Creo oportuno recordar algunas cuestiones sobre el proceso histórico de universalización del sufragio activo en España con su extensión a las mujeres.
En el ámbito normativo, la elección para Cortes Constituyentes de 28 de junio de 1931 se realizó bajo los designios de la Ley de 1907 con las modificaciones introducidas por el Decreto de 15 de abril de 1931, que no reformó el carácter masculino del sufragio activo aunque sí reputó “como elegibles para las Cortes Constituyentes a las mujeres y a los sacerdotes” (art. 3), “curiosa amalgama” en palabras de Clara Campoamor (El voto femenino y yo. Mi pecado mortal), pero que encajaba en la dicotomía discursiva del período de entreguerras.
Como recuerda Carmen De La Guardia, en las naciones de cultura católica mientras que los valores adjudicados al discurso republicano y liberal coincidían con la representación de la racionalidad masculina, el catolicismo se configuraba como una cultura tradicional de certezas, supersticiones y sentimientos, valores que tradicionalmente se habían considerado femeninos. Este es el motivo por el que para algunos sectores anticlericales y progresistas, la admisión de las mujeres al sufragio supusiera reforzar el poder de la iglesia, al considerar que las mujeres la apoyarían. No obstante, también se puede cuestionar que fuera el peso del catolicismo el elemento determinante en el rechazo al sufragio femenino y no, como señala Rosanvallon, otros factores como la oposición de la izquierda ante una eventual consolidación de los resultados electorales de la derecha.
La inclusión de las mujeres en el censo había sido reivindicada a finales del siglo XIX por Adolfo Posada, que fue el primero que se ocupó en España de estudiar desde una perspectiva doctrinal la necesidad de ampliar el voto a las mujeres, lo que, para él, se insertaba en “el carácter de palpitante actualidad que tiene el llamado movimiento feminista, es decir, el movimiento encaminado a mejorar y levantar la condición moral, social y jurídica de las mujeres, y el cual precisamente formula, entre una de sus más acariciadas reivindicaciones, el sufragio femenino”.
Previamente, Fernando Garrido había defendido que “la elocuencia, las ciencias, las artes, la política, la filosofía, la moral entran en el dominio de la inteligencia femenina, lo mismo que en la del hombre”.
Pero las tesis de Adolfo Posada y de Fernando Garrido vinieron precedidas por una reiterada oposición al sufragio femenino e, incluso, a la mera presencia pasiva de las mujeres en los escenarios políticos, de la que son buena prueba tanto en el ámbito normativo como en el doctrinal, y por mencionar algunos ejemplos, las disposiciones de los Reglamentos de las Cortes de 1810 y 1821 según las cuales “no se permitirá a las mujeres la entrada en ninguna de las galerías de la Sala de Sesiones”, o las opiniones de Alcalá Galiano o García San Miguel; el primero descalificó en 1843 esa posibilidad en términos despectivos: las mujeres “han pretendido en alguna ocasión tener parte en los negocios públicos, y de ello han dado ejemplo algunas en Inglaterra en época nada lejana de nosotros, siendo las que se juntaron, sino de mala vida quizá no de las más respetables ni acaso de las más hermosas”; el segundo, casi treinta años más tarde, proponía que “esta hermosa mitad del género humano permanezca encerrada en los límites naturales de sus afectos y evitésmola por ahora el participar de los muchos disgustos y sinsabores que al hombre proporciona la vida política”.
Será, por fin, la Constitución republicana la que proclame en su artículo 36 que “los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes”. Previamente, en el derecho comparado, se había incorporado a la Constitución de Dinamarca, de 1915, la de los Estados Unidos Mexicanos, de 1917; la Constitución del Reich alemán, de 1919, y la Enmienda Diecinueve a la Constitución de los Estados Unidos, de 1919. En España, el antecedente inmediato lo representó el proyecto constitucional de Primo de Rivera de 1929 (arts. 55 y 58), que admitía el sufragio sin distinción de sexo.
Es bien conocido el debate que al respecto tuvo lugar en las Cortes españolas el 1 de octubre de 1931, del que cabe recordar una parte de las históricas palabras de Clara Campoamor:
“…¡Las mujeres! ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar? ¿Es que no han luchado las mujeres por la República? ¿Es que al hablar con elogio de las mujeres obreras y de las mujeres universitarias no está cantando su capacidad? Además, al hablar de las mujeres obreras y universitarias, ¿se va a ignorar a todas las que no pertenecen a una clase ni a la otra? ¿No sufren éstas las consecuencias de la legislación? ¿No pagan los impuestos para sostener al Estado en la misma forma que las otras y que los varones? ¿No refluye sobre ellas toda la consecuencia de la legislación que se elabora aquí para los dos sexos, pero solamente dirigida y matizada por uno? ¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su capacidad? Y ¿por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y han de ponerse en un lazareto los de la mujer? …
…, porque ya desde Fitche, en 1796, se ha aceptado, en principio también, el postulado de que sólo aquel que no considere a la mujer un ser humano es capaz de afirmar que todos los derechos del hombre y del ciudadano no deben ser los mismos para la mujer que para el hombre. Y en el Parlamento francés, en 1848, Victor Considerant se levantó para decir que una Constitución que concede el voto al mendigo, al doméstico y al analfabeto –que en España existe– no puede negárselo a la mujer. No es desde el punto de vista del principio, es desde el temor que aquí se ha expuesto, fuera del ámbito del principio –cosa dolorosa para un abogado–, como se puede venir a discutir el derecho de la mujer a que sea reconocido en la Constitución el de sufragio… Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la revolución francesa, será indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a que siga su camino… Salváis a la República, ayudáis a la República atrayéndoos y sumándoos esa fuerza que espera ansiosa el momento de su redención… (Muy bien. Aplausos).
Breve bibliografía:
Clara CAMPOAMOR: El voto femenino y yo: mi pecado mortal, Madrid, Librería Beltrán, 1936; hay ediciones posteriores, como la que incluye la introducción de Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, Barcelona, La Sal, 1981, la del Instituto Andaluz de la Mujer, Sevilla, 2001, o la del Diario Público, 2010.
Rosa María CAPEL MARTÍNEZ: “Los partidos políticos ante el voto femenino en la segunda república española”, Anuario de estudios sociales y jurídicos, nº 4, págs. 299 y sigs.
Rosa María CAPEL MARTÍNEZ: “El sufragio femenino en la Segunda República española”, Anuario de historia contemporánea, nº 2-3, págs. 197 y sigs.
Rosa María CAPEL MARTÍNEZ: “La Segunda República y el derecho electoral femenino”, Estudios de derecho judicial, nº 142, págs. 139 y sigs.
Carmen DE LA GUARDIA HERRERO: “Los discursos de la diferencia. Género y ciudadanía”, en De súbditos a ciudadanos. Una historia de la ciudanía en España (dirigida por Manuel Pérez Ledesma), CEPC, Madrid, 2007, págs. 593 y sigs.
Fernando GARRIDO: “La mujer”, en Obras escogidas, publicadas o inéditas, Barcelona, 1860.
Adolfo POSADA: El sufragio según las teorías filosóficas y las principales legislaciones, Sucesores de Manuel Soler, Barcelona, 1903.
Miguel Ángel PRESNO LINERA: El derecho de voto. Un derecho político fundamental, Porrúa, México, D. F., 2012, págs. 32 y sigs.
Miguel Ángel PRESNO LINERA: Leyes y normas electorales en la historia constitucional española, Iustel, Madrid, 2013, págs. 47 y sigs.