El Padrino y las Teorías del Estado y del Derecho.

Una de las preguntas esenciales a las que deben responder la Teoría del Estado y la del Derecho es la relativa a la obligatoriedad del cumplimiento de las normas que emanan de los poderes públicos y si son diferentes a las que puede dictar una organización mafiosa. A estas cuestiones se enfrentaron ya, entre otros muchos, filósofos como Platón y, más tarde, San Agustín. En términos mucho más modernos, Kelsen defendió que no se trata de buscar cualidades internas que hagan válido el ordenamiento estatal y no válido el de la organización criminal, pues no hay una diferencia esencial entre, por ejemplo, la sanción que impone el Estado por lesionar a una persona y la que podría aplicar la Mafia por una conducta similar, pues en ambos casos es posible que exista una reglamentación parecida que permita saber a la sociedad que si se da la conducta lesiva A se impondrá la pena correspondiente B.
Una posible solución sería decir que el Estado impone sanciones “justas” y la Mafía no, pero legos en Derecho como Mario Puzo y Francis Ford Coppola la desmontan magistralmente en la primera escena de El Padrino: Bonasera acude a Vito Corleone para que repare las gravísimas vejaciones físicas y morales sufridas por su hija a manos de unos maltratadores, explicando que su demanda ante la justicia norteamericana se ha saldado con una condena de tres años de prisión que el juez dejó en suspenso poniendo en libertad a los culpables. Bonasera se indigna ante la injusticia, reclama la muerte como sanción “justa” para los delincuentes y ofrece, incluso, dinero al Padrino; éste se considera insultado por el intento de “soborno” y le recuerda que no está pidiendo “justicia” sino “venganza”, resolviendo que los maltratadores reciban un castigo “proporcional”: «no somos asesinos».
Una respuesta alternativa a la anterior sería la que ofrecen las teorías “realistas”, que, en su concepción moderna, ya no se plantean si la norma es válida sino si es “eficaz”; esto es, si se cumple en la práctica. También El Padrino muestra que tal criterio no sirve como elemento que diferencie, en un sentido favorable, al Estado de una organización criminal: las reiteradas negativas del productor cinematográfico Jack Woltz a darle un papel protagonista en una de sus películas a Johnny Fontane, aunque reconoce que es el actor adecuado para ese perfil, acaban cediendo ante la eficacia de una oferta de El Padrino, que no puede rechazar.
En última instancia, la respuesta a la pregunta que nos incumbe no está en centrarnos en la justicia o eficacia de una norma o una decisión judicial concretas sino en “suponer” que el ordenamiento estatal en su conjunto es “válido” y el mafioso no, pero entonces surge otro interrogante: ¿por qué hacemos esa suposición? La clave radica en suponer que el ordenamiento estatal es válido cuando, en su conjunto, es eficaz; es decir, cuando excluye la vigencia de otro entramado jurídico. Así, podemos suponer que el ordenamiento es válido y, por tanto, es obligado cumplir sus normas cuando es efectivo. Lo vemos en El Padrino II: Michael Corleone asiste en La Habana al ocaso de la dictadura de Fulgencio Batista y al triunfo de la guerrilla que, cuando consigue hacerse con el poder, acaba siendo reconocida como gobierno “legítimo” y, por tanto, su ordenamiento pasa a gozar de la presunción de validez.
El conjunto del ordenamiento estatal, la “legalidad”, encuentra así su fuente de “legitimidad”; la razón por la que debe ser obedecido. Ahora bien, la trama vuelve a complicarse y nos resulta muy inquietante cuando, como ocurre en la ficción de El Padrino pero también en no pocas ocasiones en nuestra realidad, esa legalidad no está al servicio de la libertad, la igualdad, la justicia o el pluralismo, sino que puede “comprarse” con dinero o con influencias, como se refleja en la conversación entre el senador Pat Geary y Michael Corleone, donde el primero condiciona la obtención de la licencia para un casino en Las Vegas, cuyo coste es de 20.000 dólares, al pago de 250.000 dólares y el 5% de las ganancias de los hoteles que explota en el estado de Nevada la “familia Corleone”.
El no va más de esta preocupante analogía lo ejemplifica el propio Michael Corleone cuando, en otra escena, sentencia: “la política y el crimen son lo mismo”. Resulta, o tendría que resultar, obvio que es una afirmación disparatada pero, y eso debería preocuparnos, parece que cada vez hay menos gente que la considere una exageración, a lo que no debe resultar ajeno el hecho de que más de un cargo público considere, parafraseando de nuevo a Michael Corleone, que el ejercicio de sus funciones “no es política, sólo negocios”.


