Por una democracia decente: algunas propuestas.

El término decente tiene aquí el sentido empleado por Avishai Margalit en su libro La sociedad decente: una democracia decente sería aquella que respeta, a través de sus instituciones, a las personas que están sujetas a su autoridad. Ese respeto exige que se les considere ciudadanos plenos y no súbditos, personas iguales en derechos y con capacidad para autodeterminarse y decidir el sentido en el que quieren orientar su vida individual y colectiva. En una democracia decente el pueblo gobernado debe ser, en la mayor medida posible, pueblo gobernante. Y tal cosa no ocurre en la medida deseable en la democracia española; no es consuelo que algo similar suceda en Estados con más tradición democrática como se puede deducir a propósito de Estados Unidos leyendo a Bruce Ackerman (The Decline and Fall of the American Republic) o de Italia a Luigi Ferrajoli (Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional).

En primer lugar, porque parte del pueblo gobernado no puede actuar como pueblo gobernante a pesar de que tiene la condición adecuada para ello: una edad mínima que permita presumir capacidad suficiente para la autodeterminación personal, para intervenir en la formación de las diferentes opciones políticas y pronunciarse sobre ellas. En esa situación se encuentran las personas de 16 y 17 años, a las que el propio sistema considera con madurez suficiente para casarse, trabajar, pagar impuestos, asumir responsabilidades penales o, en el caso de las mujeres, abortar; si pueden llevar a cabo esas acciones y responder por ellas es porque tienen suficiente discernimiento para decidir con libertad, por lo que en lógica coherencia democrática también tendrían que poder votar, como sucede, a partir de los 16 años en Brasil, Ecuador o Austria.

En segundo lugar, otra parte de ese pueblo gobernado excluido es la formada por los extranjeros, que en la mayor parte de los Estados, España incluido, como mucho pueden participar en las elecciones locales, pero no en las autonómicas y generales. La democratización de los procesos políticos internos e internacionales, la globalización incontenible y el flujo constante de personas de unos países a otros convierten en perversas y anacrónicas estas exclusiones, y reclaman la  extensión de los derechos políticos a los no nacionales porque en un Estado democrático los ciudadanos deben serlo por su relación jurídica con el Estado, por el conjunto de derechos y obligaciones que integran dicha relación. Cuando el Estado admite que un individuo tenga la condición de residente surge una relación integrada por un conjunto de obligaciones jurídicas y de derechos subjetivos que tendría que desembocar en una posición jurídica unitaria: la de ciudadano. La persona que vive en España, sea español o no, está  obligada por las leyes españolas y, precisamente por esa circunstancia, tiene que gozar de los derechos de participación política para poder participar en la elaboración y reforma de esas normas. El pueblo gobernante no debe caracterizarse de acuerdo con criterios históricos o étnicos –democracia de identidad-, sino por el hecho de estar vinculado durante cierto tiempo al ordenamiento jurídico que forma un Estado –democracia de afectación-.

En tercer lugar, y por ese motivo, es difícil justificar en términos democráticos la participación en todas las elecciones de personas que, si bien conservan el vinculo de la nacionalidad con un Estado,  han dejado de residir en el ámbito geográfico de aplicación de sus normas muchos años atrás o ni siquiera han estado allí, como sucede cuando se trata de nacidos fuera del territorio nacional. En esta línea, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha considerado, en el asunto Melnitchenko c. Ucrania, “que la obligación de residir en el territorio nacional para poder votar se justifica en las razones siguientes: 1. Un ciudadano no residente está afectado de manera menos directa o continuada por los problemas cotidianos de su país y él los conoce peor; 2. Puede resultar difícil (o casi imposible) o inoportuno para los candidatos exponer las diferentes opciones electorales a los ciudadanos residentes en el extranjero, de manera que se respete la libertad de expresión; 3. La influencia de los ciudadanos residentes en el territorio nacional en la selección de los candidatos y en la formulación de sus programas electorales, y 4.  La correlación existente entre el derecho de voto y el hecho de estar directamente afectado por los  actos de los órganos políticos así elegidos”. Por tanto, sería aconsejable modificar la Ley Electoral para que las personas que lleven un determinado número de años (4 o 5 como mínimo) fuera de España no puedan ejercer el sufragio en elecciones locales, como ya se ha aprobado este año en España, ni autonómicas.

