Una sentencia del Juzgado contencioso-administrativo nº 32 de Madrid, ha resuelto que la decisión de las autoridades educativas de la Comunidad de Madrid de respaldar y asumir la decisión de un centro educativo, primero de la dirección y después de su Consejo escolar, de prohibir a una alumna de 16 años acudir a casa con la cabeza parcialmente cubierta con un velo es ajustada a Derecho por ser acorde con las previsiones del reglamento del centro, que establecía que “en el interior del edificio no se permitirá el uso de gorras ni de ninguna otra prenda que cubra la cabeza”.
Transcribo, en primer lugar, el comentario del profesor Andrés Boix sobre esta sentencia, y luego reproduzco dos comentarios anteriores de este blog, uno del profesor Benito Aláez a propósito de este mismo asunto y otro mío sobre las prendas de los estudiantes universitarios.
Dice Andrés Boix, la sentencia es enormemente interesante porque asume con naturalidad que la posibilidad que la LO 2/2006 de Educación da a los centros educativos de dotarse de unos reglamentos que determinen las normas de “organización y funcionamiento de los mismos” les da a éstos la capacidad para limitar los derechos fundamentales de los alumnos aun en casos en que es dudoso que exista habilitación legal que pueda amparar cada concreta restricción.
Es cierto que las normas de organización y funcionamiento de los centros escolares, por definición, pueden conllevar (y lo hacen con frecuencia) la limitación de derechos fundamentales. La cuestión es hasta qué punto y con qué fundamento. Porque la práctica no hace la constitucionalidad de la medida. Por ejemplo, si hacemos referencia a las normas en materia de indumentaria (que nadie parece cuestionar que puedan ser establecidas, dentro de un orden), no sólo se traducen en posibles afecciones a la libertad religiosa sino, también, a la libertad personal tout court. Recuérdese que desde una perspectiva estrictamente constitucional y jurídica, no se entiende la razón por la que muchos se empeñan en considerar un derecho de mayor cualidad y con mayor capacidad para oponerse a la regulación por parte del Estado y de las autoridades, la libertad religiosa que la libertad personal. Por esta razón, tan justificada debiera estar, así como legalmente anclada, la prohibición de cubrirse la cabeza como la de no usar bermudas o chanclas en las aulas. Podría, en casos muy extremos (indumentarias que pudieran atentar muy claramente contra normas sociales de decoro socialmente muy compartidas), argumentarse que la razonablidad de la prohibición en ciertos supuestos de vestimenta tenida por extrema permitiría vincular la prohibición a la cláusula general de orden público, de manera que la propia necesidad de disciplinar la organización del centro avalaría ciertas restricciones. Y podría argumentarse, así, en cambio, que un hiyab no supone por sí mismo alteración equivalente, que la norma social en un caso y otro difiere, por lo que la prohibición en un casi asumida no lo sería para otro. Podría, sí. Sin embargo, la verdad, me parece una argumentación poco satisfactoria.
De alguna manera la sentencia es una manifestación no explicitada de la vigencia práctica de las viejas teorías de la especial sujeción que en ocasiones permite a la Administración disciplinar comportamientos con mayor rigor cuando las personas están especialmente vinculadas a la acción administrativa: así ocurría, nos decían, respecto de presos, de sus funcionarios, de los alumnos… En tales casos la reserva de ley para limitar sus derechos en cuestiones que estén vinculadas a la organización y buen funcionamiento del centro se vería debilitada porque la posición en la que los ciudadanos están en esos casos respecto de la Administración que organiza el servicio es diferente y más subordinada, con lo que iría de suyo que el Derecho amparase ciertos comportamientos más invasivos del ejecutivo, de la organización burocrática, en los derechos de los ciudadanos que se encuentran en esa situación. Los resultados de la aplicación de semejante no son irrazonables las más de las veces. Por esta razón se siguen aplicando esta lógica aunque la Constitución española no parece contemplarla. Simplemente porque tiene sentido que así sea en ocasiones. Sin embargo, en un Estado de Derecho lo cierto es que frente a los derechos fundamentales y su vigencia constitucional es deseable que aparezca una acción del legislador para amparar a la Administración a la hora de limitar derechos. Éste es, por otro lado, el esquema de funcionamiento que sí recoge nuestra Constitución. En ausencia de la misma, en cambio, parece razonable (y es la lógica de la interpretación constitucional) mantener una opinión en favor del derecho fundamental. A una conclusión semejante, por cierto, se llegó en Francia, por lo que se aprobó una ley que cubría las decisiones de los centros (la sentencia, para aquilatar argumentativamente la decisión, se apoya en sendas sentencias del TEDH que avalan esa ley y su aplicación posterior, pero como sensatamente señala el abogado de la alumna, son situaciones que nada tienen que ver precisamente porque allí la restricción de derechos fundamentales sí queda avalada por el legislador).
