El término decente tiene aquí el sentido empleado por Avishai Margalit en su libro La sociedad decente: una democracia decente sería aquella que respeta, a través de sus instituciones, a las personas que están sujetas a su autoridad. Ese respeto exige que se les considere ciudadanos plenos y no súbditos, personas iguales en derechos y con capacidad para autodeterminarse y decidir el sentido en el que quieren orientar su vida individual y colectiva. En una democracia decente el pueblo gobernado debe ser, en la mayor medida posible, pueblo gobernante. Y tal cosa no ocurre en la medida deseable en la democracia española; no es consuelo que algo similar suceda en Estados con más tradición democrática como se puede deducir a propósito de Estados Unidos leyendo a Bruce Ackerman (The Decline and Fall of the American Republic) o de Italia a Luigi Ferrajoli (Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional).
En primer lugar, porque parte del pueblo gobernado no puede actuar como pueblo gobernante a pesar de que tiene la condición adecuada para ello: una edad mínima que permita presumir capacidad suficiente para la autodeterminación personal, para intervenir en la formación de las diferentes opciones políticas y pronunciarse sobre ellas. En esa situación se encuentran las personas de 16 y 17 años, a las que el propio sistema considera con madurez suficiente para casarse, trabajar, pagar impuestos, asumir responsabilidades penales o, en el caso de las mujeres, abortar; si pueden llevar a cabo esas acciones y responder por ellas es porque tienen suficiente discernimiento para decidir con libertad, por lo que en lógica coherencia democrática también tendrían que poder votar, como sucede, a partir de los 16 años en Brasil, Ecuador o Austria.
En segundo lugar, otra parte de ese pueblo gobernado excluido es la formada por los extranjeros, que en la mayor parte de los Estados, España incluido, como mucho pueden participar en las elecciones locales, pero no en las autonómicas y generales. La democratización de los procesos políticos internos e internacionales, la globalización incontenible y el flujo constante de personas de unos países a otros convierten en perversas y anacrónicas estas exclusiones, y reclaman la extensión de los derechos políticos a los no nacionales porque en un Estado democrático los ciudadanos deben serlo por su relación jurídica con el Estado, por el conjunto de derechos y obligaciones que integran dicha relación. Cuando el Estado admite que un individuo tenga la condición de residente surge una relación integrada por un conjunto de obligaciones jurídicas y de derechos subjetivos que tendría que desembocar en una posición jurídica unitaria: la de ciudadano. La persona que vive en España, sea español o no, está obligada por las leyes españolas y, precisamente por esa circunstancia, tiene que gozar de los derechos de participación política para poder participar en la elaboración y reforma de esas normas. El pueblo gobernante no debe caracterizarse de acuerdo con criterios históricos o étnicos –democracia de identidad-, sino por el hecho de estar vinculado durante cierto tiempo al ordenamiento jurídico que forma un Estado –democracia de afectación-.
En tercer lugar, y por ese motivo, es difícil justificar en términos democráticos la participación en todas las elecciones de personas que, si bien conservan el vinculo de la nacionalidad con un Estado, han dejado de residir en el ámbito geográfico de aplicación de sus normas muchos años atrás o ni siquiera han estado allí, como sucede cuando se trata de nacidos fuera del territorio nacional. En esta línea, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha considerado, en el asunto Melnitchenko c. Ucrania, “que la obligación de residir en el territorio nacional para poder votar se justifica en las razones siguientes: 1. Un ciudadano no residente está afectado de manera menos directa o continuada por los problemas cotidianos de su país y él los conoce peor; 2. Puede resultar difícil (o casi imposible) o inoportuno para los candidatos exponer las diferentes opciones electorales a los ciudadanos residentes en el extranjero, de manera que se respete la libertad de expresión; 3. La influencia de los ciudadanos residentes en el territorio nacional en la selección de los candidatos y en la formulación de sus programas electorales, y 4. La correlación existente entre el derecho de voto y el hecho de estar directamente afectado por los actos de los órganos políticos así elegidos”. Por tanto, sería aconsejable modificar la Ley Electoral para que las personas que lleven un determinado número de años (4 o 5 como mínimo) fuera de España no puedan ejercer el sufragio en elecciones locales, como ya se ha aprobado este año en España, ni autonómicas.