En cuarto lugar, desde premisas democráticas es indiscutible que debe atribuirse el mismo valor a todos las opiniones y sufragios, lo que a su vez tiene relación con la garantía de la existencia de distintas maneras de entender la organización del poder dentro de la sociedad y la atribución a todas de similares posibilidades de realización practica.  El igual valor del sufragio se ha desvirtuado en España con la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG), que ha fijado la composición del Congreso de los Diputados en 350 (50 menos de los permitidos por la Constitución), ha atribuido un mínimo de dos diputados (en lugar de uno) a cada provincia y ha optado por la fórmula electoral D’Hondt, que sí genera resultados proporcionales en circunscripciones grandes (las que eligen 11 o más personas) pero actúa casi como una fórmula mayoritaria en las pequeñas, que en España representan el 95% de las provincias. La consecuencia es una asignación desproporcionada de escaños, que beneficia a las provincias menos pobladas y perjudica a las que tienen mayor número de habitantes, de manera que las primeras acaban teniendo un mayor número de escaños que el que les correspondería por su población. Además, influye en el sistema de partidos, reduciendo el número de los que acceden a las instituciones representativas y aumentando la probabilidad de que se produzcan cómodas victorias electorales del partido mayoritario: en el año 2000 el Partido Popular con el 44,52% de los votos consiguió el 52,2% de los escaños y en 2008 el Partido Socialista con el 43,87% de los votos el 48,2% de los escaños. U una reforma radical exigiría una modificación constitucional, pero un cambio en los mimbres legales ya produciría efectos significativos: en el Congreso de los Diputados bastaría con ampliar el número de escaños al máximo permitido por la Constitución (400), reducir a uno el mínimo asignado a cada provincia, incorporar una fórmula electoral que produzca con esos parámetros resultados más proporcionales y suprimir la barrera electoral. Puede verse el distinto resultado que pruducen la fórmula D’Hondt y la Saint-Lägue con el siguiente ejemplo: la primera exige que los votos de cada candidatura se dividan entre 1, 2, 3,… hasta el número que coincide con el de escaños a elegir; la segunda divide entre los impares: 1, 3, 5, 7,… En ambos casos los escaños se atribuyen a los mayores cocientes hasta alcanzar los representantes a elegir. Supongamos una circunscripción de 8 diputados con 5 candidaturas: A (168.000 votos), B (104.000), C (72.000), D (64.000), E (40.000), F (32.000). En la fila horizontal aparecen las divisiones entre 1, 2, 3, hasta 8 y en la vertical las candidaturas; los 8 mayores cocientes aparecen en negrita y resulta que la D’Hondt permite la entrada de 4 candidaturas y que el partido más votado tenga la mitad de los representantes; con la Saint-Lägue entran 5 candidaturas y el primer partido no resulta tan beneficiado.

Fórmula D’Hondt

                1                       2                 3                    4

A    168.000     84.000    56.000    42.000     

B    104.000     52.000     34.666       26.000     

C      72.000      36.000        24.000     18.000      

D      64.000     32.000        21.333      16.000      

E        40.000        20.000         13.333      10.000             

F       32.000       16.000        10.666        8.000              

La candidatura A obtiene 4 escaños; B 2; C y D 1.

Fórmula Saint-Lägue:

             1                    3                 5                  7

A    168.000    56.000    33.600     24.000

B    104.000    34.666     20.800       14.857     

C      72.000    24.000       14.400        10.285     

D      64.000    21.333        12.800         9.142     

E       40.000   13.333          8.000        5.714     

F       32.000      10.666         6.400        4.571

La candidatura A obtiene 3 escaños; B 2; C, D y E 1.

Los resultados de la elección deben reflejarse en el funcionamiento de las instituciones representativas por lo que no es admisible que esa entidad se vea privada de uno o varios de sus miembros por el disfrute de permisos de maternidad o paternidad, enfermedad prolongada o condena penal. En tales circunstancias pueden decidirse asuntos tan relevantes  como la presidencia del Gobierno, una moción de censura, la aprobación de los presupuestos, ,…  Si la mayoría deja de serlo, por circunstancias sobrevenidas y que no le son imputables, se estará desvirtuando la expresión del pluralismo presente en la sociedad. Por eso se debe  regular la sustitución temporal de los representantes, como ya se ha hecho en Portugal, Brasil, Holanda, Dinamarca o Suecia.

Pero, en quinto lugar, conviene recordar que nuestra democracia no se reduce a las elecciones ni a las instituciones representativas y que los ciudadanos deben participar de manera directa en las decisiones que por su trascendencia demanden, como exigencia del propio principio democrático, este pronunciamiento inmediato. La democracia directa no consiste en la ratificación de resoluciones adoptadas de antemano por los partidos y formalizadas por las instituciones estatales; no es sólo una fórmula para comprobar la fiabilidad de  la representatividad de los órganos de esta naturaleza, sino también una vía directa para la comunicación entre la sociedad y el Estado. La exigencia de una óptima participación no es una cuestión de cantidad, de la mayor participación posible, sino también de calidad, de la mejor participación posible del conjunto de los ciudadanos, lo que supone el reconocimiento del carácter principal y no subordinado de la democracia directa. Sin embargo, tanto la calidad como la cantidad nuestra democracia directa son ridículas: aunque estaba en el Anteproyecto la Constitución no ha incorporado ni la posibilidad de que los ciudadanos puedan solicitar la convocatoria de un referéndum, ni tampoco que pueda tener carácter legislativo, a diferencia de lo que sucede en Irlanda o Italia. Queda a expensas de que lo promueva el Presidente del Gobierno y lo autorice el Congreso de los Diputados (art. 92) y tal cosa ha ocurrido en 2 ocasiones durante 33 años de democracia, mientras en Estados Unidos, Italia o Suiza esas consultas se cuentan por decenas. ¿Es admisible que una decisión sobre la construcción de nuevas centrales nucleares se tome sin consultar a los ciudadanos?