Puedo compartir con la sentencia (y de hecho lo comparto) que obligar a alguien a ir a clase sin velo no afecta a su dignidad, de la misma manera que no le afectaría que le impusieran ir sin crucifijos exhibidos. Tampoco afecta a la dignidad de la persona que te impidan vestir de amarillo. Pero que algo no afecte a tu dignidad no significa que te lo puedan prohibir sin más. Para que una prohibición sea posible es preciso que haya alguna justificación razonable y constitucionalmente entendible más allá de que “no afecte a la dignidad de la persona”. Y, además, que sea una ley la que así la contemple. En este caso me parece que no tengamos ni la una ni la otra:
– La lectura que hace la sentencia de que razones de orden público permiten limitar la libertad religiosa ( y cualquier otra) es correcta. Sin embargo, me parece que la argumentación para concluir que un pañuelo que cubre la cabeza, libremente portado por una mujer de 16 años, pueda afectar al mismo es muy insatisfactoria y manifiestamente deficiente por circular. La sentencia, en el fondo, se limita a darlo por descontado. Reitero, por lo demás, que igual exigencia de justificación me parece necesaria para limitar que un alumno pueda llevar una gorra de rapero o acudir a clase con la camiseta del Real Madrid. Yo también doy clases. Los alumnos y alumnas vienen a clase vestidos de muy diversas maneras. Unas me gustan más, otras menos (aunque en general, la verdad, no suelo prestar mucha atención, a diferencia de algunos colegas famosos por su preocupación por estos temas). Pero dudo mucho que juzgar la corrección estética o implicaciones éticas y productivas de su vestimenta o cómo afectan al entorno sea función de un docente o del centro educativo. También me cuesta pensar que sean una cuestión de orden público. Lejos de parecerme algo evidente, pues, el tema me parece bastante dudoso. Así que necesito que me lo expliquen mejor para ver la constitucionalidad de la limitación. La sentencia no lo hace.
– Y no sólo necesito que me lo expliquen mejor. Puestos a convencerme, exijo que sea el legislador quien tercie en el asunto o, al menos, habilite de manera más clara a la Administración (en este caso a los distintos centros educativos) a poder tomar medidas sobre estos particulares que supongan restricciones en los derechos fundamentales de los alumnos. No por una manía mía, además, sino porque es lo jurídicamente exigible cuando estamos hablando de un derecho fundamental plasmado en la Constitución. Algo que no se da en este caso. La sentencia, en definitiva, es interesante. Y no cierra, ni mucho menos, un asunto sobre el que tarde o temprano el legislador español habrá de terciar por todas las razones que venimos señalando. Aun criticada, tiene valor porque nos indica la pauta que probablemente nuestros tribunales pueden seguir en estos temas en ausencia de interposición del legislador. Una pauta que concede una gran capacidad a la Administración limitando los derechos fundamentales de los ciudadanos. Más todavía si éstos, se diga o no expresamente, se considera que se encuentran en esas clásicas “situaciones de especial sujeción”. Una forma de razonar que revela, por otro lado, que la consistencia y densidad jurídica de los derechos fundamentales en nuestro Derecho público no acaba de ser totalmente asumida por nuestra jurisprudencia y nuestros modos de razonar jurídicamente.
