Si la decisión política de incorporar la enseñanza universitaria española al proceso de construcción del Espacio Europeo de Educación Superior generó en su día un intenso debate, no apagado del todo bastante tiempo después, la forma en la que dicha incorporación debía llevarse a cabo tampoco ha estado exenta de polémica. En todo caso, y al margen de la sustancial alteración en la estructura de los créditos docentes y la búsqueda de una convergencia académica europea, el “proceso de Bolonia” no es el punto de partida de la reflexión sobre la conveniencia de modificar el sistema docente “tradicional”, articulado de modo principal, aunque no exclusivo, a partir de unas clases presuntamente “magistrales”.
En no pocos Departamentos existía un sentimiento común de la necesidad de mejorar lo que enseñamos y la forma de hacerlo. En dichos ámbitos, “Bolonia” ha supuesto un impulso/obligación y, también es sabido, un problema, pero también lo suponen las nuevas características de los estudiantes que acceden a las Facultades, la expansión de las enseñanzas jurídicas a nuevas titulaciones, los cambios en la demografía estudiantil, la crónica escasez de medios y la, en no pocas ocasiones, disparatada organización burocrático-departamental.
Lo que sí ha provocado el proceso que ahora nos ocupa es la generalización del debate sobre unas prácticas que hasta hace bien poco formaban parte de las iniciativas particulares de algunos docentes. En las líneas siguientes se resumirán o recordarán una serie de cuestiones que, en la mayoría de los casos, son meras obviedades y lugares comunes, pero si algo es evidente, al menos en la Universidad española, es que lo racionalmente obvio y lo socialmente exigible está todavía bien lejos de ser práctica cotidiana. La lectura del libro de Sixto Sánchez Lorenzo, De Bestiis Universitatis (Esos tipos universitarios…), Dykinson, 2003, obligada por muchas razones, ilustra con certera ironía de qué hablamos todavía cuando hablamos de nuestra Universidad.
I. Planteamiento: ¿qué debemos cambiar?. En primer lugar, el cambio debe empezar por las actitudes y aptitudes del profesorado. La consciencia de que las cosas se podían hacer mejor no ha ido acompañada del esfuerzo adicional de poner los medios y el trabajo para corregir lo que se advertía como manifiestamente mejorable, a lo que ha contribuido el poco crédito que, en general, tiene la labor docente entre el profesorado, de lo que es buena prueba la diferencia entre las tareas investigadoras, donde no se discute la necesidad de una fase de aprendizaje, y las docentes, en las que dicho período de iniciación no se ha considerado imprescindible.
En dicha tarea, al igual que sucede con la investigación, no se trata de hacer las cosas a la manera de cada uno y al margen de los colegas, sino de consolidar un trabajo en equipo, que redundará en la mejora de la calidad de lo que hacemos, en una mayor coherencia de los resultados que conseguirán nuestros estudiantes y en una mejor organización del trabajo. Esta tarea de equipo no debe limitarse a las personas que imparten una determinada asignatura, sino que tendría que implicar al conjunto de profesores del departamento y, en la medida de lo posible, del centro.
El cambio también supone la asunción de nuevos roles que superen de una vez el del clásico “profesor-dictador”, tan detestado en la teoría como repetido en la práctica. Asimismo, y teniendo en cuenta la expansión de nuestra materia a nuevas titulaciones, es imprescindible abandonar la idea de que son “hermanas menores” de los estudios de Derecho y que basta con adelgazar la dosis de contenidos, olvidándose del perfil propio que tienen dichos estudios.
No menos necesaria es una nueva aptitud ante las posibilidades que ofrecen herramientas distintas a las habituales, no con el propósito de sustituir unas por otras ni tampoco para convertirlas en paradigma de la “enseñanza moderna”, sino porque nada que pueda ser útil para la transmisión de conocimientos y la facilitación del aprendizaje debe ser despreciado.
Un segundo ámbito necesitado de cambio es el metodológico, que debe orientarse, además de la adquisición de conocimientos, a la obtención de las destrezas adecuadas para el desempeño de las profesiones jurídicas. No basta, por tanto, con transmitir información, sino que es necesario verificar que dicha información se comprende y se utiliza de la manera adecuada. Desde luego, parece fuera de discusión que el objetivo de la enseñanza es algo muy distinto a conseguir que los estudiantes repitan con la mayor fidelidad posible lo que se les ha transmitido.
Es también obvio que no se trata de entretener al alumnado, pero el desinterés, que en los tiempos actuales se manifiesta sin pudor mientras que en el pasado se comentaba de forma más temerosa, no nos debe resultar ajeno. En buena medida, ahora y antes, es el producto de la mediocridad y apatía de algunos profesores, del carácter unidireccional del aprendizaje, del desprecio por recursos didácticos distintos a las presuntas clases magistrales y del olvido de la virtualidad práctica que nos ofrece la actualidad española y comparada.
Si comprobamos cada día que los estudiantes comprenden poco, razonan mal y se expresan peor, no podemos quedarnos en la idealización de un pasado en el que creemos que todos fuimos mejores o en la atribución de responsabilidades absolutas a los niveles inferiores del sistema educativo, que parecen eximirnos de toda culpa a pesar de que nosotros hemos mantenido un aprendizaje lineal cuando los estudiantes se informan de modo no lineal, no ponderamos su distintas procedencias y orientaciones, no integramos la realidad social en las dogmáticas y no nos preocupamos de crear un entorno adecuado para el aprendizaje ni en la asignatura ni en nuestras herramientas ni en el conjunto del sistema.