Otra forma de intervención directa de los ciudadanos es la iniciativa legislativa popular y tampoco aquí las previsiones constitucionales han sido mucho más generosas, pues a las restricciones de carácter general contenidas en el artículo 87.3  hay que añadir su exclusión en los procedimientos de reforma constitucional (art. 166), siendo significativo el hecho de que no pueda ejercerse en “materias propias de Ley Orgánica”, con lo que se veda a esta institución el acceso a los derechos fundamentales y las libertades públicas, los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general (art.81), además de todos aquellos ámbitos cuya regulación exige, por mandato constitucional, la aprobación de una Ley Orgánica (Defensor del Pueblo, sucesión  a la Jefatura del Estado,…). ¿Es aceptable en democracia que los ciudadanos no puedan promover la aprobación de una ley de muerte digna, un cambio en el Código Penal o la modificación de las leyes que regulan el voto o los derechos de reunión, asociación o educación?

El referéndum y la iniciativa legislativa popular exigen una reforma constitucional para que sirvan como instrumento de participación y forma de control de los partidos y de los representantes en el ejercicio de sus funciones.

Si a lo anterior pudiéramos sumar un control eficaz del dinero que reciben y gastan los partidos políticos, una reforma de la financiación electoral para hacer más austera y equitativa, la desaparición de las cuotas de partido en las instituciones no políticas, la erradicación del sistema de botín en forma de nombramiento de afines para numerosos cargos en las administraciones públicas, la reforma en un sentido restrictivo de las prerrogativas de los parlamentarios, y la aprobación de una Ley de acceso a la información pública para que los poderes públicos posibiliten el conocimiento de miles de documentos e informes oficiales, nuestra democracia habría alcanzado, a los treinta y tantos, la mayoría de edad y sería un poco más decente.

Una democracia menor de edad.

Por Andrés Boix Palop y Miguel Á. Presno Linera:  El último libro del conocido jurista Bruce Ackerman, siempre dispuesto a bajar a la arena y participar en el debate público en defensa de las libertades y las garantías, lleva por título The Decline and Fall of the American Republic (La decadencia y caída de la República americana). Es un alegato a favor de la recuperación de espacios participativos y una beligerante muestra de preocupación respecto del retroceso que detecta su autor en cuanto a la efectiva capacidad de los estadounidenses para controlar a su gobierno y determinar sus políticas. ¿Les suena de algo?

Resulta particularmente revelador, a la luz de los acontecimientos en forma de protestas públicas y concentraciones que se vienen produciendo en España desde el pasado domingo, comprobar cuáles son algunas de las soluciones que esboza Ackerman para tratar de revertir poco a poco esta situación. Una de ellas es el establecimiento de un Deliberation Day, una jornada festiva previa a cualquier cita electoral que serviría para organizar reuniones de ciudadanos donde éstos pudieran debatir sobre cuestiones políticas, intercambiar puntos de vista y, en definitiva, conformar mejor su posición como paso previo a un ejercicio más responsable y por ello más eficaz del derecho al voto. Cualquiera que haya estado siquiera unas horas en las concentraciones que espontáneamente se han ido diseminando por la geografía española no puede evitar asociar inmediatamente esta propuesta con el debate cívico y los intercambios de información y opinión que se vienen produciendo en las acampadas ciudadanas. ¡Los españoles hemos montado el Deliberation Day antes que nadie y sin ser muy conscientes de ello!

En este contexto de repentina modernidad aparecen, sin embargo, decisiones de órganos como la Junta Electoral Central que nos hacen retroceder en el tiempo, al afirmar que las concentraciones “son contrarias a la legislación electoral (…) y en consecuencia no podrán celebrarse” porque en su interpretación la legislación vigente que prohíbe actos de campaña electoral el día de reflexión y el de las elecciones, así como la formación de grupos de personas que impidan el ejercicio del sufragio, serían aplicables al caso. Se trata de una decisión equivocada, que interpreta mal nuestro ordenamiento jurídico. Si el marco legal ya peca de paternalista, la exacerbación de las cautelas, concibiendo nuestra jornada de reflexión no como un momento apto para la celebración de un Deliberation Day sino como un día en el que el Estado ha de proteger a los ciudadanos de sí mismos construyendo una suerte de burbuja protectora constituye una prueba más de hasta qué punto la mayor parte de las reivindicaciones de estos días tienen mucho sentido.

En democracia el debate político no se reduce a la contienda electoral ni los partidos tienen el monopolio de la libertad de expresión. La visión que transmite la Junta Electoral es la de un modelo que entiende la participación ciudadana no como algo deseable sino, al revés, como un elemento disruptivo. Un Estado de Derecho plural y participativo no suspende en días como estos los derechos de reunión ni limita los de expresión más allá de lo que sea la regla ordinaria. ¿Dónde está la incompatibilidad entre votar y ejercer otros derechos?

