cualquier vínculo entre la nueva Constitución y la que podría existir antes: o no hay Constitución previa o se actúa como si no existiera (la vigente Constitución portuguesa es un buen ejemplo). Ahora bien, ni la reforma total tiene que suponer una total continuidad con el sistema político anterior ni el proceso constituyente implica, de forma ineludible, una ruptura total.
En segundo lugar, la reforma total de la Constitución ocurre mientras sigue vigente la Norma Fundamental que se va a reemplazar y, con ella, el resto del ordenamiento jurídico; hay, pues, continuidad, y no provisionalidad, aunque la entrada en vigor del nuevo texto implicará la derogación del precedente y, en su caso, de un buen número de otras normas. En proceso constituyente lo que hay es un “período provisional”, más amplio que el propio proceso de elaboración de la Constitución, pues en ese período se incluyen, además, los actos preparatorios del propio proceso constituyente: volviendo al ejemplo portugués, el período provisional empezó el 25 de abril de 1974, con la “Revolución de los claveles”, pero el proceso constituyente se abrió más tarde; lo mismo ocurrió en España en 1931, donde el período provisional empezó el 14 de abril de ese año.
En tercer lugar, en la reforma de la Constitución actúan poderes constituidos y lo hacen de acuerdo con reglas preexistentes; en el proceso constituyente gobiernan poderes provisionales, que suelen ser los que marcan las pautas propias de elaboración de la nueva Constitución: convocatoria de elecciones para una Asamblea Constituyente, preparación de borradores,…
En cuarto lugar, el proceso de reforma de la Constitución no cuestiona la validez de lo que sucede a lo largo de ese lapso temporal; en el período provisional las cosas no están tan claras y todo dependerá de que lo diga luego al respecto la Constitución que rompe con el sistema anterior.
Finalmente, la participación popular en un proceso de reforma constitucional estará condicionada a lo que disponga la Constitución que se cambia, aunque es habitual que se contemple, cuando menos, un referéndum de aprobación definitiva; en un proceso constituyente democrático va de suyo que exista dicha intervención ciudadana en diversos momentos: eligiendo una Asamblea Constituyente, aportando propuestas al proyecto, ratificando el texto mediante referéndum…
Las cosas, al menos en la teoría, están claras. Sería bueno que los diferentes actores políticos en presencia también lo fueran y nos explicarán qué pretenden hacer, cómo y con qué finalidad, sea a través de un proceso constituyente o de una reforma, total o parcial, de la Constitución.

Texto publicado en Agenda Pública el 17 de febrero de 2016.

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¿Titiriteros a la cárcel?

El juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno ha decretado el encarcelamiento sin fianza de los titiriteros que representaron en Madrid y, previamente, en Granada la obra La bruja y Don Cristobal. Me parece que es un evidente error programar esa obra para un público infantil como hizo el Ayuntamiento de Madrid, que la consideró recomendable para todos los públicos.

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Ahora bien, tal proceder debe dar lugar, en su caso, a la exigencia de responsabilidades políticas a la persona que, en el seno de la Corporación, lo contrató sin conocer el contenido (si lo conocía, peor), pero me parece, en términos teatrales, una sobreactuación judicial decretar el ingreso en prisión de los titiriteros argumentando que hay riesgo de fuga, destrucción de pruebas y reiteración delictiva. Respecto de lo primero se podrían adoptar medidas cautelares de carácter económico, como se hace habitualmente por otra parte; sobre lo segundo, parece que la policía se incautó ya todo el material y hay abundantes testimonios de los asistentes; a propósito de lo tercero, después de lo ocurrido no parece probable que vuelvan a ser contratados o, de serlo, que su actuación vaya a pasar desapercibida. Si hay medidas menos restrictivas que la privación de la libertad, y parece que las hay, se debe optar por ellas.

Y todo lo anterior sin entrar a valorar lo realmente importante: si estamos ante un hecho presuntamente delictivo o ante el ejercicio, por muy desagradable u ofensivo que resulte para algunos o muchos, de la libertad de expresión, pues éste no puede supeditarse a su conformidad con las ideas y opiniones mayoritarias o socialmente aceptadas sino que debe amparar, en palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (asunto Handyside c Reino Unido, de 1976, y mucho más recientemente, caso Otegui c. España, de 2011) “aquéllas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población”. Y ello porque la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales del progreso y esa es la exigencia del pluralismo y el espíritu de apertura sin los cuales no existe una sociedad democrática.

Si nos ponemos como se ha puesto el juez Ismael Moreno, la Fiscalía y varios de los partidos presentes en el Ayuntamiento de Madrid lo extraño es que no estén en prisión directores, productores, guionistas… de, por ejemplo, Ocho apellidos vascos o autores de películas, libros,…, donde hay violencia explícita o se utiliza la violencia de modo satírico. Parafraseando a Orwell, la libertad de expresión significa, sobre todo, la representación de cosas que no nos gusta ver; cosa distinta es si, además, deben ser costeadas con dinero público pero eso, creo, es otro asunto.

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Elecciones en Estados Unidos (I): su financiación o take the money and run.

Como es bien conocido, este año se celebran elecciones presidenciales en Estados Unidos y ya ha comenzado el proceso de selección de los candidatos a las mismas. Por este motivo publicaré a lo largo de las próximas semanas una serie de comentarios sobre distintos aspectos de estos comicios, empezando con la financiación de las elecciones.

