El largo proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña guarda ciertas similitudes con la saga cinematográfica La guerra de las galaxias, aunque es obvio que ha estado desprovisto del humor que George Lucas supo darle, al menos, a sus tres primeras entregas. Con el Estatut, en una primera fase, coincidente con su debate y aprobación (de 2004 a 2006), hubo frecuentes y tensos enfrentamientos entre partidos políticos, medios de comunicación y dirigentes de diferentes instituciones estatales y autonómicas; una segunda parte (de 2006 a 2010) estuvo presidida por el contraataque vía recursos de inconstitucionalidad, y acabamos de empezar una tercera con la sentencia del Tribunal Constitucional, que parece traer cierta paz a nuestro Estado autonómico. Al menos no ha habido, por seguir con la analogía, secuelas en forma de “guerra a los clones”, a los Estatutos de Autonomía inspirados en el catalán, como el andaluz o el balear, que contaron con el beneplácito de los que combatieron y recurrieron el Estatut.
Escuchando las primeras declaraciones de los actores políticos principales, y al margen de ciertas y esperadas sobreactuaciones, parece que en el nuevo escenario nadie se ha quedado sin un papel en el reparto ni sin una dosis de sonrisas y lágrimas. Es cierto que tampoco se conoce el alcance exacto de la sentencia, pues se saben los 14 preceptos declarados inconstitucionales, pero no cómo deben interpretarse otros 23 artículos y 4 disposiciones. A continuación comentaremos de forma breve lo conocido, dejando, en su caso, para una futura entrega un análisis más completo.
En primer lugar, dice el Tribunal que carecen de eficacia jurídica interpretativa las referencias del Preámbulo a “Cataluña como nación” y a “la realidad nacional de Cataluña”. Al margen del efecto tranquilizador que eso pueda tener para algunos, era difícil que esa declaración pudiera tener más efecto que el político-sentimental, pues lo que dice ese Preámbulo es que “el Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación”. Si un Parlamento entiende que la ciudadanía de Cataluña, o de Galicia, tiene un sentimiento de nación quiere decir algo que trasciende a la eficacia jurídica interpretativa, pero lo que importa es que si algún día esa ciudadanía pretende acceder a la independencia tendrá que cumplir unos requisitos que no están en el Estatut sino en la Constitución.
En segundo lugar, la sentencia declara inconstitucional el carácter “preferente” del catalán como lengua de las Administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña, pero mantiene que es la lengua de “uso normal” de esas Administraciones y “la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza”. Nada nuevo, pues ya en 1994 el Tribunal Constitucional dijo que “ningún reproche puede merecer que en los centros docentes radicados en Cataluña la lengua catalana haya de ser vehículo de expresión normal tanto en las actividades internas como en las de proyección exterior”.
En tercer lugar se declaran inconstitucionales 7 preceptos relativos a las funciones de tres órganos previstos en el Estatut: el Consejo de Garantías Estatutarias (antiguo Consejo Consultivo), el Síndic de Greuges (equivalente al Valedor do Povo) y el Consejo de Justicia (una especie de Consejo General del Poder Judicial autonómico). Esta es la parte del Estatut cuantitativamente más afectada pero que hasta la fecha apenas había tenido relevancia y, en mi opinión, tampoco la tendría admitir la constitucionalidad de la mayoría de los artículos relativos al Consejo de Justicia, pues están condicionados a lo que diga una ley estatal: la Ley Orgánica del Poder Judicial. Buena prueba es que 5 de esos 7 artículos son idénticos en el Estatuto de Andalucía, respaldado por el PP. Sí parece acertada la nulidad de dos apartados sobre el Consejo de Garantías (el carácter vinculante de sus díctamenes) y el Síndic (su competencia exclusiva para supervisar la Administración catalana), aunque su relevancia no es excesiva.
Finalmente, se eliminan breves enunciados sobre la definición de las competencias compartidas, sobre un aspecto de esas competencias relativo a las cajas de ahorro (y que es idéntico al previsto en el Estatuto andaluz) y otras entidades de crédito, sobre la realización, en otras Comunidades, de esfuerzos fiscales similares a los que se hacen en Cataluña y sobre la regulación por la Generalitat de tributos propios de los gobiernos locales.
En suma, que ni cuantitativa ni cualitativamente ha quedado laminado el Estatut ni el Tribunal ha dictado una sentencia que no se pudiera esperar conociendo su jurisprudencia anterior. Cosa distinta es que haya tardado cuatro años en hacerlo, dejándose en ese recorrido, con la ayuda inestimable de otros actores, buena parte de su prestigio.
Algunos de los que pensaban que con esta sentencia reinaría la paz y la armonía territorial ya estarán mirando hacia adelante con ira ante las reacciones de algunos políticos catalanes y su demanda de un nuevo “pacto”. Pero como podemos constatar a diario, los desacuerdos, con nosotros mismos y con los demás, son continuos y evidencian que estamos vivos. Y en un estado autonómico (léase federal) esos desacuerdos tienen también un componente territorial, lo que se comprueba cada día en Estados Unidos donde 200 años después siguen discutiendo sobre el reparto del poder entre la Federación y los Estados. Lo importante no es alcanzar la paz entendida como ausencia de conflictos, que si acaso ya llegará en el cementerio, sino respetar los procedimientos e instituciones que nos hemos dado para expresar los desacuerdos y adoptar soluciones, siempre provisionales, a los problemas comunes.