En la mayoría de los países de nuestro entorno el debate en tiempos de elecciones y la búsqueda del voto prosiguen hasta el momento de la votación porque se presume que los ciudadanos son libres y ejercen sus derechos sin miedo. Por mucho que analizamos la situación de nuestro país no vemos dónde puedan estar las diferencias que nos hacen incapaces de comportarnos como una democracia mayor de edad ni cuáles pueden ser las razones por las que ciertas autoridades entienden que nos han de tutelar y proteger de nosotros mismos y del libre flujo de ideas que pueda surgir de un debate libre. No vemos tampoco dónde están en las concentraciones esos “grupos susceptibles de entorpecer el acceso a los locales electorales” de los que habla la Junta. ¿Es que la Junta Electoral Central considera que los ciudadanos no son libres y necesitan preventivamente ser protegidos de sí mismos o de otros conciudadanos?

Conviene recordar de nuevo que el voto no suspende los derechos fundamentales y que una interpretación en este sentido de nuestra ley electoral es constitucionalmente más que dudosa. Pero también habrá que reconocer que probablemente tengamos una mala ley electoral, dado que permite que muchos la interpreten en este sentido. Hemos de acometer cuanto antes una modificación de esta norma y de todas cuantas conforman un modelo de democracia controlada, poco participativa y temerosa de que los ciudadanos asumamos más protagonismo. Una democracia tutelada por cortapisas como obligar a las televisiones, públicas y privadas, a asignar unos tiempos prefijados a cada partido político o que impide la difusión libre de encuestas en los últimos días de campaña revela una vocación dirigista y paternalista impropia del siglo XXI. Aunque el Preámbulo de nuestra Constitución proclama el deseo de establecer una sociedad democrática avanzada, son este tipo de estructuras las que, multiplicadas en nuestra cultura jurídica, impregnan nuestra vida política y hacen la toma de decisiones poco participativa y de escasa calidad. Ya sabemos que en democracia todo el poder emana del pueblo pero la clave, como se preguntaba Bertold Brecht, es ¿adónde va? Esa pregunta es un clamor estos días en las manifestaciones de protesta.

Nuestra democracia, en definitiva, necesita una actualización urgente porque las reglas que nos dimos en su momento se han quedado viejísimas y chirrían con la realidad de un país moderno y con ciudadanos formados y acostumbrados a vivir en libertad. Tras casi cuarenta años desde la muerte de Francisco Franco ha llegado probablemente el momento de decidir que queremos ser de una vez una democracia madura de ciudadanos mayores de edad. Y empezar a actuar como tales.

Andrés Boix Palop es Profesor de Derecho administrativo en la Universitat de València y Miguel Ángel Presno Linera es Profesor de Derecho constitucional en la Universidad de Oviedo.

Concentraciones de ¡Democracia real ya!: la jurisprudencia favorable del Tribunal Europeo de Derechos Humanos

En relación con las concentraciones de ¡Democracia real ya!, es oportuno recordar la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, en fechas tan recientes como el 17 de mayo, ha amparado el derecho a reunirse en lugares públicos aunque no se cuente con la autorización administrativa para ello: «toda manifestación en un lugar público es susceptible de causar cierta alteración en el discurrir de la vida cotidiana y suscitar reacciones hostiles; pero una situación irregular no justifica por sí misma una lesión del derecho de reunión…  en ausencia de actos de violencia por parte de los manifestantes… es importante que los poderes públicos observen una cierta tolerancia respecto a las reuniones pacíficas para que la libertad de reunión garantizada por el artículo 11 del Convenio no quede privada de contenido». Estas conclusiones se pueden leer en el asunto Gülizar Tuncer c. Turquía (nº2), 8 de febrero de 2011, y en el caso Akgöl y Göl c. Turquía, de 17 de mayo de 2011.

De nuevo sobre los motivos constitucionales que avalan las concentraciones de ¡Democracia real ya!

Puede seguirse en directo la concentración de la Puerta del Sol en Soltv.

Un comentario previo a la resolución de la Junta en La buena tarde

La Junta Electoral Central ha resuelto que las concentraciones “son contrarias a la legislación electoral desde las 0 horas del sábado 21 y hasta las 24 horas del domingo 22 y en consecuencia no podrán celebrarse”. Sus argumentos son que nuestra legislación prohíbe actos de campaña electoral el día de reflexión y el de las elecciones así como la formación de grupos de personas que impidan el ejercicio del sufragio.

Nada habría que objetar si lo que ocurre encajara en esas premisas, cosa que no es así: primero, si en las concentraciones, como ha venido sucediendo en general, no se pide el  voto no hay motivo para impedirlas; segundo, en democracia el debate político no se reduce al debate electoral ni los partidos tienen el monopolio de la libertad de expresión; tercero, la democracia -y es democracia la convocatoria de una concentración o la expresión colectiva de una ideología- no se paraliza el día de reflexión -¿algún día no lo es?-; lo que ocurre es que no se puede pedir el voto pero todos los días son días para el ejercicio de los derechos fundamentales, salvo, como ocurre con el sufragio, que se trate de derechos que se ejercen cada cierto tiempo.