Sobre esta misma cuestión, opinaba en este blog Benito Aláez que el debate público sobre los símbolos religiosos en los espacios escolares, reavivado a raíz de la decisión del IES de Pozuelo de Alarcón de no permitir que una niña musulmana asista con un Hiyab a la escuela, pone de relieve, en mi modesta opinión, una cierta inclinación social antidemocrática que identifica democracia con el imperio de la mayoría, y no con el gobierno de la mayoría dentro del respeto a la minoría, que es modelo de democracia implantado por la Constitución española de 1978. Esta inclinación se manifiesta en tres polos argumentales a cual más criticable: primero, la confusión entre lo que pueden hacer las personas y lo que pueden hacer los poderes públicos; segundo, la idea de que la voluntad social, expresada a través de los órganos rectores de los centros escolares, puede anular los derechos fundamentales de la persona en beneficio de cualquier interés general; y tercero, la ilegítima superposición de la interpretación que dé la mayoría social de un acto personal por encima de la interpretación de la propia persona afectada. Respecto al primero, comparar la presencia del crucifijo en las paredes de los centros escolares públicos con que un alumno lleve un pañuelo islámico o un crucifijo es mezclar churras con merinas: el crucifijo en las aulas lo establece el poder público (las administraciones educativas de todo tipo, incluidos los consejos escolares que, como el del colegio Macías Picavea de Valladolid, decidieron autorizar su presencia), es decir, un ente con capacidad para imponer obligaciones unilateralmente; el Hiyab, o el crucifijo en un colgante, lo llevan personas privadas, carentes de cualquier poder legal para imponer nada a nadie, sin perjuicio de que al llevar dichas prendas o símbolos, especialmente en espacios públicos como la escuela, estén sometidos a límites. Aunque, como en múltiples ocasiones ha señalado nuestro Tribunal Constitucional, España no pueda ser calificada de un Estado laicista sino de “aconfesionalidad positiva”, la posibilidad de que los poderes públicos cooperen con las confesiones religiosas no supone alterar que aquellos, como regla general, no pueden interferir en las esferas de libertad de los individuos sino en los casos constitucionalmente permitidos; mientras que los ciudadanos, por el contrario, como regla general pueden actuar libremente, y solo excepcionalmente podrán ver limitadas sus esferas de libertad fundamentales cuando la Ley, de conformidad con la Constitución, así lo haya previsto.
Esto, que lleva al segundo polo argumental, implica preguntarse por el sentido de la conducta privada consistente en portar un símbolo religioso en un espacio público. Vestirse con un Hyjab o con una gorra de béisbol -si lo prefieren- en cualquier espacio público o privado, incluida la escuela, es, conforme a la jurisprudencia constitucional y europea, una clara manifestación del ejercicio de los derechos fundamentales de la persona, tales como la configuración de la propia imagen (18.1) o la manifestación de la libertad religiosa (16.1), y está directamente garantizada por la Constitución de 1978 sin que se requiera ninguna ley que expresamente lo garantice. ¡Parece mentira que, tras 32 años de vigencia de la Constitución, todavía haya que trasladar a la opinión pública esta idea de la eficacia directa de las normas constitucionales y en particular de las que garantizan derechos fundamentales, que parecen estar en vigor sólo cuando los ejerce una mayoría social culturalmente homogénea!Y aunque el ejercicio de esos derechos no es ilimitado, sino que debe respetar los derechos fundamentales del resto de participantes en el proceso educativo y, en el caso de las manifestaciones de la libertad religiosa, además el orden público, ¡cuidado!, ello no quiere decir que la mayoría social pueda decidir libremente cuándo y qué límites impone a aquellos derechos, sino que, por imperativo constitucional, los mismos tienen que perseguir un interés general constitucionalmente legitimo, que en el caso de la vestimenta en la escuela, como muy bien pone de relieve el propio art. 32.c) 4 del Reglamento de Régimen interior del citado IES de Pozuelo, no es otro que evitar las distracciones causadas por la vestimenta, pues ello perjudicaría -añado yo- el derecho a la educación de los demás alumnos. Ahora bien, salvo que queramos caer en el absurdo de una sociedad orwelliana, ataráxica sensorial y emocionalmente, no parece que por sí mismo un pañuelo o un colgante con un crucifijo sean comparables a pasarse en bañador por el aula o provoquen una atención que no pueda ser positivamente reconducida, con la adecuada intervención docente, hacia el pluralismo democrático al que debería estar orientada la educación por expreso mandato constitucional (art. 27.2 ). En otras palabras, constitucionalmente no se puede afirmar que los Consejos escolares están habilitados para fijar las limitaciones de conducta de los alumnos que quieran en aras de la paz y el orden en la escuela, con tal de que sean generales y aplicables a todos los alumnos sin distinción, obligando a los disconformes a que se vayan a otro centro educativo público; estamos hablando de la limitación de derechos fundamentales, y la Constitución no es equidistante en este conflicto sino que se interpone directamente en favor del alumno que quiere ejercer sus derechos también en ese espacio, limitando la capacidad de actuación del poder público y sometiéndola a estrictas exigencias formales -los límites deben establecerse por Ley- y materiales -deben establecerse sólo cuando sea necesario en una sociedad democrática para proteger bienes o derechos de rango constitucional-.