En cuarto lugar, desde premisas democráticas es indiscutible que debe atribuirse el mismo valor a todos las opiniones y sufragios, lo que a su vez tiene relación con la garantía de la existencia de distintas maneras de entender la organización del poder dentro de la sociedad y la atribución a todas de similares posibilidades de realización practica. El igual valor del sufragio se ha desvirtuado en España con la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG), que ha fijado la composición del Congreso de los Diputados en 350 (50 menos de los permitidos por la Constitución), ha atribuido un mínimo de dos diputados (en lugar de uno) a cada provincia y ha optado por la fórmula electoral D’Hondt, que sí genera resultados proporcionales en circunscripciones grandes (las que eligen 11 o más personas) pero actúa casi como una fórmula mayoritaria en las pequeñas, que en España representan el 95% de las provincias. La consecuencia es una asignación desproporcionada de escaños, que beneficia a las provincias menos pobladas y perjudica a las que tienen mayor número de habitantes, de manera que las primeras acaban teniendo un mayor número de escaños que el que les correspondería por su población. Además, influye en el sistema de partidos, reduciendo el número de los que acceden a las instituciones representativas y aumentando la probabilidad de que se produzcan cómodas victorias electorales del partido mayoritario: en el año 2000 el Partido Popular con el 44,52% de los votos consiguió el 52,2% de los escaños y en 2008 el Partido Socialista con el 43,87% de los votos el 48,2% de los escaños. U una reforma radical exigiría una modificación constitucional, pero un cambio en los mimbres legales ya produciría efectos significativos: en el Congreso de los Diputados bastaría con ampliar el número de escaños al máximo permitido por la Constitución (400), reducir a uno el mínimo asignado a cada provincia, incorporar una fórmula electoral que produzca con esos parámetros resultados más proporcionales y suprimir la barrera electoral. Puede verse el distinto resultado que pruducen la fórmula D’Hondt y la Saint-Lägue con el siguiente ejemplo: la primera exige que los votos de cada candidatura se dividan entre 1, 2, 3,… hasta el número que coincide con el de escaños a elegir; la segunda divide entre los impares: 1, 3, 5, 7,… En ambos casos los escaños se atribuyen a los mayores cocientes hasta alcanzar los representantes a elegir. Supongamos una circunscripción de 8 diputados con 5 candidaturas: A (168.000 votos), B (104.000), C (72.000), D (64.000), E (40.000), F (32.000). En la fila horizontal aparecen las divisiones entre 1, 2, 3, hasta 8 y en la vertical las candidaturas; los 8 mayores cocientes aparecen en negrita y resulta que la D’Hondt permite la entrada de 4 candidaturas y que el partido más votado tenga la mitad de los representantes; con la Saint-Lägue entran 5 candidaturas y el primer partido no resulta tan beneficiado.
Fórmula D’Hondt
1 2 3 4
A 168.000 84.000 56.000 42.000
B 104.000 52.000 34.666 26.000
C 72.000 36.000 24.000 18.000
D 64.000 32.000 21.333 16.000
E 40.000 20.000 13.333 10.000
F 32.000 16.000 10.666 8.000
La candidatura A obtiene 4 escaños; B 2; C y D 1.
Fórmula Saint-Lägue:
1 3 5 7
A 168.000 56.000 33.600 24.000
B 104.000 34.666 20.800 14.857
C 72.000 24.000 14.400 10.285
D 64.000 21.333 12.800 9.142
E 40.000 13.333 8.000 5.714
F 32.000 10.666 6.400 4.571
La candidatura A obtiene 3 escaños; B 2; C, D y E 1.