¿Dónde está la incompatibilidad entre votar y ejercer otros derechos? En la mayoría de las democracias el debate prosigue hasta el momento de la votación porque se presume que los ciudadanos son libres y ejercen sus derechos sin miedo.  Ese es el motivo por el que se debe garantizar a todos el ejercicio del sufragio el domingo, pero ¿dónde están esos “grupos susceptibles de entorpecer el acceso a los locales electorales” de los que habla la Junta? ¿Es que la Junta Electoral Central considera que los ciudadanos no son libres y necesitan ser protegidos de sí mismos o de otros? Mientras eso no ocurra, la Juntas Electorales Provinciales que han prohibido las concentraciones deberán rectificar pues en otro caso, y por si los asistentes a estas concentraciones necesitaran motivos constitucionales, les darían uno más. Una opinión más amplia en El Diario Vasco/El Correo y La Voz de Asturias.

El viernes 20, Francisco Bastida Freijedo, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo, opinaba en La Nueva España que la ley reguladora del derecho de reunión sólo permite prohibir la reunión o la manifestación cuando «existan razones fundadas de que puedan producirse alteraciones del orden público, con peligro para personas o bienes». La Junta tendría que haber alegado que la concentración prevista afectaba al mantenimiento del orden público y, además, suministrando argumentos sólidos que permitiesen razonablemente entender que, de no prohibirse la concentración, se crearía un peligro claro e inminente para personas o bienes.  Al no hacerlo así, la Junta Electoral ha actuado a mitad de camino entre un gobernador civil franquista, arrogándose la competencia para autorizar manifestaciones, y un comisionado de las grandes fuerzas políticas para impedir que concurran en período de campaña electoral otros actores distintos a los partidos, únicos que, al parecer, pueden ensuciar las calles, circular con altavoces y ocupar el espacio público para insultar al contrincante.

Francisco Balaguer Callejón, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada, firma hoy la opinión del Consejo Editorial de Público con el certero título La amnesia de la Junta Electoral y dice:  ¿Puede un órgano o una institución del Estado padecer amnesia? La Junta Electoral Central (JEC) sí, porque ha olvidado lo que dispone nuestra Constitución y ha olvidado también que, en su interpretación y aplicación, debe seguir la doctrina del Tribunal Constitucional (TC). Es esa amnesia la que le conduce a resolver, en su Acuerdo de 19 de mayo de 2011, que “las concentraciones y reuniones a las que se refieren las consultas elevadas a esta Junta son contrarias a la legislación electoral” desde las cero horas del sábado 21 hasta las 24 horas del domingo 22 y, en consecuencia “no podrán celebrarse”. Lo cierto es, sin embargo, que no son contrarias a la legislación electoral, de acuerdo con lo que ha establecido el TC. Por ejemplo,  en la sentencia 170/2008, de 15 de diciembre, FJ4, en la que se afirma que “el ejercicio del derecho de reunión, del que el derecho de manifestación resulta una vertiente, debe prevalecer, salvo que resulte suficientemente acreditado por la Administración y, en su caso, por los Tribunales, que la finalidad principal de la convocatoria es la captación de sufragios”. Respecto de las manifestaciones en el día de reflexión, la STC 96/2010, FJ4, indica que la prohibición legal “no significa naturalmente que durante la denominada jornada de reflexión previa a las elecciones no pueda celebrarse ninguna manifestación cuyo objeto tenga algo que ver con el debate político y, por tanto, pueda influir indirectamente en las decisiones de los electores”. Para el TC (FJ5), la prohibición de la manifestación “es una decisión que no obedece a ninguna razón fundada y sí sólo, en cambio, a meras sospechas sobre la posibilidad de que la manifestación considerada pudiera perturbar la deseable neutralidad política propia de la jornada de reflexión”.  Así pues, la JEC parece haber olvidado que en nuestro país existe una Constitución y  un TC cuya doctrina es vinculante. En un caso similar, la JEC se pronunció en el mismo sentido mediante Acuerdo de 13 de marzo de 2004. En aquella ocasión, la ciudadanía olvidó que existía una JEC y siguió manifestándose, sin que la autoridad gubernativa lo impidiera.

Sobran los motivos constitucionales para las concentraciones.