Como tercer y último polo argumental, se suele apoyar la prohibición del Hiyab -pero también del Niqab o el Burka- no sólo en la escuela sino en cualquier espacio público en general, en que se trata de un símbolo de dominación machista, contrario a la dignidad de la mujer, que el Estado -incluidos los Consejos Escolares en sus respectivas funciones- tienen la obligación de proteger. Dejando aun lado el hecho de que un pañuelo en la cabeza -como un colgante con un crucifijo- pueden ser portados por razones estéticas y no necesariamente religiosas, se puede decir que este tercer polo argumental refleja también la muy antiliberal y antidemocrática idea de “todo para el individuo pero sin el individuo”. Como muy bien ha puesto de relieve recientemente el Consejo de Estado francés, no cabe construir la dignidad humana al margen de la valoración de esa dignidad que lleva a cabo la propia mujer con el libre ejercicio de sus derechos fundamentales; es decir, que si es o no indigno para las mujeres musulmanas llevar el velo, es a ellas a quien primero compete valorar en el ejercicio de sus libertades fundamentales, y no a la mayoría social con su valoración cultural. Se podrá decir, claro está, que la mujer musulmana está privada de auténtica autonomía de voluntad para decidir libremente por sus condicionantes religioso-culturales. Pero, aun aceptando que esto pudiera ser así en algunos casos, estaríamos ante otro problema, el de la violencia o desigualdad de género en la familia y/o en la sociedad, que no solo afecta, por cierto, a la religión musulmana sino también -aunque en menor medida- a otras religiones como la católica, sobre todo desde la perspectiva de la evangelizadora resistencia de muchos de sus fieles a tolerar la libre formación de las conciencias de las personas que se encuentran bajo su patria potestad. Para evitar esa violencia o desigualdad de género el Estado dispone de otros instrumentos más eficaces que la limitación ilegítima de los derechos fundamentales, como, por ejemplo, la supervisión y garantía de que padres o esposos respetan -también en el interior de las relaciones familiares- la libertad de conciencia de sus hijas o esposas, y no las adoctrinan en sus propias convicciones religiosas o morales, aunque se trata de instrumentos más impopulares, que afectan a casi todos los grupos sociales y reflejan las deficiencias ético-democráticas que casi todos aún padecemos en nuestra vida cotidiana.
En resumen, impedir a los menores el legítimo ejercicio de su derecho fundamental a la propia imagen o a la libertad religiosa para garantizar la preeminencia de los valores culturales de la mayoría social no se corresponde con el sistema democrático diseñado por nuestra Constitución. La democracia constitucional contemporánea se ha refinado hasta extremos insospechados para proteger al Individuo frente a la Sociedad, y no deberíamos permitir la antidemocrática perversión de nuestras más valiosas normas de convivencia, las que protegen los derechos fundamentales de cada persona, solo para mitigar nuestra incapacidad para ordenar ciertos problemas derivados del pluralismo cultural o para evitar el indeseable mensaje social (machista) que se puede desprender de ese ejercicio multicultural de los derechos fundamentales. De lo contrario, colocaremos sobre nuestros rostros un velo de intolerancia, y lo que es peor de ignorancia del significado de nuestras propias instituciones, que se extenderá sobre las libertades de quienes quizás hoy nos merezcan más respeto o sobre nosotros mismos, y terminará por hacer irreconocible la seña de identidad de la sociedad que tratamos de construir: los valores constitucional-democráticos de libertad, igualdad, justicia y pluralismo.
Por lo que respecta al uso de determinadas prendas en la Universidad, y respondiendo a la opinión de una colega de la Universidad de Oviedo, comenté hace cierto tiempo lo siguiente: en las últimas semanas parecen cundir el desasosiego y la irritación entre algunos colegas de la Universidad de Oviedo con motivo de la supuesta ausencia de decoro de nuestros estudiantes, que se evidenciaría en unos casos por el hecho de llevar determinadas prendas (una camiseta en la que se lee «I love bukakkes», unos pantalones de talle bajo que dejan visible un tanga que distrae la atención de lo que se está explicando en clase) y en otros por la creciente tendencia al uso de atuendos veraniegos (chanclas, bermudas…) cuando llega el buen tiempo y a descuidar la higiene personal. Se habla de facultades que, a pesar de todo, conservan parte de las esencias y de otras, como Filosofía, donde abundan los «alumnos harapientos». Incluso se cuantifica el porcentaje de los poco decorosos (un 20% en la Escuela de Ingeniería Técnica Industrial).