Texto publicado en La Nueva España el 15 de octubre de 2015.

Aquí puede verse información sobre la mesa redonda celebrada en la Facultad de Derecho (RTPA y RTVE en Asturias, minuto 17).

Véase también el artículo de Francisco Bastida: El Estado y la banda de ladrones.

El fin del dolor.

La protección frente al dolor que nos pueden causar los demás ha sido una constante en los ordenamientos jurídicos modernos, hasta el punto de que una parte importante de los Códigos penales de los diferentes países está constituida por delitos como las lesiones, las agresiones y otros abusos, la tortura y los delitos contra la integridad moral,… Con la tipificación penal de esas conductas se pretende, en la medida de lo posible, evitar que las mismas sean una fuente de dolor para otros y, al margen de posibles controversias técnicas sobre la mejor manera de conseguir ese objetivo, no ofrece dudas la legitimidad de su regulación. Tampoco está en cuestión, aunque desde hace menos tiempo y, quizá, con menos intensidad, que el reconocimiento como derecho fundamental de la protección de la integridad física y moral implica el deber de los poderes públicos de disponer de recursos económicos suficientes y medios materiales adecuados para la protección de la salud. Como recuerda Stefano Rodotà, el dolor es una de las formas de injusticia que existen en el mundo y, como tal, debe ser combatido.

Sin embargo, todavía queda, en la mayoría de los países, un espacio en el que el control de la lucha contra el dolor no está en manos de quien lo padece si ello implica, de manera radical, el fin de la vida. Es cierto que existen, faltaría más, los llamados “cuidados paliativos”, que se centran en la mitigación del dolor, y que sirven para que el proceso final de la vida se produzca a través de una “muerte digna”.

Sin embargo, la dignidad no es, en este ámbito, algo que deba referirse exclusivamente a la muerte ni reside en el “derecho a ser anestesiado”; la dignidad  tiene que ser un atributo de la vida misma y de la autonomía personal, entendida ésta, en palabras de Ronald Dworkin, como la capacidad general de las personas para orientar sus vidas según su criterio, el criterio de lo que es importante por y para ellas. Y es, precisamente, la dignidad la que exige que el espacio de autodeterminación personal se extienda también al cómo y al cuándo afrontar el último viaje. Para eso hace falta que, también aquí, intervenga el Derecho pero, sobre todo, que lo haga desde la perspectiva de quien tiene que tener derecho a decidir, que no puede ser otro que la persona de cuyo dolor se trata y con el objetivo último de respetar su voluntad, se haya manifestado de manera expresa o se pueda deducir de su forma de vivir.

Así pues, la autonomía personal que hay que proteger debe implicar tanto el que no se siga prestando una atención médica que únicamente prolonga una existencia que no quiere ser vivida, como que, precisamente, se preste la ayuda necesaria para que, quien así lo decida, pueda morir. En España, lo primero se ha articulado, con mayor o menor fortuna, a través de la Ley 41/2002, reguladora de la autonomía del paciente; para lo segundo, como con tantas otras cosas en este país, todavía no se ha encontrado el momento, lo que sí han conseguido en sociedades no menos complejas que la nuestra como la belga o la holandesa. Como es obvio, y dado que hablamos de un derecho, a nadie se le obligará a ejercerlo y habrá que garantizar que, bajo la apariencia de una voluntad libre, no exista una situación de coacción o manipulación. Pero para ello también hay instrumentos jurídicos eficaces, vigentes en sociedades avanzadas y democráticas. Porque una sociedad democrática avanzada no trata de encontrarle un fin, un sentido, al dolor, sino, precisamente, de ponerle fin.

Texto publicado en el Periódico el 2 de octubre de 2015; una opinión diferente en el mismo periódico es la de Josep Argemí Renom.