Aunque todavía no lo ha publicado en su página, la Junta Electoral Central ha decidido que no se pueden celebrar las concentraciones previstas para el sábado. La prohibición se fundamenta, según dicha resolución, en que nuestra legislación prohíbe actos de campaña electoral el día de reflexión y el de las elecciones; también trata de evitar que se formen grupos de personas que impidan el ejercicio del sufragio y, asimismo, no se puede pedir el voto para ninguna de las candidaturas concurrentes ni tampoco la exclusión de cualquiera de ellas.  La Junta ignora la propia Ley Orgánica de cuya intepretación es actor autorizado: primero, la finalidad de estas convocatorias no es captar sufragios para las diferentes candidaturas, por lo que no hay un motivo constitucionalmente válido para impedir el ejercicio del derecho fundamental de reunión; segundo: en un Estado democrático el debate político no se reduce al debate electoral ni los únicos legitimados para expresarse políticamente son los concurrentes a unas elecciones; tercero: tal cosa debe ser así incluso en la jornada de reflexión, como declaró el Tribunal Constitucional el año pasado cuando anuló, por inconstitucional, una resolución que había impedido conmemorar el Día Internacional de la Mujer por estar convocada el día previo a unas elecciones autonómicas; cuarto: la Junta Electoral ignora también que en democracia no hay un día del derecho de reunión o de la libertad de expresión; todos los días son días para el ejercicio de los derechos fundamentales, salvo, como ocurre precisamente con el sufragio, que se trate de derechos que por la propia previsión constitucional se ejercen cada cierto tiempo. Pero la democracia -y el ejercicio de derechos fundamentales como la convocatoria de una concentración o la expresión colectiva de una expresión son parte esencial de un sistema democrático-, no se paraliza un día al año; la reflexión política no existe si no se puede expresar de manera pública en cualquier momento y lugar. ¿Dónde está la incompatibilidad entre ejercer, o no, el sufragio y poder ejercer otros derechos? En la mayoría de los Estados democráticos del mundo el debate político prosigue hasta el momento mismo de la votación porque se presume que los ciudadanos son libres y ejercen sus derechos sin miedo.  ¿Dónde están esos «grupos susceptibles de entorpecer el acceso a los locales electorales» de los que habla la Junta? ¿Quién, en palabras de esa Junta, ha dificultado o coaccionado el libre ejercicio del derecho de voto? ¿Es que la Junta Electoral Central considera que los ciudadanos que pueden votar el domingo no son libres y necesitan ser protegidos de sí mismos? ¿Es que la Junta Electoral Central le ha perdido el respeto a los ciudadanos?

Las concentraciones de ¡Democracia Real ya!: en período electoral la calle sigue siendo de todos.

La Junta Electoral de Madrid ha dictado una resolución prohibiendo una concentración de ¡Democracia Real Ya! en la Puerta del Sol. Los motivos son la ausencia de «causas extraordinarias y graves» que justifiquen la convocatoria con 24 horas de antelación y que «la petición de voto responsable pueda afectar a la campaña electoral y a la libertad del derecho de los ciudadanos al ejercicio del voto».  En relación a la primera cuestión, la Ley Orgánica 9/1983, reguladora del derecho de reunión, dispone en su artículo 8 que la celebración de reuniones en lugares de tránsito público y de manifestaciones deberán ser comunicadas por escrito a la autoridad gubernativa con una antelación de 10 días naturales, como mínimo… Cuando existan causas extraordinarias y graves que justifiquen la urgencia de convocatoria y celebración de reuniones… la comunicación podrá hacerse con una antelación mínima de 24 horas».

Esta exigencia, que no implica una autorización previa, está orientada a la Autoridad gubernativa pueda adoptar en su caso las medidas adecuadas para proteger el ejercicio del derecho o, en su caso, limitarlo o prohibirlo. No existen circunstancias graves que justifiquen la urgencia de la convocatoria, por lo que esa primera consideración parece acertada, si bien tampoco cabe ignorar que esa concentración se produce en el contexto de unas reuniones que ya se han venido celebrando sin que hasta ahora la Autoridad gubernativa, y no la Junta Electoral, las prohibiera. De hecho es cuestionable que la Junta entre a resolver esta cuestión pues el artículo 54 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General le atribuye competencias cuando se trate «de actos públicos de campaña electoral» y no siéndolo en sentido estricto en este caso la decisión debe ser tomada en exclusiva por la Delegación del Gobierno.

Respecto al segundo argumento, dicha Junta parece ignorar la reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre el ejercicio del derecho de reunión durante los procesos electorales, que en síntesis sostiene que «el ejercicio del derecho de reunión, del que el derecho de manifestación resulta una vertiente, debe prevalecer, salvo que resulte suficientemente acreditado por la Administración y, en su caso, por los Tribunales, que la finalidad principal de la convocatoria es la captación de sufragios» (STC 170/2008, FJ 4).

Es interesante la STC 37/2009, donde el Tribunal concluye que «no puede admitirse que la manifestación convocada por SOS Racisme de Catalunya con el lema «Por el derecho al voto de las personas inmigrantes» se prohíba porque la misma puede tener contenido electoral»). Y es que no puede reputarse motivo suficiente para limitar el derecho de reunión que con la manifestación se está favoreciendo «de forma indirecta o subliminal» a aquellas formaciones políticas que muestran mayor apoyo a dicha política. La mera posibilidad de que una reivindicación, en este caso de un derecho como el del sufragio activo y pasivo para todas las personas residentes en un determinado territorio, pueda incidir de una u otra forma en el electorado, se muestra como hipótesis insuficiente para limitar el derecho de reunión en periodo electoral.