Los resultados de la elección deben reflejarse en el funcionamiento de las instituciones representativas por lo que no es admisible que esa entidad se vea privada de uno o varios de sus miembros por el disfrute de permisos de maternidad o paternidad, enfermedad prolongada o condena penal. En tales circunstancias pueden decidirse asuntos tan relevantes como la presidencia del Gobierno, una moción de censura, la aprobación de los presupuestos, ,… Si la mayoría deja de serlo, por circunstancias sobrevenidas y que no le son imputables, se estará desvirtuando la expresión del pluralismo presente en la sociedad. Por eso se debe regular la sustitución temporal de los representantes, como ya se ha hecho en Portugal, Brasil, Holanda, Dinamarca o Suecia.
Pero, en quinto lugar, conviene recordar que nuestra democracia no se reduce a las elecciones ni a las instituciones representativas y que los ciudadanos deben participar de manera directa en las decisiones que por su trascendencia demanden, como exigencia del propio principio democrático, este pronunciamiento inmediato. La democracia directa no consiste en la ratificación de resoluciones adoptadas de antemano por los partidos y formalizadas por las instituciones estatales; no es sólo una fórmula para comprobar la fiabilidad de la representatividad de los órganos de esta naturaleza, sino también una vía directa para la comunicación entre la sociedad y el Estado. La exigencia de una óptima participación no es una cuestión de cantidad, de la mayor participación posible, sino también de calidad, de la mejor participación posible del conjunto de los ciudadanos, lo que supone el reconocimiento del carácter principal y no subordinado de la democracia directa. Sin embargo, tanto la calidad como la cantidad nuestra democracia directa son ridículas: aunque estaba en el Anteproyecto la Constitución no ha incorporado ni la posibilidad de que los ciudadanos puedan solicitar la convocatoria de un referéndum, ni tampoco que pueda tener carácter legislativo, a diferencia de lo que sucede en Irlanda o Italia. Queda a expensas de que lo promueva el Presidente del Gobierno y lo autorice el Congreso de los Diputados (art. 92) y tal cosa ha ocurrido en 2 ocasiones durante 33 años de democracia, mientras en Estados Unidos, Italia o Suiza esas consultas se cuentan por decenas. ¿Es admisible que una decisión sobre la construcción de nuevas centrales nucleares se tome sin consultar a los ciudadanos?
Otra forma de intervención directa de los ciudadanos es la iniciativa legislativa popular y tampoco aquí las previsiones constitucionales han sido mucho más generosas, pues a las restricciones de carácter general contenidas en el artículo 87.3 hay que añadir su exclusión en los procedimientos de reforma constitucional (art. 166), siendo significativo el hecho de que no pueda ejercerse en “materias propias de Ley Orgánica”, con lo que se veda a esta institución el acceso a los derechos fundamentales y las libertades públicas, los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general (art.81), además de todos aquellos ámbitos cuya regulación exige, por mandato constitucional, la aprobación de una Ley Orgánica (Defensor del Pueblo, sucesión a la Jefatura del Estado,…). ¿Es aceptable en democracia que los ciudadanos no puedan promover la aprobación de una ley de muerte digna, un cambio en el Código Penal o la modificación de las leyes que regulan el voto o los derechos de reunión, asociación o educación?
El referéndum y la iniciativa legislativa popular exigen una reforma constitucional para que sirvan como instrumento de participación y forma de control de los partidos y de los representantes en el ejercicio de sus funciones.
Si a lo anterior pudiéramos sumar un control eficaz del dinero que reciben y gastan los partidos políticos, una reforma de la financiación electoral para hacer más austera y equitativa, la desaparición de las cuotas de partido en las instituciones no políticas, la erradicación del sistema de botín en forma de nombramiento de afines para numerosos cargos en las administraciones públicas, la reforma en un sentido restrictivo de las prerrogativas de los parlamentarios, y la aprobación de una Ley de acceso a la información pública para que los poderes públicos posibiliten el conocimiento de miles de documentos e informes oficiales, nuestra democracia habría alcanzado, a los treinta y tantos, la mayoría de edad y sería un poco más decente.