Y es que, en pleno proceso de adaptación de la Universidad al espacio europeo de educación superior, lo importante es la apariencia y no problemas menores, aunque sean endémicos; por ejemplo, que las ayudas concedidas para realizar estancias de investigación de varios meses en una Universidad extranjera en muchas ocasiones se cobren cuando ya se ha vuelto a casa, que se siga empleando el sistema de becas para cubrir puestos de trabajo que deberían ser asumidos por profesionales cualificados y con una retribución digna, que cuando disponemos de un sistema como la plataforma virtual OCW (http://ocw.uniovi.es), que hace posible un sistema de enseñanza dinámico y constante, únicamente lo utilicen Máquinas y Motores Térmicos, Lenguajes y Sistemas Informáticos, Cristalografía y Mineralogía, Matemática Aplicada y Derecho Constitucional, o, por no extenderme, que se pretenda implantar el «sistema de Bolonia» sin contratación de nuevo profesorado y dando por sentado que se puede realizar una enseñanza personalizada, práctica y moderna con grupos de 80 estudiantes.
Pero el verdadero problema son las chanclas; al menos, para algunos colegas. Claro que si nos atenemos a las pintas tal vez Albert Einstein no sería muy bien recibido por estos lares, lo que quizás a él no le preocupara mucho, pues ya dijo que era más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. En Princeton, donde estuvo 25 años, no pareció importarles ni su peinado ni su indumentaria. Y si alguien da un paseo por universidades como la de Columbia, Harvard, Friburgo o la London School no será raro que encuentre más del 20% de estudiantes que no van del todo decorosos; incluso que ese porcentaje sea más alto entre los profesores. No deja, pues, de sorprender el empecinamiento de estudiantes y profesores de cualquier parte del mundo por ser admitidos en lugares tan indecentes, y mucho más que nuestra Universidad esté bastante por detrás de ellas en lo que a reconocimiento se refiere.
Puestos a hablar de «las pintas», conviene recordar que la Universidad no es un espacio inmune a los derechos fundamentales de las personas; entre ellos, la libertad personal y la propia imagen. Éste último, como ha dicho el Tribunal Constitucional español, atribuye a su titular (a nuestros efectos, estudiante, profesor o charcutero) «la facultad de disponer de la representación de su aspecto físico que permita su identificación» (STC, 77/2009).
Es obvio que la asistencia a determinadas clases en Medicina, Química o Ciencias del Deporte, por poner algunos ejemplos, requiere una indumentaria adecuada a la actividad que se va a realizar, pero cuando «las pintas» se limiten a perturbar el gusto del docente -su concepto de la decencia- y no su trabajo -la docencia-, forman parte de esa facultad personal de disponer de nosotros mismos. Quizá se trate de una opinión minoritaria, pero no parece que el esfuerzo requerido para dar una clase sobre el coste de capital de una empresa o sobre el recurso de amparo se incremente de manera desproporcionada si un estudiante lleva una determinada camiseta o va en chanclas.
Y si eso es así, la opción de una persona -el estudiante que va a clase con una camiseta donde dice «I love bukakkes»- es tan legítima como la de la profesora que proclama en su página web alojada en la de la Universidad de Oviedo que «toca el armonio».
No cuestiono que haya hábitos, costumbres o mensajes que nos puedan molestar, inquietar o disgustar, pero aceptar su expresión es exigencia del pluralismo y apertura propios de una sociedad democrática. Si la Universidad es un espacio para el intercambio de ideas, debe permitir que entren en competencia expresiones o tendencias contrapuestas o, simplemente, diferentes, como que te guste el «bukakke» o el armonio. Por ello, como decía en Estados Unidos el juez Holmes hace más de 90 años, debemos estar vigilantes para poner freno a quienes pretendan controlar las manifestaciones de ideas y opiniones que detestemos salvo que sea necesario controlarlas para así salvar a la nación, lo que no parece que sea el caso.