La última sentencia en la materia es la Sentencia 38/2009, de 9 de febrero de 2009, que reproduce lo dicho en la  STC 170/2008. Recuerda: “hemos declarado que ‘[e]n rigor, en el ámbito de los procesos electorales, sólo en casos muy extremos cabrá admitir la posibilidad de que un mensaje tenga capacidad suficiente para forzar o desviar la voluntad de los electores, dado el carácter íntimo de la decisión del voto y los medios legales existentes para garantizar la libertad del sufragio’ (STC 136/1999, de 20 de julio, FJ 16). Si esta aseveración se ha realizado en relación con manifestaciones llevadas a cabo por las propias formaciones políticas presentes en la contienda electoral, cuanto más cabe afirmarlo de una agrupación de personas que se reúnen con la finalidad del intercambio o exposición de ideas, la defensa de intereses o la publicidad de problemas y reivindicaciones, y no con la intención de la captación de sufragios, objetivo que, junto a la identificación de los sujetos que pueden realizar la campaña electoral, definen la misma (art. 50.2 de la Ley Orgánica del régimen electoral general: LOREG).

No cabe duda que las opiniones derivadas de ese intercambio, exposición, defensa o reivindicación pueden llegar a influir en el ciudadano, pero dicha situación sólo puede ser contemplada como ‘una mera sospecha o una simple posibilidad’. De ahí que sólo cuando se aporten razones fundadas, en expresión utilizada por el art. 21.2 CE, sobre el carácter electoral de la manifestación, es decir, cuando su finalidad sea la captación de sufragios (art. 50.2 LOREG) y ésta no haya sido convocada por partidos, federaciones, coaliciones o agrupaciones, únicas personas jurídicas que pueden realizar campaña electoral junto a sus candidatos (art. 50.3 LOREG), podrá desautorizarse la misma con base en dicho motivo. De lo contrario, como apunta el Fiscal, podríamos llegar al absurdo de que durante la campaña electoral estuvieran absolutamente prohibidas todas las manifestaciones.

Debe tenerse presente que el principio del pluralismo político se encuentra fuertemente vinculado con el derecho de libertad de expresión del que es manifestación colectiva el derecho de reunión, siendo éste, al igual que la mencionada libertad, un derecho que coadyuva a la formación y existencia ‘de una institución política, que es la opinión pública, indisolublemente ligada con el pluralismo político’ (STC 12/1982, de 31 de marzo, FJ 3), de forma tal que se convierte en una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, como lo son precisamente los derechos de participación política de los ciudadanos. Como afirmaba la STC 101/2003, de 2 de junio, ‘sin comunicación pública libre quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1.2 CE, que es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política (por todas STC 6/1981, de 16 de marzo; en el mismo sentido SSTC 20/1990, de 15 de febrero, y 336/1993, de 15 de noviembre)’ (STC 9/2007, de 15 de enero, FJ 4)».

Así pues, añade la citada Sentencia, «debe favorecerse el ejercicio del derecho de reunión aún en detrimento de otros derechos, en especial los de participación política, no sólo por significarse como un derecho esencial en la conformación de la opinión pública, sino por la necesidad de su previo ejercicio para una configuración de la misma libre y sólida, base indispensable para el ejercicio de los mencionados derechos. Por este motivo, el ejercicio del derecho de reunión, del que el derecho de manifestación resulta una vertiente, debe prevalecer, salvo que resulte suficientemente acreditado por la Administración y, en su caso, por los Tribunales, que la finalidad principal de la convocatoria es la captación de sufragios» (STC 170/2008, FJ 4).

4… En efecto, extender el carácter de acto de campaña electoral a todo aquél que de forma indirecta o subliminal pudiera incidir en la voluntad de los electores por coincidir con alguna de las ideas defendidas por las opciones políticas que concurren en el proceso electoral, sujetándolo por ello a la regulación de la Ley Orgánica del régimen electoral general (LOREG), supondría, en aras de la protección de la «pureza de la campaña electoral», permitir que se prohíban, con la consiguiente vulneración del derecho a la libertad de expresión, todas aquellas manifestaciones públicas realizadas durante la misma que no hubieran sido efectuadas por candidatos, partidos, federaciones, coaliciones o agrupaciones. Siendo así que el ejercicio del derecho a la libertad de expresión queda, incluso, legalmente liberado de las restricciones establecidas para el periodo de campaña en el art. 50.3 LOREG. Y ello incluso cuando fuera conocida la preferencia de sus convocantes por una determinada opción política o su posición crítica con el resto de las opciones presentes en la contienda electoral.

5. En consecuencia procede estimar el recurso de amparo por vulneración del derecho de reunión del recurrente (art. 21 CE) y declarar la nulidad de la Resolución del Dirección General de Seguridad Ciudadana de la Generalidad de Cataluña, que se adoptó con base en el Acuerdo de la Junta Electoral Provincial de Barcelona, así como de la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (Sección Segunda). La resolución gubernativa por vulnerar de manera directa el derecho fundamental citado y la judicial por no reparar la lesión ocasionada en vía administrativa. Dicha declaración hace innecesario el conocimiento del resto de las quejas denunciadas por el recurrente.