El sistema electoral de Estados Unidos incentiva la existencia de pocos y muy importantes partidos políticos, con una base social extensa y muy plural, asentados en todo el país y con la capacidad necesaria para recaudar ingentes cantidades de dinero destinadas a unas campañas electorales cada vez más dilatadas y costosas, y en las que los anuncios en los medios de comunicación tienen un papel estelar
En el plano democrático, un sistema de esta índole expulsa de la participación como candidatos a la inmensa mayoría de ciudadanos que, a diferencia de Mitt Romney en la campaña electoral de 2012, no disponen de la fortuna personal necesaria para gastar decenas de millones de dólares, o que, como Barack Obama en las campañas de 2008 y 2012, no cuentan con una potente organización capaz de recaudar enormes cantidades de dinero de las donaciones privadas. La tendencia ha llevado a que los principales candidatos prescindan de las ayudas públicas a cambio de poder financiarse de manera casi ilimitada a través de fondos privados. En este devenir el Tribunal Supremo ha tenido un papel protagonista a través de varias sentencias, entre las que cabe destacar el caso Buckley v. Valeo, de 1976, y el caso Citizens United v. Federal Election Commission, de 2010.
Hay que recordar, utilizando las palabras de la profesora Ana Valero Heredia (Citizens United y la financiación de las campañas electorales en el derecho norteamericano), que la era moderna de la regulación de las campañas electorales en Estados Unidos comenzó a nivel federal después del escándalo Watergate con la aprobación de la Federal Election Campaign Act Amendments (Ley de Campañas Electorales Federales), de 1971, FECA, que define las bases de la reglamentación de la financiación de las campañas electorales y que fija las reglas en materia de: divulgación de los recursos de los candidatos, topes máximos de las contribuciones electorales y limitaciones de los gastos de campaña. El 15 de octubre de 1974, el Congreso reformó la FECA, regulando la financiación pública de las diferentes etapas de la elección presidencial —primarias, convenciones de los partidos políticos y elección general— con el sistema de matching funds —en virtud del cual se le otorga al candidato el doble de la suma que recibió de donantes privados a condición de que cumpla determinados requisitos—.
Esta ley también creó la Federal Election Commission (FEC), cuya misión es controlar la financiación de las campañas electorales. Asimismo, estableció los límites a las contribuciones en favor de los candidatos y un tope máximo a los gastos para las elecciones legislativas y presidenciales.
Pues bien, en el asunto Buckley v. Valeo el Tribunal Supremo consideró inconstitucionales, por contrarios a la Primera Enmienda, los límites a los gastos de los fondos personales de los candidatos previstos en la Federal Election Campaing Act, y, entre otras cosas que ahora no son relevantes, los preceptos que limitaban los llamados gastos independientes; es decir, los llevados a cabo por personas ajenas a los candidatos. En pocas palabras, el Tribunal Supremo artículo ahí la doctrina speech and money, conforme a la cual la imposición de cualquier restricción de gasto de capital destinado a la comunicación política por parte de una persona o grupo reduce su libertad de expresión.

En el mucho más reciente asunto Citizens United v. Federal Election Commission se enjuició la constitucionalidad de la Bipartisan Campaign Reform Act, reforma legal aprobada en el año 2002 para prohibir la emisión de mensajes televisivos sufragados por empresas y sindicatos si identifican a un concreto candidato y se pretende su visualización 30 días antes de la celebración de las elecciones primarias o 60 días antes de las elecciones al cargo de que se trate. La controversia se suscitó a propósito de un video –Hillary: The Movie– muy crítico con la candidata a la nominación demócrata en 2008 Hillary Clinton. Pues bien, y en muy pocas palabras, en este caso la mayoría del Tribunal concluyó que no se puede restringir, en ningún caso, lo que los particulares o las asociaciones puedan gastar en publicidad política “independiente”. Las aportaciones, incluidas las realizadas por empresas, no pueden prohibirse puesto que no cabe tacharlas de generadoras o sospechosas de corrupción. No es relevante, según el Tribunal, que los directivos de esas entidades mantengan relaciones con cargos electos, ni dichas relaciones perjudican la confianza de la ciudadanía en el sistema democrático estadounidense .
Volviendo a los gastos electorales de la última campaña presidencial celebrada en el momento de escribir estas líneas, en el caso de Obama, en las primeras 24 horas tras el anuncio de su candidatura a la reelección, el 4 de abril de 2011, consiguió más de 23.000 contribuciones de 200 dolores o menos. Entre abril de 2011 y junio de 2012, cuando todavía quedaban varios meses para las elecciones de noviembre, la campaña de Obama y sus seguidores había gastado unos 400 millones de dólares según la Federal Election Commission. El importe final de los gastos de la campaña de Obama fue de más de 985 millones de dólares; Romney gastó más de 992 millones .
Lo cierto es que la ingente inserción de anuncios políticos en las televisiones privadas es uno de los factores más determinantes del encarecimiento desmesurado que han experimentado los procesos electorales en Estados Unidos, pero está tan asentada en la práctica política de este país que no se cuestiona su uso sino, en el mejor de los casos, su contenido, especialmente cuando se emplean no para mostrar las virtudes del propio programa o candidato sino para denigrar al rival. Son precisamente esos anuncios negativos los más beneficiados por la doctrina Citizens United, pues son el tipo de publicidad característico de los llamados “Supercomités de acción política” o “Super PACs”.
Otros capítulos importantes dentro de los gastos electorales los representan la contratación de personal para las campañas, a pesar de la existencia de muchas personas voluntarias, y la constante realización de encuestas sobre las expectativas y posibilidades de cada candidato, las medidas potencialmente más populares,…

En suma, que o se tiene una ingente capacidad para coger el dinero y correr a gastarlo en publicidad electoral o a poco se puede aspirar en el panorama electoral norteamericano y, poco a poco y de manera no tan evidente, en cualquier panorama electoral.

Una versión reducida de este texto se publicó en La Nueva España el 12 de febrero de 2016.

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