La sentencia del caso Bildu como ejemplo de derecho panfletario.

En las Facultades de Derecho se enseña que antes del moderno Derecho Constitucional existió un Derecho en el que el componente político era esencial, de ahí que se le denominara Derecho Político y, por su cuyo carácter militante en favor del Estado, también se le calificó de panfletario. La resolución del Tribunal Supremo que anuló todas las candidaturas de Bildu parece un ejemplo de ese derecho panfletario.

En primer lugar, se construye de atrás hacia adelante pues antes de valorar las pruebas sobre la continuidad, o no, de estas candidaturas con lo que el Tribunal llama “complejo ETA/Batasuna” ya da por hecho que “este litigio es en cierta medida, como hemos dicho una y otra vez, continuación histórica de los anteriores”.

En segundo término, los argumentos que parecen desecharse sirven para confirmar lo que desmentían: así, aunque el Tribunal acoge las sorprendentes alegaciones de la Abogacía del Estado y el Ministerio Fiscal –las vinculaciones entre los candidatos de Bildu y el “complejo ETA/Batasuna” o “son tan remotas que resultan irrelevantes, o son inseguras en cuanto a su autenticidad, o hacen referencia a situaciones personales o actividades que no merecen ningún juicio de desvalor”- también admite que “tiene indudable fuerza lógica” que la inexistencia de vinculaciones subjetivas, lejos de desvirtuar las pretensiones de Abogacía y Fiscalía, “es en realidad un indicio más de la razón que les asiste”.

En tercer lugar, la resolución insiste en “levantar el velo” que esconde la conexión entre Bildu y ETA/Batasuna pero, como ya se ha dicho, cuando lo levanta apenas encuentra vinculaciones personales y las que existen no se ocultaron: varios de los promotores de Bildu participaron en anteriores proyectos políticos, algunos ilegalizados, lo que no implica que se les prive del derecho de sufragio pasivo (Sentencia del Tribunal Constitucional 10/2007).

En cuarto lugar, el Tribunal reitera que su juicio debe estar presidido por el “principio de proporcionalidad”, que obliga a que las medidas limitativas del derecho a concurrir a las elecciones sean lo menos gravosas posibles. Pero, sin haberse acreditado la mayoría de los requisitos previstos en la Ley Electoral para apreciar la continuidad de Bildu respecto a Batasuna -similitud de estructuras, organización y funcionamiento, de las personas que los componen, rigen, representan, administran o integran, de la procedencia de los medios de financiación o materiales- anula todas las candidaturas, incluyendo a los candidatos de dos formaciones legales: Eusko Alkartasuna y Alternatiba.

Es importante recordar, en quinto lugar, que tras una reciente reforma de la Ley Electoral un representante político puede perder su cargo si ha sido elegido en las listas der un partido o coalición luego ilegalizados “salvo que formule, voluntariamente, una declaración expresa e indubitada de separación y rechazo respecto de las causas determinantes de la declaración de ilegalidad”. Parece que lo que puede salvar una vez elegido no sirve de gran cosa antes de la elección, pues como recuerdan los magistrados discrepantes en su Voto particular, todos los candidatos de Bildu ha firmado un escrito que alude a “la oposición por todos los medios a cualquier acto o actividad que suponga agresión o violación a cualquier derecho humano y al uso de la violencia para lograr objetivos políticos”.

Todo lo anterior carece de relevancia para la mayoría que apoya el fallo, pues se fía todo a documentos de diversa índole y, en ocasiones, sin autoría conocida, que demostrarían la manipulación realizada por ETA en Eusko Alkartasuna y Alternatiba. Aquí, el Supremo se mete a sociólogo y recuerda que la primera “ha sufrido una escisión al abandonarlo los componentes y afiliados que rechazaban precisamente la estrategia de acercamiento  a Batasuna” y la segunda es “una escisión de Izquierda Unida  con  limitada relevancia en la vida política y social del País Vasco”. Lo que no tiene en cuenta, por citar uno de los ejemplos del Voto particular, es que algunas de las supuestas maquinaciones de ETA habían sido planteadas de manera abierta por Eusko Alkartasuna cinco años antes: en 2003 su portavoz parlamentario defendió compartir lista con Arnaldo Otegi si rechazaba cualquier violación de derechos humanos.

La última palabra antes de las elecciones la tiene el Tribunal Constitucional, que hace dos años (STC 126/2009), sostuvo que el Estado democrático puede defender el régimen de libertades frente a quienes persiguen su destrucción por medios violentos, [pero] no puede articular esa defensa por otros medios que los legalmente establecidos y sobre la base de certidumbres basadas en hechos y datos debidamente acreditados, nunca a partir de sospechas y convicciones que, por razonables que puedan resultar en términos políticos, han de quedar descartadas como elemento de conformación de la voluntad del poder público. Esta es, para sus críticos, la más grave y peligrosa debilidad del Estado de Derecho. En realidad, constituye su fuerza legitimadora y su verdadera grandeza.